No hay pruebas evidentes de que el hombre se comporte espontáneamente como un «animal social». Por lo visto, esto es más que un hecho una aspiración. Toynbee era de opinión de que si el hombre «en tanto que técnico es un genio, como ser social es un zopenco», y por eso exhortaba: «Comencemos a tomarnos las relaciones humanas tan en serio como nos tomamos los automóviles, los sacacorchos y los aviones». Las creaciones de la civilización y de la técnica obligan cada vez más al hombre a la vida social que, en primer lugar, demanda una ayuda mutua. Pero es, precisamente, para lo que estamos escasamente preparados. Nuestras competencias en los campos científico, intelectual, artístico, manual, son inagotables. Sin embargo, nos mostramos incompetentes en el plano de la comunicación de bienes y de la convivencia armónica y fértil. La lucha y la agresividad son más naturales, en la historia, que la paz, siempre provisional y relativa. Egoísmos y personalismos forjan la trama del acontecer diario. ¡Qué pesimismo —me dirán ustedes— entraña pensar así! Pero ¿no vivimos así, en un contexto así?. Sin duda, como argüía Unamuno, por falta de imaginación. El, al egoísmo, le llamaba falta de imaginación. Nada más por eso se explicaba que «una molestia propia nos duela más que el espectáculo de un terrible dolor ajeno...».
Como «necesitamos» de una lograda armonía social y como, en el fondo, nos mostramos reacios a la misma, los socialismos son la ortopedia que la civilización ha inventado para remediar desde afuera, y de manera impuesta, nuestro individualismo. Nuestros personalismos nos hacen deficitarios y torpes para la construcción del «bien común» que todos predicamos y que nunca llega. No obstante las soluciones ortopédicas no pueden ser del todo soluciones y, además, aparecen corno remedios que inquietan, a menudo, más que el propio problema. Los socialismos se debaten en la cuerda floja. Dificilísimo el equilibrio del socialismo con la libertad. Derechos humanos, deberes humanos, mi autonomía, mi obligación, mi amor propio, mi vinculación a los otros... ¡A ver quién me da un balancín!
¿No es preciso, puesto que naturalmente no tendemos a la cohesión y al recíproco servicio, y puesto que el «aparato» de prótesis nos molesta por lo postizo, mecánico y «sólido», buscar otra salida? Bien, pero me decía un amigo, ya sabemos cuáles son tus salidas a todos los problemas; nos abres las «puertas del campo» y nos dices: En el campo está Dios, busca a Dios en el campo. Es decir; este lector me acusa de apelar a la solución religiosa con demasiada frecuencia. Bueno —le respondí— yo sí, pero en cambio es raro. A un buhonero, le regañaba una comadre: Oiga, usted no vende nada más que carretes de hilo verde. Es que, carretes de los restantes colores —responde— ya se los ofrecen los demás con hartura y sin descanso, con variedad y sin pausa.
Efectivamente, a eso voy. Pienso que la fe católica ofrece una altísima verdad hecha Sacramento para alcanzar que la «dimensión social del hombre» sea más que un programa, más que una disposición autoritaria e incluso más que una conveniencia que cuando interesa de manera inmediata se hace y al no advertirse la inmediatez se desecha. Lo pienso con ocasión del Corpus.
Pero es un pensamiento con temblor, con escalofrío, con drama. Y, desde luego, lleno de preguntas. Al hilo de su Pasión y Muerte, Cristo —en cuya divinidad creemos— nos dejó el testamento de sus palabras mejores: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Y, precisamente al borde, junto al mismo abismo de su Sacrificio que revertiría en la Gloria de su Resurrección, nos otorgó, como prenda de su mandato de amor, y como alimento —ágape—, para el crecimiento en unión que el Amor significa y es, el Misterio del Pan y del Vino convertidos en su Cuerpo y Sangre.
Es algo descomunal, tremendo, asombroso. O se cree o no se cree en este Misterio. Pero si se cree, el curso de toda la vida personal del creyente gira en ciento ochenta como suele decirse. Y si no gira es que todavía su fe no ha alcanzado plenitud. Y si gira, ya el Amor descubre al hombre, entre otras cosas mayores, su auténtica dimensión social. Y desde esa posición y disposición de «ágape» desprecia toda prótesis y, también, el balancín. La gente nos creerá de verdad cuando, si nos pregunta si somos socialistas, podamos contestar convencidos: Mira, no lo necesito porque soy cristiano. Lo mejor que podría llegar a ser el socialismo es un sucedáneo. Y en lo que no puede quedar el cristianismo es en una fe que uno tiene y de la que uno nunca se acuerda, guardadita quizás en las convicciones y ausente de las vivencias. Creo que la Eucaristía es el invento de Cristo para que fe y amor se refresquen cada vez. Doble milagro, porque ni fe ni amor, son aptitudes o actitudes naturales, lógicas y fáciles. Realmente El dijo lo que no hubiera dicho un loco: «Esto es mi cuerpo». Y es que quizás hacía falta la «locura» eucarística del Corpus para establecer la Suprema Cordura sobrenatural del Amor. ¿Puede explicarse el Corpus de otra manera? Y de otra manera, ¿entiende alguien que el Amor pueda pasar de un simple ensayo?
Ni ensayo, ni locura, ni palabra sin semilla, ni difuso misterio romántico, ni flor retórica, el Corpus nos invita al amor urgente de vertiente doble: Dios y el prójimo. Los orfebres góticos y renacentistas, los constructores de las Catedrales dieron una exteriorización plástica al misterio eucarístico. Como los autores de los «Autos Sacramentales» levantaron de su cantería poética unos monumentos de palabras fieles a su Palabra. La Eucaristía se ofrece a la adoración en viriles y custodias con forma de Sol porque si El está oculto en la Sagrada Hostia, nuestra adoración ha de hacerse canto de flores, de versos; de plata, de fervores. El se oculta, pero es obligación de los cristianos ostentarle, proclamarle, homenajeando su invisible presencia con nuestra patente y arrebatada exultación votiva.
Da escalofrío el Corpus. El Corpus catalizador de la unión de los hombres, detectador del Amor, en la actualización del Sacrificio de la Cruz, con el encargo de su deseo: «Haced esto en memoria mía».
Pero la Eucaristía, así de sagrada, así de religiosa, así de jubilosa, así de dramática, no puede, entonces, trivializarse. (No faltan cristianos más atentos a convertir el Misterio en una simple fiesta de la «base»). No, porque es una Celebración en ímpetu ascendente. Nos une su Gracia y no nuestro palmoteo. La Eucaristía no es un brindis.
(IDEAL, 9 de junio de 1977)
(Fotografía: MANOLO – PAPA PITUFO)
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