Pocas frases tan felices como aquella del autor francés:
«Ningún hombre grande ha parecido grande a su ayuda de cámara». Nos gusta
recordar esta expresión que tan singularmente plasma la diferencia entre el
hombre social y el hombre íntimo; entre el hombre de los convencionalismos y él
hombre de las convicciones... No cabe duda de que cada uno enseña a sus
semejantes sólo una parte —una vertiente— de su vida cultivando esmeradamente,
solícitamente, esta parcela de su personalidad a la intemperie, sometida siempre
a la apreciación y al juicio de los demás. Pero, en todos nosotros, existe una
vida íntima, una vida exclusivamente propia, inédita, libre, hasta donde no
puede llegar el escalpelo de la ajena crítica ¿Corresponde siempre ésta vida
interior, sentida, con aquella otra que publicarnos, que ostentamos ante los
demás? ¿No hay una retracción en la rectitud de nuestras ideas y de nuestras
acciones cuando penetran en el medio doméstico, denso de prejuicios, de
conveniencias?
Pues bien, pasa en la moral esto, quizás
con más, frecuencia, con más intensidad que en los demás aspectos. En cualquier
individuo, por degradado que nos parezca, hay una corteza ética que recubre el
fondo invisible de la verdad de sus pensamientos. Las formas sociales, los
respetos humanos, el honor incluso, forman el tejido epitelial de la moral, la
epidermis, por decirlo así, de sus principios. Lo que se ve de la moral del
individuo es, pues, en la mayoría de los casos, asaz limitado. Y tras la
máscara de una hipócrita corrección puede actuar —actúa impunemente— el mal.
Con frecuencia se usa de la moral como
del traje o del vestido. Observemos al elegante cuando en casa, durante las
horas familiares, se desprende del cuello duro y del terno de moda para vestir
un holgado pijama rayado. Hace una cosa parecida a lo que en más o en menos,
hacemos todos en los momentos libres, al desasirnos de los convencionalismos,
recluyéndonos en nuestra propia interioridad moral. Cuando nadie le ve, el
hombre piensa Y obra por cuenta propia: tiene el alma en pijama. Es entonces
cuando se entrevén y se traslucen claramente las virtudes y los defectos.
Porque si un «smoking» irreprochable puede disimular defectos de conformación,
una corrección exquisita puede tapar las más monstruosas jorobas morales.
En la terapéutica moral la Religión
representa la medicina interna. Opera, no sobre la corteza ética, no sobre la
piel, sino en lo más hondo del pensamiento, en las vísceras rectoras de la
actividad psíquica. Ninguna ley humana puede calar hasta el subsuelo de la
conciencia, removiendo los sedimentos atávicos del mal, transformando la
tectónica viciosa de la personalidad. En cambio la religión ciñe sus preceptos
a las ideas; su legislación se extiende a los recovecos más olvidados del
pensamiento. De ahí su trascendencia.
Al fin y al cabo, la Acción Católica al
proponerse su fin de «restaurar todas las cosas en Cristo» no emplea otro medio
que el de intervenir, eficazmente, en la moral íntima de cada individuo.
(SURCO, octubre de 1942)
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