BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

miércoles, 31 de marzo de 2010

LA SANTA CENA



CRISTO en la Santa Cena.— La Pascua de los Judíos tenía un sentido exclusivamente conmemorativo — tradicional—; aséptico, sí, pero inoperante. Todo en ella era mera liturgia, tocada de amaneramiento. El pan ácimo, al fin, es como el símbolo de la Ley; de la Ley que prohibía, que podaba, que cercenaba, pero en cuyo interior, debajo de la letra, la moral se esfumaba en desvaídas acuosidades inciertas. Moral sin fuerza, sin levadura, que no fermentaría jamás. Incoherente, versátil pulpa ética bajo las cortezas rituales. Pero no viene Cristo a destruir la Ley. Se cumplen en la Cena todas las fórmulas porque el supremo Innovador no va a demoler la Letra, sino a instaurar el espíritu de la Letra; no va a fomentar ruinas, sino a alzar un Edificio habitable sobre el solar estéril. Y es entonces, pagada la tradición, cuando Él toma el pan en sus manos y, con sublime naturalidad, casi sin solemnidad, pronuncia las estremecedoras, enormes, tremendas palabras: "Tomad y comed, éste es mi Cuerpo." Su Cuerpo. Porque El lo afirma, podemos creerlo. Bien dijo Claudel: "Sois Vos mismo quien habéis dicho que puedo comer de vuestra Carne. Así está escrito. Ni siquiera soy yo quien lo ha inventado. ¿Por qué dudaría un momento cuando vuestra Palabra es tan clara? Sed Vos mismo el único responsable de esta atrocidad, pues no es asunto mío." Su Cuerpo. Porque El lo mandó, la Iglesia renueva cada día la apoteósica Locura del Sacrificio "en memoria suya". Repletos están los trojes, no cabe un racimo más en el preparado Lagar de la Redención y, sin embargo, Cristo quiere que el Hecho, lejos de quedar como un Suceso —el más trascendental de la Historia—, se actualice (vindicación frente al Tiempo y el Espacio) dentro de las márgenes de cada lugar y de cada día. Para que sea Vida dentro de la vida. (Y el pan es Pan. Y fermenta la Ley, en tumulto de Amor, en las entrañas de las vides secas.)

(Del artículo Pasos de la Pasión del Señor, ABC, 18 de abril de 1962, Miércoles Santo)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

martes, 30 de marzo de 2010

EL CRISTO DE LA NOCHE OSCURA




Francisco Palma Burgos, de quien se puede decir inequívocamente que es el artífice por antonomasia de la Semana Santa ubetense actual en su aspecto procesional, acaba de culminar su aportación magnífica con el “Cristo de la Noche Oscura”. Uno no vacila al expresar su opinión de que constituye tal obra una como síntesis y resumen de la varia, dilatada y creciente inspiración del artista malagueño tan entrañablemente unido a Úbeda, a las mejores más selectas y más trascendentes emociones de nuestro pueblo.

Palma ha sabido recoger genialmente la idea recientemente lanzada, y ya cristalizada, de una nueva Cofradía ubetense de peso específico propio, estrictamente penitencial; cofradía que -en esta hora de revisión de valores- decante las más acendradas esencias religiosas en evangélico fervor, de pureza y de pobreza. Desfilarán por primera vez esta cofradía, en vía crucis silencioso, por las calles viejas de la Ubeda vieja, en la noche del Martes Santo. Y toma nombre su Titular, «Cristo de la noche oscura», en patente alusión a San Juan de la Cruz, el máximo poeta que, en 1591, en nuestra ciudad, superó su definitiva ascensión gloriosa al «Monte Carmelo». Insiste la ascética sanjuanista en una necesaria «Purgación» de los sentidos y del espíritu, como premisa indispensable, a la comunión mística. En vano nos esforzaremos por «hallar» a Dios si antes en voluntario y abnegado ascetismo, no nos sumimos en la noche total, en la «noche oscura»

«Para venir a gustarlo todo
no quieras gustar algo en nada.
Para venir a poseerlo todo
no quieras poseer algo en nada
».

En esta noche –del sentido y del alma– el espíritu, paciendo en la desnudez y el desamparo absolutos, sin arrimo de Consuelo alguno (y conviene ¡ay!, recordar esta doctrina mística sanjuanista en esta época ávida de espiritualidades confortables y cómodamente accesibles), en esta «noche», repetimos, se plasma el genuino expediente de la perfección y de la unión con Dios... Pues bien, la Cofradía del «Santísimo Cristo de la Noche Oscura», impregnada de espíritu Carmelita –sus cofrades vestirán sayal del color del hábito de la Orden reformada, y la procesión saldrá del convento de San Miguel– aspira a inculcar en sus miembros esta unión de estricta y rigurosa ascesis, bebida en las fuentes del autor de «Llama de Amor viva» y de «Cántico Espiritual».

Y el Cristo de Palma, sirve fielmente a este propósito. Es una imagen cuyo, patetismo, cuyo dramatismo íntimo no empece una clara serenidad. El autor nos dice que la actitud de su imagen del Señor es una de «un Pájaro cansado» que en la Muerte abate su vuelo contra el cristal mismo –tan frecuentemente esmerilado e «inmunizado»– de nuestras almas egoístas. En efecto, el «Cristo de la Noche Oscura», impresiona y admira al par. Tiene vena trágica sin ser –afortunadamente– aquél Cristo de “tierra, tierra, tierra” que postulaba Unamuno en sus congojas de cristiano atormentado y confuso. Al contrario, este Cristo herido en su Noche, en su abandono de la Cruz, se modula en clave de Esperanza. Es, sí, un «Pájaro cansado» que va a morir. Pero se adivina un Vuelo renovado en el Alba, se atisba el clamor, epifánico de la Resurrección en la tiniebla misma de su naufragio.

Algo faltaba de seguro a la Semana Santa ubetense. Ya está conseguido.-

(Diario JAÉN, 30 de marzo de 1966)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)


lunes, 29 de marzo de 2010

LOS PENITENTILLOS DEL GUIÓN





(...) Mirad los «penitentillos del guión». Vienen delante de la procesión junto el estandarte, jubilosos de vestir su túnica o su corona de espinas. Quizá no han dormido toda la noche pensando en la gran «aventura» de vestirse de nazarenos. Vedles cómo absorben con su mirada, con su actitud, expectante esponjado su espíritu, la emoción sacra y maravillosa del momento. Esta sensación de plenitud religiosa que, sin ellos saberlo experimentan, va a dejar un inquebrantable fondo de piedad en sus vidas. Ahora su fe es limpia sin complicaciones... Cuando lleguen a mayores, cuando se entibien sus fervores y su fe quizá, enferme, fermentará cada Viernes Santo, cada Jueves Santo, en el fondo de sus almas el recuerdo de infancia, transido de auras religiosas, referido al día en que ellos, al lado del campanillero, marcaban el paso en la procesión, con toda la formalidad. Y quizás este recuerdo les redimirá. Y su fe volverá a ser del todo limpia.

(Del artículo Los niños y la Semana Santa, Revista VBEDA, marzo de 1955)

domingo, 28 de marzo de 2010

EL SEÑOR DEL BORRIQUILLO





(...) ya el Domingo de Ramos mismo debes de situarte en nuestra Plaza de Toledo para presenciar la salida de “La Entrada de Jesús en Jerusalén”, al tiempo que las campanas de la torre de La Trinidad –femenina novia esbelta y grácil de la machanuda torre próxima del reloj–, regalen al viento de Abril el madrigal de su impaciencia. Será la inauguración de la Semana Santa y todos los barrios de la ciudad vaciarán su pulpa humana junto a los soportales de la Corredera, inminente la aparición, en la rampa de la iglesia, de “El Señor del borriquillo”. Las palmas alzarán su elegancia mística sobre la multitud, y tú recrearás tu vista en la polifonía multicolor de un pueblo que vuelve a encontrar su limpia mirada de niño. Relampaguearán los clarines, ascenderá a las nubes la ingenua baladronada de los cohetes, y Cristo, desde su trono profuso de oros, irá repartiendo la dádiva de su pacífico, sereno gesto de Amor.

(Del PREGÓN DE SEMANA SANTA, 29 de marzo –Sábado de Ramos– de 1958)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

sábado, 27 de marzo de 2010

VÍSPERAS






Úbeda, 8 de abril 1974.

Querido sobrino: Es Sábado de Ramos. Delante de mi ventana, ante la que escribo, está el Valle del Guadalquivir, lavado, límpido, tras las pasadas lluvias. Hay pájaros y cohetes de vísperas en el ambiente. A mí siempre me ha producido júbilo este día. A mí la Semana Santa me enardece, me eleva sobre mí mismo, me empina dentro no sé qué júbilos, no sé qué fervores, aromados de recuerdos, de memorias buenas. Y el Domingo de Ramos me devuelve al niño que fui y que recurre siempre que uno se a pone a mirarse por dentro.

Querido Antonio. Los cohetes, las campanas y los pájaros del Sábado de Ramos, pintan un paisaje especial en mi alma. Veo, en heterogénea promiscuidad –pero casta promiscuidad– a mi padre, mis calcetines de los once años, al huerto de los Olivos, al corral de la casa de mi abuela, a mi madre preparando la túnica de nazareno de mi padre. Y el paisaje se ilustra con palabras de Cristo: “Yo para eso vine, para dar testimonio de la Verdad”. Y con palabras de mi hermano Cristóbal que está enterrado con la túnica de la cofradía de “Jesús de la Caída”. Y otra vez con palabras de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y de nuevo palabras de mi padre que vuelve con mi madre de visitar los Sagrarios del Jueves Santo: “Lola, hay que acostarse ya; mañana, a las seis hay que estar en la casa del Presidente”. (El Presidente de la Cofradía de Jesús hace cuarenta y tantos años es D. Fernando Martínez Herrera. Es un señor altísimo. Por su estatura destaca entre todos los cofrades. Y para que el contraste sea menor, lleva un capirote muy pequeño).

Y me encuentro sumido en el dormivela del Jueves al Viernes. Y me despiertan las trompetas de Jesús. Y me veo, de la mano de mi madre viendo salir a Jesús de Santa María. Y ahora, avanza el tiempo en unos años, y otra vez me encuentro viendo salir a Jesús de la puerta de Santa María. Pero ya mi padre está enterrado con la túnica de Jesús Nazareno. Y en mi alma adolescente hay una zozobra porque ya en ella apunta como un brote el primer amor.

Pero pasa el tiempo inexorable. Y yo ya tengo veintidós años, pasada la guerra. Y mi madre me prepara la túnica en la calle Gradas y, vestido de penitente, acudo a casa del Presidente que ya no es Don Fernando Martínez, aquel señor altísimo, sino otro que se llama Don Joaquín Oset. Y desde este año, ya siempre voy a llevar el pendón dela Cofradía. Y pasan cinco o seis años y muere mi madre. Y a los tres meses de su muerte, ya siempre vestido de penitente, presencio la salida del Nazareno. Y los ojos se me humedecen. Y yo no sé si las lágrimas de mis ojos son las mías, o las de mi padre. O las de mi madre. O las de mi hermano Cristóbal. ¡Cómo pasa el tiempo! Ya estamos en 1954. Y yo soy un penitente recién casado. Y tengo una mujer que, como hace años mi madre, me ha planchado mi túnica y ha acudido también a la Plaza de Santa María a ver salir Jesús. Y yo la he mirado con mis ojos abiertos como ojales en el raso del capirote. Y la Plaza de Santa María, como hace diez, como hace veinte, como hace cien años, tiene una congoja morada. Y en la fachada de El Salvador rebota el alma de todos los muertos. Y las trompetas recuerdan la época de Alfonso XIII, la época de Canovas, la época de Narváez, la época de...

El tiempo siempre sigue. Y ahora estamos en 1959. Y viendo salir a Jesús Nazareno, entre los cofrades, hay un penitente pequeño más. Es Juan Pasquau Liaño. Va inmediatamente a mi lado, agarrado al cíngulo de mi túnica. Mira desatinado a derecha e izquierda. Se asusta del rostro tapado de los penitentes. Solamente yo le infundo confianza. Pero ve entre las gentes a su madre y se tranquiliza. Pasarán dos años más. Y habrá otro penitente en la Plaza de Santa María, Paco Pasquau Liaño. Y ya en el año 63, cuando salga Jesús y el “Miserere” inunde de serenidad, de belleza, de emoción a la Plaza, ¡en la Plaza estará también Miguel!...

Semana Santa, Jesús Nazareno, la procesión. Te aseguro, Antonio, que estas evocaciones me sirvieron a lo largo de la vida para vencer más de una tentación. Y más de un desaliento. Y que la evocación de la Semana Santa me ha ayudado en esos intentos de buenos propósitos que uno tiene de vez en cuando.

Y cuando en Octubre de 1970, estoy gravemente enfermo en una cama de la Clínica Puerta de Hierro, el Secretario de la Cofradía de Jesús me escribe: “Querido Juan. Ayer, durante todo el día, ocho hermanos de Jesús nos hemos turnado, en Santa María, en la oración, pidiendo por tu salud”. Y en abril de 1974, cuando sale Jesús el Viernes Santo, allí están mis ojos empañados bajo el capuz. Y mis hijos. Y mi mujer. Y mis muertos. Y suena el “Miserere”. Y comienza la procesión. Y Jesús pasa por debajo de todos los balcones, Corredera arriba, Calle Nueva arriba, Real abajo. Como cuando vivía mi padre. Como cuando vivía D. Fernando Martínez. Como cuando vivía mi tía Mónica y mi abuela Genera. Como cuando yo, en la calle Peñuelas de Úbeda, a mis cinco años, vi al primer muerto de mi vida a través de una ventana. Estaba amortajado con la túnica de Jesús.

Querido Antonio. Te pido que vengas en Semana Santa. Tú sí la tienes que entender, seguramente que la entiendes. Porque seguramente me entiendes. Hoy es Sábado de Ramos y ya tengo el espíritu un poco en vilo. Campanas, cohetes, pájaros de primavera. Hoy me huele bien el fondo del alma. Siempre la Semana Santa me ha serenado a mí mismo. Y a toda la herencia que me circula por dentro. Siempre, la Semana Santa me hace tangible, visible, segura, incuestionable, la existencia de Dios y la verdad de la Palabra de Cristo: “Yo para eso vine, para dar testimonio de la verdad”.

Querido Antonio. Sabes cómo te queremos todos en esta casa. Y cómo te agradecemos todo. Y cómo te agradecemos que vengas.

Hasta la vista, Dios mediante.

Juan Pasquau.

(Fotografía: Juan Carlos Guijarro)

viernes, 26 de marzo de 2010

SEMANA SANTA EN ÚBEDA




“Creo que para un ateo Úbeda sería la tentación mayor.
Parece dificilísimo, casi imposible, que después de ver
Úbeda, un ateo no sienta la estremecedora sospecha de Dios.”

La Semana Santa, en Úbeda., es la epifanía de una comunidad de vivos y muertos empeñados en la demostración de una fe. Fe para que en ella y por ella nos apoyemos los unos en los otros. Fe de tradición y de empresa al par. Y así los muertos nos dan lo que nos falta a la hora de vivir la propia creencia. ¿Quién no se siente "sustituto" de sus antepasados en el fervor, en el ansia y en la lágrima, cuando en la mañana del Viernes Santo sale Jesús, o cuando sube por la cuesta de la Merced La Soledad, o cuando los trémolos de la marcha de la Expiración conmueven el recinto, rumoroso de siglos trasegados, de la Plaza de Toledo, o cuando la Procesión General pasa metiéndonos drama y esperanza —drama para la esperanza— en el corazón? Gracias al Señor porque así, estimulados por los que se fueron, nosotros nos sentimos animados a continuar la melodía. Ubeda, "Ciudad de Semana Santa" que dijo Melchor Fernández Almagro, enarbola como una bandera, al llegar los días de Pasión y Resurrección, este postulado: La Historia es versátil, es cambiante, pero cuando se ha vivido mucha historia, cuando el tiempo es larga experiencia además de desconcertada vivencia, se sabe inequívocamente que en el trasfondo está Dios. Y se sabe con tal fuerza que se siente la necesidad de proclamarlo. Y proclamarlo sin remedio.

¿Sin remedio? Sí, porque quizás alguien ha creído alguna vez que las manifestaciones de Semana Santa —tradicionales y populares— pueden remediarse, como si nos hubiesen traído algo menos bueno. Pero ni pueden remediarse ni sustituirse. Eso sí, pueden perfeccionarse. Y a eso vamos. A eso estamos los de ahora. Úbeda es —como todo pueblo, como debe de ser todo pueblo— una comunidad que no se localiza en una demarcación limitada de tiempo. Y es la conciencia de esa comunidad —la de saber que somos de hoy, de ayer y de mañana— lo que vigoriza la tensión de unas ideas que pudieran tambalearse. Yo creo de verdad que en Semana Santa Úbeda se recoge en sí misma para seguir siendo quien es. Sus esencias mejores exprimen su fragancia. Y vive mejor todo lo que en ella, en la Ciudad, está vivo. Y se oscurece un tanto lo que en ella pueda haber de luz copiada o de color pintado. "Lo que no es tradición, es plagio". ¡Semana Santa! Son los días del reencuentro. Los días en que todos los ubetenses vuelven. Los que se fueron a otros puntos de la Geografía. Y los que se llevó la muerte.

(Del libro Ubeda, Ciudad de Semana Santa. Sus imágenes y pregones. 1975)

(Fotografía: Rafael Merelo Guervós)

martes, 23 de marzo de 2010

ANTE LA SEMANA SANTA



(...)

Tú, como yo –no lo podemos remediar– llevamos la Semana Santa de nuestro pueblo “metida dentro de la sangre”. No queremos hacer caso a quienes nos dicen que las procesiones entrañan un desvirtuamiento de la piedad auténtica; piedad de oro de ley es la nuestra, la tuya y la mía y la de tantos ubetenses, que surge limpia, sin adherencias de mundanidad, en la mañana del Viernes Santo cuando la Épica de la Cruz bisela su mística grandeza de lírico efluvio –violeta– de oraciones y suspiros. Cuando “sale Jesús” –sinfonía de trompetas peraltada sobre el aterciopelado fondo azul del “Miserere”– ¡qué deseo tan sencillo y tan hondo de ser mejores! Cuando la última saeta vibrante se ha clavado en el corazón traspasado de la Virgen –¡Virgen de la Soledad!– y todas las músicas fúnebres han cesado, y se ha apagado la votiva ofrenda de las tulipas titilantes, ¡qué angustia de muerte en el corazón desolado de la noche, cercado de luces impasibles!

Quizás, por otra parte, la Semana Santa viene a refrescar las heridas abiertas de todas nuestras penas. Para los que sentimos afligido de ausencias irremediables el corazón, bendita mil veces la voz de nuestros muertos, que habla transfigurada en los labios férvidos de la tradición. La tradición –belleza siempre nueva y siempre antigua– es una comunión. Exhuma la tradición todo lo que el tiempo impío se afana vanamente en enterrar.

(...)

(Del artículo Ante la Semana Santa de Úbeda. Carta abierta a Vico, Secretario de la Cofradía de Jesús, Diario JAÉN, 29 de febrero de 1948)

(Fotografía: Maderuelo)

sábado, 20 de marzo de 2010

ESTAMPA DE CUARESMA



Con la Cuaresma, se celebran en nuestras viejas iglesias austeras los septenarios, los ancestrales septenarios de dolor. Cunde, quizás, en las devociones actuales un aire renovador; ese dinamismo moderno, de que tanto se habla, puede haber penetrado también en la Religión, informando en un sentido ágil y directo la piedad de las gentes. Y, sin embargo, siempre serán de un encanto inefable los antiguos, los tradicionales ejercicios religiosos, abrumados de lento ascetismo doloroso. Probablemente, porque nos devuelven, en una rememoración, el eco sentimental de pasados siglos, la voz olvidada de generaciones muertas...

Esta tarde híbrida de marzo en que el tiempo, loco, coquetea indeciso entre el invierno y la primavera, incrustando de claros de sol la gris acidia de la lluvia; esta tarde en que el sol anda de pelagarza con las nubes, empeñado en su afán de acostarse cada día más tarde... hemos penetrado, invitados por la sugerencia amable de las campanas, en una de nuestras viejas iglesias. ¿En San Pablo?, ¿en Santa María?, ¿en San Nicolás?... En todas llora, diluida, una sueva, una elegante melancolía; en todas se saborea ese dulzor rancio, atávico, que el tiempo deja en las construcciones antiguas: como si la cosecha pasional de cada generación hubiese vertido en ellas unas gotas de emoción; unas gotas que, después, el devenir del tiempo ha mezclado y confundido hasta producir el elixir divino de la poesía...

En el templo sombrío, en el templo viejo, se celebra el septenario. Un sochantre de voz desgarrada ayunta su canto agrio a la dulcísima, algodonosa música del armónium: música perezosa, sin estridencias, música confusa como de ensueños de bruma. Música y canto se dirían guardados en un desván y desempolvados cada años, estas tardes cuaresmales, para recortar recuerdos en la imaginación de los viejos y viejas que asisten al acto piadoso.

Al fin, la música es siempre el viento lírico capaz de producir una precipitación densa de emociones, una lluvia bienhechora, efusiva, de cordialidad... ¿Qué piensa ese viejo de mirada triste, ese viejo que todos hemos visto alguna vez en las iglesias; ese viejo de calva reluciente, de carraspeos tortuosos, de andares torpes, que no obstante su edad y sus achaques, viene todas las tardes, lentamente, calladamente, apoyado en su garrotica, a la novena, al septenario? Quizás él, mientras el coro canta el triunfo de la letanía lauretana, da audiencia a sus memorias. Y remonta su imaginación, cuarenta, sesenta años atrás, en la carrera del tiempo. En aquel tiempo, que él recuerda silenciosamente, cantaba también en estas tardes cuaresmales, en estas tardes dulces de septenario, la misma música en el coro. Era, él, joven entonces; era mozo. Bordaba acaso el sutil hilo del amor una flora de ilusión en el cañamazo de su alma tersa. Y sus ojos, hoy apagados, hoy sin luz, dirigían miradas de fuego a alguna joven fresca, primaveral..., que también, en este mismo templo, en esta misma novena, mientras se cantaba en el coro esta misma letanía, le miraba furtivamente, a hurtadillas. ¿Dónde está ya aquella joven primaveral? Aquella joven primaveral es ahora una vieja arrugada y triste; mientras el padre predicador fulgura sus verdades sobre los fieles suspensos, dormita esta vieja, con los labios entreabiertos en confuso rezoteo, recostada sobre un banco tosco, como ella viejo, como ella arcaico. Y el viejo suspira tristemente, porque ya está mustia aquella flora de ilusión que un día bordó el amor en su alma. Al mismo tiempo que evoca a muchos contemporáneos suyos, muertos ya..., olvidados mientras él pervive náufrago en este mundo moderno que no comprende porque no es el suyo.

(Diario JAÉN, Cuaresma de 1946)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

jueves, 18 de marzo de 2010

ANTONIO MACHADO EN BAEZA




– El vivía aquí, en una casa frente al edificio de la Cárcel Vieja, que ahora es Ayuntamiento –me ha dicho una respetable, enlutada señora–. Yo lo conocía. Lo veíamos pasar con su traje siempre negro, manchado. Y no dejaba nunca el paraguas..., aunque hiciese sol. Vivía con su madre. Yo también co­nocí a su madre. Por las tardes, Antonio iba a la tertulia de la botica de Almazán. Cierto que cuando su ánimo se encapotaba, se le veía aislado a través de las vidrieras del café de «La Perla», entregado a sus soledades. Tenía una sonrisa triste, como au­sente entonces. Pero cuando se reunía con sus contertulios en la rebotica, dicen que su semblante era otro y que derrochaba mucho ingenio.

– ¿Qué se decía en Baeza de Machado?

– Nadie se ocupaba demasiado de él. Si hubiéramos sabido que luego iba a ser tan famoso... Cuando se ponía «raro», se iba sin compañía, por la carretera de Úbeda adelante. Úbeda está a diez kilómetros de Baeza. Muchas tardes llegaba hasta Úbeda andando. Tomaba café y se volvía.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en Baeza?

– En el Instituto era catedrático de francés. Estaría aquí unos cinco años.

– Llegó en 1912...

– El día que vino por vez primera cuentan que fue a pre­sentarse al director del Instituto, a su domicilio. La criada que salió a abrirle la puerta le enteró; el señor director está en «la agonía». Machado se puso pálido. Pero es que el director es­taba en un casino, al que apodaban «La Agonía» porque sus componentes, casi todos labradores, pasaban el tiempo augu­rando ruinas por el mal estado de las cosechas y la falta de lluvias.

Fue el 1 de noviembre de 1912 cuando Antonio Machado tomó posesión de su cátedra de Lengua Francesa en el Instituto de Baeza. Casi acababa de enviudar. Contaba treinta y siete años. Eligió Baeza en el concurso de traslado. Seguramente quiso volver a Andalucía, a buscar el «cariño de la tierra», ausente ya el cariño de la esposa muerta. Y por eso...

¿Por eso? Pobre Antonio. Oigámosle:

Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas (ayer
maestro de gay-saber, aprendiz de ruiseñor)
en un pueblo húmedo y frío,
destartalado y sombrío,
entre andaluz y manchego
.

En el fondo de una habitación penumbrosa, junto a una mesa camilla quizá, están don Andrés, don José, don Juan, don Antonio... ¿Don Antonio?

Volvámosle a escuchar:

Es de noche. Se platica
al fondo de una botica:
-Yo no sé,
don José,
cómo son los liberales
tan perros, tan inmorales.
-¡Oh, tranquilícese usted!
Pasados los carnavales,
vendrán los conservadores
buenos administradores
de su casa.
... ... ... ... ... ... ... ...

Así es la vida, don Juan.
-Es verdad así es la vida.
-La cebada está crecida.
-Con estas lluvias...
Y van
las habas que es un primor.
-Cierto; pera marzo en flor.
Pero la escarcha, los hielos...


Baeza, «pobre y señora», es una ciudad bajo cuya epider­mis de floreciente actualidad se perciben claramente los pálpitos de la Historia. Baeza, en su entraña, es pasión derrotada; pa­sión alerta, no obstante, en las almenas de una gloria desden­tada. «Nido Real de Gavilanes» se le llamaba ya en tiempos de la Reconquista. Ahora, su prestancia se perpetúa en coágulos impresionantes. Sus monumentos son eso; custodias en que se ostenta la sangre, preciosa y muerta, del pasado; desde las que irradia el aliento detenido, embalsamado, embalsamado, de todos los ayeres. Cerca de la plaza de la Catedral -suspiro líri­co, pulmón en el que la ciudad se abre amorosamente a la nos­talgia- está el Instituto, antigua Universidad, cuyo primer Pa­trono fue el Beato Juan de Ávila y en cuyas aulas explicara San Juan de la Cruz... ¿Qué piensa Antonio Machado, profesor de Lengua Francesa, cada mañana, al abandonar, después de sus lecciones, las clases del Instituto y encararse con la fisonomía de la ciudad?

En sus notas autobiográficas se lee: «Me trasladé a Baeza, donde hoy resido. Mis aficiones son pasear y leer». Pasear y leer... Buen programa. Deambular lentamente por las calles, callejas y plazas de la ciudad anclada, encallada. Ensanchar luego su mirada en los campos ubérrimos de olivar; dejar que su pupila -abeja- vaya libando, sutilmente, materia poética en las perspectivas luminosas del valle del Guadalquivir; dejar que choque después en la lontananza azul de las montañas:

Tiene Cazorla nieve,
y Mágina, tormenta;
su montera, Aznaitín. Hacia Granada,
montes con sol, montes de sol y piedra.

Antonio Machado no pasa por Baeza. No pasa, pasea. Hace que su andadura se impregne del resuello de esta tierra adelantada de Jaén, bastante lejos todavía, ¡ay!, su tierra sevi­llana; más lejos la tierra de Soria en que yace, en sueño intem­poral, el cuerpo de Leonor. Pasea, y el alma de la ciudad, poco a poco, intima con el alma del poeta. ¿No tienen, Baeza y el poeta, una misma, cordial. ansia dolorida, una misma obse­sión? A Baeza y a Machado les duele dentro el tiempo que se ha ido. El poeta y la ciudad guardan, hondo, un vacío idéntico. En las simas del alma de Baeza hay un hueco –caracola de reso­nancias inmortales– hermano del hueco del corazón de Machado­. Por eso, para liberarse quizá de la sugestión melancólica, el profesor-poeta se «fuga» cada tarde al paisaje, en busca de los «caminos de la tarde»:

Los caminitos blancos
se cruzan y se alejan
buscando los dispares caseríos
del valle y de la sierra. Caminos de los campos...


En vano. En vano porque el plomo del dolor abate ense­guida cualquier alacridad de la mirada, cualquier vuelo de su pensamiento:

Caminos de la tarde...
¡Ay, ya no puedo caminar con ella!


Pasear y leer. Porque, tras la andadura de cada día, está la reflexión amarga de cada noche. Machado, entre sus libros, entre sus papeles. Machado, entre sus ideas, entre sus recuer­dos. En la periferia, sus vivencias y... dentro, su caverna. ¿Tie­ne su época la culpa de que el poeta no encuentre claramente, para su consuelo supremo, a Dios? Pero Dios –su época debe tener la culpa– se le pierde «entre la niebla». El lo declara... Entonces, Antonio, perdido en su laberinto, busca el hilo de Ariadna de la filosofía. Y el hilo se le enmaraña. En Baeza, An­tonio quiere apuntalar el edificio ingrávido de sus versos, con arbotantes más o menos lógicos. Surge «Juan de Mairena», el escritor-poeta de «El Sol». Cercando a Antonio, Kant, Bergson, Platón. Mientras, hondos, su dolor y su ansia inalienables:

Sobre mi mesa, «Los datos
de la conciencia, inmediatos». No está mal
este yo fundamental,
contingente y libre, a ratos
creativo, original este yo, que vive y siente
dentro la carne mortal,
¡ay!, por saltar impaciente
las bardas de su corral.


– Yo –repite mi buena señora enlutada– lo conocía. Lo veíamos pasar con su traje siempre negro, manchado. No dejaba nunca el paraguas...Tenía una sonrisa triste, como ausente...

(Diario ABC, 17 abril 1959)

martes, 16 de marzo de 2010

ESPERA Y ESPERANZA




Lo que hace difícil a la vida es que tenemos muchas esperas y muy poca esperanza. La espera –de bienes y de males– pone en zozobra continua a la existencia de cada uno. Es que estamos rodeados de ilusiones y de temores de menor cuantía. Cada día, al levantarnos, llevamos a la jornada innumerables proyectos forrados –por así decirlo– de incontables ansias. Queremos mil pequeñas cosas: de ellas, unas se frustran; otras no. Pero todas exigen una espera. El reloj marca nuestras esperas. Las hay agradables y las hay horribles. «Diez minutos faltan», «un cuarto de hora falta», «dos horas faltan», son frases que repetimos continuamente. Los minutos que «faltan» para algo son, en cualquier caso, minutos que estorban, que quisiéramos hacer desaparecer. Si lo que se aguarda es amable, las esperas atormentan. También de lo que tememos quisiéramos salir cuanto antes. Nunca dejamos al tiempo transcurrir sereno. Desearíamos forzarlo, acomodarlo al ritmo de nuestra impaciencia. El enamorado que espera el día de mañana y la hora de ver al objeto de sus suspiros –aunque de esto va habiendo menos–; el enfermo que desea y teme el resultado de sus análisis; el fanático que aguarda desde el lunes al domingo el comienzo del partido de fútbol; el niño que se desazona media hora antes de la salida de la escuela; el deudor o el acreedor ante el plazo para el pago o el cobro..., no se sienten instalados de verdad, no se advierten tranquilos, viven en situación de radical incomodidad. Si esperásemos menos cosas, el tiempo nos resultaría a la medida y la presencia de cada suceso nos llenaría con su inmediatez y la contemplación sería posible. Y gozo y dolor nos llegarían en su momento y darían a nuestras vivencias una medida exacta, sin interferencias de fatuos miedos o júbilos, pendientes de un futuro que, en realidad, ignoramos. Las esperas nos comen la actividad del instante, nos alejan de nuestro centro, nos enajenan. Quien espera se desespera. Y ¿quién no espera?

Es que no sabemos neutralizar las esperas agobiantes con la ancha y serena Esperanza. O es que hemos desmenuzado la virtud de sabernos abocados a un gran destino (que eso es la teologal Esperanza), troceando la verdad hasta hacer de ella una nerviosa y zigzagueante pulsación arrítmica de afanes anárquicos. Nos tenemos por hombres inquietos porque, de acá para allá, buscamos en la meta de lo que nos falta en la ceca y volvemos a la ceca defraudados de la tueca. Nos movemos y nos cansamos deseando cosas o sucesos a los que concedemos arbitrariamente un valor. Luego vemos que el suceso o la cosa llegan sin darnos lo que le pedíamos. Entonces inauguramos la nueva espera. Cada espera, una escalera, ¿hacia qué y hacia dónde? Kafka idearía a este propósito un cuento atroz. Subimos y subimos escaleras –subimos esperas– en una rampa ascendente, interminable, sin que ninguna puerta se nos abra. Y lo esperamos todo en cada espera sin desengañarnos jamás. Y el peldaño anterior inevitablemente desaparece. Y no es posible bajar. La única opción es, sin remedio, la nueva espera, la futura escalera.

Pero si tuviéramos Esperanza, ensancharíamos los alvéolos del alma. Y entraría aire fresco para que nuestras esperas fatigadas descansasen. Si tuviésemos Esperanza, todo sería más plácido, más fecundo. No nos ahogaría el aire viciado por la propia respiración de unos afanes repetidos, tercos, dolorosos. La Esperanza es atmósfera sana, sin contaminación posible. Si cambiásemos por la plata de la Esperanza toda la calderilla oxidada de nuestras esperas, se nos afianzaría dentro el hombre que cada uno quiere ser. Ciertamente el hombre renuncia a su auténtica talla, se encorva, se achica, inclina la cerviz en sus esperas minúsculas de cada hora. ¿Qué espera usted de este día que amanece? ¿Dinero? ¿Placer? ¿Poder? ¿Felicidad? No lo disimulemos, no lo neguemos. Nuestras ansiosas esperas están matándonos, están desviviéndonos. Nos sorben el íntimo jugo vital. Sustituyen la Paz con la calma pequeña de un minuto. Relegan la dicha de alto velamen por el gozo o la satisfacción al nivel de la carne y de la sangre. Y siempre que obramos así nuestra talla sufre y la dignidad humana se empequeñece. Es la Esperanza lo que da vigor y brío al espíritu. En ella y por ella nos «situamos» haciéndonos cargo de la perspectiva genuina del mundo. Proyectamos en la Esperanza lo secreto del corazón y de la mente, dando dimensión generosa a la línea vacilante de una vida que no atinaba con su trazado.

La Esperanza unifica el haz disperso de inútiles forcejeos, de desesperantes esperas. La Esperanza borra la fronteras efímeras de nuestros transitorios estados de ánimo, casi suprimiendo las demarcaciones del placer y del dolor, orientando nuestras errátiles vivencias en una madura vocación hacia el Bien. Pero la Esperanza no es impaciencia, sino larga, ancha y profunda paciencia. No es desazón, sino sazonada quietud. No soplan vientos contrarios en la Esperanza, ni caben en ella los naufragios a que conducen nuestras desaladas esperas. Es la Esperanza gracia y sal de la existencia. Por eso exige un largo aprendizaje, una constante afición y fuerza de ánimo.

Pienso que la Cuaresma es el clima para la Esperanza. Ahora bien; no puede hablarse de la Esperanza como de algo equívoco, sin objetivo concreto. No se trata de esperar de un futuro, a largo o corto plazo, las soluciones radicales de este o el otro conflicto histórico, porque como escribe Danielou, lo esencial de la Esperanza está en el Cristo crucificado y resucitado y «nada esencial va a aportar en este sentido el porvenir». Tampoco hay que achicar la Esperanza pidiéndole que nos quite el dolor o la desazón de ahora mismo. Eso ya no es Esperanza, eso vuelve a ser espera nada más. Eso no conforta, eso duele. Un personaje de Sartre, en «Los muertos sin sepultura», le dice a otro que pugna por quitarse de sus manos las esposas: «No, no esperes romperlas; la esperanza hace daño». Ahí radica precisamente una radical discriminación del Cristianismo. El Cristianismo sabe que las esperas hacen daño y que la Esperanza cura. El existencialismo sartriano confunde a la espera con la esperanza. Y se pierde en el tobogán sin límite de las escaleras que no se terminan y que no llevan a ninguna parte.

(Diario Ideal, 13 Marzo 1974)

jueves, 11 de marzo de 2010

EL PADRE INVIERNO



El «padre Invierno». Lo simbolizan en un vetusto personaje de baba cana. Pero muy amable y con comprensiva sonrisa. Sin embargo, el invierno flagela. Diciembre castiga con vientos, heladas, lluvias, nieblas. Enero también. Febrero abre esperanzas azules entre sus nubes, pero es para que, luego, el chaparrón o el vendaval sea mayor, más intenso. Marzo es terrible por sus coletazos... El Invierno es bueno para los campos y malo para los pobres, se decía. Pero la pobreza, cuando no es pintada, cuando es auténtica, quizás se consuele enseguida. Hay más desconsuelo –interminable desconsuelo– en la ambición, en el deseo plural de más y más. Temo que se me diga que moralizo con «moralina», haciendo la apología de la pobreza en beneficio de los ricos. No es eso. Al fin y al cabo pobres somos todos en la radical condición humana. Por la propia indigencia. Es que la indigencia tiene muchas facetas. El joven se siente desamparado y rodeado de un mundo que no le comprende. Entonces, se pone vociferante, desesperado, rebelde o triste, según el temperamento. El viejo o el maduro, sienten otro desamparo –más real–, porque son supervivientes de su propia juventud. ¿Es «otra vida» la de nuestros hijos o nietos? ¡Bah! La vida es, aproximadamente, siempre la misma. El error es querer ser protagonistas exclusivos de ella. Los jóvenes se quejan de no ser protagonistas y los viejos también. En el fondo, el «desamparo», la «incomprensión» de que todos nos quejamos es cuestión de orgullo. Ni la juventud puede hacerse la ilusión de un mundo a su medida, ni el hombre maduro tampoco. Todos ponemos nuestra mano en el arado. No puede haber relevos súbitos. No son posibles ni serían justos. El mismo Dios quiso hacer un mundo a su gusto y, sin embargo –humanamente hablando– no pudo. Así, ahora, el hombre –con su progresismo presuntuosamente joven– quisiera jubilar, hacer el relevo de Dios. «Dios es muy viejo y tiene dolorido el corazón» exclamaba un soñado personaje de Axel Munthe, en La historia de San Michele. No es viejo Dios, pero quizás sonríe como el vetusto personaje de barba cana que simboliza el Invierno. Ahora bien, su sonrisa es irónica. No es una sonrisa de impotencia.

Tampoco es sonrisa alegre. ¿Por qué, insisto, Dios va a ser alegre como quiere Martín Descalzo? Es una ingenuidad hablar de alegría o de tristeza refiriéndose al Señor. Como si a Él le acaeciesen sucesos, como si estuviese a merced de los estados de ánimo, como si no estuviese más acá y más allá de nuestros pobres afectos. Él no tiene afectos. Él es solo Amor. Y el amor no tiene accidentes...

El Invierno es naturalmente Padre. Por eso no frivoliza jamás. Siempre enseña. El azul puro de enero es el más intenso de todos los azules. Y no hay Luna más limpia que la Luna de enero. Y ningunas mañanas exultan mejor que las radiantes de Navidad. Es, precisamente, porque antes, el Padre Invierno lava el Cielo y el Campo con la lluvia y lo purifica con los vientos y le trae escondida fertilidad y vida nueva bajo el mágico disfraz blanco de la nieve. La nieve –que no es «sudario», sino manto germinal– trae además al suelo la ilusión de una inocencia perdida.

Y es que, a lo mejor, no está todo perdido. ¿Sigue el Invierno dando mazazos, y amorosamente flagelando, con sus «inclemencias», precisamente para eso?

Hace frío. En el fondo el frío nos hace más felices, más íntimos, nos acerca más a nuestra condición. Es sano pasar frío. Siempre está luego el placer de calentarse. Lo menos natural quizás es evitar de antemano y «a priori» el frío. Las calefacciones que quieren recibir nuestra incorporación a la vida cada mañana con un mimo, nos hacen, probablemente, no poco endebles de cuerpo y de espíritu. Mejor es flagelarnos cada amanecer con agua fría. Pero una caricia termal, como la de la calefacción a todo gas, de entrada, nos asemeja a polluelos implumes. Es bueno el Padre Invierno que no quiere hijos mimados. Es bueno Dios porque parece viejo, pero que vigila en las madrugadas gélidas, asomando su pureza entre el azul lejano de las crestas montañosas, o que ironiza –jugando a aparecer y esconderse– entre la hierba que rodea las torres de la ciudad.

Es bueno Dios que no se duerme y que no se cansa de nosotros. Y, por eso, cada Diciembre nos trae con el frío, el regalo de su divinidad encarnada. Es lo que nos hace pensar que todo tiene todavía remedio.

El Padre Invierno, cariñosamente nos disciplina con su aparato de borrascas. En estos tiempos blandengues sabe castigar sabiamente, amorosamente, fértilmente. ¡Qué horrible sería una «eterna primavera»! Y qué cursi.

(Publicado en Diario JAÉN, 5 de diciembre de 1976)

(Fotografía: Rafael Merelo Guervós)

martes, 9 de marzo de 2010

CUANDO CAMBIA EL TIEMPO...



Los recuerdos están amarillos, como las hojas de las primaveras anteriores, caídas en el suelo del bosque. El suelo del bosque se ha mullido de abriles antiguos, de residuos vegetales que perdieron su verdor y su flexibilidad, que se abarquillaron gimientes una tarde de otoño para volver, tristes, a la tierra de que brotaron en suprema, verde, ilusionada aspiración de altura... Los recuerdos están como las hojas muertas, sedimentados, acuñados de tiempo; más en la superficie, los de ayer; más profundos, los otros... Ahondando todavía encontramos a los más viejos: húmedos de tierra oscura, agusanados, túmidos.

¿Qué hace el alma con las hojas caídas, qué hace con los recuerdos viejos? Pasan los acontecimientos por sobre ellos; cada actualidad, holla, indiferente, su memoria... Y todas las lluvias nuevas traen su responso distinto. Y todos los soles, su ironía. Y, día a día, más apisonadas, más íntimas, más pegadas a la subconsciencia, al fondo, las memorias se deshacen en melancolía, se disuelven, se descomponen, se pierden...

Triste que mueran las cosas; pero, ¿no es más amargo que muera el recuerdo de las cosas? Pasa la flor y queda el perfume; pero, ¿y cuando se desvanece también el perfume? Se lleva la muerte a la madre y encrespamos de negro nuestra vida; pero ¿y cuándo se pasa el luto? Al dolor mismo le quita su grandeza el tiempo. Los avatares de la historia son meteóricos y fulmíneos; apenas se les percibe sino por la estela. Pero la estela se borra; la evocación, cada vez más aguada de frivolidad, se disipa absorbida por el egoísmo, en los fondos incoloros.

Y sin embargo, una brisa, un color, una música antigua, un reflejo, un matiz... son de vez en vez el estimulante que despierta el recuerdo viejo, sumido a lo mejor ya en su sueño vegetal, confundido en el «humus» indiscernible del olvido... Entonces la primavera antigua, la hoja enterrada, el suspiro muerto, se solivia en un temblor póstumo; entonces las momias de las risas siente, un instante, sobre la leña de su carne, una aliento de jazmines; entonces, surge el milagro de una rosa por entre las junturas tapadas de los nichos...

Otras veces es el tiempo que cambia. Esta nube blanca y apresurada, ¿no pasó ya otra vez en nuestra infancia? Esta lluvia fina, esta lluvia incauta, rezagada, que ha sido sorprendida «in franganti» por el sol...; esta lluvia alanceada de esplendores, asomada a la primavera, matada por todas las espadas de la luz... ¿no es también aquella lluvia alocada y lírica que relucía –salmodia agobiante de la tabla de multiplicar en las tardes azul-grisadas– a través de las ventanas de la escuela? Y este frío impensado de la prima-noche –la hora del «cine»– que trae, no sé por qué, la memoria de aquel abrigo pardo de la adolescencia... Y esta bocanada de aire húmedo, tan semejante a la de la esquina del primer amor... Y este silbar agudo, largo, del viento, que arroja en el alma, en súbita evocación, jirones de los cuentos de miedo, como si fueran pétalos sueltos, arrebatados a una flor rota... Y esta lluvia ancha sobre el paraguas, con el rumor enfático y prosopopéyico de aquella lluvia de las ocho, en las noches de bachillerato... Y estas mañanas azules, recién lavadas, que tan intenso contento ponían en nuestra santa madre, agrietada de tos, en nuestra madre muerta en el corazón acerbo de una noche sin aurora...

Cuando cambia el tiempo, las hojas amarillas, caídas, del bosque, giran, con ritmos de músicas interiores, el vals eterno de la Nostalgia.

(Diario JAÉN, 14 de mayo de 1951)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

viernes, 5 de marzo de 2010

LAS INFLUENCIAS



Un destacado periodista madrileño ha interviuvado recientemente al corresponsal de prensa, por lo visto, más joven del mundo. Tiene quince años y manda artículos a Venezuela en donde ha pasado gran parte de su hasta ahora corta vida. En la entrevista con el veterano se expresa el bisoño con un desparpajo que verdaderamente deja al lector un poco turulato.

Porque entre otras “audacias”, cuando pregunta al novel –que estudia actualmente el bachillerato– a qué escritor debe más, responde: -A ninguno, porque cuando veo que uno puede influir sobre mí, lo dejo...

De manera, que el jovencísimo periodista, cuyo nombre no hay por qué repetir, tiene el prurito, como tantos otros imberbes de su “promoción”, de no parecerse a nadie. Esto es ahora muy corriente. Esto, ¿se llama originalidad? Hasta cierto punto esto en literatura, constituye un propósito loable aunque prácticamente imposible. Lo gracioso viene cuando nuestro preopinante expresa su procedimiento de no dejarse influir; cuando dice que aparta de su vista los autores que puedan dejar huella visible en él. Receta maravillosa, decimos nosotros. La ironía de Cervantes, ¿puede contagiarnos su manera? Pues desechemos a Cervantes. El vigor de Shakespeare, ¿es capaz de infiltrarse –¡qué otra cosa quisiéramos!–, en nuestro estilo? Pues afuera Shakespeare. Y ...¡ay de Goethe, si alguna vez intenta pasar de matute un poco de serenidad a nuestra alma! ¡No lo volveremos a leer! !Palabra!

Si el caso del joven de bachillerato que manda crónicas a un periódico de Caracas, constituyese un caso esporádico; si su ingenua petulancia fuese insólita, aislada; si no significase un estado de opinión entre los de su edad y entre algunos otros literatos y periodistas un poco más granaditos, un poco menos noveles, la cosa carecería de importancia y no merecería apenas comentarios. Ni siquiera este pobre comentario mío.

Pero no; la cosa –o el caso– está muy extendida. En el mundo literario –en el periodístico algo menos– hay ahora una “originalitis” que pasma. No digamos leer a un clásico: leer a “uno del noventa y ocho” –pongamos por ejemplo– o con mucha más razón a “uno del siglo de oro” es signo de mal gusto. Síntoma de mentalidad anacrónica en el criterio de ciertos “snobs” de nuestra hora. Porque diríase que en los de la última hornada subsista, expresa o tácita, la opinión de que la formación literaria es un mito. Siempre el joven que iba para escritor se entretuvo con hojear –hojear por lo menos– a los maestros más o menos excelentes que le han precedido. No buscaba con esto parecerse a nadie: pero si, luego, una mansa influencia de alguien se dejaba traslucir en su estilo, la cosa no era demasiado de temer. Porque si había estro, si había inspiración, las influencias serían desbordadas. Y porque, en última instancia, el dejarse influir no era pecado. ¿Es que los mejores de cada época han dejado alguna vez de confesar sencilla, y gozosamente inclusive, sus deudas intelectuales o simplemente estéticas hacia los mejore de otras épocas? Pero, a lo que parece, en el sentir nuevo, las influencias no forman, sino que deforman. Porque hay que ser original. (Y sin embargo, ¡cuánto se parecen entre sí los unos a los otros, los llamados originales! A lo mejor, ¡quién sabe!, es una venganza de las pobres difamadas “influencias”.)

Supongamos, ¡qué sé yo!; supongamos a un inventor que para inventar, prefiere empezar por ignorar a Edison. La cosa no tiene explicación, a no ser que lo que el inventor se proponga sea inventar el gramófono.

No debemos ni queremos pensar que éste sea el caso del flamante y jovencísimo periodista que escribe para la prensa de Caracas...

(Diario JAEN, 2 de mayo de 1958)

miércoles, 3 de marzo de 2010

EL OCIO



Ganivet escribía que “nada es más difícil que conocer a un hombre viéndole trabajar en su oficio”. “Hay –añadía– que estudiarle en sus ratos de ocio”. Por eso, más significativa que la profesión de cada uno es, a veces, la afición.

La cuestión tiene mucha más importancia cuando se considera que la civilización nos conduce a un tiempo en que el ocio va a ocupar extensas latitudes en el horario de todos los hombres.

Hoy por hoy, la personalidad de la mayoría de los hombres no ha alcanzado un punto razonable de desarrollo si juzgamos por la uniformidad con que se procede en los “tiempos libres”. ¿Será porque los tiempos libres son escasos y, por tanto, no dejan margen suficiente para vaciar en ellos nuestras auténticas aficiones?

Claro está que si solo hay media hora libre al día no la vamos a dedicar a divertirnos con la filosofía; es mucho mas expedito emplearla en la información deportiva, el crucigrama o el festival de la canción.

(Probablemente, con más tiempo libre, uno se iría menos al bar. El bar es para los cuartos de hora que preceden o que siguen al trabajo, para esos minutos escasos en que no hay tiempo para otra cosa. ¿Es que va Ud. a dedicarse a traducir a Tácito de dos menos veinte a dos de la tarde?)

...Con la perspectiva de cinco horas seguidas enteramente nuestras, sería otra cosa. Porque con el tiempo sucede lo que con el dinero: cuando es escaso se malgasta más fácilmente.

Nadie se hace rico aprovechando bien las monedas de cinco céntimos; tienen que ser, por lo menos, monedas de cinco duros. Nadie se puede hacer sabio tampoco –ni músico, ni artista, ni poeta, ni jugador de ajedrez– rebuscando minutos libres.

De todas formas no está claro. A lo mejor con el aumento del ocio, aumentaba la necededad. A lo mejor, a más libre, más imbécil. ¿Quién asegura que la prolongación de las vacaciones nos va a acercar más a Beethoven que al último quidan galardonado?

Urge ir preparando a los jóvenes para el ocio. Para el presente y para el futuro ocio. Que no puedan recriminarnos luego diciéndonos que no les enseñamos la ciencia del buen descanso.

El buen descanso. Porque hoy por hoy, casi todos los descansos son malos, esto es, devienen en pereza.

(Diario “JAÉN”, 8 de abril de 1969)