Se alza el telón y... aparece Don
Juan. Don Juan Tenorio es el «telonero» de Noviembre y el primer nuncio del
invierno. Eso, por lo pronto. Luego, Don se «expende» en los teatros como un
producto autóctono de fabricación nacional. Su leyenda hemos querido apropiárnosla
y no hemos consentido nunca que «el extranjero» incoe ningún expediente para
desvirtuar los auténticos antecedentes españolistas del mito. Ramiro de Maztu,
por ejemplo, se enfadaba literariamente para rebatir el supuesto de una fuente
de inspiración extrapirenaica para el tipo del Burlador. Porque ya se sabe que
puestos a buscar orígenes a cualquier creación literaria, los buceadores no
dejan títere con cabeza. Y los buceadores dijeron un día que el burlador de
Tirso constituía solo una aclimatación, una adaptación. Ahí, Riccoboni citando
a un «Convidado de piedra» que amedrentaba con su voz marmórea los escenarios
italianos allá por 1620, diez años antes de que el nuestro de Tirso —en 1630—
desdeñase con su famoso ritornelo, «Si tan largo me lo fías», los prudentes
consejos del astuto y morigerado Catilinón... Ahí, la «Larva mundi», de
Leontio, por otra parte, opositando a la paternidad indiscutible —y tan dudosa,
a fin de cuentas— de la famosa fábula. Pero, Ramiro de Maeztu, bucea como el que
más y encuentra —cuéntanoslo en Don Quijote, Don Juan y la Celestina— un
testimonio irrefragable en pro de la españolidad de Don Juan. Y cita un romance
de Riello (León) en que ya se perfila —todavía en fase embrionaria
probablemente— el inmortal mito. El embrión sobre el que iban a posar después
todas las cluecas literarias hasta dar perfil neto al mito que llegaría a
coronarse gracias al poeta coronado —Zorrilla— con el aura radiosa de la más
apabullante popularidad. El romance de Riello es encantador. No nos resistimos
a copiarlo, aunque presumimos que, haciéndolo así, va a faltar espacio vital a
nuestro artículo que —¡oh exigencias editoriales!— ha de ser de una sola
página. Dice así el romance:
«Pa misa diba un galán — caminito
de la iglesia — no diba por ir a misa — ni pa estar atento en ella, — que diba
por ver las damas — las que van guapas y frescas. — En el medio del camino —
encontró una calavera — mirárala muy mirada — y un gran puntapié le diera; —
arregañaba los dientes — como si ella se riera. — Calavera, yo te brindo — esta
noche a la mi fiesta. — No hagas burla, el caballero — mi palabra doy por
prenda. — El galán todo aturdido — para casa se volviera. — Todo el día anduvo
triste — hasta que la noche llega: — de que la noche llegó — manda disponer la
cena. — Aun no comiera un bocado — cuando pican a la puerta. — Manda a un paje
de los suyos — que saliese a ver quien era. — Dile, criado, a tu amo — que si
del dicho se acuerda. — Dile que sí, mi criado — que entre pa ca enhorabuena. —
Pusiérale silla de oro — su cuerpo sentara’n ella: — pone de muchas comidas — y
de ninguna comiera. — No vengo por verte a ti — ni por comer de tu cena: —
vengo a que vayas conmigo — a medianoche a la iglesia. — A las doce de la noche
— cantan los gallos afuera, — a las doce de la noche — van camino de la
iglesia. — En la iglesia hay en el medio — una sepultura abierta. — Entra,
entra, el caballero, — entra sin recelo en ella; — dormirás aquí conmigo, —
comerás de la mi cena. — Yo aquí no me meteré, — no me ha dado Dios licencia. —
Si no fuere porque hay Dios — y el nombre de Dios apelas — y por ese relicario —
que sobre tu pecho cuelga, — aquí habrías de entrar vivo — quisieras o no
quisieras. — Vuélvete para tu casa, — villano y de mala tierra, — y otra vez
que encuentres otra, — hácele la reverencia y rézale un paternóster, — y échala
por la huesera; — así querrás que a ti t’hagan — cuando vayas desta tierra.»
El admirable estudio de Maeztu no
es único. El tema ha proliferado prodigiosamente. Porque Don Juan, además de un
«tipo», además de un «mito», es una «cuestión», un fenómeno que los ensayistas
literarios han mirado a través de los más sutiles experimentos. Cada novelista,
cada poeta, cada filósofo, cada biólogo, cada moralista, cada psicólogo ha
hecho su «pajarita» particular, sometiendo la famosa leyenda a mil extrañas y
complicadas dobleces.
Se alza el telón y... comparece
Don Juan. Comparece con un terrible complejo de examinado. Porque de él ya lo
han dicho todo y ya lo saben todo los espectadores. A Don Juan solo le queda
desenrollar —«trompo musical» que diría d’Ors— la relojería inmutable de sus
gestos y sus versos.
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