Creo que, ciertamente, la localización de un caso de miseria, de pobreza extrema —alguien que muera de indigencia o, simplemente, alguien que carece de lo indispensable— constituye la localización de un crimen. La policía debiera intervenir cada vez que se da un caso de miseria, como actúa en cada ocasión en que aparece un muerto o un herido. ¿Por qué no actúa entonces? Porque, entonces, el autor del crimen rara vez es una persona; porque, en la mayoría de los casos, el delito es imputable a toda la sociedad. ¿Toda la sociedad? Opino que sí, que toda, usted y yo incluidos. ¿No son los ricos los culpables de que el hambre exista? Sí, los ricos son culpables en buena parte. En buena parte lo son también los pobres que aspiran a ricos. Y como no hay ningún pobre que no aspire a rico, nadie puede salvar su responsabilidad. ¿Excepciones? Bueno, pongamos que sí, que hay excepciones. (¿Un uno por ciento de la humanidad? Bueno; eso es optimismo...)
Pero la responsabilidad diluida entre muchos no parece ya responsabilidad. Al menos para el criterio de los hombres, aunque hay que sospechar que el criterio de Dios es distinto.
Entonces, ¿esto no tiene arreglo? Tiene que tenerlo si el Evangelio sigue ahí, repitiéndonos cada día su lección. Si no la tuviera, Dios se habría aburrido ya, habría hecho desaparecer de la Tierra el Evangelio. Ese sería el gran peligro: que Él se aburriera, que se hartara de una vez.
Solución existe. Se nos ocurre pensar que no puede ser de tipo demagógico. Ni de tipo pintoresco. Ni de tipo simplista. Lo que interesa es no errar los tiros. En otros tiempos, por ejemplo, alguien propugnaba soluciones tan pintorescas como ésta: quemar los conventos. (Si bien ahora tampoco faltan postuladores del mismo tipo, aunque en tono menor: suprimir las procesiones de Semana Santa...) También siempre se abocó a remedios de tipo directo, pero demasiado simplistas: suprimir a los ricos. La verdad es que —y esto constituye casi una constante histórica— por cada rico que deja de serlo, aparecen por lo menos dos que comienzan su carrera, con lo que el mal se agrava. De otra parte, la «política» ofrece medios demasiado espectaculares: por espectaculares falsos. Todos los regímenes vienen y van con un «propósito social»; todos han ensayado su programa y el problema subsiste...
No; no conviene errar los tiros. La demagogia los yerra siempre. La ingenuidad también. El remedio debiera ser más sutil y, desde luego, más indirecto. Es cada hombre dentro sí mismo quien debe buscar su parte alícuota de culpabilidad en la injusticia. Pero se dirá: esto es otra utopía. ¿Quién va a conseguir, a estas alturas, que los hombres piensen, es decir, que los hombres tomen conciencia, se den cuenta de su espíritu?
En principio, la solución no parece que esté en una predicación de justicia, sino en una práctica personal de la misma. En principio, está el ejemplo. Un solo ejemplo mueve a mil. Esos mil a un millón. Pero la práctica de la justicia no consiste en escribir panfletos contra los ricos o contra los que gobiernan. No hay que acusar, sino acusarse. Contra uno mismo la acusación consiste en hacerse violente a uno mismo. Contra los demás, basta la acusación del silencio.
Práctica eficaz para que la injusticia social desaparezca, y que está al alcance de todos, sería la de preguntarse cada uno al terminar la jornada: «¿Qué he hecho yo hoy para llegar a ser pobre?». Porque está claro que lo que preguntamos cada noche es lo contrario. Lo que inquirimos, en el «examen de conciencia», al acostarnos es: «¿Qué he hecho yo hoy para aumentar mis ganancias?».
El problema social no se soluciona haciendo de los ricos millonarios y haciendo de los pobres ricos, es decir, elevando incesantemente el propio nivel. Pero, por Dios, una cosa es la pobreza y otra la indigencia. Que haya muchos pobres —que todos, en fin, dejemos de ambicionar la riqueza— es el único expediente posible para que desaparezcan de un lado los que todo lo tienen y de otro los que no tienen nada. Cuando Cristo quiere que «amemos la pobreza» no nos está invitando de ninguna manera a que nos conformemos con la miseria; pero sí nos está invitando ardientemente a que entremos en la pobreza si somos ricos y a que no salgamos de ella, si somos pobres. Horacio, que era un pagano, propugnaba la «áurea mediocritas». Lo extraño es que nosotros, cristianos, hayamos renunciado a ella.
Nuestro tiempo tiene un miedo cerval a la pobreza porque piensa que tras la pobreza viene la miseria. Al revés, al revés. Lo evangélico será tener un amor fervoroso a la pobreza —repartir entre todos la pobreza— para evitar que así la «áurea mediocritas» esté flanqueada de un lado por la amenaza de Mannón (monstruo de la codidia) y de otro por el monstruo apocalíptico del hambre.
Claro está que se trata de una solución a nivel de las conciencias. El hecho es que fuera de esa solución no hay otra.
(JAÉN, 5 de marzo de 1970)
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