No sé si es abundante o insuficiente la información que en los medios difusivos nos llega estos días de las sesiones del «Seminario internacional sobre prospectiva de la educación» que se celebra en Madrid. Pero es seguro que en ella se abordan problemas apasionantes. He aquí algunas frases que transcriben los periódicos al dar cuenta de la intervención de don Ricardo Díaz, subsecretario del Ministerio de Educación y Ciencia: «Voluntad política de renovación continua». «Impaciencia». «Las dificultades que van surgiendo, suponen una espoleta para la acción»...
El problema de la Educación es universal, ecuménico. Ahora la humanidad lo aborda —esto parece indiscutible— con impaciencia y con nerviosismo. Quizás porque en épocas anteriores se descuidó más de la cuenta. O quizás porque los tratamientos pedagógicos antiguos eran escasamente eficaces. O quizás porque se espera demasiado de los tratamientos pedagógicos modernos. ¡Quién sabe! Pero nunca se ha hablado tanto de educación como ahora. Cuando un valor está en crisis, solemos rodearlo de palabras, de hipótesis, de teorías. La educación es cosa tan compleja, de otra parte, que para dar en el blanco hay que marchar contra reloj. Tan veloz es el tiempo que el educador, cuya misió apunta precisamente al porvenir del educando, se ve precisado a dinamizar sus reglas. Las reglas con que nos educaron ¿pueden ser las reglas con que educamos?
El Seminario Internacional que se celebra en Madrid habla de «prospectiva». La educación es proyecto. El educador, como el delantero centro del equipo, se ve precisado a imaginar lo que ha de hacer con el balón antes de que el balón sea cedido. El educador no puede aguardar, ni tampoco entretener la jugada. «Voluntad política de renovación continua», ha dicho el subsecretario del Ministerio. Todas las ciencias se han renovado, y el mundo quiere otro mundo: otro mundo en este mundo. Entonces, el educador se marea un poco. De un lado tiene que proceder con mucha imaginación: tiene que figurarse ese mundo futuro que va a ser el escenario de sus alumnos; mundo que —quiéralo o no— difiere demasiado del suyo. De otro, su calidad de educador no puede permitirle ninguna traición. Si la Ciencia es continuidad, si Einstein —oponente de Newton— no hubiera sido posible sin Newton..., de la misma manera «cualquier nueva orientación pedagógica» es arena suelta si se reniega en absoluto de unos principios que habrá, ciertamente, que dinamizar todo cuanto sea preciso, pero que no pueden dejar de ser «principios».
Yo creo que este hervidero de la «problemática» educacional, este «proceso mundial de tanteo de nuevas fórmulas», este «afán de confrontar experiencias», obedece a una «crisis de seguridad». Los hombres de hoy, maravillosamente asistidos por las técnicas, empezamos sin embargo a estar seguros de muy pocas cosas. La Fenomenología, hace algún tiempo, está intentando cargarse a la Metafísica. Esto es obvio. Jacques Maritain denuncia el hecho uno y otro día. El campesino del Garona, obra de una trascendencia colosal, pero a la que la frivolidad del tiempo que vivimos no ha concedido la importancia que merece, es un alegato formidable contra la desaprensión y falta de rigor de cierta filosofía que aspira a llamarse moderna, cuando nada más es filosofía a la moda.
Pero si nos cargamos la Metafísica, es como si terminamos con la trastienda: antes o después tendremos que cerrar la tienda por falta de existencias. En el campo educacional está sucediendo eso. Nuevas, maravillosas técnicas, preconizan y estimulan un avance colosal de las funciones didácticas. Estupendas orientaciones, galvanizan el menester pedagógico y pronostican «medios», «vehículos» insuperables a la enseñanza. Tantos adelantos experimentan las ciencias pedagógicas que —repito— una impaciencia, aliada a un nerviosismo, dan ocasión a un cierto mareo... «Renovación continua». Es ineludible. Pero, al final, ocurre —a mí por lo menos se me ocurre— una pregunta: ¿A qué señor vamos a servir?
Porque ahora que la educación dispone de más vehículos que nunca; ahora que la educación se motoriza por así decirlo, la pregunta sutil acecha. Y la pregunta es ésta: Educar, pero, ¿para qué? El tiempo pasado nos aventajaba en lo de que creía saber —y uno cree que sí, que lo sabía— cual era el objetivo último de la educación respecto del cuál la enseñanza y la didáctica no eran sino simples medios. Si las sillas servían para sentarse, aunque no fuesen demasiado cómodas, la gente no vacilaba respecto a la finalidad de la silla cuando una de ellas se presentaba a la vista. Bien. Ahora las sillas son mucho más cómodas y más bonitas y mejor hechas, pero hay «crisis de seguridad», existe la duda de si las sillas son o no son útiles para el descanso... Quiero decir , empleando este símil, que antes la pedagogía (que apenas tenía este nombre) era el palo y sin asiento de muelle, rígida, incómoda y rudimentaria. Sin embargo no había dudas: la Educación partía de unos principios y se dirigía a unos fines. La Educación tenía no sólo su física sino, ante todo, su metafísica. Trascendía. Y servía para algo determinado, concreto... ¿No estamos invirtiendo los términos ahora?
Ahora sabemos muy bien cómo se educa. Pero ¿sabemos para qué se educa? Conocemos los motores que ponen en movimiento la Educación. Pero, ¿cuál es la meta, cuál es el lugar, cuál el país a que ese movimiento ha de llevarnos? Hasta puestos a definir la educación, ¿no existen ya quienes niegan un ser, una esencia a la Educación sumiéndola en la vorágine de los relativismos? Este es el problema mayor. Las «prospectivas» didácticas, las «nuevas orientaciones pedagógicas», las «confrontaciones», los «novísimos intentos escolares», suponen muy nobles propósitos. Pero propósitos que funcionarán en el vacío, si, demasiado atentos a la pura fenomenología, olvidamos que hubo, hay y habrá una Metafísica sin la cual el mundo pierde sus raíces. La problemática de la educación, antes que nada, ha de rehacer finalismos y señalar metas. Viajar deprisa y viajar con seguridad. Estupendo. Pero viajar hacia alguna parte. Fabricar sillas «último modelo». Pero, ante todo, no olvidar para qué es para lo que las sillas sirven.
Por lo visto, la causa de la agresión que un catedrático sufrió recientemente en Barcelona no fue otra que la de exponer en su aula su convicción de que el hombre ha de orientar sus actividades regladas por una finalidad: Dios. Algunos de sus alumnos no toleraron este «despropósito» en pleno siglo XX, que si es siglo XX es porque lo han precedido diecinueve siglos cristianos... Bien. Si a esto hemos llegado, toda la «prospectiva pedagógica» va a ser inútil. Inútil si, ante todo y sobre todo, la «impaciencia» y la voluntad de «renovación continua», no nos aclararan el para qué de la Educación y el último por qué de la Educación. (Inútil si se duda de la silla después de habernos facilitado la silla perfecta...)
(JAÉN, 18 de abril de 1971)
1 comentario:
Una pregunta muy necesaria, que brota en alguien que dedicó su vida a enseñar.
La acumulación de información, la obesidad educativa, puede generar monstruos. Tanto conocimiento, echado al ruedo de la libre economía que sólo busca un margen de beneficio, puede provocar expertos preparadísimos en diseño de cajetillas de tabaco, en técnicas de manipulación comercial, en una ingeniería financiera utilizada como arma de destrucción masiva del bienestar de ciudadanos decentes, o en potenciar el sabor de las golosinas para crear más adicción, mientras se descuida la innovación científica, la fabricación de medicamentos útiles, la salubridad de los alimentos, la filosofía de las grandes preguntas o el conocimiento leal de la historia.
Por eso es importante preguntarnos qué habilidades, qué pericias, qué sentido de la ciencia queremos favorecer. La respuesta no podrá ser teológica, sino democrática y plural (será difícil ponernos de acuerdo a la primera), pero lo imprescindible es hacernos esa pregunta: educar, ¿para qué?
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