Jacques Maritain, ese fino espíritu francés, enfrente la concepción religioso-filosófica de la Edad Media (Teología sin Humanismo), a la del Renacimiento (Humanismo sin Teología). Si la síntesis ideal —Teología y Humanismo— no puede llegar por el camino que Maritain preconiza en La Nueva Cristiandad, corresponde de todas formas a nuestro tiempo el hallazgo de una precisa solución integradora.
Sea como fuere, resulta claro que el Renacimiento marca en la Historia la apoteosis del hombre. (Ahora ya no; ahora al hombre se ha quedado rezagado; ahora el hombre —“persona”— le “ha cogido la vez” la Técnica: los adelantos, han adelantado al hombre. Se ha repetido esto hasta la saciedad, y no es preciso insistir.)
Pero en el Renacimiento, el hombre, en la cumbre de su poderío, pudo reconocer fronteras; y no siempre lo hizo. No lo hizo porque, consciente de su fuerza, no en todos los casos tuvo conciencia de su limitación. Porque le bastaron sus arrestos para abarcar un grupo de verdades, se creyó con coraje suficiente para abarcar toda la Verdad. Y “suprimió”, gradualmente, a Dios. Ahora, advierte el hombre que “suprimido” Dios, resulta facilísimo suprimirle a él. No prever esto, fue otro fallo del humanismo a ultranza.
Hubiera sido mejor que el Renacimiento —abocado luego a racionalismos, empirismos, romanticismos, “libre-albedrismos” y demás “ismos”— hubiese rematado con la Cruz, en cualquier ocasión, la ingente montaña de su poderío. Hubiese sido mejor, como dijo alguien, una “Grecia en Gracia”, sin posibles derivaciones bastardas. Ahora, pues, como único remedio, habrá que desandar lo andado.
El Renacimiento —en fin— debió detenerse en el preciso momento del equilibrio. Como en... nuestra Plaza de Vázquez de Molina. Construir con la Naturaleza sillares para la Razón; integrar el “ethos”, el “pathos”, el “logos”, en indestructibles paradigmas históricos. Y luego el hombre, al saberse “persona”, no suponerse Dios; seguir adorando a Dios en Dios... Pero —sucedió a veces— al dar al César lo que es del César, se dio también al César lo que de Dios es.
Respirando el ambiente de nuestra Plaza —siempre violetas, palacios, iglesias, campanas— la Teología no se advierte como una Ausencia sino como una espléndida Presencia. Ni aun la tupida floración mitológica de la fachada de El Salvador, representa una excepción. ¿Templo “pagano” El Salvador? A un ilustre visitante se le ocurrió esta ingenuidad que, después, todos hemos repetido de boca en boca; acusémonos. Quizó pudo llegar a pensar el ilustre visitante que el fausto de esta iglesia es algo así como el exponente de la última calaverada —calaverada mística ahora— de aquel gran calavera que por lo visto era D. Francisco de los Cobos. No obstante, la accidental presencia de unos dioses olímpicos en el intradós de un arco, no son suficientes para delatar un paganismo. Ni el estilismo de una egregia tipología helénica en ciertas gráciles cariátides, basta para localizar una “sensualidad”. Parece que “paganismo” y “sensualidad”, son otra cosa.
La Plaza de Santa María —resumamos— plasma el momento en que el hombre, asumida la íntima posesión de sí mismo, no ha reclamado empero, todavía, ser emancipado de Dios.
(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)
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