Una de las pedanterías insufribles —o risibles— de ahora es que parece como si el sexo fuese también un descubrimiento del siglo XX. Claro; el sexo estaba ahí desde siempre y, por eso, el mundo, a pesar de su detestable calidad no se acababa. Pero su presencia tácita armaba poco ruido e innumerables tabúes —dicen— lo cercaban. Naturalmente existía el amor y los poetas de todos los siglos se asombraban de los ojos de Aminta, de Filis y de Amaritis. Pero el amor, bien analizado, ¿no era una versión cursiloide y falseada que desvirtuaba y casi dejaba en ridículo la colosal fuerza del impetuoso Eros? También existieron, en todas las civilizaciones de Oriente, de una u otra manera, manifestaciones de culto fálico con rituales apoteósicos; pero esta exaltación del sexo era religiosa, con fondo sacral. No puede servir, pues, como precedente. En cuanto al dramatismo medieval, que culmina en La Celestina el proceso de una impregnación trágica de la vida a cargo de la relación hombre-mujer, no pasa de teatral y aparatoso alarde de fondo, mitad a mitad, judaizante y pre-erasmista. Y no pasa de literatura el «eterno femenino» de Goethe; literatura rosa, no obstante los suicidios románticos que inaugura Werther. Entonces —siguen pensando los eróticos sin tacha que están inventando la nueva era—, puesto que ni siquiera las granujadas de los caballeros decimonónicos que se jugaban al monte, en el casino, a sus esposas, significa otra cosa que folklore puro, somos nosotros, desde nuestro Padre Freud acá, los que debelando prejuicios, arrancando pudores, sembrando sinceridades y reventando misterios, hemos potenciado el sexo en toda su grandeza, reconociéndole el máximo protagonismo, al magnificar su alegre, destapado y libre alboroto.
No sé si la Internacional Erótica debe en mucha parte a la propaganda, favorable o adversa, su fortuna. De momento, dado el ambiente caótico del pensamiento que segrega constantemente ciencia sin reserva metafísica, el erotismo triunfa casi como un credo nuevo. Siempre el sexualismo fue una función. Ahora, además, ¿pretende llenar el vacío de una época que demanda nuevos dioses para ser pedestales sin ídolo? Por eso quiere acapararlo todo. Desde el teatro a la exposición de arte, desde el nuevo bikini a la lección en el Colegio sobre educación sexual, de la novela al chiste porno-político pasando por el cine y la manera de andar de Caperucita (pues ya he visto unas adaptaciones gráficas de Caperucita con «suéter» incitante), todo está espolvoreado, regalado e... indigestado de «sexy». El movimiento erótico a escala cósmica usa de todos los recursos y adopta todos los medios: finos algunos, tremendamente vulgares otros. Pero hasta cuando las formas culturales —y cultuales— del «sexy» se sirven de maneras más elegantes, puede cansar. («Todos los días langosta, también fastidia», me decía un televidente somnoliento ante el desfile de las señoritas-anuncio, anteriores al telediario del cierre de emisión). Quizás nuestros abuelos —«hay que ver mi abuelita la pobre»— se escandalizarían ante el despliegue audaz. Pero es el caso que ya ni eso, porque se trata de una audacia constante. Y la audiencia que no cesa, pronto deja, paradójicamente, de serlo. De la misma manera que hoy, en el plano de las creencias, la auténtica audacia consiste en declararse católico cristiano, ya está llegando el tiempo en que las muchachas que verdaderamente buscan un atuendo original se visten, para «epatar», con traje y mangas largas.
Sea como fuere, el absolutismo sexual, al que como digo puede que le salga el tiro por la culata, es, de todas formas, aparte de su patente inconveniencia moral, un espectáculo de mal gusto. De mal gusto, como todos los espectáculos multitudinarios. Es de notar, asimismo, que cuanto esta «mentalización» para el sexualismo indiscriminado y sin tasa llega a «provincias» y se apodera de los pueblos, adopta formas aún más peligrosas y gruesas. Parece que este «progresismo sexual» alcanza en España, precisamente, magnitudes insospechadas. No sé si exageraba, pero a una muchacha extranjera le he oído decir que, en su país, los novios no van abrazados con las novias «así», sino en ciertas calles acotadas de las ciudades. Es cuestión de sectores. En España no se llega a tales sutilezas. Al menos por ahora.
En fin, lo «sexy» alcanza en su marea cotas altísimas. Es sabido. No vamos a repetir lo de «a dónde vamos a llegar», porque ya hemos llegado. Si se trata de un aspecto más de la «progresiva liberalización contra los poderes opresores», pase. Es preciso denunciar opresiones a cada instante para que le sigan llamando a uno hombre o mujer modernos. No se puede vivir ya sin opresiones que llevar al juez. Así que si la misma Caperucita tiene ya una manera «sexy» de contonearse, será porque ya no le teme al lobo y más vale, entonces, que se ría de su abuelita, opresora al fin y al cabo.
Puede ser, insistimos, que la «ola erótica» sea únicamente una reacción más contra las «tiranías». De una u otra manera, esta magna operación «sexy», se hace con muy poco seso. No se trata de un juego de palabras. Sucede que, paralelamente, los valores mentales que aspiraron siempre —aspiraron al menos— a llevar en cada persona las riendas del poder, empiezan a relajarse de tal forma que ya hay hombres incluso muy cultos, que cuando se miran por dentro dicen que no ven nada. No les aprovecha lo mucho que saben. A lo mejor no distinguen entre sexo y seso. Uno para decir que no quería quebraderos de cabeza escribía: «No quiero que me calienten los sexos». Y es que, a lo mejor, creía en esa «sexualización del cerebro» que insinuaba Segismundo Freud.
No, no hemos inventado el «sexo» los hombres del siglo XX. Nada más lo hemos «liberado». Es decir le hemos quitado misterio, seso y peso. Al no ser «huerto sellado» sino campo abierto, ha perdido a la intemperie sus encantos mejores. Por eso, quizás es posible que se produzca un regreso. ¿Volver entonces a los sonetos a Filis y a Aminta? No, sino usar de seso para ordenar esta descolocación del mundo, de sus verdades y de sus sueños.
(JAÉN, 15 de julio de 1976)
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