En Úbeda el Viernes Santo —creemos haberlo dicho ya— aúna en total eclosión la emoción de todo el pueblo. Cada hora del día tiene su fervor y todos los afanes concurren, prodigiosamente, en cualquier momento, hacia un único objetivo. De tal manera no hay ubetense hábil que no sienta que su sitio a las siete de la mañana de este día es la Plaza de Vázquez de Molina para presenciar la salida de la procesión de Jesús. Y que a las doce no puede —no debe— estar en otra parte sino en las cercanías de la Iglesia de la Trinidad para ver descender suavemente por la lonja del templo «La Expiración», ese Cristo imponente que en el momento cenital abre sus brazos a la ciudad entera, mientras la marcha conmovedora de D. Victoriano García puebla la Plaza de notas desgarradas, casi epilépticas, mientras el sol reverbera en los rasos blancos y negros de los penitentes y el bronce de la «campanilla del guión» va abriéndose lentamente paso hacia la calle Mesones, entre las filas apretadas —ojos, ojos, ojos— de la multitud.
Y así, el ubetense de casta, a las siete de la tarde tiene que hallarse, sin excusa ni pretexto, en la cuesta de la Merced o en sus aledaños, junto a la muslímica «Puerta del Rosal» para ver subir a la Virgen de la Soledad, para aplaudir, para aclamar, para advertirse inmerso en la plenitud ardorosa de unos instantes en que el pulso de la Tradición golpea vigoroso, arrebatado, galopante. Es una belleza en desorden —marea encendida en afectos— la que entonces, súbitamente, se produce. Nuestro Viernes se rompe en espirales patéticas, ebrias; en una «prisa» de carreras, de plegarias urgentes, de gritos sincopados, de lágrimas apresuradas. La Virgen, alta en su trono oscuro, balanceante, no es llevada en paso de procesión: los cuadrilleros remontan veloces las cuestas, hiriéndose en los guijarros... De un tirón, sin descanso, quisieran llevar la Virgen hasta Santa María. Y la música antiquísima del Stabat Mater, de acentos arcaizantes, moriscos —la Virgen de la Soledad existía ya en el siglo XI— enardece aún más el dramatismo de la procesión. Y los penitentes, de indumentaria anacrónica —atezado el rostro descubierto que asoma bajo la capucha negra— traen a este tiempo enfático, a este tiempo nuestro tan pagado de descubrimientos y avances, el sabor terroso, humilde pero afianzado en seguridades, de otras épocas, de otros siglos. (Siglos de barro quizás: siglos que repugnan a nuestro tiempo de vientre de oro... y que, sin embargo, intensamente iluminados por la antorcha de la Fe, conocían, sabían siempre el camino.)
(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)
(Fotografía: SILVESTRE GONZÁLEZ)
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