La sinfonía verde y blanca de «La Oración del Huerto», en el esplendor epifánico de la mañana; el clamor penitencial —morado sobre negro— de la cofradía de «La Columna» pautando de timbales sombríos la hora vesperal; los oficios divinos —cera purificante, oro, incienso, solemnidad amortiguada de tristezas en los templos—; los soldados romanos de «La Humildad» llenando las calles de augustos, cesáreos, vagnerianos acordes; el lento afluir a iglesias y conventos —matrimonios, parejas, racimos de muchachas de mantilla, niños, enlutados viejos, «piquetes» de la Guardia Civil...— para la oración bisbiseante y trémula ante el Sacramento; el azaroso trajín de chicos y grandes por callejas y plazuelas en busca de la procesión que se oye llegar, que se adivina, cuya trompetería inminente recala las distancias...; todo forma un ambiente de día grande, definitivo, pleno. La presencia divina, el hálito del Misterio, se siente, se cuaja, se torna palpable. La Fe no se debate en áridas desolaciones, tanteando entre nostalgias: adquiere cuerpo, perfil, calor y color. El Jueves Santo Dios está más cerca. Y el Amor, en el Día del Amor, levanta sutilmente las veladuras de nuestra indiferencia, de nuestro desvío, hasta tocar, hasta herir de ternura el corazón. ¡Cuánto, Señor, tendrá que luchar un ateo par ano rendirse a la Fe, el Jueves Santo, en una ciudad de Semana Santa!
(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)
(Fotografía: JUAN DE LA CRUZ MORENO BALBOA)
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