Merece la pena venir a Úbeda, aunque fuese sólo por visitar la Plaza de Santa María. Pero si tuviésemos que encasillarla en un “tipo”, si quisiéramos asimilar su carácter al de otras famosas plazas conocidas, apenas lograríamos el propósito. El viajero que se encara con la Plaza de Vázquez, conserva probablemente, en el recuerdo, el encanto de otras plazas maravillosas. El viajero ha estado en la Plaza de España de Santiago de Compostela, en la Mayor de Salamanca...; trae rociada la imaginación de impresiones inolvidables. Al invitarle nosotros para que visite la nuestra, puede figurarse que la de aquí es un remedo, más o menos feliz, de aquellas otras antológicas. O, quizá, piensa interiormente que la Plaza de Vázquez de Molina es un rincón más, un reducto entre recoleto y poético, que la exaltación localista de los nativas quiere aupar desmesuradamente, llevada de un natural y explicable entusiasmo. Más de una vez hemos conducido al forastero a visitar nuestra Plaza, ponderándole de antemano su valor. Y, entonces, el viajero ha accedido un poco resignado, un mucho cortés. Naturalmente, después, al contemplarla, ha agradecido sincerísimamente, en todos los casos, que le llevemos allí.
No se parece la Plaza de Santa María a las otras estupendas que el viajero trae en el recuerdo. Tiene “cliché” propio; un cliché que no se ha revelado nunca. Es por esto, el primer pasmo del visitante, un poco escéptico respecto a originalidades, porque, seguro, él, “no se esperaba esto”.
La Plaza de Santa María es “grande”. Grande dimensionalmente; grande y ancha para la vista. Pero, además, grande por la calidad. La mirada salta de sorpresa en sorpresa, poseída instantáneamente de una avidez inesperada. Porque la plaza está enmarcada, soberbiamente, por unos conjuntos arquitectónicos de imperial resonancia. Esto, en un pueblo que el visitante suponía, de seguro, un poco remoto, a varias leguas de la Civilización brillante —brillante y flamante—. (Siempre el hombre inteligente se ve obligado a revisar sus conceptos sobre la Cultura. En cada momento, tiene que estar dispuesto a aceptar que las manifestaciones de la Cultura huyen a veces de la afixia de la gran urbe, para hacerse testimonio —monumento, verbo o letra— en la pequeña ciudad.).
La Historia está presente en la Plaza de Santa María. Y su presencia, sin énfasis barroco, se percibe escueta y sucinta, densa de serenidades. La Historia tiene aquí un tono de voz erecto, limpio, desprovisto de adherencias cochambrosas. No se trata de la ruinosa plaza, siendo, como es, la vieja plaza. Ni siquiera es la antigua plaza. Porque vejez y antigüedad entrañan, ello es obvio, conceptos no similares. Es antiguo, lo que ha perdido una vigencia actual; en lo viejo, empero, puede subsistir una savia de influencia, de sugestión, que alcanza repercusiones para el presente. En lo antiguo, gime una derrota; en lo viejo, puede latir una docencia.
Plaza docente es, en el más noble sentido de la palabra, la nuestra de Vázquez de Molina. Plaza que educa a las generaciones ubetenses con una perfecta lección de ortodoxia estética y ética. Un equilibrio ponderado enseña su tesis de armonía en las mismas piedras de sus monumentos. El Renacimiento, sin desinencias viciosas, declina en el Palacio de las Cadenas su palabra exacta, su mensaje escueto. Enfrente, Santa María de los Reales Alcázares encaja —sin alterar su fisonomía—, todos los modos de la Historia del Arte. Diríase que ha asimilado los estilos con “estilo”, con personalidad; porque donde el templo de Santa María no es bello, es original. Y donde resulta extraño, acusa un destello curioso de novedad; nunca una vulgaridad.
La lección parcial de la iglesia de El Salvador —dentro del curso vario de la plaza toda— es una lección fulgurante, de una dorada y lujosa facundia. Cerca del Palacio de las Cadenas, asentado de cimientos lacónicos, El Salvador rompe a hablar con la más fértil de las oratorias; lenguaje el suyo pleno de expresivismos, propio de una época en que el gusto clásico, enriquecido, despliega su estela luminosa.
Los palacios del Deán Ortega y del Marqués de Mancera, de los que también nos hemos ocupado en el capítulo correspondiente, aportan al conjunto monumental armonías distintas —siempre supremas— a la sinfonía en clave de Renacimiento modulada. El resto de los edificios de la plaza no disuena del empaque y suntuosidad de los mencionados. Y unas humildes casitas, junto a El Salvador, marcan un contrapunto gracioso que, entre la orquestación joyante, lejos de significar una pifia, insinúan una leve nota involucrada que presta, impensadamente, más encanto al concierto.
Unidad en la variedad. He aquí la tesis doctoral de la Plaza de Vázquez de Molina.
(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)
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