Lo antiguo no envejece; envejecen, nada más, las novedades. Por eso, claro, no se ajan las fiestas —los días rojos del almanaque—; están confortadas de... tradición. ¿Disuena, por demasiado sonada, esta palabra: tradición? No puede sorprenderse nadie; la tradición es el único alimento de que disponen las cosas para no desorganizarse, para no morir, para no ser arrastradas por el tiempo.
Hay continuidad en la vida gracias a... los domingos. Porque, quizás, únicamente el descanso da espacio al hombre para enlazarse con el pretérito y servir de referencia al futuro. Si todo lo «importante» se hace en los demás día de la semana, el domingo vacamos, un poco desatendidos de nuestra urgente temporalidad, con vistas al «siempre». (La alegría de la fiesta; la tristeza de la fiesta...) El espíritu se siente triste o contento —casi es lo mismo— el día de fiesta, porque fuera del horizonte acuciador de lo particularísimo, se pone a descubrir lontananzas rosadas o cárdenas —es lo mismo— matizadas de extraterritorialidad... No lo niegue nadie; fue un domingo o un día de fiesta desocupado cuando por primera vez nos advertimos «situados» en el concierto universal, cuando nos formulamos las eternas preguntas, cuando el pensamiento —inhibida la acción— se puso a mirar arriba y abajo y... se puso a comparar. Y luego a proyectar. Hasta el propósito heroico, virtuoso, y, también, la intención criminal salen el domingo, elevados como estamos este día sobre el plinto del ocio, en comunicación con las cosas más o menos extrañas, al margen del especial cuidado...
Pero la tradición que rejuvenece las cosas, no es una entidad (?) laica. No sabemos que haya tradiciones sin fermento religioso. ¿Se ha observado la íntima repulsión mutua de estas dos palabras «fiesta cívica» que muchas veces leemos yuxtapuestas pero nunca compenetradas? Cuando falta el motivo religioso, las fiestas languidecen, palidecen, quedan resumidas en ceremonia, en convencionalismo, en fórmula; les falta popularidad. Así, aunque desvirtuadas, o descompuestas, o «paganizadas», las «tradiciones» no reaccionan nunca si no hay en ellas una gota de Dios...
Y la Semana Santa, por eso, es la fiesta popular por antonomasia. Todos los años nos llega con un ímpetu de savia antigua, inmarcesible. En avalancha nos trae la emoción de ayer, el recuerdo familiar, el cariño que se fue... Cosas que creíamos caducadas y que ella, la Semana Santa, nos revive porque representa, cada primavera, el mejor altozano espiritual para descubrir perspectivas al Tiempo fuera de nuestra época. Pero la Semana Santa, ante todo, es evocación de la Pasión de Cristo; nos plasma en imágenes, en color, en sinfonías dolorosas, esa cosa enorme y palpitante que s la Redención.... Por alejados de la Verdad, por despistados que anden los pasos del hombre, en esta circunstancia el Misterio religioso se planta avasallador delante de los ojos, llamando a las puertas de todos los sentidos, empujando emociones hacia el centro del alma. El alma, tan enfrascada de urgencias importantes descansa durante estos días... La Semana Santa rompe el cerco de las preocupaciones próximas, que cierran el círculo mezquino del hombre, abriéndole un portillo luminoso, diáfano, amplio...
Como no es una novedad, como su antigüedad data de Dios, la Semana Santa remoza cada vez nuestra Fe y establece una amistad de nuestro tiempo con los demás tiempos, que eso significa la Tradición.
(Revista VBEDA, Año 3, núm. 27, marzo de 1952)
(Fotografía: ANTONIO SEVILLA)
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