(Cuento de una noche de verano)
¡Las tres de la madrugada! Era mágica esta hora. Tan mágica como la China o el Sudán Anglo-Egipcio. Una hora inasequible, lejana, fabulosa; una hora en la que él no había estado nunca. La conocía, claro está, de oídas: estaba en el reloj, sí. También, en el atlas de geografía estaba Rhodesia. ¿Y qué?
—Anoche —contaba papá mientras engullía a la hora del desayuno las tostadas, con mantequilla—, anoche volvimos a las tres de la madrugada y...
Y mamá replicaba:
—Sí, Ambrosio, eran las tres de la madrugada. Pero la culpa, ¿de quién era? Yo bien lo sabes, nunca fui trasnochadora. Fuiste tú que te empeñaste, después del cine, en que acompañásemos a los Yáñez a oír la orquesta del «Tívoli». Valiente terraza la del «Tívoli»...
Y Carlos, Carlitos, pobre chico, oía pasmado, inquieto, con los ojos abiertos, asombrados. Anoche, precisamente anoche, sus papás estuvieron en las tres de la madrugada. La hora de sus sueños: la hora prodigiosa que él no había visto nunca. ¡Qué delicia ser mayor! ¡Qué privilegio tener treinta años! ¿Cuándo, Señor, él los alcanzaría, para poder ser como papá y como mamá; para poder viajar bien despierto por la noche, con los cinco sentidos útiles? Era una lata esto de no poder pasar nunca de las diez. En cuanto al espacio, sí había viajado ya cuarenta y tres kilómetros más allá de su pueblo. Esto a los siete años, constituía una buena marca. Pero en cuanto al tiempo... En cuanto al tiempo, sólo llegó una vez —y porque fue el día del bautizo de su hermano— a las once y cinco de la noche. Ni siquiera había atravesado el ecuador de las doce. No lo dejaban y él bien quería. Bien que se hacía el valiente tantas veces cuando le mandaban a la cama. Bien que disimulaba el sueño y las cabezadas diciendo que no tenía deseos de dormir y que lo que tenía era calor. ¡Ca! No había consideraciones para él. Para él, que quería ver la faz de esas horas blancas, solitarias, silenciosas, profundas de la madrugada. ¡Oh la madrugada! Y en el corazón mismo de la madrugada tenía asentados sus reales la hora grande: las tres. Hora ancha y sin gente transitando por sus minutos. Una hora como la Plaza antigua de su pueblo a la que no iban nada más que los turistas y los vagos. O mejor, como el campo en el que no se encuentra uno a nadie. De seguro una hora con brujas, con hadas o con ángeles. Sobrenatural de todas maneras. ¿Cuándo podría ir a las tres de la madrugada sin que nadie se lo estorbase? ¿Cuándo retorcería el pescuezo a ese estúpido sueño que le acometía todas las noches después del huevo pasado por agua, interponiéndosele al paso y dando un mazazo a sus sueños? Y de seguro que cuando pudiese estar en las tres de la madrugada no se iría a la terraza del «Tívoli», como sus papás. Ya le estaban pareciendo sus papás unos frívolos. Yo —pensaba— cuando pueda frecuentar esa hora me iré a lo alto de la torre del reloj. Desde allí veré a algún ángel, a alguna bruja, a alguna hada, ¡lo que sea!...
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Carlitos lleva traje de buzo y un hacha en la mano. Carlitos avanza valiente. Tres enormes pulpos le quieren atrapar, extienden hacia él sus tentáculos horribles. No importa, Carlitos avanza sin temor. Avanza resoluto, pero salen pulpos de todos los rincones. Él quiere alcanzar la puerta; pero en cada esquina hay un pulpo que se ríe sarcásticamente. También, en el centro de la habitación —la habitación es el mar; el mar es la habitación— hay una enorme ballena. No importa tampoco porque Carlitos la esquiva con el hacha. Lo peor son los pulpos de las esquinas. Sin embargo hay que lograr la puerta... Ya está. ¡Ya está! Carlitos trepa por la pared y... da un grito colosal; un grito colosal porque el pulpo de la esquina lateral izquierda...
—¡¡Ay!!...
Ha despertado papá, ha despertado mamá, ha despertado Andrés, el hermano mayor, ha despertado Josefa la criada. Todos, en ropas menores se han juntado precipitadamente, pálidos de terror en el cuarto de Carlitos.
Carlitos está sentado en la cama, con el rostro radiante, con el reloj de la mesa de noche en la mano, la luz encendida. Todos muestran en sus rostros un pánico de aúpa. Carlitos se ríe. Carlitos les dice:
—Me perseguían en el fondo del mar, di un grito, me desperté y ¡son las tres de la madrugada! ¡Las tres! Los pulpos querían impedirlo a toda costa, no me dejaban despertar. Yo luchaba, luchaba contra ellos y vencí. Vencí. Ya estoy en las tres de la madrugada. Voy a asomarme al balcón a ver qué pasa...
MIGUEL H. URIBE
(Revista VBEDA, Año 8, Núm. 90, Junio de 1957)
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