Cada octubre, la vida —¿la vida?— convierte en estudiantes
a unos cuantos millares de niños. Sus once años, los de cada uno, estrenan el
bachillerato como una cosa insólita. Hay que ver a esos chiquillos un tanto
ilusionados con la llegada de los libros, de los textos nuevos, satinados,
impolutos. Se advierte cómo al principio los toman por un juguete más: juguete
respetabilísimo sin embargo que, a la postre, —ellos lo prevén vagamente—
pueden llevar implícita una terrible desgracia: la de no poder aprendérselos.
El mes de octubre para los estudiantes de primero de bachillerato es memorable.
Cuando llega la noche y se les manda estudiar, adquieren, por así decirlo, una
conciencia nueva: la de su impotencia. Esos libros traen «preguntas difíciles»,
esto es, preguntas que complican extraordinariamente el parvo y sucinto saber
de la escuela primaria. Traen palabras y giros inéditos, traen enfáticas y
sabias digresiones, traen una ciencia formal, una «ciencia en serio» que no
puede por menos de amedrentarles. Si son pusilánimes los chiquillos, es claro
que lloran en la primera velada de estudio. Y si son optimistas se encogen de
hombros. Como hacemos todos , al fin y al cabo , ante el problema nuevo de cada
año o de cada día.
Pero es muy importante este
primer enfrentamiento de los niños —enfrentamiento, repetimos, «en serio»— con
la ciencia. Importante y delicado. Como que de él depende, a lo mejor, toda una
trayectoria vital. Lo verdaderamente espinoso es que el niño, a los once años,
apenas puede «interesarse» verdaderamente por las cosas maravillosas de la
ciencia si no se las reviste, más o menos, con las cosas maravillosas de los
cuentos. Pero este es otro peligro, porque la ciencia, en definitiva, no tiene
nada de cuento y su amenidad es «a posteriori», nunca «a priori». Quiero decir
que las verdades de las ciencias, cualesquiera que sean, no deleitan sino
después de sabidas, cuando ya el propio juicio —timoneado por la propia
inspiración— planea seguro por el ancho campo de los conocimientos. Y, ¿cómo
interesar a los niños hacia lo que, verdaderamente, no es, para ellos,
interesante? He aquí a los accidentes del verbo; para un académico —pongamos
por caso— presuponen nada menos que un recreo mental; pero, de ellos, a un
niño, sólo alcanza el aprendérselos. Aprendérselos un poco áridamente, sin
regadío espiritual de ninguna especie. He aquí —por poner otro ejemplo— al
hígado. Uno sabe que su función orgánica es auténticamente asombrosa... Casi se
emociona uno —uno que es un sentimental— al considerar lo que el hígado
transforma, en beneficio propio. Es para entusiasmarse con las maravillas
fisiológicas del hígado... Bien; pues intentemos contagiar de nuestro ardor
científico a los chiquillos de primero de bachillerato. Enumerémosle sus
bienhechoras y hasta poéticas funciones. El niño de primero de bachillerato —y
probablemente de quinto también— permanecerá impasible, agujereando con la
pluma su papel secante; porque..., porque él es bastante menos ingenuo de lo
que suponemos. A los chiquillos no puede obligárseles a mirar lejos en el
horizonte de las verdades, porque su atención obedece a otra longitud de onda.
Si son inteligentes, no podrán entusiasmarse, prematuramente, con la
Inteligencia.
¿Es que entonces, los estudios de
Bachillerato constituyen una ropa ancha para los chiquillos que empiezan? Un
niño de once años que demuestra —demuestra a su modo— el teorema de Pitarrosa,
causa siempre una impresión parecida a la del chiquillo que viste,
convenientemente arreglados, los pantalones que fueron de su padre. Porque la
Ciencia y la Verdad pocas veces pueden reducirse a «rudimentos»; siempre son
cosas complicadas. Cuando se amoldan, cuando se arreglan para uso de los
principiantes, se desvirtúan; y se ve, siempre, que el padre tenía más vientre,
y tenía las piernas más largas.
No obstante, no queda otro
remedio. La vida es veloz, tiene sus exigencias ineluctables y es necesario que
a los dieciséis años el joven tenga el bachillerato terminado. Cuando el joven
entre en la Universidad se habrá interesado un poquitín por la Ciencia. Pero
entonces la Universidad supondrá que el joven es ya todo un hombre, y como tal
le tratará. Y quien sabe si vestirá pomposamente con ropa doctoral al impúber
de veintidós años: ropa que otra vez quedará muy ancha.
Y cuando el doctor sea doctor,
empezará a exprimirle jugo —fértil jugo— a los estudios del bachillerato. Y
cuando el doctor alcance el rellano de la primera vejez sosegada, será la hora
de recrearse ante la estupenda flexibilidad de los verbos o de entusiasmarse
ante las sabias funciones del hígado. Luego, en la «alta vejez», el verbo torpe
y el hígado enfermo —¡ingratos!—, se vengarán.
(JAÉN, 28 de octubre de 1956)
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