En la concepción cristiana del mundo, los factores dramáticos —caída original, pecado, dolor, angustia ante el propio destino personal— se compensan y superan con soluciones de redención, esperanza y gracia. De ahí que el Cristianismo estime al hombre como a un ser inserto en lo natural, pero llamado a una sobrenaturaleza de estirpe divina. El hombre, sin metáfora, tiene dos vidas; es un orden botado a otro orden. Su estar en el mundo es, precisamente, una premisa de su ser en la eternidad. En este punto, el Cristianismo es existencialista. El hombre no es un ser acabado, sino algo que se está edificando, haciendo, continuamente y en libertad. Realmente, en la Tierra no ha logrado, aún, su esencia. Acá no dispone sino de su «planta baja». De donde su afán trascendente no debe consistir en cosa distinta de la erección —alta— de su espíritu, «morada de Dios».
Pero he aquí que
francamente, con un poco de brutalidad
si se quiere, la objeción salta impetuosa: Todo eso es bello, pero ¿todo
eso es verdad?
Por cierto, la evidencia no acompaña a la formulación
cristiana de la existencia. Y, así, el drama es mayor. Porque la convicción
cristiana está constituida por verdades constantemente asaltadas. La duda
acecha por todas las esquinas. La fe es un bastión cuya defensa exige fuerzas
en todo momento alertas y siempre renovadas. ¡La Fe! ¿Qué es la fe? Tremenda
es su belleza, porque es una verdad sin demostración lógica tajante; es un
fervor sin fuego visible; es un motor cuyo combustible no se granjea en este
mundo. ¿Cuál es su fuente? ¿Qué hacer
para tener fe? Nueva encrucijada.
(JAÉN, 1967)
Por lo pronto, la adquisición de la fe exige una
humildad. No se compra en el mercado, no se consigue enteramente ni aun con el
expediente de las buenas obras. Es, ante todo, un don sobrenatural y, por ende,
gratuito. Quien la tiene, puede perderla. Quien carece de ella, puede sentir su
llamada. No obstante está al alcance de cualquiera sospechar su advenimiento, y
preparar su alojamiento. La ocasión, antes o después, a nadie le falta. Y
cualquiera, desde luego, debe considerar su disponibilidad para la fe; esto ¿no
supone ya un primer expediente, de gran importancia, para su logro? Pero si
quien tiene la fe ha de temer perderla y, por tanto, su humildad es
imprescindible, quien no dispone de ella, pero la desea, ha de unir a su
talante de humildad una actitud de paciencia. La fe, repetimos, no tiene un
precio, ni está al final de ningún camino, porque ella misma es un camino. No
hay moneda lógica, no hay recursos «naturales», para conseguirla. No se hace
uno de la fe como de un automóvil o de un frigorífico. Su misterio es su
gratuidad, «Sopla donde y cuando quiere».
Pero estudiemos en sí el fenómeno de la fe. No sin
recordar antes lo de que, para ella, la actitud racionalista no basta. Alguien
puede argüir: Hay que probar la fe, postura que no tiene valor. Si probara del
todo sus motivos, la fe no sería tal. Pero, además, surge una pregunta: ¿Por
qué se objeta que hay que probar la fe y, en cambio, no se argumenta que hay
que probar la incredulidad? ¿Es que la incredulidad ha encontrado, acaso,
fundamentos apodícticos? Pueden asaltar
dudas sobre la fe. Pero, ¿no serán mayores las dudas que asalten al incrédulo
acerca de su incredulidad? Julián
Marías, agudamente, ha escrito: «Se parte del hecho de que hay que justificar
lo positivo, y que lo negativo tiene de por sí absoluta validez». Es un vicio
filosófico frecuentísimo en nuestra hora histórica. En nombre de la
Antropología, de la Biología, de la Historia y hasta de la misma Física, se
disparan cada día baterías de objeciones contra la fe, que es algo positivo.
Pero, ¿cuántas no podrían dispararse —y en nombre precisamente de la Biología,
de la Historia, de la Antropología, de la Sociología— contra el negativismo de
la incredulidad?
Estudiar el fenómeno de la fe, es analizar sus
factores. La fe es sobrenatural, racional y libre, dice Moeller. Este análisis,
pide otro capítulo.
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