Durante mucho tiempo, el teatro de marionetas de la feria de
San Miguel de Úbeda, estuvo situado junto a los muros monásticos
del Convento de Santa Clara, en la Plaza de Álvaro de Torres.
Ahora la evocación nos lleva —siempre la evocación nos lleva y nos trae— a aquellos atardeceres, de primeros de octubre, de nuestra infancia. La evocación, nos pone delante nuestra pregunta ingenua de entonces.
¿Qué había dentro? Los días —días de feria— eran largos, largos, porque eran días de chiquillo, días de niño, y ya se sabe que los paralelos de las horas se ensanchan en la infancia —trópico vital— y se van reduciendo hacia el polo, hacia la vejez nevada... Los días de feria, eran largos; al final, a prima noche, era la función regocijante de marionetas, en la plaza adusta, junto a los muros conventuales de Santa Clara. Toda algazara y pitos de goma, la plaza antigua se iluminaba de candor, en eclosión de chiquillos. Pero... ¿qué había dentro? Aquellos muros negros en la noche, fantasmales, imponentes; aquellos muros que se alzaban cabe el teatro de marionetas, ¿qué encerraban? Nuestra fantasía de niños se prendía, se enredaba en las peripecias del guiñol; «salía una guerra», y una corrida de toros, y una «borracha», y... de pronto, empezaba un concierto triste de campanas en la enrejada espadaña. Eran tañidos, como balidos, balidos místicos. Dos campanas de delgada acordancia, insinuantes, irrumpiendo en la fiesta bullanguera. ¿Por qué nuestra fantasía virgen volaba entonces, un momento, hacia dentro: traspasaba los muros monásticos? La abuela nos lo había dicho muchas veces: «Dentro están las monjitas; no saldrán del convento ni cuando se muera: las enterrarán allí». Las enterrarán allí... Casi sin pensarlo, forjábamos una leyenda misteriosa, mientras la abuela, al «toque de ánimas», nos entretenía antes de la cena. Nos daban un poquito de miedo las monjas que había enterradas allí, bajo los cipreses que alzan su ofrenda por encima de los muros sombríos. Y luego, pasada la feria, cuando en las noches lluviosas oíamos en el umbral del ensueño el tañido de las dos campanas de las monjas, sentíamos como un escalofrío. ¿Las tañían las monjas vivas? ¿Las tañían las monjitas muertas?
Ya maduros, lejana la infancia, hemos visitado una vez, por raro privilegio, el convento de clausura. Éramos leprosos del mundo en aquella mansión azul: una campanilla avisó de nuestra visita y las monjitas huyeron del huerto: ni las podíamos ver, ni ellas nos podían ver a nosotros. Pero por fin vimos «lo que había dentro»: un huerto, un reducto florecido de perfumes castos, un silencio en que anidaban las avecicas del cielo. Y recordamos los días de infancia, cuando el teatro de marionetas. Y sentimos nuestro espíritu cercado, por los espíritus de las religiosas muertas, «enterradas allí».
(BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)
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