BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 30 de agosto de 2013

LA LIDIA




Claro está: opinar es uno de los primerísimos derechos del hombre. Pero no creamos que estamos estrenando hoy la libre opinión. Es curioso que ahora se pone mucho énfasis en lo de libre, al hablar de opinión. Sobra, porque si se trata de una auténtica opinión ya, de por si —o «per se», para ser más exactos— es libre. Aquí debe empezar el cuidado, el cuidado consigo mismo. En muchas ocasiones la opinión se nos dirige, se nos orienta o manipula desde afuera. Y la libertad igual. Antes y ya. Luego, ayer, y en este momento. Coyunturas históricas hay en las que se nos quiere convencer de que somos libres y que fuimos esclavos. O de que somos esclavos y seremos libres. No es que dentro de nosotros, en un instante dado, advirtamos crecer la libertad. Eso sería lo auténtico, pero ¿es eso? No. Es que nos ponen unos carrilitos, una vía, para que por ella avance nuestra libertad. Cuidado, atención: ¿Es de verdad nuestra, la libertad para la que nos dan preparados los raíles? He ahí la cuestión.

Todo puede discutirse. Que no es lo mismo que decir: Todo hay que discutirlo. A la convocatoria para discutirlo todo, acude con gusto cualquiera. En Memorias inmemoriales dice Azorín que en los casinos siempre se discutía sobre un asunto absurdo o se discutían cuestiones de las que los pluriparlantes no estaban enterados. Es fácil caer en la tentación de creer que la «libre opinión» nos otorga franquía para discutir absurdidades o temas que ignoramos. ¡Cuántas veces se comienza a «ejercer» la libertad de tal manera!

Pero, por lo general, la gente comienza a creerse libre derribando más que construyendo o levantando. Por ejemplo, hay una literatura demoledora —en todos los tiempos— que resulta brillantísima. De ordinario lo brillante es fácil o facilón. En cambio la obra difícil —la obra bien hecha, cualquiera que sea— tiene mejor interior que fachada. Es preciso, pues, que la libertad se encare como una conquista que debe lograrse a pulso, con el personal esfuerzo. Cada uno es albañil de su libertad: debe erigirla ladrillo a ladrillo, piedra a piedra. ¿Por qué usted, amigo, se muestra tan brillante en la sátira del prójimo —del hombre próximo, del tiempo próximo— y tan flojo, tan laxo, cuando de hacer se trata y no, precisamente, de deshacer?

Estamos, en el ruedo ibérico, ensayando la libertad política. Porque la libertad es una lidia. Pero, naturalmente, con toro, ya que no se trata de un toreo de salón. La libertad es una facultad maravillosa del hombre, pero —ello es obvio— con dificultad enfrente, con trabajo azaroso delante, morlaco que hay que domeñar. Constituirse libre entraña una fenomenal lucha para alcanzar un objetivo. ¿Cómo el lidiador se adueñará de sí mismo —que tal cosa es la libertad— venciendo al «bicho», al obstáculo que se le opone? No, por supuesto, obedeciendo los deseos de los espectadores, de las gentes del tendido que le gritan, sanos y salvos, en su asiento de grada, lo que tiene que hacer, sino haciendo lo que debe. «Una corrida de toros —discurría Pérez de Ayala— me hace el efecto como si todos entendiesen mucho de toros, menos los que están toreando». Cuidado pues, porque algo de eso pudiera ocurrir en el ruedo ibérico durante la lidia política, ahora que alguien intenta la «faena». Sea lo que fuere, no sería correcto confundir la democracia con el griterío plural, confuso, contradictorio e indiscriminado de los tendidos…

Y ya que apelamos al símil taurino, no está de más una frase de Eugenio Montes. «Torear —dice— es pasar de la pintura a la escultura». Si la política —pienso yo— es como una lidia, si consiste en lograr una limpia figura de la libertad frente a la embestida baja de lo oscuro, si su objeto es componer el tipo de lo racional y de lo justo contra lo elementalmente instintivo…, entonces, hay que superar el zigzagueo de la simple pincelada —coqueteos del color, tornasoles de palabras y más palabras— para lograr el volumen tangible, coherente, contante y constante, de perfiles ideológicos más dignos de perpetuarse en bronce que de degradarse en acuarelas. Quizás lo primero que requiere una constitución política para ser tal, es la mano de un cincelador que la haga resistente, en lo posible, al embate de los vientos. Ello reclama una genuina «autoría». Sin modelos prestados, sin optimismos copiados, sin pesimismos de lance…

(IDEAL, agosto de 1977)


miércoles, 28 de agosto de 2013

EN EL AÑO DE LA FE. EL HOMBRE NUEVO





¿Es posible el acceso a Dios, aquí y ahora? ¿Podemos en este mundo desacralizado establecer relaciones con El? El Cristianismo responde que sí, y, además, nos enseña la manera.

Lo paradójico, pero lo teológico —enseña el Cristianismo— es que Dios se hizo Hombre. Es la «Operación Redención». Dios que hizo el mundo, pero que estaba fuera, quiso implicarse en su obra, quiso «encarnar». La causa se repite, rutinariamente a veces, sin que nos detengamos a considerar su dramática belleza. El hombre —Adán— había pecado y estaba, como consecuencia, condenado. La Encarnación —unión sustancial de Dios con el Hombre— repara, restablece los lazos. Repetir esto, insistimos, sin ahondar en su significado, es cosa común. Pero la Encarnación y la Redención no son parte de un silogismo, sino Hechos de la más descomunal y sublime trascendencia. Ninguna teogonía pudo imaginar algo semejante. Aquí la verdad supera ciertamente a la fantasía. Resulta que la Encarnación, además de un dogma, es un Poema heroico, una Epopeya gigantesca. Demasiada poesía para que pueda ser poesía inventada. Casi no se presta al asenso de la razón porque es un auténtico disparate que escandaliza a la lógica común. Santos Padres ha habido que creían que la causa de la rebelión de los ángeles fue su no aceptación, su repudio, al Misterio de la Encarnación, por absurdo e indigno de Dios. Así es que el Cristianismo no enraíza en un beato conformismo ni es un pacato distraimiento de mentes febles como pensaba Nietzsche y, como servilmente, sustentan sus seguidores más o menos disfrazados. Precisamente nuestra religión irradia desde su íntimo núcleo teológico un inconformismo evidente. Como que es el inconformismo del mismo Dios que —por decirlo con lenguaje humano— se siente incómodo en su esencial comodidad alejada del hombre, y asume entonces carne y alma humana situándose en el vértice de una apoteósica tragedia. ¿Qué parecería la Redención sino una Locura —locura divina— si El mismo no hubiese revelado su significado? No hay, en el Universo, otro cambio que la Redención. Lo que llamamos nosotros revoluciones —en la historia, en la política, en las costumbres— son arados en el mar; afectan nada más y efímeramente, a la epidermis de la existencia. Decir pues, que la Religión es ajena a la mentalidad de nuestro tiempo es una estupidez, porque nuestra época, como todas, no podrá adquirir nunca una inmunidad frente a la eterna y patética antinomia del Bien y del Mal. De verdad, el Cristianismo enseña el drama más fuerte, el agonismo más tremendo que puede concebirse. ¿Acaso hay agonismo mayor que el que entraña la frase del Credo: «Dios y Hombre verdadero»? En el fondo, el Cristianismo es una radical rebeldía. Una rebeldía trascendente, deducida de su hondura teológica. Si Dios se hace Hombre para que —como enseña San Agustín— el hombre se haga Dios; si la Redención se consuma en Cristo para todos los hombres unidos a Cristo, formando un mismo cuerpo místico con Cristo en el Sacrificio, las consecuencias son verdaderamente «subversivas». El hombre, los hombres, unen a su naturaleza una sobrenaturaleza. El «hombre nuevo» de San Pablo, capacitado por la Gracia, potenciado por ella, es ya otro hombre. Radicalmente distinto, porque ha «edificado» sobre su planta baja; porque es, desde ese instante, casa de dos pisos; porque es habitación de pasiones e instintos puramente animales, pero, al par, habitación del Espíritu Santo. Colosal drama y colosal gloria de la que, a su vez, se deducen tremendas consecuencias. El hombre es un ser que puede salvarse o condenarse, que, en cierto modo, es dueño —mediante la libertad— de su destino eterno. Al final le aguarda el ensanche jubiloso de su felicidad o la angostura tenebrosa de su irrevocable desgracia…Dígase, después de considerar estas cosas, que el Cristianismo es una compostura, una cómoda apelación; dígase que el Cristianismo es un…«tranquilizante».

El acceso que el Cristianismo brinda a Dios es cualquier cosa menos una novela —una teológica novela— de color rosa. Precisamente, al contrario, demanda y estimula el funcionamiento de los más viriles impulsos. Precisamente, lleva consigo el revulsivo de la inquietud y de la ardiente acción. «No vine a traer la paz, sino la guerra», dice Jesús. No haya miedo, por tanto, de que tengan el más mínimo fundamento las críticas que zahieren al Cristianismo como antivital. La santidad es la vitalidad más sensacional que puede imaginarse. El santo es el super-hombre. El hecho ascético y el hecho místico constituyen las vivencias de más elevado voltaje concebible.

Entonces, lo que sucede, es que ciertas modernísimas actitudes vitales que presumen de angustia, no conocen, a lo mejor, sino la angustia pintada. En realidad, no hay angustia mayor que la del cristiano cuando acierta a vivir en plenitud su creencia. Bien que, Dios así lo quiere, tal angustia se equilibra venturosamente con la Esperanza ya que, en el cristiano, dolor y gozo se constituyen también en una especie de sustancial unión.. Ahí radica el entronque de su espiritual belleza.

En resumen, el Cristianismo postula, frente al hombre de planta baja —temporalismo, materialismo, terrenalismo— al hombre de dos pisos; al hombre con «apartamentos» para lo sobrenatural. Pero esto constituye ya materia para otro trabajo…

(JAÉN, año 1967)

viernes, 23 de agosto de 2013

PLAYA






Agua, tierra, aire, sol. Aproximadamente, tenderse en la playa es regresar a la caricia de los cuatro elementos clásicos. Caricia, porque ni el fuego quema, ni abisma el mar, ni abruman inertes geologías, ni arrebata el viento. Las olas, en la playa, quisieran dialogar; quisiera acceder la costa. Y, para el agua, el fuego se limita a rubricar manchas de luz y reverberos: pura retórica. Y el aire, graduado de brisa, abdica sus graves funciones; ablandado Eolo, todas las grímpolas de la euforia juvenil ondean su grito y su risa. El aire las asume en la cenefa litoral, en el encanto neutral de la arena y la espuma.


Pero el agua, la tierra, el aire y el sol son fuerzas sin forma, en desequilibrio perpetuo. Es el cuerpo —personal mundo concluso— quien integra contrarios y armoniza oponentes. Tendido en la playa, el cuerpo se siente resumen y se goza compendio; se reconoce forma y cifra, en medio de la inestable realidad que le circunda. Bien que el cuerpo es cuerpo —es síntesis y orden, es fisiología y anatomía— porque una instancia superior realiza y actualiza su perfil. (¿Usted no ha visto el alma en el cuerpo? Yo tampoco. Pero es porque el alma actúa, más que como «alto cargo» como «eminencia gris». No se hace visible.)

Reclinado en la arena, cerca de las olas, el cuerpo —«implicatio mundi»—no se detiene, sin embargo, a ahondar quietudes para que el espíritu formule mientras filosofías, Al contrario, el alma deja que el cuerpo desdoble sensaciones y despliegue elementales goces. El pensamiento suma productos; pero, en la playa, el cuerpo es biológico disfrute de los factores. Delicia del nadador que por unos instantes, ciñe al músculo su afán. Fruición del niño desnudo que, cuando hace barro con las olas, no teme que le sancionen manchas ni espontaneidades le delaten. Es que el cuerpo —efímeramente alejado de la habitual circunstancia del vestido— toma sus vacaciones al establecer relación con los «elementos», esto es, renovando el trato con los viejos parientes olvidados: tierra, fuego, viento y mar.

Aunque en el fondo todo es ironía y juego. Placer picante de engañar y sentirse engañado. La vuelta a la naturaleza, a estas alturas, ¿cómo puede hacerse sí no es bajo especies de Ironía? Bien seguro está el nadador de su ropa guardada en la caseta, y el niño de los juguetes atómicos que en la leonera le esperan. Y sabe la bella que su «maillot» es nada más un accidente. ¡Ay, si tuviéramos que tomar la playa —el aire, el sol, la tierra y las olas— en serio! ¡Ay, si nos encantase, de verdad, volver a lo elemental! Un amigo me decía:

—Lo estupendo de un día de campo o de un día de playa es que traen aparejadas deliciosas incomodidades que... no duran. Lo mejor del baño es que no suele pasar de quince minutos.

Porque parece cierto que la seguridad, cada día creciente, de trabajos cómodos está en relación directa con el auge de los deportes incómodos. Resulta indudable que en los tiempos de Cromagnón no existía el fútbol; pero no principalmente porque faltasen los balones, sino, más bien, porque sobraban las hombres con cansancio físico. Así, la playa, el deporte, el «camping», la felicidad que el hombre moderno siente al hallarse en «contacto con la naturaleza», no significan sino que la Prehistoria está demasiado lejos. (No hay peligro de que el champaña deje ilustrar la mesa de don Magnífico. Por eso don Magnífico siente un gran placer cuando, en la tasca de moda, practica el divertido «amateurismo» del tintorro).

Por lo demás, nada molesta tanto al Tarzán Moderno como comprobar, cuando regresa del «bosque» o de las olas, que dejó olvidado en los bolsillos de la chaqueta el paquete de cigarrillos.

(ABC, 15 de agosto de 1965)

viernes, 16 de agosto de 2013

EL CINE Y EL SOMBRERO





En ningún programa de vacaciones falta el cine. Pero para unos el cine es asignatura de una vez a la semana; para otros, alterna; para otros, diaria... De todas formas, en septiembre, ¡sobresaliente en cine!

El cine entra mejor que la química orgánica, porque claro está que Sofía Loren no es ningún aldehído. Tampoco Gregory Peck es ningún aminoácido. ¡Y si la tecnología fuese tan digerible como las cintas de la «Paramount»! Y por supuesto que en el taller no se fuma y en cine de verano sí.

Hay jóvenes que parodian aquello del vino y dicen: «Si el cine perjudica a tus estudios, deja los estudios». Después, como excusa, añaden: «El cine es instructivo, da cultura, informa».

Sí; el cine informa e instruye en muchas cosas. Hay, sin embargo, quien sigue sospechando que también deforma. Todo deforma cuando se ingiere en grandes dosis. Hasta el agua, tan inocua, deforma, bebida en abundancia, el vientre de los señores mayorcitos. Ahora bien, el cine no es como el agua. Por lo menos, es como el vino. Mucho cine intoxica, embriaga y puede hacer enfermar al alma de gastritis.

La gastritis cinematográfica se manifiesta con diversos síntomas. Naturalmente,  película que se repite mucho, que vuelve una y otra vez al recuerdo, mal negocio. Interesarse por la película durante la proyección es lógico y saludable. Pero si luego no te duermes pensando en los lances y trances de la película, es que se te repite. Entonces, pienso yo, habrá que tomar un poco de bicarbonato...

Además hay películas que, de por sí, son indigestas. No te las tires de... estómago fuerte. Hay películas positivamente nocivas. No vengas con lo de que tu «formación» las tolera todas. Eso de que estás del todo «formado» es un cuento. Si estás definitivamente formado es que ya no eras joven. Sólo después de los setenta años se deja de adelgazar o se deja de engordar. Y sólo después de que las arterias se endurecen se impermeabiliza el alma.

¿Quién te puede aconsejar que no vayas al cine? Es imposible prescindir del cine, como lo es prescindir del automóvil, del paseo o de los amigos. Lo que sucede es que algunos piensan que el cine, además de una diversión, es una escuela, y se pone a escribir un libro que se titule De la imitación del Cine, de la misma manera que hace ocho siglos un buen fraile se dio a la tarea de exhortar a la Imitación de Cristo. No exagero. Muchas revistas cinematográficas —o seudo cinematográficas— hay por ahí, cuya lectura, cada domingo, intenta anular la lectura del Evangelio del domingo.

No seas ingenuo. Un católico no desentona ni mucho menos cuando entra en un cine. Pero al salir, bueno es que se quite el cine de la cabeza y recoja de la butaca el sombrero. Y no al revés, como algunos que yo sé.


(SAFA, Núm. 22, 1963)

lunes, 12 de agosto de 2013

JUANICA "LA CUELLA"





Vivía en una de estas casas encaladas por de fuera, sombrías puertas adentro. Ella era la santera de San Lorenzo. Tenía siempre limpios —manteles nuevos, candelabros relucientes, rosas en los jarrones— los altares. Yo la conocí. Fregaba desinteresadamente la iglesia en las vísperas del Jubileo. Donó a la iglesia una Virgen vestida, con su urna de cristal...

Quemaron la iglesia. Destruyeron los albos manteles del altar del “Señor del Consuelo”. Hicieron fogatas con las astillas del órgano, en el pavimento del templo. Ardió la virgen de la urna... Juanica “La Cuella” murió a los pocos días. No pudieron ir curas en su entierro.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

sábado, 10 de agosto de 2013

SAN LORENZO




A la fundación "Huerta de San Antonio", capitaneada por Nicolás Berlanga,
que en un encomiable ejemplo de compromiso cívico ha asumido
la alta responsabilidad de impedir que San Lorenzo
se convierta en un montón de escombros.


Algún “Fabio” debiéramos tener al lado para desahogarnos, tal aquel poeta que cantó las ruinas de Itálica. Porque... “estos Fabio, ¡ay, dolor!, que ves agora” lugares de desolación y nostalgia, constituyeron en un tiempo la aristocrática parroquia de San Lorenzo que ocupaba el sexto lugar entre las muy insignes de la ciudad.


Realmente es difícil encontrar la “partida de nacimiento” de los templos ubetenses. Vemos que la “primitiva fábrica” de casi todos ellos se confunde con la más remota de una mezquita musulmana. Después vienen las restauraciones y reconstrucciones. Esto cabe decir del pasado de San Lorenzo ya cerrada al culto, cuyo porvenir no parece nada halagüeño. Pura ruina es hoy el templo, favorecido en los siglos áureos por las ilustres familias de los Afán de Rivera, de los Padilla, de los Machuca, de los Dávalos.



Pero el valor artístico de San Lorenzo siempre fue de menor importancia. La restauración de su única portada, renacentista, concluyó en 1566. A la derecha de la fachada hay una espadaña que data de 1542. El interior, de una sola nave con varias capillas. En una de ellas se veneraba al Señor del Consuelo, de factura muy antigua, con sudario de faldilla. Quiteria Dávalos, guardacamas del Real Palacio, dotó espléndidamente, en 1545, a esta capilla. Digna de destacarse en el interior de la iglesia, una techumbre mudéjar (1501) de madera policromada, casi perdida del todo ya.

Otra imagen digna de mención existía en San Lorenzo: la del Cristo del Soldado. Estuvo primero, a raíz de la Reconquista, en uno de los desaparecidos “Arcos de la Plaza”, junto a la del doctor Quesada Agius o del Santo Cristo. Después fue trasladada a San Pedro y más tarde, a fines del pasado siglo, por disposición del Prior Monteagudo, a San Lorenzo, donde durante mucho tiempo se veneró en el Altar Mayor.

Este templo dejó de ser parroquial en 1842. Sin embargo siguió abierto al cuto con Misa dominical y, hasta 1936, circulaba en él el Jubileo de las Cuarenta Horas.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

jueves, 8 de agosto de 2013

ESCOMBRO LÍRICO





En estas calles apartadas, sosegadas, retiradas de la gran circulación, se percibe el pulso del tiempo, acumulando siempre pasado —escombro lírico— en sus rincones.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

lunes, 5 de agosto de 2013

EL RUIDO UNIVERSAL





Otra vez los periódicos madrileños abogan por el silencio tras la efímera eficacia de la campaña hace un año emprendida. Ha pasado, sencillamente, que Madrid obedeció, por la novedad que la cosa entrañaba, aquella especio de prescripción facultativa en beneficio de un civismo que se sospechaba enfermo. Es como cuando los niños callan: en la escuela o en casa. La novedad de callar unos instantes puede inclusive constituir un juego para ellos. Pero, luego, fatalmente, vuelven a alborotar. Así esta nueva pleamar de ruidos callejeros, entre la orquestación in crescendo de los claxon sin ley, no significa nada extraño. Si durante algunos meses las aguas turbulentas se apartaron cortésmente, a derecha e izquierda, para dejar, en las vías y plazas de la capital, cauce libre al silencio, es de notar que la varita mágica, prodigiosa, de aquel famoso «Bando» no podía ir contra la naturaleza de las cosas: su eficacia estaba hipotecada. Porque —confesémoslo con o sin vergüenza— el ruido es, hoy por hoy, para nuestra civilización una segunda naturaleza.

«Que no se oiga una mosca» es, por adversa fortuna, un deseo irrealizable del profesor de escuela que quiso adoptar, acomodándolo a la escala correspondiente, el alcalde de Madrid, fiado en que el de París con la misma receta, había obtenido ciertos sorprendentes resultados.

¿París? Vaya usted a saber. Probablemente, lo que sucede es que París grita demasiado en otros aspectos —ahí están sus gesticulaciones políticas— y no le queda tiempo para gritar en las calles. Una oculta compensación. París encauza, a lo mejor, sus vociferaciones, y hace sus aspavientos una «función» que a veces resulta deletérea y a veces no. Pero entre nosotros, el ruido desocupado, descargado de cualquier trascendencia, se vierte entero y anárquico —ibérico— sin fin conocido. Es el ruido por el ruido. O el ruido químicamente puro, sin oficio ni beneficio; el ruido desinteresado de «amateur», porque sí; el ruido sujeto y objeto de sí mismo.

Y quién sabe si no es mejor así. Nuestra apreciación es que, ahora, la civilización, tiene la mueca del ruido grabada en fisonomía. Da lo mismo decir que nuestra civilización tiene la sonrisa dinámica plasmada en su rostro. Cuestión de palabras. Cuestión de optimismos o de pesimismos. El dinamismo suele ser el ruido visto de frente. El ruido suele ser el dinamismo visto por la espalda. El caso es que el mundo todo —los hombres, las teorías, las máquinas, la política y la literatura, el arte, los negocios, todo— camina y corre desprovisto de silenciador. Y... cuando se trata de imponer el silenciador —pongamos el caso— a las motos, se aborda la cuestión un poco infantilmente, se intenta resolver el problemazo del ruido como si el ruido fuese una anécdota. Cuando el ruido es una categoría. Quien necesita silenciador es la humanidad. Terrible asunto. El silenciador que la silenciare buen silenciador será.

Porque la música, lo que se dice la música, lo que se dice la buena armonía, es bastante difícil en el concierto de las relaciones humanas. Hasta ahora la civilización —esa es su indeclinable misión— trató de lograrla. Pero parece como si la civilización, amargada de sí misma, hubiera renunciado ahora al concierto y hubiese decidido revertir en ruidos sus esfuerzos musicales. Toda armonía que renuncia a la relación, al concierto, se hace ruido. Y la inteligencia que renuncia al amor, se convierte en egoísmo. Bueno; ha sucedido que la civilización ha dejado de seguir, como conjunto, los movimientos de la batuta de Dios. Y ha venido el prurito del «solismo», del exclusivismo. Cada uno quiere cantar su aria: cantar solo o correr solo. Y así su canto o su carrera, inmersos en el desconcierto, no producen sino ruido. Porque, por otra parte, en tal situación, para hacerse oír, no basta con hablar; se necesita chillar. Chillar: palabra histérica. Pero muchos siguen llamando dinamismo a todo esto. Muchos se entusiasman con este modo de ser que todo lo alcanza con pocas nueces y con mucho ruido. A este talante de la época en que la fama de personas y cosas se hace a base de propaganda de publicidad. Y saben que poner un silenciador a la publicidad —a la masa— es hazaña émula de los trabajos de Hércules. ¿Hazaña reservada para tiempos mejores?

Quién sabe, pues, si estos ruidos callejeros de España son sólo un mal menor: un aspecto, al fin y al cabo inofensivo, de la moderna Ley histórica (?) del Ruido Universal, cuya vigencia esperamos que cese algún día, sin embargo.

Peor sería que el ruido se hiciese lo mismo palpable en los espíritus. Afortunadamente hay todavía muchos silenciadores morales en España, aunque las motos caminen a sus anchas y los claxon atruenen los espacios. Este ruido ibérico, ocioso y desocupado, es casi deportivo. Es una válvula de escape... Pero es el ruido que trabaja a presión.

(JAÉN, 8 de agosto de 1957)