«Amigo mío, no hay amigos», dijo aquél. Lo diría, seguro, en un rato de malhumor. ¿Habéis visto que diferentes son las cosas —las visibles y las invisibles— según ser miren con humor bueno o con humor malo?
En un rato de mal tiempo —el malhumor no es sino mal tiempo del espíritu— se dicen estas cosas y otras semejantes. También cuando se está de mala uva suele decirse: «Estoy hasta los pelos de sinvergüenzas». Y no. Nadie está hasta los pelos de sinvergüenzas, por la sencilla razón de que no hay sinvergüenzas para tanto.
Así es que —a lo que íbamos—, amigos hay, buenos compañeros hay, prójimos que se sienten próximos hay. Pero sucede una cosa: la amistad se calienta, sube y se enfría, baja. La amistad, como el termómetro, oscila. Y oscila por mil circunstancias, a lo mejor ajenas a nuestra voluntad y a la voluntad del amigo. De la amistad, pues, no hay que esperarlo siempre todo.
Los que dicen que no hay amigos es, quizá, porque buscan en el amigo al eco. Yo digo blanco y el amigo tiene que decir blanquísimo. Y eso no. Hay que acostumbrarse a tener amigos que nos discutan, que se nos opongan, que no sean de nuestro equipo, que jueguen en contra nuestra. Muchos, cuando discuten, se enemistan. No puede, no debe ser. La amistad no es una coincidencia plena sino colaboración generosa.
—Ese amigo me ha fallado —dicen algunos, cuando al querer cometer una arbitrariedad o un capricho o una falta, no se han sentido secundados por el compañero que ellos querían incondicional hasta para eso: hasta seguirles a lo largo de la mala o de la fea vereda.
Y los hay tan apasionados que estiman que si el amigo no ratifica sus opiniones sobre cualquier cosa —por fútil que sea— ya no sirve. Son los absorbentes, los dominantes. Quieren incondicionales a todo pasto. Pero nadie puede ser tan incondicional de nadie sino con una condición: la de que le dejen pensar por su cuenta.
Claro está que hay también amigos que demuestran no serlo, amigos desleales y fáciles de soborno. Frente a éstos cabe la diatriba, pero también con una condición: la de que estemos convencidos —convencidos de verdad— de que nosotros no hayamos dado pie, o pretexto, a la deslealtad que censuramos. Por lo general, cuando los amigos dejan de serlo, hay que sospechar que a uno y a otro habría que achacar, proporcionalmente, el disgusto.
Y hablando de la amistad... ¿verdad que es mejor tener varios y buenos amigos que un solo amigo buenísimo? Hay quien dice: «Mi único amigo», con un aire que parece decir «Mi único Dios». Y eso es peligroso, sobre todo cuando se observa que, en ocasiones, esas intimidades constituyen la premisa de enormes enemistades futuras. «Bueno es ver a la tía, más no cada día», dice el refrán.
Mutatis mutandis, apliquémonos el cuento.
Finalmente hay una enfermedad sutil que destruye, como la filoxera, no pocas amistades florecientes. Es la que se produce cuando un amigo agobia con favores a otro, quitándole a éste otro la ocasión de corresponderle. En el fondo, esta amistad adolece de una soberbia refinada. En el fondo, lo que ese amigo pretende es ir siempre por delante, indefectiblemente, en todo; es decir, quiere sentirse superior. Orgullo de acreedor que desdeña el pago porque prefiere el eterno agradecimiento. Y eso no. Porque la mejor fórmula de la amistad es la de «hoy por ti, mañana por mí».
(SAFA, Núm. 25, 1964)
No hay comentarios:
Publicar un comentario