Al comenzar, las cosas
resultan difíciles de entender. Incluso inútiles. «¿Para qué sirve la
electricidad?», le preguntaron a Edison, el cual respondió: «¿Para qué sirve
un recién nacido?» Después, cuando el uso del teléfono constituye una de las
primeras, grandes epifanías de la Técnica, el inventor, con humorismo comenta:
«¡Bicho raro: se le pisa la cola en Edimburgo y ladra en Londres; la
"inútil" electricidad es responsable!»
Suele, sí, desconfiarse de lo que nace. Pero luego,
inexorablemente, crece. Crece a veces hasta el punto de hacerse gigante.
Riesgo. Las mitologías coinciden en la creencia de una generación pavorosa de
gigantes que poblaron la Tierra en remotísimas edades. Fábula, pero
significativa. Cosas y criaturas corren siempre el peligro de crecer
demasiado. Es lo que a veces pensamos que ocurre con la Técnica. ¿Vivimos un
mundo gigante que nos amenaza, cuya medición y control se nos escapa? No
obstante, hay que distinguir. Cabe hablar de una desmesura cuantitativa con
tamaños que espantan; pero también de otra espiritualidad de la que no está
ausente la armonía. De la última, el arte nos depara símbolos ejemplares.
Miguel Ángel hace del gigantismo una calidad del pensamiento transmitida por
el cincel al mármol. Eugenio Montes y Camón Aznar han recordado aquí mismo —en
las páginas de ABC— lo egregio de la «terribilitá». Es precisamente un
trasfondo de melancolía el fermento que da vigor irrepetible a las estatuas
del sepulcro de los Médicis, a las Vírgenes membrudas que desbordan los
medallones en que están enmarcadas. Porque en Miguel Ángel —nos invitan a
comprobarlo— la melancolía no es un disolvente, sino, mejor, preciso y
enérgico estímulo de irresistibles dinamismos. Es frecuente admirar en las
sillerías de coro de nuestros templos, tallas y relieves de ascetas,
confesores, evangelistas, profetas, cuyo trazado, imponente y enérgico, hace
adivinar en las faces, ávidas de futuros, un ansia que se eleva, en gesto
cogitabundo, desde una nostalgia. (¿Y no es esto la Historia?) En la
«terribilitá» late un empeño de claridad para el mundo. Dramático empeño, en
la línea quizá de ciertas cosmovisiones gnósticas que concebían el Universo
(así Basílides en los primeros siglos cristianos) como un «contacto de
tinieblas que tratan de posibilitar el retomo de la luz».
Pero si la Historia entera es un forcejeo hacia la
claridad razonadora y la conducta noble, y si el Evangelio de San Juan resume
su altísima teología en la constante lucha —«terribilitá» asimismo— de la Luz
contra las tinieblas, acomete la tentación de sospechar que, en no pocas
ocasiones, el esforzado afán deviene más bien en seudo-gigantismo contrahecho,
que es lo mismo que decir en confusión y más oscuridad. Escribía Víctor Hugo
de su Quasimodo: «Parece un gigante hecho pedazos y vuelto a juntar por manos
inexpertas.» Hoy el miedo es pensar que, a lo mejor, la civilización futura va
a ser quasimodesca; en la antípoda de la edad «enorme y delicada» que añoraba
Verlaine. ¿Va a tener, pues, la giba, los miembros deformes, la megalocefalia
grotesca de un monstruo compuesto a base de fragmentos sin perfil, de formas
rotas..., de culturas desechadas y luego en parte sacadas del escombro tras el
derribo? ¿O conducirá la acumulación incesante de los logros de las ciencias
aplicadas hacia el «Mundo feliz», deshumanizado, de Huxley, o el más
deshumanizado aún de las fantasías de Wells, o al utópico espiritualismo de la
«teología ficción» —felizmente superada— de un Teilhard de Chardin?
Ahora, en ciertos sectores, se organiza y orquesta
la confusión. Así nos vamos a ver sumidos en aquella perplejidad de un dialogante
de Juan Valdés cuando arguye: «Vos queréisme enseñar lo que no entiendo con lo
que no sé.»
Todo induce a la urgencia de preparar un futuro cuya
grandeza no incurra —por error de objetivos o de métodos— en seudo-gigantismos.
Pero no hay que dejar la modelación del futuro en manos de los futuristas ni
la del progreso en las de los progresistas. Futuristas y progresistas tienen,
salvo excepciones, el común defecto de que saben mucho y prensan poco. Pensar
es pararse a pensar. Nada más cuando el tirador deja de andar su disparó
acierta. Antonio Abad, en la antigua Iglesia, sentía el impulso irresistible
de mejorar el mundo. Estando en esto, oye una misteriosa voz que le musita:
«Fuge, tace, quiesce» (Huye, calla, aquiétate). Ojalá los reformadores de este
tiempo oyeran el mismo consejo. Antonio Abad, como efecto del aviso, funda la
vida monástica. La vida monástica verifica, a lo largo del medievo y después,
la más eficaz, sutil y profunda reforma. No es que en este artículo se
propugne, precisamente, un monasticismo ahora. Sí, en cambio, una audiencia a
voces autorizadas que invitan a cierta huida de los usos materialistas, consumistas,
pragmáticos, dominantes («abstemios de lo trascendente», llamaba Papini a los
marxistas). Sí, una atención que lleve al buen silencio para el espacio de los
hallazgos fecundos. Sí, un aquietamiento sereno, que es lo contrarío, de una
parte, del inmovilismo y, de otra, del atolondrado activismo. Ya que, más bien,
parece la condición previa a la acción intensa, directa y con sentido;
fuerte, en fin.
Uno estima que nada más así podemos acercamos al
mediodía. «Sólo el mediodía es la hora; las demás son simples horas», exclamaba
Alfredo de Musset. Y quizá únicamente la decisión que ocurre tras el pensamiento
reposado es apta para el lanzamiento. Si bien las dudas —y esto es inevitable—
acechan. Gómez de la Serna decía que «no gozamos bien del canto del ruiseñor
porque siempre dudamos de que sea el ruiseñor». Estoy entre los que ven que te
verdad, afortunadamente, está ahí y que, en momentos, perceptiblemente,
«canta». Pero los «dudadores» de profesión u oficio no lo entienden así.
¿Cómo ganaremos él futuro? Con energía, con firmeza,
con «terribilitá» si preciso fuere, pero sin confusionismos. Con serenidad.
Sin «quasimodismos», valga otra vez la palabra. Escribo ahora asimilando las
transparentes, limpias enseñanzas del discurso de la Corona de Juan Carlos I.
Concluía: «Si todos permanecemos unidos habremos ganado el futuro.»
(ABC, 14 de diciembre de 1975)
2 comentarios:
Buena entrada de año leyendo la prosa de este señor. Mi padre - fallecido recientemente- me habló en alguna ocasion de que era un articulista del periódico “Jaen". Enhorabuena por este blog
Andres Ruiz
Cordoba
Gracias, Andrés Ruiz por tu comentario.
Escribió muchos artículos en "Jaén". También en "Ideal", en ABC y en otras publicaciones.
Puedes encontrar más artículos de Juan Pasquau (en continua actualización) en la página web www.juanpasquau.es
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