BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 29 de enero de 2010

TARDE DE ENERO



Los crepúsculos de enero son de puro trámite. La tarde, empujada por la noche, desmonta su escenografía con toda rapidez sin apenas dejar sitio a la nostalgia, sin proyectar tras de sí ninguna estela incierta. Se pone el sol, y el frío congela cualquier resabio de luz que pueda quedarle a la tarde. Diríase que el día, avariento ahora, renuncia a dejar cualquier huella de su paso. Realmente, en el estío, las tardes se desangran lentamente, se desmayan... Ahora en cambio, mueren a toda prisa, casi con la ropa puesta.

Menos mal, si hay verdadera muerte natural: porque casi siempre, en enero, el sol, lejos de morirse en su rosada alcoba del ocaso, lejos de sucumbir “tras los montes”, fenece de hecho, cuando aún no ha cumplido su hora, ante la conspiración ominosa de las nubes. Nada tan triste, tan íntimamente desolador como un atardecer lluvioso. Porque la lluvia mañanera –ya se sabe– no es un llanto total, no es un llanto sin esperanza. La lluvia vesperal por lo contrario abrillanta en los tejados, en el pavimento asfaltado de la ciudad, en el gris inmisericorde de los horizontes campesinos, una cósmica sensación de orfandad irreparable.

La lluvia del anochecer –ella tiene su privilegio– levanta en sosiego de melancolía, la legión vencida de los recuerdos. Todos, dentro de nuestra alma, tenemos enterrados muchos muertos: tantos como horas, tantos como días ha tenido nuestra vida. Es, probablemente, el gran error de los hombres. ¿Por qué lapidamos nuestro pasado? ¿Por qué apisonamos los sucesos de nuestra existencia? ¿Por qué, sepultureros insaciables, echamos tierra, siempre tierra al ayer? Y, ¿qué somos nosotros, todos, sino puro ayer, pura historia? A excepción de este minuto efímero que ahora vivimos, todo lo nuestro es de ayer, de un ayer que abarca veinte, treinta, sesenta años.

Uno no sabe por qué, a despecho de nuestro afán «contra reloj», tienen estos invernales crepúsculos lluviosos el privilegio de abrir fisuras en el suelo del momento presente para que, gracias a ellas, ascienda a nosotros, en exhalación nostálgica, esa humedad antigua de los viejos sucesos. Uno no sabe por qué se mezcla, precisamente entonces, la fauna de nuestros cuidados extintos con la flora liviana de nuestros proyectos óptimos. El frío contacto de los caracoles arcaicos –que creíamos fósiles y por un instante están vivos– paraliza el curso de la savia en los brotes pujantes. La lluvia hace barro con nuestro polvo de oro, con nuestro ardiente limo de luz.

Pero todos estos matices puramente impresionales del atardecer invernal sin sol son transitorios y fugitivos: provisionales. Ya entrada la noche podemos, otra vez, pisar firme sin hacer concesión a las bocanadas húmedas que exhalan los socavones nostálgicos. Porque la noche ya no es extraña al hombre. La Civilización lo ha hecho: ha colonizado con sus artificios, que llegan desde la lámpara eléctrica hasta el cine, ese continente oscuro de la Tiniebla. Casi todas las diversiones empiezan cuando ella principia. La vida, esto es incuestionable, le va comiendo terreno a la noche; baste recordar que la «medianoche no es ya sino la hora de la sobremesa, de los programas de radio más «sonados» y del segundo acto –el del «nudo»– de las comedias y dramas. Hace un siglo, la «velada» era un esfuerzo familiar, tenso y dificultoso, para aguantar el sueño, para soportar la noche: era casi un heroísmo. Ahora la noche, nos escamotea el sueño y el descanso alegremente, sin protesta alguna por nuestra parte.

A la melancolía, al recuerdo, sólo les van quedando los crepúsculos de las invernales tardes lluviosas.


(17 de enero de 1956)
(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)