En uno de sus primeros artículos, allá por 1896, Maeztu escribía:
«El hombre es, por definición, lo incalculable». ¿Podía el mismo, entonces,
prever la trayectoria de su vida y de su obra? Lo de «se hace camino al andar»
fue en Antonio Machado un bello verso, y en Maeztu un programa. Así Amezúa
pudo hablar de la «peregrinación de su entendimiento en la busca de la verdad».
Porque, quizá, lo que desde el principio distingue a don Ramiro del resto de
los «noventayochocentistas» es su intuición de que «hay» verdad y de que «está»
en alguna parte. Por eso su pesimismo inicial, ante el momento histórico que
sirve de fondo a su juventud, se transforma en seguida en una especie de lema
que abre un portillo a la ilusión: «Esperar sin impaciencia, obrando sin desmayo».
Es su consigna en 1898. ¿Esperar, qué? Por lo pronto, ahorrando palabra y
gesto. Maeztu no es nada histriónico. «¿Por qué no se habrá inventado un
aparato para pesar el ingenio derrochado inútilmente?» Esta ascesis es
reconocida en seguida por el entonces joven de ilustres promesas, José Ortega y
Gasset, que escribe a Unamuno una carta interesantísima en la que dice de
Maeztu que es un hombre sin «redroideas», vocablo que no hemos vuelto a leer
ni en el mismo Ortega pero que parece muy significativo. Por el contexto de la
palabra se deduce que la «redroidea» es algo repensado, sofisticado,
reelaborado, sin frescura fontanal algo mediatizado por intereses ajenos a los
del puro pensamiento. Quizá esta es la causa de que en Maeztu se pueden encontrar
errores, pero jamás caprichos cristalizados en puros juegos de ingenio, en
«boutades» o en fuegos de bengala. Maeztu es, sí, peregrino. No puede perder el
tiempo. El quiere decir siempre algo al escribir, cuando la mayoría de los que
escriben «en vez de decir, recuerdan».
En su andadura, es obvio, nuestro
pensamiento encuentra un día, al paso, al socialismo. No lo margina ni elude su
significación. Pero su rigor mental le lleva al análisis. Es un momento en que
los intelectuales españoles, acordes en la denuncía, no se aúnan en la
propuesta, en ninguna propuesta. Denuncias del marasmo de España, del
caciquismo, de la mediocridad, de la pobreza. Pero ¿propuestas de qué? Maeztu
se desazona: «En la hora actual no hay programa para los intelectuales». Y es
así que cada uno se improvisa el suyo. Lo bueno en Maeztu es que él, fiel a su
consigna de «esperar sin impaciencia y trabajar sin desmayo», no quiere
improvisaciones. El derrote a la izquierda es siempre un recurso para el
intelectual. Lo fue en tiempos de la juventud de Maeztu y lo es ahora. Pero
Maeztu, que cree que «el ideal no puede consistir sino en infundir el infinito
en lo finito», objeta al socialismo así: «Tiene que liberarse de su
materialismo histórico si ha de limpiarse de su contradicción interna de ser un
movimiento ético que niega el poder de la moral».
Y es precisamente el problema moral la
clave del pensamiento de Maeztu. En «Don Quijote, Don Juan y la Celestina»,
Maetzu concluye: «El problema moral no se ha resuelto. Representa la cantidad
de desarreglo necesario para impedir que la moralidad se automatice en
equilibrio de virtud y recompensa». Empero, aunque nuestro pensador es
consciente de que la ética es una tensión y no una entropía, renuncia en
seguida a todo subjetivismo e intuye la necesidad del «metro universal». «Si
detrás de nuestra tabla de valores —escribe— no hay una escala cósmica, un
metro universal; si las estimaciones nuestras no tienen más valor universal
que las de los gusanos, si no hay un Dios en los cielos, Don Juan tenía razón».
Ni lo faústico —ni tampoco lo fáctico—
representa jamás en el peregrinaje de Maeztu un punto de arranque. Además renuncia
al comodín del mito. Si el de Celestina impregna de tintes sombríos las
meditaciones de Machado, de Valle-Inclán, del mismo Azorín a ratos, porque
existe en ellos la «persuasión de que nuestras acciones nadan valen», tampoco
el mito del Quijote es tabla de salvación para don Ramiro: «El amor, sin la
fuerza, no puede mover nada, y para medir bien la propia fuerza nos hace falta
ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable. Tomar los molinos
por gigantes no es moralmente una alucinación, sino un pecado».
Momento crucial en el peregrinaje de
Maeztu. La moral necesita de la Verdad y el amor, de la fuerza. Pero la fuerza
del amor es, precisamente, la verdad. Naturalmente, bajo estos supuestos la
urgencia de Dios salta a la vista. «Todo hombre —declara Ramiro de Maetzu—
tiene la obligación de amar con fuerza. Pero, además, ha de poder amar a quien
no ama o deja de amar a quien ame, si así es su deber». Y añade: «Jinete de su
amor ha de ser el hombre». ¿No es toda una definición? ¡Qué conveniente
recordarla en un tiempo en que el amor se hace producto publicitario,
«anunciado», en campañas moralizajoras, entre desodorante y desodorante! El
hombre, «jinete de ai amor». Y hasta el punto de proclamar: «Tenemos que defender
a la Humanidad entera del odio; pero no odiar nunca, ni siquiera el odio de los
malos». Estas últimas palabras las escribe Maeztu, ya en 1936, un mes antes de
su muerte. Ahora bien: hasta llegar a formularlas, hasta dar con el meollo de
su autenlicidad cristiana, Maeztu, ininterrumpidamente, ha cambiado como un
pastor de sus ideas y de sus fervores, de sus lecturas plurales, de sus
vivencias, imponiéndose una doble fidelidad a sinceridades y a verdades. ¿No se
divide hoy el mundo entre sinceristas y lógicos? A los sinceristas les interesa
su verdad, y a los lógicos, la Verdad. Pero cuando emancipamos nuestras verdades
respectivas de la Verdad, ¿pueden, con toda legitimidad, seguir llamándose
verdades?
Llegado a este convencimiento, Maeztu ya
puede morir sabiendo por qué muere. (Dirá a quienes le asesinan: «No sabéis
por qué me matáis, pero yo sí sé por qué muero»). Y realmente ¿no termina el
hombre de saberse, de investigarse, de averiguarse cuando sabe de verdad por
qué vive y por qué muere? Suprema ciencia que frecuentemente se esquiva
tapando los huecos de la vida genuina con vida improvisada como se cubren
ciertas zanjas con cascote efímero.
Maeztu concluye con su vida su programa.
«España es como una vieja encina medio sofocada por la yedra». ¿Programa de
poda? Sí. Y un poco, también, programa de «decíamos ayer». Aunque no para que
la lección de ayer ahogue los brotes hodiernos, sino para la necesaria labor de
síntesis. Como en los últimos años de la vida de Maeztu se polemiza sobre el
tema del atraso científico de España, él escribe: «Si no tenemos una buena
física es oportuno ir a buscarla donde la hubiere, porque la física es una
ciencia especialmente poderosa y el poder sobre la Naturaleza no debe
descuidarse. Lo que no tiene perdón de Dios es que la busca de lo que nos falta
descuide la conservación de lo que tenemos».
Desde su mundo, Maeztu nos sigue
adoctrinando. El decía: «Yo he soñado con ser un espíritu con una mano
descarnada que escribía». Creo que no se ha reeditado ni leído lo suficiente a
Ramiro de Maeztu. Y pienso que la hora de España lo exige.
2 comentarios:
¡Maravilloso, denso, tierno, creíble, filosófico,.....no hallo palabras suficientes como para expresar lo que siento al leer al que fue profesor mío, uno de los más grandes pensadores y ensayistas de España¡¡
Gracias, gran Pedro Pablo Vico, por tu entusiasmo.
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