Sobre dos esbeltos pedestales, unos leones de piedra han encarado su arrogancia con los campanarios de Santa María. Siempre las campanas de la Iglesia Mayor —atentas a todas las auroras— administran la precisa dosis musical —la precisa, no más— al empaque orquestal de la Plaza. Descienden las campanadas lentas, con amorosa resonancia, sobre la Plaza, ancha de nobleza. Son, como contadas gotas de crisma lírico sobre el lago... (¿No veis cómo el metal, el calumniado “metal” de las entrañas hondas, es capaz de hacerse poesía en las campanas?)
Pero sin gesto de humillados, atentos ellos al viento bramador, los leones de la Plaza de Vázquez de Molina sostienen el escudo de la Ciudad frente al campanil de Santa María. ¿Por qué los ha inmovilizado la piedra eterna? ¿Los ha domesticado el granito? No. Ellos tienen una agilidad indómita...; ellos han violentado en escorzos la inercia de la piedra: adoptan, casi, una actitud de desafío. Insolidarios del crepúsculo, siguen venteando huracanes cuando la plaza, transida de violetas, se deslíe en los atardeceres místicos.
Un secreto del efecto artístico, es el contraste. Necesitaba también la Plaza Vázquez de Molina, para acentuar más su tono de serenidad —tan “civilizada”, tan “urbs”—, de esta presencia simbólica. Porque la Civilización es, quizá, lo que va del león a las campanas.
(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)
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