La Navidad es el último reducto de la ternura. La Navidad
es... un buen ambiente. La preparamos grata cada año desde sus prolegómenos a
mediados de mes. Diciembre: sábado grande; todo él, víspera augural en que nos
la prometemos felices. Es verdad que el mundo disparado en urgencias detiene
su carrera más o menos loca cuando va a llegar este tiempo. Y que, en estos
días, cualquiera se nota, debajo de la prisa, al corazón. Quizá se advierte
latir una generosidad, en inesperada taquicardia, dentro de la anatomía —recio
tórax— de todos los egoísmos. Se experimenta la bondad... como una nostalgia.
¿Habéis encontrado alguna vez, entre los papeles antiguos, el retrato de un
pariente muerto? Se os amarillea, entonces, un poco el alma; respiráis
alrededor como una fragancia súbita de hojas caídas, y decís: ¡Pobre!... Algo
de eso resulta aparentemente la Navidad. Una deliciosa evocación burguesa de
algo que se fue, de ideas que yacen en el olvido, de sensaciones pasadas, de
bellezas encantadoramente anacrónicas. ¡Pobre Bondad! Se murió... Y os
cosquillea en el espíritu un deseo leve de apacentar añejas virtudes. Habláis
de paz, de caridad, de perdón, de sonrisa. ¡Pobre Bondad! Está muerta y hay
que hacerle este homenaje póstumo. Ensoñáis a vuestros hijos con los Reyes
Magos y reserváis de vuestro pecunio una parte para los pobres. Así, llega la
fiesta y el corazón descansa cómodamente en una provisional almohada de
lirismos y de ternezas. Sienta bien este descanso, esta efímera tregua para el
disfrute de una ferviente ingenuidad… de encargo. Hasta la conciencia se
aquieta un poquito. Porque la conciencia es un lebrel insobornable, a pesar de
todo. Pero en Navidad se distrae al lebrel, se le contenta, se le hacen
graciosas concesiones, se le dan palmaditas en el lomo, se le insinúa: «¿Ves?
No soy tan malo. Tengo mi liberalidad particular, mi compasión, mi blanda entrega,
mi tolerancia. ¿Ves?...» Y el lebrel deja de ladrar. Y se acuesta a nuestros
pies. Y empieza a parecer un perro de aguas con pelambre rizadita y mimosa.
«Felices Pascuas», «Felices Pascuas», «Felices Pascuas», «Felices Pascuas».
Las tarjetas y los christmas se amontonan: forman una tarta de amabilidad que
alza sus torres de merengue sobre el movedizo cimiento de una sensibilidad
garrapiñada.
Uno no sabe si siempre, siempre, nos
vamos a conformar con una Navidad así, tan inocua, tan convencional, tan dulcemente
artificiosa, tan intrascendentemente sentimental... (¿Tan turbadoramente
cursi?)
Porque es lo cierto que la celebración
navideña —esa flor de invernadero— tiene su origen en un hecho de dimensiones
apoteósicas, sobrehumanamente grandes. La Navidad conmemora nada menos que la
Encarnación del Verbo con el subsiguiente corolario sobrenatural del «Dios
hecho Hombre» para la Redención del hombre. Algo tremendo y descomunal; algo
maravilloso que hizo estremecer de pasmo a los Coros de los Ángeles.
Uno no sabe si hemos empequeñecido a la
Navidad, minimizando su significado. De todas formas, se la piensa menos que se
la gusta. Un niño de pocos años me ha dicho que él, hasta ahora, no había sabido
que las almendras dulces de la Nochebuena... tienen almendra «de verdad»
dentro. Creía, por lo visto, que eran obra exclusiva de la confitería y que nada
ponía el piñón —el de las piñas de los árboles— en la peladilla. Yo voy
creyendo que una cosa semejante pasa, en la mayoría de los hombres, con la
Navidad: Hemos olvidado la Idea que lleva dentro a fuerza de mediatizarla, a
fuerza de envolver en arrape a la Verdad. Pienso si al llegar esta época del
año la Bondad, y la Paz, y la Buena Voluntad, no protestarán un poco de que se
las presente como virtudes de repostería para el buen «confort» de nuestro
ánimo, cuando ellas claman más bien por una vigencia pujante, desnuda,
ardorosa y fuerte en el pensamiento y en la acción de los hombres. Deben de
estar descontentas, sí, de que las convirtamos en evocación, en poética
nostalgia, en vaporoso anhelo o en «fino regalo», cuando pugnan por hacerse carne
y sangre de eficacia en la existencia de cada persona redimida. Redimida por
Aquél que quiso nacer en pobreza radical y determinó, al vestirse de hombre,
inhibir el esplendor, el enjoyado visible de su Divinidad misma. Pero los
cristianos hemos hecho de la Navidad una «clase de adorno» cuando es, ante
todo, una fundamental Lección de fe y de Amor. Lección que demanda
discípulos, no cantantes... Temo que hay un retablo de Navidad, recargado,
redundante y hueco, cuando lo que urge es un altar de Navidad; un altar —si se
me permito decirlo— más bien funcional.
Cristo nace para que la Bondad resucite
militante, no para que la bonanza espejee en melancolía de atardeceres. Y, ¿no
quiere Él que la Paz sea, un poco, la obra viva de cada uno? (La obra «viva» y
actual de los hombres; no el daguerrotipo de perfumadas memorias.)
Un coro de voces exultantes está —en el
templo— entonando el «Gloria». Atención al disco... Hay que creer que lo
decisivo en la solemnidad navideña es que haya enamorados que cuando ella viene
sientan, y consientan, el deseo de hacer con la propia vida un verso de ofrenda
y alabanza. Pero lo del sentir sin consentir—lo que los demás hacemos—es...
literatura.
¡Felices Pascuas! Pero, por Dios, que no
hagamos también del Amor una figura de mazapán.
(ABC, 23
de diciembre de 1960)
1 comentario:
¡Con que maestría, naturalidad, finura, normalidad, elegancia, gracia, y belleza, nos dibuja Juan Pasquau el ambiente de Navidad; ambiente que, aún en estos tiempo tan descreídos, los humanos, sin poder contenerse, expresan...
No saben muy bien porqué, pero, en efecto, en estas fechas, los brazos armados se bajan, los odios disminuyen...el lebrel, como tan bellamente nos dice el más grande escritor de Úbeda, se amansa.
Y Juan Pasquau, nos relata porqué: el Verbo se hizo hombre y acampó entre nosotros. Dios ha nacido.
¡Ojalá que Jesús, que Dios, nazca en el corazón de todos los hombres y nos convirtamos en "niños" como Él nació.
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