En las calles estrechas, la procesión muestra, mucho mejor, su intimidad. Los «pasos» rozan casi las plegarias del balcón y el capirote de los penitentes proyecta en los muros su ascética sombra. Y el silencio, logrado, propone un fondo maravilloso para el leve retiñir de los palios de plata. Y se espesa un perfume de lirios mientras el humo de los incensarios, ausento el viento, eleva, en lenta serenidad, su homenaje. La procesión llena la calleja en total, absorbente dominio. No hay sitio para más. Es una efímera conquista absoluta. No queda lugar para el rumor apagado de la gente, para la exclamación del niño que quedó en la esquina desilusionado —no le dejaron pasar los guardias—... Sólo el amortiguado deslizarse, sobre el pavimento, de las sandalias de los nazarenos. O el chisporroteo de los hachones. Quizás, en algún escalón, estrechada contra la pared o la puerta, contempla, extática, la procesión una mujer vestida de negro. Parece como si la hubiera sorprendido inesperadamente la comitiva, como si la hubiese inmovilizado en asombros. En la calle estrecha la procesión redobla su patetismo, su dramatismo, su imponente severidad. Arriba, muy arriba, sobre la cinta de cielo que encuadran los aleros, vuelan las golondrinas de abril...
(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)
(Fotografía: JUAN CARLOS GUIJARRO)
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