BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

sábado, 18 de enero de 2014

CARTA A ANTONIO VICO. FIESTA DE JESÚS





Láchar 20 Enero 1945.

Querido amigo: Cuando recibas esta carta ya se habrá celebrado la fiesta; la gran fiesta de Jesús, de Nuestro Padre Jesús Nazareno... Esto es magnífico, esto es enorme. Porque bien sabemos tú y yo que la fiesta de Nuestro Padre Jesús Nazareno inicia el cuarto creciente de nuestras ilusiones en la espera del plenilunio «trono-varalesco-tuniquil». Y tú estarás presente. ¡Enhorabuena, amigo!

No podía faltarte hoy mi carta, secretario magnífico, amigo insigne, caldeo supremo... Ahora, cuando esto escribo, son las ocho de la noche del sábado. La hora de ánimas. Pues bien, a esta misma hora estarán repicando, jubilosas, cordiales, las campanas de Santa María de los Reales Alcázares, como anuncio, como pregón de la gran Fiesta. Imagino el resonar de los cohetes en todo el ámbito de la Plaza y de la ciudad. «Mañana es la fiesta de Jesús», dirán todos. ¿Podría ignorarlo algún ubetense?

Me figuro, en estas horas, a los hermanos de la Cofradía, nuestros hermanos, confesando en los Frailes. Allí estará Lorenzo Lechuga; allí estará Bernabeu; allí estará Veirias, allí estará Alfonso Guerrero; allí estará Simón, allí estará... Cuando se oigan los cohetes —¡quién pudiera oírlos!— un temblor emocional, un escalofrío místico sacudirá sus entrañas. Qué magnífico acto de contrición harán esos que, esta tarde han podido oír el «Miserere» al pie del altar de Nuestro Jesús, con una vela encendida entre sus manos, a la hora magistral de la Reserva! Yo no; yo, mientras, tontamente, inexpresivamente, mecánicamente, obedezco a la voz de ¡firme! de alguno que ni sabrá lo que es Úbeda, ni habrá oído hablar jamás de la procesión de Nuestro Padre Jesús. ¿Sabrán acaso lo que es un varal de tres tulipas? ¿Habrán vestido alguna vez una túnica morada, ceñida por un cordón amarillo? ¡Entonces!

Pero, todavía quiero, en esta carta, seguir deleitándome con la evocación... Mañana, mañana... En mi imaginación, quiero representarme el acontecimiento. Los bancos, colocados «ad hoc» para que se sienten los hermanos. Antonio el sacristán trae y lleva misales. Afuera, en la mesa petitoria, está Pastor. Más afuera, en los claustros, los cofrades, unos de gabán, otros de capa, otros de gabardina, aguardan el comienzo de la fiesta, mientras dan las últimas chupadas al cigarro. Hablan del trono, de si lloverá este año; discuten sobre el valor artístico del nuevo San Juan...

Ya todo está a punto. Los músicos afinan sus instrumentos y hay sonidos aislados, incoherentes. Ya están los tres curas en el altar. Por supuesto, actúa de celebrante D. Juan Vico. El «Introito» de Perossi llena de polifónica armonía las naves de nuestra iglesia mayor. (Ruído de reclinatorios, toses, viento que se estrella, impotente, allá en los altos ventanales).

La Epístola, el Evangelio, el Sermón... Los hermanos se sientan, se disponen a escuchar, atentos, el verbo cálido de D. José Amadeo. Y luego... El «Miserere»; el «Miserere», al que todos los adjetivos de ponderación le vienen cortos. El «Miserere», que promueve un reclutamiento de lágrimas...

Así seguiría yo, gran Antonio, disfrutando con la imaginación de nuestra fiesta, ya que no puedo estar presente. Pero es tarde, y quiero que salga a tiempo esta carta, para que tú la recibas precisamente mañana, cuando todavía tu emoción esté ardiendo bajo la influencia de tu religiosidad y de tu ubetensismo; cuando todavía el Señor, reciente la Comunión de su Cuerpo y Sangre, opere amoroso en tu alma emocionada. Acuérdate de mi. Pide por mi.

Tu hermano en Nuestro Padre Jesús Nazareno, te abraza. Juan.

(Fotografía: ANTONIO JOSÉ JIMÉNEZ)

jueves, 2 de enero de 2014

A LA MEDIDA DE LOS NIÑOS





Reciente la Navidad, los Reyes Magos a la vuelta de la esquina, el tiempo —ese tiempo en círculo, eterno, del calendario, siempre sujetando la índole fugitiva y fungible del tiempo histórico— se pone a la medida de los niños. No; no hay muchas cosas en este mundo a la medida del niño. Cuando nosotros, cuando uno cualquiera, nos acercamos a un chiquillo, de esos que ahora están aprendiendo con su media lengua a rezar, comprobamos en seguida que nada de nosotros sirve, tal como es, a su «estatura», a su modo. Ni nuestras palabras. Porque nuestras palabras han de salir de su diapasón normal, entonces;  tienen que hacerse más altas o más susurrantes: tienen que remendar la voz del gigante —ese ser que el niño conoce sin haberlo visto nunca— o copiar la leve inflexión de voz de la mismísima Caperucita. Tenemos que hacer eso nosotros, los padres, si es que queremos impresionarles o divertirles de alguna manera. Nuestra voz natural no es apta para menores... Por supuesto, que en todo pasa igual. Cualquier acto normal nuestro les fastidia. Les molesta que escribamos una carta, que leamos un periódico o que fumemos un cigarrillo. No nos «ven» cuando somos nosotros; sólo sienten nuestra presencia cuando nuestra actitud se desmesura, de manera más o menos histriónica; cuando en nosotros, además de ver al «papá», ven también, un poco, al gato, al perro, al lobo o al conejito.

Porque el niño es el ser menos sencillo que existe. No vayamos a confundir inocencia con sencillez. Quizá implican conceptos opuestos si entendemos por cosa sencilla lo contrario que cosa confusa. El niño es el ser menos sencillo que existe, porque todo en su alma incipiente, se complica de imaginación, de ensueño y de portento; porque no discrimina lo real de lo irreal y confunde los «planos» de lo sustancial y de lo adherente. ¿No estamos observando a cada momento que cuando del niño afloran las ideas claras —para nuestro intento, claridad y sencillez son palabras sinónimas— es cuando empiezan a destruirse en su subconciencia la flora y la fauna de la fantasía? Si la sencillez implica una operación mental simplificadora —reducción de todas las vivencias o de todas las razones a un común denominador— es, desde luego, un mérito del adulto, del hombre. La inocencia, en cambio, es la encantadora, gratísima confusión de la realidad con el sueño, de la imaginación con la idea; bien que la ignorancia sea la confusión en mayoría de edad, esto es, la confusión sin encanto.

Pero esto es divagar por caminos que nos apartarían del nuestro. El nuestro, hoy, es el que conduce a Belén. Decíamos que de Navidad a Reyes el tiempo está a la medida de los niños.

¿Entonces, la Navidad es confusión? Claro que sí; en apariencia, encantadora confusión —pastores, Reyes Magos, borriquitos, zambombas, ángeles, lavanderas y Niño Jesús— que, naturalmente, va a anclarse, va a simplificarse más adelante, humanamente hablando, cuando toda ella se reduzca a Idea, a Verdad fundamental, y brote de sus manantiales la prístina sencillez divina del Evangelio. Pero que, al momento de producirse y por la manera de producirse, no puede por menos de resultar enmarañada. Dios se hizo Niño. No digáis que esto pudo parecer cosa sencilla de entender a los hombres vulgares, corrientes, de aquellos días. La mayor complicación teológica que hubieran podido imaginar los rabinos y los doctores de la ley era, precisamente, ésta: Dios Niño, Dios en un pesebre, Dios humilde. ¿Dios humilde? No digáis que pudo tener para los judíos aspecto de cosa clara... Como que sólo los magos y pastores abarcaron su comprensión. («Cuida de ser mago, sino eres pastor», escribía «Xenius». Pastores y magos han tenido siempre alma de niño.) Fue preciso que aquel Infante creciera y hablara, que aquel Niño se hiciese hombre para que la confusión maravillosa de la Navidad se ajustase en coordenadas precisas; para que de aquello, a primera vista tan complejo, saliese, ya meridiana, la Idea clarísima y actualísima de la Redención. Porque la Redención es el corolario de la Navidad, como en otro orden, el hombre es la secuela del niño. Y la impiedad se parece a la ignorancia en que, en una y en otra, la confusión ya sin encanto, ya sin inocencia, corrompida y agusanada ya, persiste.

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No digamos más. Ahí está ese chiquillo inclinando su cabecita para mejor ver al Niño Jesús. ¿Qué le dice? Él imagina ya, nebulosamente, que el Niño es algo más «complicado» que el muñequito de su hermana. Él no sabe todavía en que consiste la Divinidad, pero su instinto ventea ya la Divinidad en el candor rosado del Hijo de la Virgen. Y comprende, sin poder razonarlo aún, que sus piececitos fríos traen a la Tierra un mensaje de Amor. Él no conoce bien quién es Dios. Está aprendiendo a rezar. Él no puede entender todavía al Crucificado. Pero entiende ya al Niño Jesús. Rezarle a esa estupenda «complicación» teológica que se llama Niño Jesús, le parece naturalísimo cuando, cada noche, su madre le arregla el embozo de la cuna. ¿No se haría Dios Niño —confusión y escándalo para los gentiles y los judíos— para que los niños aprendiesen antes a rezar? ¿No prepararía Dios en su Eternidad, la escenografía maravillosamente confusa del Nacimiento —pastores, Reyes Magos, borreguitos, zambombas, ángeles y lavanderas— para poder ganarse al niño con el juego de lo prodigioso, antes de ganar luego al hombre con su Verdad?

Terminemos ya. No nos extendemos más. El Rey Mago y un niño —otro niño— han encontrado sus miradas. La de Melchor acaricia al pequeño con su sonrisa y el pequeño responde al mago con el gesto de su estupor. ¡Qué magnífico alarde barroco la indumentaria del Soberano de Oriente...! Corona, oro, brocados, púrpura, todo se conjuga para el interés del infante.

¡Diréis pedagogos que un Rey Mago no es un «centro de interés»!  ¿Tendrá el chiquillo, desde este momento de la visita de Melchor, una trompeta y un caballo, una pelota y un automóvil? Tardará el chiquillo mucho tiempo en saber que la pelota, el caballo, la trompeta y el automóvil, obedecen, en su mecanismo, nada menos que a una idea preconcebida de los hombres. Él, mejor, tiene en su mente una mágica sensación de los juguetes que le han traído los Reyes... Dentro de cinco días, dentro de una semana, los juguetes gemirán mutilados o rotos por los rincones del cuarto de estar, pero en el fondo de su alma habrá quedado la primera impresión maravillosa de las cosas. Porque serían sólo cosas —simples cosas, sencillas cosas— los juguetes... Regalados por ese ser fantástico que viste de púrpura y viene coronado de oro, los juguetes se han complicado de una deliciosa procedencia...

Desde Navidad hasta Reyes, las fiesta del calendario están a la medida de los niños. Dios lo ha querido. Dios es así. Quiso el Verbo encarnar en el Hombre. Y quiso hacerse Niño para encantar a los niños, acompasando la Eternidad al «tiempo infantil». Belén es un capítulo fundamental de la Teología con el que, todos  los años, de Navidad a Reyes, se ponen a jugar los niños. Tienen permiso del Niño Jesús...


(ABC, 1 de enero de 1959)