La confusión es peor que la ignorancia. «Yo ya no sé qué es lo que debo creer», exclamaba la triste Ofelia. Cuando los signos de la contradicción forman su garabato e la conciencia y obstaculizan toda discriminación, las quietas aguas del lago en la noche trocan su poético encanto, en... tentación, tentación de suicidio. Suicido al menos de la voluntad. Si no se sabe lo que se debe creer, si el dibujo perenne de las convicciones se borra y la frontera entre lo blanco y lo negro se suprime alegremente —esto es, trágicamente—, la dimisión —dimisión de hombre razonador— debiera admitirse.
Es el peligro de los relativismos. Cualquier relativismo se nutre de reflejos. La danza de los reflejos, por supuesto, es maravillosa. «La Luna en el mar riela». Rielan mil lunas en las aguas. Pero, ¿acaso la Luna, realmente, puede multiplicarse, a capricho, por la unidad seguida de ceros? También son bonitos los juegos de la luz del sofisma. Porque el sofisma es reflejo de la Verdad en el lago. En el sofisma la razón riela... (Yo no quería escribir sofisma, que es palabra vieja, con rancio olor que apesta a «filosofía perenne», esa que ya no se lleva, como no se lleva el corsé. No quería escribir sofisma, pero...)
—Vamos a ver. Vd. dice que a lo blanco es blanco y que lo negro es negro, ¿no es eso? Entonces Vd. no se presta al «diálogo».
—No, no. Precisamente porque lo blanco es blanco y lo negro es negro, la conversación es posible. Conversación es casi todo lo contrario que conversión. Si uno habla es porque se siente distinto. No es que lo blanco deba suprimir a lo negro. Ahora bien, ante todo, lo blanco no puede suprimirse a sí mismo. La tolerancia bien ordenada comienza por uno mismo, ¿no cree? Yo tengo que reconocerme y afirmarme, como supuesto... previo para reconocer a los demás.
—Si no se explica mejor...
—Mire. Yo soy yo y mis creencias, es decir, mis convicciones. Que Vd. tenga las suyas no es razón para que nos lancemos los trastos a la cabeza. Pero ¡cuidado! El afán de comprendernos mutuamente, no debe conducirnos al «snobismo» de confundirnos. Sería volver al caos. La verdad en la que yo creo no riela... ¿Me comprende? Vamos a suprimir la guerra caliente y la guerra fría. Será estupendo. Pero la oposición entre lo blanco y lo negro es imposible de abolir.
—El compromiso, la transacción, ¿le parecen mal... negocio?
—Sí, un mal negocio. ¿Frío? ¿Caliente? ¿Tibio? La temperatura del vómito es siempre tibia. Recuerde la Escritura... Por lo demás, yo tengo derecho a esperar de todos los hombres como hombres. Pero no tengo derecho a esperar del contrario como contrario.
La confusión es peor que la ignorancia. Ciertamente la Historia ha ido negociando, a lo largo de los siglos, compromisos, transacciones y paños calientes. No han servido nunca. No han durado nunca. El mundo vuelve a empezar después de cada compromiso frustrado. Vuelve a nacer con llagas nuevas. «No vine a traer la paz sino la guerra», dijo el Cristo. ¿No mandó Cristo «amar a los enemigos» y compelió a Pedro a que devolviera la espada a la vaina? Pero toda su vida terrena fue el testimonio de la Luz contra el poder de las tinieblas. El trajo la guerra contra el Mal. Cierto que al Mal no se le combate con la espada. Pero hay que combatirle, no puede ignorarse su existencia.
Por lo demás, el diálogo no es sino un combate dialéctico.
Dos equipos de fútbol contienden en el «stadium». Tanto mejor contienden cuanto afirmar más enérgicamente sus colores. Pero si los jugadores de uno de los equipos se dedicasen a ceder amablemente los balones a los jugadores contrarios... ¿qué memez podría comparársele? Dialogar no es claudicar.
(VBEDA, Año 17, Núm. 140, 30 de junio de 1966)
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