Un «sistema de sombras organizadas» ha llamado Carlyle al cuerpo del hombre. Blas Pascal, un poco más objetivo, se consideraba, a sí mismo, «caña pensante» y elucubraba sobre la grandeza y la pequeñez de esta naturaleza nuestra, anegada romo una gota microscópica en la inmensidad de la Creación y que, sin embargo, es capaz de comprender al Universo. Miserable es el hombre, pero si sabe conocerse en su misma miseria, ella le redime, le dignifica. Esas partículas deleznables de polvo que flotan en la habitación, ¿no acaban de transfigurarse, ahora que han sido alanceadas por un rayo de sol? El polvo siempre será polvo, nunca será más que polvo; pero cábele ser polvo iluminado, que, pese al boicot que le tiene declarada nuestra carnalidad, está propicio, en todo momento, a filtrarse por cualquier rendija. Miserable es el hombre, sí. «Memento homo qui pulvis erit...»... «Acuérdate hombre que eres polvo», nos reprocha la liturgia católica del Miércoles de Ceniza. Y, sin embargo, la misma religión declara el dogma de la resurrección de la carne que es algo así como un seguro de inmortalidad que garantiza esta vida completa —alma y cuerpo—, que si se disocia es sólo que se soterra para reaparecer inmarcesible y depurada en el día quieto —sin oleaje de tiempo— de la eternidad. ¿Será entonces cuando se hará realidad aquella jerarquía del Cuerpo sobre la Carne, que trata de instaurar la filosofía sutilísima de Eugenio d'Ors? Aquí abajo, en la Tierra, las oscuras fuerzas del instinto, las animales tendencias misteriosas, dijérase que tienen ocupado militarmente el cuerpo. El cuerpo y la carne se identifican, casi son una misma cosa. ¿No será posible una sensación del Cuerpo purificado de la carne? ¿Podrá alguna vez deleitarse el hombre en la belleza pura del cuerpo, en una belleza liberada al fin de la tiranía demagógica de los instintos?
No hay nada de
nihilismo, claro está, en la ceremonia litúrgica de la imposición de la ceniza.
El nihilismo deja al alma en una completa orfandad filosófica. Y la Iglesia,
ante todo, es Madre: la Santa Madre Iglesia. La filosofía de la Madre no puede
basarse jamás en conjeturas. Por eso no fluye, ni cambia, ni torna. Es roca
estructurada en solidez de dogmas; es atrevido acantilado teológico,
invariable, y no hierba flotante y versátil, a la deriva en el océano agitado
de las opiniones. Y, ¿cómo la Iglesia es Madre, Santa Madre, si no oculta la
verdad que entra por el sentido: la verdad de nuestra mentira, la falsedad de
este engreimiento efímero del polvo? ¿cómo no allegará remedios para la
miseria? ¿cómo podrá dejar huérfano a este espíritu, preso del polvo que se
reconoce luz, que sabe que es luz envuelta en tinieblas?
Separar las
tinieblas de la luz. En el Génesis de la vida espiritual este es, quizá,
también, el primer paso. Separar las tinieblas de la luz. Todo, en la vida
ascética cuaresmal que comienza ahora, puede reducirse a esto. Porque las
tinieblas y la luz están juntas. El cuerpo y el espíritu se hacen guerra porque
la carne ha sembrado la cizaña. Crecen al par el trigo y la cizaña. Y no hay
virtud que no esté jaspeada de imperfecciones.
«Acuérdate hombre
que eres polvo» nos dice la Santa Madre Iglesia. Pero insistamos, cabe un
remedio contra la miseria de ser polvo: el de ser alanceado por un rayo de sol.
Puede entrar el sol por cualquier rendija... Y, verdaderamente, «la Gracia se
filtra por las paredes». Polvo somos, mas bienaventurados nosotros si somos
polvo redimido.
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