La Luna se asoma en el cielo manchado de Nisán a promulgar la Parasceve... Las gentes apiñan su expectación en las aceras. Puede el fervor decantado de los espíritus selectos abominar del fausto procesional... Y, sin embargo, ¿existe algo más estremecedoramente patético que una procesión de Semana Santa? Hay que ahondar, hay que ahondar. Si de verdad fuésemos como niños, el bronco estridor de los tambores y el plañidero sonar de las trompetas constituirían la propedéutica mejor para el sentimiento del Misterio. Una procesión no es un lujo. Es una necesidad. La imagen de Cristo en la calle es una «invasión» divina que hiende, que parte en dos, la frivolidad de todo el año. La procesión es una lanza que clava la liturgia en el cuerpo espeso, grasiento, de una piedad que el tiempo y la vulgaridad han relajado. Es un revulsivo del que, a pesar de todo, hay que esperar siempre un precipitado de amor.
La procesión de la «Santa Cena» introduce a Úbeda dentro de su misma alma: la «mete en sí». Las ciudades, como los hombres, olvidan, con cierta frecuencia, su espíritu. En la noche del Miércoles Santo, Úbeda, «ciudad de Semana Santa», comienza el ejercicio espiritual que le sume en la contemplación de la Verdad. No importa el bullicio, el «aire de feria» que muchos quieren ver en la Semana Santa... Eso es pura anécdota sobre la que se cierne, purificada, el alma de todo un pueblo. Alguna vez hemos recordado aquello de Chesterton de que a un pueblo lo forman los vivos y los muertos. La Tradición es el imperativo ineludible que de los muertos nos llega. Nuestras procesiones tradicionales encarnan, en cierto sentido, una «comunión de los santos». La procesión es signo de Iglesia. Iglesia en el más auténtico sentido de la palabra.
(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)
(Fotografía: JUAN DE LA CRUZ MORENO BALBOA)
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