BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

domingo, 29 de septiembre de 2013

SEPTIEMBRE





Septiembre es, un poco, la reflexión. La reflexión que precede a la tristeza. Abril era la ilusión —¿no visteis como, siempre, los quince años eran abriles?—. Luego llegó Mayo… y la naturaleza estaba como si acabase de terminar el Bachillerato. La naturaleza inflamada de primeros amores, la naturaleza en flor, millonaria de espigas verdes; cada espiga un proyecto, cada rosa una novia, cada fragancia un madrigal. 

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Es en septiembre el examen de conciencia de la naturaleza. El campo, en septiembre, hace un inventario de sus cosechas. Antes todo fue ilusión, duda, esperanza, conjetura. Ahora viene la tranquilidad…

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Se le podría hacer una entrevista a septiembre:

—¿Cree usted en la poesía, septiembre?

—Hay dos poesías: la poesía de ida y la poesía de vuelta.

—¿Cuál es la suya?

—La mía es poesía de vuelta. La poesía de ida va cogiendo todas las flores que encuentra a la vera del camino. Y las va deshojando. La poesía de vuelta —cuando ya no hay Primavera en el camino— viene buscando por el suelo los pétalos de las rosas rotas.

—¿Usted, Septiembre, es verano u otoño?

—Yo soy como los cuarenta años. Satisfacción de haber llegado; tristeza de tener que regresar. La ascensión a las cumbres es en el esplendor de la mañana. Pero se desciende al valle en la hora vespertina. Quizás la noche nos va a sorprender en el camino…

—¿Qué opina del verano?

—El verano da la sensación de no creer en el invierno.

—¿Y del invierno?

—Da la sensación de no creer en el verano. Invierno y verano creen demasiado en sí mismos. Son estaciones absolutistas. El otoño es más tolerante.

—Se habla mucho de las dulces tardes septembrinas.

—Sí; los idilios de las tardes septembrinas saben a uva. Tienen su dulzor largo, largo… Como si el sol exprimiese también su zumo sobre las cosas de la tarde.

—Vd., Septiembre, en el calendario, figura entre agosto y octubre. ¿Qué opina de…?

—Agosto es blando y fofo. Tiene una carnación sonrosada, exuberante, madura. Parece como si lo hubiese pintado Rubens. Octubre, en cambio, empieza a parecer un Greco…

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Septiembre casi ignora las flores. ¿Quizás por eso, Septiembre, piensa tan bien?


(JAÉN, años 50)


viernes, 27 de septiembre de 2013

PREGÓN DE FERIA





¡Atención! La feria de Úbeda viene. La feria llega. La feria está aquí. Trae su música de ayer y su ruido de siempre. Cada año es distinta y, sin embargo, cada año es igual. Ubetenses: preparad la alegría, el corazón y la bolsa. Porque la feria es júbilo para todos. Viene a traer recuerdos felices al viejo, ilusiones nueves a la joven que se hizo mujer en un trasnoche, al chiquillo que estrena vía en la vida. La feria es para todos: para don Pedro, para Pedro y para Periquillo. A todos dice su palabra. Nadie se excuse de divertirse donde pueda, como pueda y cuando pueda. San Miguel de septiembre está aquí. Por San Miguel, Úbeda cumple años. Hace en San Miguel, en este 1974, setecientos cuarenta años que Úbeda dejó de ser mora para hacerse cristiana. Todos los chiquillos de la escuela lo han ido diciendo a su casa. El 29 de septiembre de 1234, San Fernando, rey de Castilla, entro con su ejército por una de las puertas de su muralla. Y Corredera arriba y Real abajo se plantó en el Alcázar. Y colocó en Santa María —la antigua mezquita— la imagen de Santa María.

¡Cómo han pasado los siglos! Como han pasado los años. Pero Úbeda, que es antigua, muy antigua, no es vieja. Está siempre joven. Miradla, vedla, oídla, en constante renacimiento. Úbeda quiere entrársenos a todos en el corazón. En San Miguel, Úbeda nos despierta los gozos escondidos, enciende las ascuas, aviva los fuegos del alma. Gigantes, campanas, toros, verbenas, poesía, globos, avellanas cordobesas, volantes, cohetes, teatro, caballistas, carrouseles, circos, pinchitos, payasos, tómbolas, buñuelos, «mocicas»... Prisa, descanso, cansancio, ilusión, sueño, deseo, nostalgia... ¡Elijan, señores, elijan! Son los días nuestros, los días felices en que el alcalde deja los papelorios y dice a todos: ¡Ubetenses, ordeno y mando la alegría!

Atención. La feria va a estallar. Cada uno lleva a cuestas su problema, su preocupación. Y la feria se hizo, la feria se hace, para que cada uno deje por una semana su preocupación o su problema encima del armario o encerrados en el cajón de su despacho. Para que don Pedro, Pedro y Periquillo se unan en un mismo gozo. En la feria, Úbeda mete su corazón junto al nuestro. Su joven corazón de mil años de edad. Y como es un corazón lleno de historia, empuja, ilumina, «achucha», levanta la juventud futura de los niños, la juventud presente de los jóvenes y la juventud pasada de los viejos. ¡Atención! Feria para todos. Fiesta para todos. ¡Úbeda para todos! Juventud para todos.

Y arriba, más allá del cielo dorado de septiembre, el Arcángel Miguel, le lleva a Dios «recados» de la ciudad. ¡La feria va a estallar! ¡Música!

PREGÓN DE FERIA, 1974


miércoles, 11 de septiembre de 2013

UNA CIUDAD




Es tonto creer que las ciudades, en su aspecto externo, se diferencian demasiado las unas de las otras. Ni las ciudades, ni los hombres. Las notas específicas, características de un pueblo o ciudad no se ven a simple vista, no se advierten sin esfuerzo. De ahí que el observador vulgar apenas puede captar por si solo la idiosincrasia particular de cada una de las entidades de población que conoce en un viaje, por ejemplo. Necesita, con frecuencia, de la ayuda literaria. Una lectura previa —más o menos tópica— sobre el país o región que visitamos, nos sirve como de andaderas para poder formular nuestro juicio; juicio que muchas veces creemos propio, cuando en realidad no pasa de ser un calco del juicio que ya nos han suministrado, anteriormente, las páginas de un libro.

Pero incluso al observador perspicaz, que se vale por sí mismo, pueden servirle de obstáculo los ya establecidos juicios literarios sobre un pueblo, un paisaje o una raza. No nos es posible a nosotros —por ejemplo— opinar sobre Castilla sin que la interposición inevitable de la prosa de Ortega, de «Azorín» o de Unamuno, impida nuestra libertad de visión o de expresión ante la perspectiva de la «llanura inmensa». Hay juicios «estampillados» respecto del tema. Si los aceptamos, pecamos de plagio o derivados… Si los rechazamos de plano luego nos remuerde la conciencia de una insinceridad, porque no podemos fiarnos de nosotros mismos cuando nos dejamos llevar de un prurito de contradicción. Toda previsión lleva anejo este peligro, ya que en cualquier revisión, el afán de rectificar, difícilmente se ciñe a los límites justos. Cuando decimos que «hay que poner los puntos sobre las ies», fácilmente nos sentimos inclinados a poner puntos también sobre las «aes», las «oes», y las «ues», pasando de un extremo a otro extremo, de un desenfreno crítico a otro desenfreno crítico de signo contrario. Así, cuando recientemente hemos leído las admirables crónicas de Víctor de la Serna sobre La Mancha, resulta inevitable recordar La Ruta de Don Quijote, de Azorín. No porque Víctor repita lo que escribió el maestro, sino, precisamente, porque dice todo lo contrario que el maestro. No habría escrito Víctor de la Serna, de seguro, que La Mancha es un vergel, o poco menos, si antes Azorín no nos hubiera comunicado la impresión de que La Mancha es poco menos que un desierto.

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Pero he aquí La Coruña, en un extremo de España, ceñida casi por el Océano. Difícilmente la conoceremos tal como la ciudad es, a través de los escritores y poetas gallegos. Los escritores adolecen siempre de extremismos —de extremismos patrióticos— cuando se ponen a decir de su tierra. Pero La Coruña, que está en un extremo de España, está, paradójicamente, alejada de cualquier extremismo. El carácter extremista español se da en los pueblos y ciudades del Centro, mejor que en el litoral. En La Coruña —gran ciudad, en estrecho contacto con las aldeas que la circundan y con el mar que la acaricia— pueden sentirse al par las emociones entrañables de «miña terra», las dramáticas sugerencias del océano y las frívolas impresiones de la ciudad elegante. La Coruña no es una ciudad «de una pieza». Su arquitectura espiritual, lejos de atrincherarse tras el paredón de un exclusivismo patriotero, está literalmente abierta a todas las ingerencias. Por eso, sus gentes tienen las ideas flexibles, prestas a la comprensión y a la tolerancia, sin tiesuras envaradas.

En La Coruña está toda Galicia soterrada. No veis en La Coruña el alma gallega al descubierto, como en los pueblos y campos del interior de la región; pero su influencia se deja sentir, como una transpiración, a través de la corteza urbana —urbanística— de su aparato ciudadano. Por eso en La Coruña no se condensa artificiosamente ningún casticismo folklórico. Por La Coruña se entra y se sale de Galicia. Quiero decir que la ciudad no «obliga», por su carácter, como «obligan» otras capitalidades de región. Una Barcelona sin catalanismo no es concebible, como no es concebible una Sevilla sin andalucismo.

—¿Qué es lo más importante que hay para ver en La Coruña?— suele preguntar el visitante que por primera vez se dispone a recorrer y admirar la ciudad.

El coruñés, suele quedarse un tanto perplejo. Piensa que no hay grandes monumentos ni perspectivas de esas que son llamadas «grandiosas», ni típicas atracciones castizas, que, en cierto modo, coagulen los encantos de la ciudad. Son estos de tal índole, que carecen de un neto perfil concreto. Por eso, el coruñés, algo desconcertado, pero muy orgulloso, responde:

—En La Coruña no hay nada importante que ver… fuera de La Coruña.

La belleza de La Coruña, en efecto, radica en ella misma, en la ciudad. En sus parques, en sus vías, en las gentes que circulan por sus calles tocadas siempre de una inconfundible distinción; en la animación siempre renovada, en el ambiente…

La Coruña está en Galicia y Galicia está en La Coruña. Pero La Coruña no está —digámoslo— fanatizada por Galicia. En un extremo de España, abierta al mar, La Coruña, enraizada de célticos atavismos milenarios es, al mismo tiempo, la ciudad de España más sometida a las sugestiones de allende el océano. Este cruce de influencias desdibuja el carácter de la ciudad que de todo tiene menos de castiza. Pero, precisamente, esta ausencia de casticismo, resalta su condición de ciudad. La Coruña, ante todo, es una ciudad. Por eso, todos sus méritos no son sino méritos de la ciudad, sin que fuera de ella misma haya que buscar otros que trasciendan a Historia, a Arte o a Raza. Casi no se puede decir, «en la Coruña vi…». Se dirá «Vi La Coruña». Nada hay de especial importancia que ver en La Coruña. Pero ¿no es una gran cosa ver La Coruña?

(JAÉN, 11 de septiembre de 1954)