BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

jueves, 28 de febrero de 2013

DESCANSO ANTE SAN PABLO




La portada.— Junto a la iglesia de San Pablo, en la antigua Plaza del Mercado, cabe, un poco al margen de las fechas y de los datos históricos, una meditación. Buena perspectiva para divagar, ésta que nos ofrece la portada del Mediodía del templo, construida en tiempos del Obispo D. Alonso Suárez.

Andaba un poco errante, a la deriva, el arte cristiano.

Doce siglos, y aún no había encontrado su forma pura, liberadora; su vuelo ascensional. Demasiadas evocaciones paganas en la Basílica latina; sobra de molicie, exceso fáustico, prodigalidad desbordante, en Bizancio. Se debía respirar en San Lorenzo Extramuros, un tufillo romanista de Jurisprudencia, un aire espeso de vicia legislatura, sin ventilación de caridad. (En las Basílicas, ¡ay!, antes, los romanos habían administrado la justicia...) Mientras, en Santa Sofía, el ambiente se contagiaría de refinamiento, de academicismo, de áulica mundanidad. Bien que el románico impregnado de recios aromas cluniacenses, viene a penitenciar al Arte y a la piedra; y surge esa estructura monástica del estilo grave, denso de sobriedad, pleno de ascetismo. Pero el arte cristiano aspiraba a más. Quería el arte cristiano ofrendar la piedra al cielo, como un holocausto, en total dedicación anhelosa. Quería una asunción gloriosa de la materia: ambicionaba una humillación de la Física en aras de la Fe, emparentando esas cosas tan distantes, tan ajenas, como la piedra y la espuma, la realidad y el ideal. La materia y el espíritu habrían de fusionarse, de amigarse, en la unidad de lo duro y lo puro: en la comunión de lo alado y lo grave dentro de una medida loca de Amor. Y he aquí las catedrales y las iglesias góticas: primeras endechas de libertad, himnos triunfales de un propósito artístico que acaba de romper las cadenas. La piedra, sí, soltadas las amarras, arrojado cualquier lastre, busca sus periplos inéditos; inicia la grande, apoteósica singladura, en pos de la Divinidad. Es la era de las “formas que vuelan” superada, un momento, la hegemonía de las “formas que pesan”...

Ante la portada gótica de San Pablo —por ejemplo—, la imaginación también se advierte flamígera, como si de pronto notásemos un brillo nuevo en todos nuestros ideales antiguos.

La Fuente.— Hay en el exterior de San Pablo, adosada al ábside, una graciosa, monumental fuente renacentista, con los escudos, hermanados, de los Austrias y de la Ciudad.

Fuente muy original; de una suprema elegancia en su trazado. El agua —fugitiva, lírica— aporta la nota viva de su encanto versátil y eterno a la fisonomía compleja, cargada de recuerdos muertos, del monumento. Una fuente, ¿no constituye, probablemente, el más maravilloso ejemplo de la constancia en la inconstancia? Pasa la Historia y... queda luego como evocación: “funda” una arcada, o un pináculo, o una crestería, o una torre, y se perpetúa... en piedra. Y la fuente, irónica, se ríe de estas vanidades muertas. Ella es siempre pura actualidad. ¿No pasan las nubes —símbolo del tiempo que va y no vuelve— mientras la fuente permanece bordoneando en el silencio su júbilo de cristal? Pasan las nubes, pasan los hombres, pasan las mozas... Cada verano, muchachas nuevas con el cántaro en la fuente. Vírgenes que ríen la carcajada inevitable de sus burlas, y suspiran la zozobra secreta de sus amores en flor, y cuchichean el mismo tema junto al cuchicheo, siempre igual, del agua. El tema, eterno; la fuente, eterna; pero ellas, las mozas, como las nubes, como la historia, como el tiempo.

Junto a la iglesia, abrumada de glorias viejas, la fuente, manantial de juventud. ¿Alegría? ¿Melancolía de la fuente?

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Ilustración: acuarela de Juan Valdivia)

martes, 26 de febrero de 2013

GALLEGO-DÍAZ Y UN SONETO





Avanza el tiempo en que la Matemática perfila su gran aventura. El carácter instrumental que tradicionalmente se le asignó ya no basta; su índole servil se acaba. Hay que hacerla salir de sus fronteras.

Me lo decía, con éstas o parecidas palabras, José Gallego-Díaz. Era en Madrid, allá por el año cincuenta y tantos, cuando había obtenido ya él, por oposición,, su cátedra en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos. Gallego-Díaz tenía una figura arrogante y generosa, era de una elegancia espiritual pocas veces superada; pero estaba lejos de cualquier atildamiento indumentario. Aquel día llevaba dos barras de tiza en el bolsillo de la americana; quiero recordar que enredadas —como en cajón de sastre— con los billetes de banco que sacó para pagar la cuenta del restaurante.

Ahora, muy poco tiempo después de serle concedida la subvención de «Ford Foundation» para el desarrollo de las investigaciones sobre la Biología Matemática, nos viene la noticia de su muerte trágica.

¿Es necesario enterar al lector de la egregia personalidad de José Gallego-Díaz? Durante los últimos años, la Prensa de todos los países se ha ocupado del profesor español cuyo magisterio (Universidad de Madrid, de Wisconsin, de Stanford, de Puerto Rico, del Zulia...) tuvo una decisiva repercusión en el mundo científico. Pero, ¿cuál ha sido, en síntesis, su aportación?

Naturalmente, no es punto éste a dilucidar por un profano. Pienso, no obstante, en aquellas palabras suyas: «Avanza el tiempo en que la Matemática perfila su gran aventura...». Creo que Gallego-Díaz, en la vanguardia de un movimiento de apertura, cuenta entre el número de los que pudiéramos llamar «progresistas» de las Ciencias Exactas. Toda su obra, a partir de la tesis «Sobre las hipótesis que sirven de fundamento a la economía», que le valió el Premio Extraordinario de Doctorado de la Universidad de Madrid, está marcada por esta tendencia. Frente al inveterado inmovilismo que parecía, de Euclides acá, la nota típica de la Matemática, nuestro profesor se sitúa en la línea de Einstein y prepara a la investigación periplos inéditos. Es un adelantado del ecumenismo científico en el preciso tiempo de los especialismos, que mutuamente se ignoran. ¿Espacio? ¿Tiempo?... ¿Filosofia? ¿Ciencia? ¿Arte?... Quizá todo confluye en el mismo vértice. Por lo pronto, Gallego-Díaz establece cordiales relaciones entre la Matemática y la Biología, y entre la Matemática y la Economía Política. Son expresivos a este respecto los títulos de algunos de sus ensayos: Los nuevos espacios de Riemann y la Economía Matemática, Una nueva teoría matemática de la división de las células, Los métodos matemáticos en la Biología. Con Gallego-Díaz, las matemáticas abandonan sus clásica frialdad hereditaria, desbordan su ceñido habitáculo e invaden campos que hasta hace poco eran casi enteramente ajenos. Sutil enamoramiento —«emociones de la razón»— de las fórmulas hieráticas. Maravillosa embriaguez de conquista. Épica aventura que introduce al Álgebra en los misteriosos senos de la vida orgánica.

Es significativo que la vida de Gallego-Díaz trascienda de los medios estrictamente científicos y alcance a los cenáculos literarios, a las redacciones, a los círculos artísticos, a todos los sectores culturales. Pero es que —ya lo hemos recordado— el profesor de Madrid, de Stanford y del Zulia, no era un sabio aséptico, químicamente puro, esterilizado para la cordialidad y el vibrante humanismo en su torre de marfil. En efecto, el hombre que polemiza sobre Einstein, el hombre que colabora en las principales publicaciones científicas de Francia, de Italia, de Alemania, de Estados Unidos, del que el profesor Veis, de la Universidad del Maine, afirma que es «uno de los problemistas más sobresalientes del mundo», escribe para las revistas literarias, traduce a Kipling y comenta a los filósofos, se muestra devoto de la Historia, frecuenta el trato con los poetas y asiste con fruición a las corridas de toros.

Yo añadiré que Gallego-Díaz, incapaz por temperamento de cualquier actitud desarraigada, afincó siempre en sus vivencias juveniles el gran edificio de su personalidad. A través de sus cartas mantuvo un contacto permanente con su pueblo, Úbeda, al que visitaba cada año, siquiera fuese fugazmente, al regreso de sus largos viajes. ¡Cómo evocaba entonces sus tiempos de bachillerato! ¡Cómo reía, se conmovía, recordaba, preguntaba! El elogio a su primer profesor de Matemáticas —orientador de su vocación científica— era capítulo obligado de su conversación y de sus charlas. Le gustaba recorrer las viejas calles impregnadas de dulces memorias, se enardecía ante el paisaje de sus juegos infantiles, se interesaba acerca de la suerte de su primera novia..., reconocía el sonido de todas las campanas. Y, en una ocasión, desmantelada quizá su fortaleza de espíritu, puede que zozobrante su vitalidad ante no sé qué embates, enfermo de soledad, envía por correo urgente un espléndido donativo para la reconstrucción del camarín de la Patrona de su ciudad natal. Y con él, un soneto a la Virgen de la Soledad:

Recogía tu frente la victoria
de los primeros rayos encendidos
entre nubes de sueños florecidos
en jardines sin tiempo ni memoria.

Tu penetrante angustia transitoria
traspasaba los cielos encendidos
con color de tus ojos ya prendidos
como un poema en la Sagrada Historia.

Más tú, Señora, tu dolor venciste
a la sombra de humano crucifijo
y en un vuelo de amor tras Él seguiste

sabiendo que por dar lo que tú diste,
tu soledad, poblada de tu Hijo,
será siempre consuelo del más triste.

Yo, hoy, quiero soñar a Gallego-Díaz —el sabio matemático que enredaba en su bolsillo las barras de tiza y los billetes de Banco—; me lo imagino en un lugar ignoto, iluminado su espíritu en supremas esperanzas. Ha presentado su credencial de investigador infatigable; lleva su soneto a la Virgen de la Soledad en la diestra...

(ABC, 26 de febrero de 1965)

lunes, 25 de febrero de 2013

LOS «NUEVOS»





Lo bueno de la juventud es que, en teoría al menos, detesta la mediocridad. Pero la juventud, que puede sentir impulsos formidables hacia el heroísmo, no suele disponer de una valiosa mentalidad. De ahí su ingenuidad y su pedantería, también formidables. «Sería un idiota, si no fuese un joven», oíd decir una vez de cierta entusiasta persona. Pero, como réplica, de muchos discretos —y hasta geniales— individuos honorables, podría decirse: «Sería un hombre... si no fuese un sabio». Porque los años, que añaden ciencia y experiencia, quitan a la vida ambición y generosidad.

La utopía es una escarlatina, más o menos lírica, que ataca a todo joven encarado con el mundo. ¿Quién no se ha sentido «reformador» y revolucionario a los veinte años? Todos los jóvenes de veinte, poco más o menos, creen de buena fe que el mundo aguarda la mayoría de edad de ellos, para entrar por el buen camino. Y que la maquina social aguarda sus esfuerzos para atornillarse definitivamente, para encajarse y montarse alrededor de unos ejes inoxidables. Los jóvenes no se «adaptan» a lo existente, y en su empeño de reforma, adoptan un aire en que corren parejas la simpatía y la impertinencia, la generosidad y la soberbia. Hay una pléyade de poetas jóvenes, que resultarían estupendos si no tuvieran tanto interés en destronar a los consagrados. Y ahí están «los nuevos» de todos los partidos políticos, de todas las juntas directivas, de todas las promociones académicas y de todos los equipos rectores. Llegan con un esquema de claridad, con un sentido expeditivo de acción, con un prurito de superación, que pasma. Pasma porque todos creen que unos cuantos «manotazos» lógicos a diestro y siniestro van a desbrozar el cúmulo colosal de los problemas. Pasman porque creen —ingenuos— que el mundo es una nave cargada de pesadísimos lastres inútiles. Ellos dicen: «Arrojemos, por la borda (siempre los jóvenes arrojan por la borda), este prejuicio y esta superstición, y este error, y este vicio, y este sistema; son lastres que impiden el vuelo libre de la nave; arrojémoslos, y ya está».

¿Y ya está? Los que llegan, estiman que las cosas pueden arrojarse, sin más. Este es su error, su engaño y su... desengaño. Sostienen que para reformar no hay sino revolucionar, prescindiendo de unas cosas y usando de otras inéditas. Tienen, en fin, un esquema de acción demasiado claro en su mente. No conocen el mundo que es bastante menos claro —mucho más complejo desde luego— que el elemental diseño que ellos, previamente, han forjado para comprenderlo. Tener ideas demasiado claras —por demasiado claras, demasiado inflexibles— sobre las cosas es, por paradójico que resulte, el principal obstáculo que se ponen a sí mismos los «nuevos», cuando intentan arreglar el mundo. Eso de «al pan, pan, y al vino, vino» deslumbra por lo terso y rutilante. Pero eso es una solemne tontería casi. Porque si queremos ser precisos, tenemos que reconocer que hay repertorio inmenso de ideas, de conceptos y de apreciaciones imposibles de polarizarse alrededor de esos dos extremos invariables del «pan y del vino». Querer reducirlo todo a pan o a vino, que es tanto como pretender reducirlo todo a los extremos de vicio o virtud, de dulce o de amargo, de blanco o de negro, implica una necedad. Porque la vida no está hecha de colores que se excluyen, sino de matices que se combinan en sutilísima malla a simple vista indiscernible. La Medicina, hace tiempo que llegó a la conclusión de que no hay enfermedades, sino enfermos. Y el mismo lenguaje usual, está reconociendo a todas horas que «cada hombre es un caso». No basta pues, para la resolución de los problemas humanos, las fórmulas expeditivas. Hallar el volumen de la pirámide o el área lateral del cilindro es sencillísimo cuando se aplica la fórmula. Pero las cuestiones humanas no se resuelven a la vista de unos simples datos escuetos. Ni la Sociología, ni la Moral, ni la Política, son ciencias exactas.

El error máximo de la juventud radica en creer optimistamente que bastan unos cuantos papirotazos —esto quito, esto pongo, esto derribo, esto levanto— para conseguir lo que se pretende. Luego, ya se sabe, lo que pasa: ven los jóvenes que no bastaba la fórmula y los «papirotazos» para la resolución de los problemas. Ven esto y, cuando llegan a la madurez, se tornan —desengañados— en hombres mediocres que, al renunciar a la utopía, se han creído por la fuerza, obligados también a renunciar a cualquier superación ya cualquier generosidad inusitada.

Pero la mediocridad del hombre maduro, reclamaría espacio para otro artículo.

(JAÉN, 6 de febrero de 1955)

sábado, 23 de febrero de 2013

NO SEAS PAYASO





Poco más o menos, por estas fechas, hace bastantes años, se celebraba el Carnaval. Se hacían por todas partes mil payasadas. Unas con gracia, otras con maldita la gracia...

El Carnaval se suprimió, pero los payasos siguen. ¿Hablamos hoy de los payasos, puesto que nuestro artículo anterior versó sobre la formalidad?

Sí; tener gracia es un buen don de la naturaleza. Si además de gracia, se tiene GRACIA, alcanzamos el completo. Pero, resulta, que como lo de ser gracioso trae aparejados tantos éxitos, hay demasiados opositores a graciosos. Cuando la verdad es que se trata de una oposición de plazas limitadas. Dios no quiere que todo el mundo sea panadero, o juez de instrucción o perito electricista.

Ahí está la dificultad, muchachos. Lo primero que tenéis que examinar es si servía para graciosos, si estáis dotados para ello. Porque si no servís, lo mejor es que abandonéis la carrera y os dediquéis a lo vuestro. Payaso con todas las de la ley, no es cualquiera. Sólo hay, creo yo, un verdadero payaso por cada cinco mil habitantes. Pues bien, hay jóvenes —y no pocos viejos—, en una proporción del sesenta por ciento, que aspiran a la gracia del payaso, cuando sólo tienen la majadería del patoso. No es lo mismo patoso que payaso. No es lo mismo gamberro que gracioso. Distingamos.

Urge darse cuenta de que la gracia, por aquello de que es natural, no es susceptible de imitación. Y es necesario saber que la broma es un «género» difícil. Saber dar una broma con gracia es casi tan difícil como pintar un cuadro o hacer un soneto. No exagero. Bromistas hay muchos... También hay muchos que escriben versos, si bien son pocos los que hacen poesía. El «bromazo» es bastante más fácil; pero el bromazo engendra la bronca con la misma facilidad que el mosto engendra el vino: basta una pequeña fermentación de «mala uva» y...

En fin, no seas payaso, no te las tires de gracioso así por las buenas. No empalagues con tus chistes, cuadre o no cuadre, y con tus risas a destajo. Y no te vayas a creer que eres más alegre porque cuentes muchos chistes. ¿Has observado alguna vez a esos individuos que no te dejan respirar entre chiste y chiste? Pues mira: si te ríes con ganas de todos los chistes es que tú no tienes nada de gracioso. Me parece una «prueba» bastante sencilla.

(Revista SA.FA., Núm. 19, enero y febrero de 1963)

viernes, 22 de febrero de 2013

LA VIDA SIGUE...





Ya nos lo dice la prensa; se reunirá otra vez la Cámara de los Comunes, tras las vacaciones funerales, para proseguir en Inglaterra el debate sobre la política exterior. Nueve días de luto nacional, un magno entierro con reyes y jefes de Estado en la comitiva, expectación de las muchedumbres, accidentes y... dos viejecitos, un matrimonio, que mueren al presenciar el desfile por televisión. Después... después la vida sigue.

Lo agobiante, lo vulgar, lo agrio de la vida es que siempre está ahí a nuestro lado, con su urgencia, con sus exigencias. Ella nos va empujando hacia delante, cuando atrás nos vamos dejando, precisamente, lo mejor de nuestro tesoro. Se nos van cayendo las monedas al andar y... no es posible detenerse a recogerlas. Se quedarán allí, olvidadas en la ruta, apisonadas, enterradas en la arena. Y nosotros hemos de andar, andar adelante, sin descanso... Habrá una flor al borde del camino y el látigo del tiempo nos azuzará. Vendrá el accidente doloroso: se nos llenarán las heridas de tierra y no habrá medio de detenerse, ni ocasión de lavarse la sangre en el reposo. En las posadas apacibles se ofrecerá el buen vino reconfortante para la lucha; pero habrá que beberlo de prisa, sin paladear, porque afuera el mayor impaciente vocea su prisa destemplada...

Es la gran paradoja de la existencia. Todo lo que hay en nosotros «ha sido ya». Estamos hechos nada más de pasado. Y sin embargo nuestra vida entera está lanzada, irremisiblemente lanzada, hacia océanos desconocidos, proa a lo incierto. No es posible volver. El «ya» es la inminencia del «fue». Al hacerse las cosas actuales, se destruyen.

—Todo llegará —arguye la esperanza.

—Y su llegada, marcará su agotamiento.

No tenemos, claro, conciencia del futuro: por eso no nos atemoriza. Tenemos conciencia, sí, del pasado y sabemos que al fin hemos superado en él todos los obstáculos. Por mal que nos hayan ido las cosas conservamos en alto esta realidad primaria y fundamental que es la vida. Como no hemos muerto, no nos ha sucedido, en verdad, nada irremediablemente grave. Por eso, avanzamos siempre con un optimismo. No conocemos a la «muerte», no tenemos su intuición, carecemos de la experiencia del auténtico fracaso que ella, la muerte, es. Y como la muerte no es una vivencia nuestra, como no la hemos «sentido» jamás, casi no la tememos. Solo la conocemos por «información». Por eso, aunque el porvenir nos conduce fatalmente a ella, el camino no nos espanta. Sabemos racionalmente que vamos a morir. Pero nada más que racionalmente sabemos tal. Por eso, casi no lo sabemos...

La vida sigue... Ignoramos adonde nos lleva la vida. Y ésta, naturalmente, es su gracia. Conocer el futuro, como se conoce el pasado, sería morir de antemano. Es providencial que Dios que nos ha prometido la muerte, la ha esquivado al mismo tiempo; no la ha puesto en nuestro horizonte. Puede estar ahí mismo, pero no la vemos. Sería una mala cosa —por ejemplo— enterarse de que nuestra muerte será dentro de treinta años. El paso de cada día, de cada año, redoblaría la congoja de su proximidad. Pero así, no sabiendo cuando, apenas nos preocupa, aunque ese «cuando» sea... mañana. Creemos en la muerte, pero para «luego» —dicen los existencialistas—. Morir es siempre una cosa «después». Por eso a nuestra creencia en la muerte le sobra fe; pero creer en la muerte desde la vida ya es una creencia con «handicap».

La vida avanza, sigue... ¿Qué misterioso placer ha escondido Dios en el movimiento de las cosas? El placer es el movimiento. El niño que se ha subido por vez primera a un coche sabe que el movimiento entraña el más inefable deleite... Lo enseña la flecha lanzada al azul. Lo canta el concierto de la «música de las esferas». ¿Qué misterioso placer ha escondido Dios en el movimiento de las cosas? Hasta cuando, pasajeros del tiempo, nos movemos hacia la muerte, sentimos el íntimo goce de la velocidad, la honda satisfacción de que «la vida sigue...».

(JAÉN, 22 de febrero de 1952)

miércoles, 20 de febrero de 2013

DIÁLOGO





—Diálogo, es la palabra del día. ¿Qué es dialogar?

—Dialogar es hablar con inteligencia.

—Yo creía que dialogar era discutir.

—Es que la discusión forma parte del habla. Ahora bien; para que la discusión merezca el nombre de diálogo, exige también un mínimo de inteligencia.

—Entonces, ¿todos los que discuten han de ser sabios o poco menos?

—No es eso. Inteligencia viene de entender. Los que dialogan —discutan o no— han de fundamentar su conversación en el supuesto previo de que mutuamente se entienden en sus respectivos puntos de vista. Una cosa es coincidir y otra entenderse. No se pide a los dialogantes que coincidan sino que se comprendan.

—A veces es difícil comprender, entender.

—Es difícil, pero nunca imposible. Hay, siempre, bases comunes.

—A ver, ¿qué bases?

—Primera: los que dialogan son personas. No dialoga un hombre con su perro, pero sí puede hacerlo con su enemigo o adversario. La enemistad es accesoria, accidental, pero la naturaleza de dos hombres, por opuestos que parezcan, es la misma. Si se escarba, siempre es más lo que nos une que lo que nos separa. El santo —por ejemplo— está más unido, por su naturaleza, al criminal que su gato o que a una gallina de su corral. Antes de dialogar, pues, hay que tomar conciencia de que un subsuelo común nos comunica infaliblemente con el oponente.

—Pero ese subsuelo está a veces tan hondo... Desearía que me enumerases otros supuestos previos al diálogo.

—La corrección o, si quieres, la educación. Para dialogar hay que partir de la corrección. Una grosería jamás puede constituir un argumento.

—Me lo pones más difícil todavía. Si cuesta encontrar el fondo de humanidad que hay en todo hombre, ¡qué ilusión la de contar, de antemano, con la corrección! Según eso, no pueden discutir nada más que los hombres cultivados. Y aun así, ¡ya ves las trifulcas de los parlamentos políticos, gente en la que la educación se supone, como se supone el valor en el soldado!

—Justamente, por eso, hay que formar a la gente para el diálogo, entrenarla en la discusión. Si se llega al mal modo en la exposición del punto de vista particular, es porque no se nos ha enseñado la técnica de la serenidad. Hay que convencer, lo primero, a la gente de que discutir no es pelearse. Hay que inculcar el principio de que el diálogo es, ante todo, un sistema de acercamiento y no de alejamiento. Por eso hay que dialogar, discutir, aun con el no preparado e, inclusive, con el no educado. Entonces, él, al encresparse, si encuentra réplica cortés y amable, frenará. Y la discusión se irá lubrificando. Ya dice el refrán que dos no se pelean si uno no quiere. Y hasta se podría añadir que, si uno quiere, dos se amigan.

—Luego, ¿el diálogo conduce a la amistad?

—Es su principal objetivo.

(Revista SA.FA., Núm. 31, enero y febrero de 1965)

lunes, 18 de febrero de 2013

JUAN DE DIOS PEÑAS, TESTIMONIO





Días pasados aparecía en este periódico la esquela mortuoria de Juan de Dios Peñas Bellón. Todos cuantos conocíamos a este hombre ejemplar, especialmente los que tuvimos el privilegio de penetrar en su intimidad, sabemos qué difícil va a resultar el consuelo ante su pérdida. Era —hay que decir esto sin el menor asomo de retórica, sin énfasis de ninguna clase— un ubetense excepcional. Consagrado a su profesión, médico meritísimo que cada día incrementó con renovada inquietud sus conocimientos y su técnica, acertó siempre a unir sus actividades específicas con una atención perseverante a los grandes temas del espíritu y la Cultura. Humanista en la mejor acepción de la palabra, poeta de la mejor estirpe, escritor límpido, conversador excelente, había llegado a una plenitud armoniosa de sus facultades y la serenidad como aura —diríamos como un premio— nimbaba su actitud, su palabra, sus gestos, su sonrisa. Yo sé que su consultorio médico era, al mismo tiempo, un consultorio espiritual. La exquisita sensibilidad, la inteligencia clarísima, la bondad irradiante de Juan de Dios Peñas envolvían —repito— a los que teníamos el honor de ser especiales amigos suyos, de una especie de sentimiento de seguridad. Porque su razones calmaban, curaban cualquier desorden, y un estímulo para la superación nacía al contacto de sus palabras.

No encontró Juan de Dios Peñas demasiadas facilidades en sus comienzos. Fue él, con su personalísimo esfuerzo, quien forjó, en lucha constante, su personalidad y su puesto destacado. Pronto a sus triunfos profesionales se unieron sus triunfos poéticos y literarios. Desde 1929, los galardones poéticos se sucedieron. Formó parte siempre de esa «minoría» ubetense que sabe, a despecho de Dios sabe cuántas incomprensiones, mantener la llama limpia del pensamiento y de la idea. De tal manera que todos cuantos más o menos tangencialmente sentimos la caricia o el flagelo de lo espiritual, hemos acudido a él como a auténtico maestro. ¿Cómo vamos a ser tan desagradecidos que no lo proclamemos así?

Era un hombre que sabía tener aficiones y que las mantenía sin cuadricular. Yo recuerdo en estos momentos su devoción por dos estilos de arte tan diferentes como el de Antonio Machado y el de... Luis Miguel Dominguín. Yo le admiraba profundamente porque sabía captar, al par, la belleza de un gol —también le gustaba el fútbol— y la belleza de una estrofa de San Juan de la Cruz. Y es que tenía una aptitud maravillosa para aquilatar y acertaba, en todo momento, a quedarse con lo limpio, con lo alto, con lo sublime que en cada cosa existe. Porque él sabía mondar cualquier verdad de la vulgaridad envolvente. Y, así, nunca fue un fanático, ni un gritador. Al contrario, ante lo desagradable, ante lo que repugnaba a su naturaleza depurada, esgrimía, nada más, su silencio. Su silencio a veces tan elocuente. Y tan acusador en tantas ocasiones.

Dios ha acogido su alma. He aquí un cristiano sin falsilla cuya muerte impregnada de fortaleza, lúcidamente aceptada, acaba de constituir una lección. La última, inolvidable lección de este hombre que no se propuso nunca enseñar nada, pero cuya vida entera constituye un clarísimo, imborrable testimonio.

(JAÉN, 10 de febrero de 1966)