BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 31 de enero de 2012

¿CENARÁS DOS VECES?





«Cuando seas millonario, ¿cenarás dos veces?», pregunta un tipo de Balzac a un ambicioso. Nos figuramos la ambición como un deseo de plenitud. Muchos hombres se creen capaces de asumir más poder, otros de disfrutar de más honra, más honor, y todos, de tener más dinero. Cualquier ambicioso cree que con él se comete una injusticia. Considera que ocupa un puesto en la escala inferior al que le corresponde, y entonces trata de subsanar tal desafuero y emprender la escalada.

Pero hay cosas que la ambición no consigue. No logra, desde luego, cambiar nada sustancial de su persona. «Nadie puede añadir un codo a su estatura», enseña el Evangelio. Ni un palmo a su talento. Ni la salud, ni la inteligencia dependen del afán que se pone en conseguirlas. El dinero, muchas veces, sí. Pero la saturación económica, ¿qué modifica con respecto a nuestros supuestos biológicos? Nada. Si con mucho dinero le fuera dado al perezoso poder dormir veinte horas en lugar de ocho, o le fuese permitido al glotón una capacidad digestiva para cenar dos veces, o al lascivo una doble potencia erótica, entonces, el dinero sería efectivamente ministro de todos los defectos. Pero tampoco con el dinero se compra más virtud. Ni la bondad, ni la sabiduría, ni la paciencia, ni el amor en fin, son mercancías. Así es que, llegado un punto, después de cubrir con cierta holgura las necesidades vitales —y pongamos que para cubrir esta necesidades se necesita mucho—, rebasado ese punto, digo, todo lo demás sobra. En rigor, ni el estado de ánimo, ni la organización fisiológica, ni las satisfacciones ni las penas, son distintas para el pobre y para el millonario. (Claro está que decimos «pobre» y no «miserable», ya que al «miserable» —y esta es la auténtica injusticia— no se le puede considerar estrictamente hombre. Mientras la sociedad tolere la miseria en sus márgenes hay delito y hasta crimen. Pero la miseria —repetimos— no es la pobreza.)

El «yo no envidio al millonario», frase que todo el mundo poco más o menos dice sin demasiado convencimiento, se revela en su auténtica exactitud cuando el que la profiere llega a millonario. Entonces, creo, comprueba que efectivamente no hay nada que envidiar. Comer a diario langosta debe ser tan fastidioso como comer a diario judías. El multimillonario no las tolera cada mediodía y se ve precisado —en secreto o no— a volver a comer a lo pobre. Además muchos placeres lejanos, al perder su virginidad con el disfrute, pierden todo aliciente. Nadie puede negar que un niño en una colonia escolar o un obrero en vacaciones lo pasan por lo menos lo mismo de bien que Onassis en sus cruceros. ¿Decir esto es, simplemente, enhebrar «frases de consolacion»? No, terminantemente no. Nadie pude, por mucho que se lo proponga, ensanchar su volumen para la alegría o reducir su cabida para el dolor. Los puntos de saturación para la alegría y la tristeza —como los puntos de fusión o solidificación de los metales— están marcados de antemano.

Pero si lo que vamos buscando es la felicidad, tampoco es más feliz el listo que el tonto, ni más el sabio que el ignorante. Yo diría que, en el fondo, tampoco siente más satisfacciones el sano que el enfermo. Cada uno se forma a escala sus metas y, en un momento determinado, ¿quién asegura que la alegría que llega al enfermo cuando le baja la fiebre o le desaparece el dolor vale menos que la que experimenta nuestro amigo, el joven eufórico, en su logrado salto de pértiga?

Lo que sucede es que, providencialmente, hay una ilusión de felicidad detrás de cada objetivo. Dura poco la felicidad después de logrado ese objetivo, pero como surgen otras ilusiones nuevas, el equilibrio se restablece. Deducir de esto que hay que renunciar a todo esfuerzo puesto que la felicidad completa no llega nunca, es, sin embargo, tomar el rábano por las hojas. Aspirar a una mejora, en lo que sea, forma parte de nuestros instintos, de nuestra naturaleza. Y si hay un instinto de felicidad es que el hombre está hecho para ella. Si aquí no la encontramos, entonces, ¿dónde está? La religión contesta, y la respuesta de la religión no puede ser desestimada ni aún por los hombres sin fe. Pero esto es otra materia.

(JAÉN, 18 de enero de 1970)

domingo, 29 de enero de 2012

EL CATALEJO DE DON MELCHOR





Ha sido otorgado a Fernández Almagro el premio de Crítica de la Fundación March.


Don Melchor se «excusa» diciendo que tiene una memoria estupenda. Vengo de una ciudad conocida —y querida— de Fernández Almagro, ciudad de cuyas familias, hombres, cosas, me pregunta. Pero mis noticias son, seguramente, parvas. Pronto me doy cuenta de que soy yo quien va a conocer, gracias a él, fechas, casos, datos de mi pueblo.

—Estuve allí hace unos cuarenta años —me dice luego.

—¿En mil novecientos veinte, don Melchor?

—No... Creo que en mil novecientos dieciocho.

—Tanto tiempo y...

—Es que tengo muy buena memoria.

Pero esto es, con toda probabilidad, un rasgo de finura de Fernández Almagro: muestra de delicadeza ante nuestra ignorancia o nuestro apabullamiento. Lo grande es cuando se le habla a don Melchor de sus libros. Entonces, tímidamente, empieza uno a insinuar sincerísimas admiraciones, y él insiste:

—Sí, he trabajado y trabajo mucho por dar a conocer nuestra Historia Contemporánea. Y ya ve: tengo muy buena memoria.

De manera, pues, que un hombre —príncipe de la crítica histórica y literaria de España— no se queja de falta de memoria. ¿Insólito? (Pocas frases tan caústicas como aquella máxima de La Rochefoucauld: «Tout le monde se plaint de sa memoire, et personne ne se plaint de son jugement.»)

Hay más. Casi no se lamenta tampoco don Melchor Fernández Almagro de la falta de tiempo. Y claro está que él llena el suyo de fértiles ocupaciones como quien más. Pero no anda él, como quien menos, diciendo las consabidas palabras del naufragio: «No puedo, no puedo. Se me hace tarde». Será que sabe adueñarse del tiempo... obedeciéndolo. Será que la puntualidad —esa cortesía suya para con los minutos— se la pagan las horas al ciento por uno. El caso es que en el presupuesto diario del tiempo que cada día hace de seguro don Melchor, debe de haber una asignación para «imprevistos». Pertenecía, pienso yo, a este capítulo la conversación que quiso concederme, que, además, hubiera constituido para él una inversión de tiempo no rentable —a fondo perdido— si su generosidad, comunicando interés a todas las cosas, no anduviese por medio. Quedamos citados esta vez en un café de la calle de Goya. Mañana típicamente novembrina. Había llovido. Iba a seguir lloviendo más tarde... Nuestra conversación no iba a ser «para» nada. Pero fue. Fue «por» una deferencia suya.

Y he aquí cómo es obligado decir de don Melchor que es un hombre sencillo. Pero me duelo escribirlo así: no me gusta expresarme a este propósito de una manera tan... simple. Porque la «sencillez» de muchos hombres, ilustres o no, ha dado materia para el elogio tópico: «Y luego, tan sencillo...», se repite a cada momento. Y al oír hablar de la sencillez de alguien uno se forja inevitablemente la idea de una sencillez de confección, con fórmula para uso y adorno de cualquiera. Y no es, naturalmente, esa superpuesta calidad —más bien cantidad— de la persona lo que uno observa en don Melchor. La sencillez, para ser auténtica, habrá de ser personal. Cada hombre tiene la suya, la propia. si no, es que hay imitación o copia. Vamos, por tanto, a no confundirnos; a no armanos el lío divagando sobre las relaciones —por supuesto, cordialísimas— entre la sencillez y el talento. Ni queremos incurrir en la puerilidad de descubrir las Américas en pleno siglo XX. Ni en la de desvelar al lector —a estas alturas— ninguna de las virtudes de Fernández Almagro.

* * *

He pensado muchas veces en la falta de gratitud —falta de educación, por consiguiente— de nuestro tiempo hacia los valores culturales, sociales, políticos, humanos, del Ochocientos. Me acuerdo al llegar aquí de ese zangolotino del bachillerato que vive compadecido, profundamente compadecido, de su padre. Su padre es fiscal, comandante, magistrado, jefe de negociado o farmacéutico. El zangolotino tiene dieciocho años. Resuelve a penas una ecuación de segundo grado, atina a medias con el nombre de las Novelas Ejemplares o vacila si tiene que declarar dónde ha leído él el nombre Lavoisier, si en Química o en la historia de la Literatura. Bueno, pues, a pesar de eso —quizás por eso—, el zangolotino a su padre le tiene lástima.

De verdad que nos pasa a casi todos algo semejante —e igualmente ridículo— cuando nos ponemos a analizar o a estudiar (?) los hombres y las cosas del siglo pasado. ¿Cómo no, si es precisamente el siglo «pasado»? Si se tratase de un siglo de hace cuatro siglos, menos mal. Entonces acaso le dedicaríamos la ofrenda de un cortés convencional respeto. Pero para el siglo XIX no hay sino desprecio y lástima, porque... acaba de pasar. Y esto no lo tolera nuestra real o fingida juventud. Sucede en todo. Hasta en Literatura. No hay inconveniente en admirar no ya a un Argensola, sino a un Menéndez Valdés o un Cadalso cuando alguien nos lo pide. Pero, ¿hay «decididos» que se atrevan a manifestar una cierta ligera simpatía por el estilo postromántico de las «Doloras»? Campoamor, el mismo Zorrilla, el mismísimo Bécquer, tendrán que aguardar un par de siglos para volver a ser... poetas. Pues no digamos nada de nuestros políticos decimonónicos. Eran contemporáneos de nuestros abuelos, y no hay más que decir: no podían hacer nada a derechas.

Esta intransigencia hacia el pasado próximo —y es achaque no exclusivo de nuestra época— adopta a veces caracteres morbosos. Produce en muchos casos una verdadera oclusión mental. Querer ver sólo a través de la actualidad y enjuiciar nada menos que toda la historia desde el punto de vista del presente, casi parece aberración. Ni el ahora se puede valorar sin la previa consideración del ayer. Del ayer más que del anteayer.

Por fortuna, empero, nuestra ignorancia respecto del siglo XIX se va corrigiendo. Es enorme la aportación, en este sentido, de don Melchor Fernández Almagro. Sabido es de sobra. No hay que insistir. Pero sorprende gozosamente que don Melchor no es un viejo para la reivindicación de los viejos. Ni un académico abroquelado en su torre de marfil. Sorprende encontrar en don Melchor eso que nos va faltando a todos, a los jóvenes también: juventud.

Y esto no puede ser una frase. Los sesenta y tantos años fecundos de Fernández Almagro caen, casi todos, al lado de este siglo. Él es un hombre que está plenamente con nosotros, que vive los problemas de hoy en modernidad intachable. Su labor crítica literaria en estas páginas de ABC lo demuestra bien. Ahora bien —y ello es parte de su originalidad y de su mérito—: se trata de un hombre de perspectivas, que no está, como lo solemos estar todos, encerrado, confinado en el presente. Uno va creyendo que el defecto capital de muchos hombres de ahora es el de que nos encontramos satisfechos, burguesamente satisfechos, en el «rincón del tiempo» en que nos ha tocado vivir. Nuestra poca afición a la Historia viene de ahí: no queremos saber nada de nuestros alrededores. Somos los lugareños del presente. Desdeñamos, como los aldeanos que no han salido de su villorrio jamás, la noticia de otros parajes. ¡Lo nuestro es lo mejor! (¿Actualismo puro? Pura catetería. ¿Devotos a ultranza del presente? Paletos.)

La Historia Contemporánea está a un paso. Basta un catalejo, un catalejo de precisión, para observarla. Miramos a través del catalejo de don Melchor —de su obra—, y ya enseguida aprendemos a situarnos. Pronto, eliminados todos los espejismos, nos hacemos cargo puntualmente de nuestra longitud y de nuestra latitud histórica. No es tan fácil...

Y vamos a decirle todo esto, aproximadamente, a don Melchor; intentamos, en un rato de charla, testimoniar nuestra admiración a don Melchor —hombre que conoce todos los horarios, cruces, enlaces, empalmes, trasbordos y señales de carretera de la Historia Contemporánea— cuando él, sencillamente, va y nos dice:

—Tengo muy buena memoria...

Y luego caminamos juntos un trecho por el barrio de Salamanca. Fernández Almagro habla rápido, en un tono levemente sesgado. El viento de la evocación comba la lozanía de sus palabras. De su abundancia fértil —de su cereal provisión— yo he sacado hoy este trigo para mi molino.

(ABC, 7 de enero de 1961)

viernes, 27 de enero de 2012

GENTE PARA TODO





Se cuenta de «Guerrita» que dijo a un aristócrata: «Usted, tal vez sea duque, pero yo soy torero». Y Rafael Gómez «El Gallo», como ocasionalmente asistiese a una tertulia de café dirigida por Ortega y Gasset, dícese que preguntó a un amigo: «Y ese señor, ¿qué es?». «Ese señor es Ortega y Gasset; es filósofo», se le contestó. Y, entonces, el torero exclama: «Hay que ver, ¡hay gente para todo!».

Es la suerte. Que cada uno tenga su alma y, además, su almario. Además es hasta divertido que siendo el mundo el mismo para todos y teniendo cada uno los ojos igual y debajo de la frente, resulte luego que la visión varía según la persona. Cada sujeto viviente es una especie de transformador. Usted pasa junto a un olivar y, como es un economista, calcula su rentabilidad a la vista de la mayor o menor abundancia de su fruto o de la menor o mayor veteranía de su añoso tronco. Pero, vamos a ver, ¿es usted más objetivo que el poeta que pasa después y en lugar de medir la producción aceitera del árbol de Minerva se pone a medir los versos par el poemita que le inspira? La realidad tiene muchas vertientes. Y cada sujeto se fija en la que ve mejor, en la que más cerca tiene o en la que le conviene más. ¿Por qué el hombre práctico va a ser más objetivo o más realista que el soñador? Es distinta la realidad del dinero a la realidad de un entusiasmo, de una emoción o de una ilusioncita por pequeña que sea; pero realidades son todas y no por distintas se excluyen. Y, si es estupendo por algún motivo ser duque, ¿cómo no va a serlo ser torero, filósofo, profesor de matemáticas o albañil? Cualquiera hace su elección de estado, profesión u oficio. Lo que quiere decir que cualquiera acomete la realidad por una esquina. Pero al decidirnos por una esquina, es que hemos eliminado las restantes. Elegimos para transformar, o digerir, una parte. Y, ¿cómo transformamos? Pues... sujetando. Sujetar es meter el objeto en el sujeto. Keyserling se enfadaba contra los fanáticos de la objetividad. ¿Cómo vamos a ser objetivos —exclamaba— si somos sujetos y no objetos? Por cierto que Keyserling, oponía la subjetividad del modo de ser meridional al prurito objetivista, cosificador, del mundo anglosajón. Veía venir la avalancha tecnicista y se llevaba las manos a la cabeza. Y se las estrujaba en busca de un remedio.

Albert Camus, que logró grandes cosas, entre ellas la de ser un excelente novelista, no consiguió creer en Dios. Pero creer en Dios es fácil. Probablemente basta una pequeña iniciativa por nuestra parte: es suficiente salir a su encuentro, dar un par de pasos para verle venir y... seguirle. Aunque Camus rehusó ese par de pasos, su lógica le dictó estas palabras: «El único artista realista sería Dios. Al hombre no le es posible reproducir la realidad sin practicar en ella una elección». En efecto, sólo Dios dispone de todas las perspectivas y por eso nuestros realismos son de «vista parcial», de fragmento, de detalle. Nadie ve, simultáneamente, toda la Catedral: tiene que mirarla poco a poco, y sucesivamente. Tampoco ha visto nadie la naranja entera. Ni la cara completa de su interlocutor (y por eso Picasso, exasperado de ansias realistas, pintaba de frente los perfiles y los frentes de perfil. Y desnuda cuando viste y viste cuando desnuda).

Todo esto de la convivencia, de la tolerancia, de la comprensión, obedece a la necesidad de que completemos nuestros particulares puntos de vista con los del vecino. Hay gente para todo, precisamente porque todo necesita de gente. Y de gente diferente; es decir, de hombres que aporten su variante. En el vasto Cosmos, la auténtica novedad fue la vida, porque fue ella quien trajo la variedad. Pero, ya en la variedad, la genuina excelencia es la humanidad. Y lo es por el hecho de que cada hombre trae al mundo una diferencia chica o grande con respecto a sus semejantes. Que es lo mismo que decir que cada hombre es un mundo, o sea, una persona. Luego, se impone la estupenda paradoja de que, precisamente por ser distintos, es necesario que nos entendamos, que nos penetremos y nos encajemos: que seamos conscientes de que nuestra calidad de mundos vistos al envés, no nos quita nuestra limitación de suplementos. Porque suplementos somos vistos de través. ¡Ah! Si el amor es un imperativo, si urge que nos queramos es porque nuestra mejor excelencia —ser personas— puede convertirse en nuestro peor peligro: ser puros egoísmos andantes y pensantes.

Muy bien. Colaboración, concurrencia de criterios, comprensión, mucha comprensión. Así puede moverse, y alentar, y respirar, esa aparente entelequia llamada amor. Pero llega Schopenhauer y se plantea el problema de los insensatos. ¿Qué hacemos con los imbéciles? ¿También hemos de darles su parte de razón? Y, ¿cuál es su porciúncula de verdad? Lo peor que tiene el imbécil es su impenetrabilidad. Si es impenetrable, parece imposible influir en él. Entonces, Schopenhauer, da su receta: «No puedo cambiarle, voy, pues, a utilizarle». Lo cual viene a decir que ni al tonto hay que desecharle como chatarra.

...Y aquí no termina el cuento porque de tontos, como de gustos, no hay nada escrito. Somos poliédricos, polifacéticos. ¿Quién no es tonto por alguna de sus caras? ¿Quién no es necio por algún costado? ¿Hay alguno? Que tire la primera piedra.

(IDEAL, 21 de enero de 1973)

miércoles, 25 de enero de 2012

LUNA FRÍA (Cuento de Enero)





Nombre: Gregorio. Edad: 40 años. Estatura: mediana. Traje: gris. Profesión: desconocida. Estado: soltero.

Ya está la ficha personal que dice bien poco. La ficha personal del intruso de nuestra historia. Ahora, dejémosle hablar. (Los cuentos, se escriben dejando hablar a alguien que, sin ser el autor, brota por los intersticios del autor, como un agua oculta.)

—Pues yo —dice Gregorio, sin alzar mucho la voz por si el autor decide eliminarlo de un papirotazo— tenga una tremenda vocación: el frío.

—Poco interesante es el tema, me parece, pero hable —arguye el autor impertinente y displicente.

—¿Me dejará seguir? —insinúa tímidamente Gregorio—. Yo soy el hombre que se lanza a la calle en las frías noches de enero; a las calles desiertas, inundadas de un claror de luna fría. Luna que imparte escarchas, en fría pureza silente.

—Casi poético, sí señor. Pero, ¿qué gusto saca de ello? Y, ¿dónde está el cuento?

—Mi gusto no tiene sabores; es límpido y transparente como una aguja de hielo. Y el cuento es una escena sin personaje; es un ambiente que le brindo. El relato, póngalo usted.

—Noche de enero. Luna. Frío. ¿Ponemos entonces una gata y un gato? Es lo clásico.

—¡Bah! Amor, amor... Dejemos, por una vez, al amor tranquilo. Los autores cometéis una inflacción del amor. Estáis siempre expidiendo billetaje literario de amor. No hay reservas de auténtico amor-oro para tanto.

—Será porque el tesoro de amor-oro se lo llevó el romanticismo al exilio. ¿Verdad?

—Será; pero, ¿pone usted relato a la noche de enero o no lo pone? ¿Pone usted letra a mi música o me voy en busca de otro autor?

—Espere, espere.

* * *

Nombre: Miguel. Edad: 26 años. Estatura: más bien alta. Traje: azul marino con manchas. Profesión: crítico teatral sin teatro en que ejercer. Estado: novio.

Es la ficha del autor. En el plenilunio de Enero —¡lejos, ay, las estrelladas fragancias de mayo y junio! — el autor, sin poema que llevarse a los labios, tapona como puede las grietas de su alma por las que pugnan por escaparse los bostezos, toma una cuartilla y escribe. Escribe:

«Querida Pepita: Hace un instante, un hombre extraño me ha salido al paso y me ha dicho: “¿No lo ves? Ahora, la noche navega por un mar de luna fría. Todo parece estar muerto menos ella; ella es la reina pálida sobre los hombres que hacen, con sus sueños arropados, un ensayo general de la muerte...» Pero yo le he dicho a ese hombre gris de cuarenta años poco más o menos: ¿Por qué no araña usted un poco debajo de la superficie de esos sueños que le parecen de muerte? Encontrará un oleaje vívido de enjambres ilusionados: una danza de esperanzas; porque la vida no cesa bajo la luna glacial de enero. Entonces, el personaje extraño me ha replicado: “¿Es que en la vida hay objetivamente, un tesoro de ideal? ¿En qué sótanos se guarda? Vosotros los hombres estáis haciendo siempre billetaje falso de ilusiones. Pero son ilusiones de telilla barata; se rasgan enseguida y, pronto, a través de ella, se muestra la fría carne desnuda.” ¡Qué tonterías, Pepita mía! La noche de enero, podrá no brindar temas para un cuento con flores, con hojas y con frutos; podrá no brindar ocasiones para un poema que trascienda a jazmines y a rosas. Pero, siempre, siempre, ¡estás tú! Estás tú, materia prima de mis ideales. Mientras estés tú, ¡vade retro a la nieve y al invierno! Tuyo, Miguel.»

* * *

Nombre: Aurora. Edad: 25 años. Estatura: 1’60, con tacones. Traje: Camisón de dormir. Profesión: Sus sueños.

Aurora, antes de acostarse, le dice a San Antonio: «Ya sabes, San Antonio, donde radican mis sueños: en un notario. Pero esa es una ilusión de noche de verano. Con esta noche fría, no se ambiciona tanto. Hay que ser realista. Me conformo con el poeta. Aunque la poesía, ¡puede costear tan pocos sueños!».

MIGUEL H. URIBE

(Revista VBEDA, Año 8, Núm. 85, enero de 1957)

domingo, 22 de enero de 2012

EL SERMÓN DE LA MADERA





En el invierno de Úbeda, la «Fiesta de Jesús» marca una esquina importante. En este Segundo Domingo después de la Epifanía nuestro pueblo dobla un cabo y enfila su proa hacia la Semana Santa. Hemos entrado en la zona de influencia de la Semana Santa. No; esto no es noticia, es algo más. Es que la conciencia de la tradición se hace aquí cada año, y ya por ahora, estilo y empresa. Sonaban esta mañana en Santa María las campanas que convocaban a la Fiesta y en la calle oí decir:

—¡Ya empezamos!

Por supuesto que empezamos, en la rueda de los días, muy niño aún el año, a alinear propósitos. Pero hay una manera de «empezar continuando» que cuadra muy bien a Úbeda. Empezar continuando es la manera de no estar empezando siempre. Estar empezando siempre, ¿qué es sino ir coleccionando fracasos? Quizás en muchas partes va a haber que ir «mentalizando» (horrible palabra) para la tradición; porque la tradición es el recurso que tiene la renovación para no hacerse revolución. Es decir, es la única manera de conseguir que la reforma no provoque contrarreforma. Pero eso, bien se empieza, cuando bien se continúa. Bien se adelanta con el pie izquierdo cuando el pie derecho afianza su talón en el santo suelo. Y viceversa. Hay impaciencias —incluso impaciencias cristianas que Dios perdone— que todo lo confían al salto. Al salto en el vacío. ¡Contra ira, paciencia y... contra impaciencia, tradición!

La Agrupación de Cofradías de Semana Santa, que hace poco ha estrenado nuevo Presidente —Andrés Moreno Siles— se dispone ya a su batalla anual de espiritualidad en Úbeda. El domingo próximo, el Sr. obispo de la diócesis, Dr. D. Miguel Peinado, viene a Úbeda a la fiesta anual de la Agrupación. Viene a poner en marcha sus actitudes que quisiéramos «siempre nuevas y siempre antiguas» que es la manera como San Agustín concebía la Belleza... Comienza el próximo domingo la Agrupación de Cofradías a levantar todos los pabilos de un entusiasmo y de un fervor. Pero ya en este tercer domingo de enero, la fiesta de Jesús ha oficiado de heraldo. En esta fiesta, el Magistral de la Catedral de Córdoba, Doctor Don Rafael Aguilera Ruiz, ha pronunciado un sermón muy elogiado que yo me atrevo a llamar el «sermón de la madera».

En un juego dialéctico —sin vana retórica— de metáforas, ideas y emociones; en un juego oratorio de tonos patéticos en ocasiones, el doctor Aguilera, aludiendo a la Cruz de Cristo, ha derivado a la consideración del interminable ruido de maderas que en nuestro mundo se tropiezan las unas con las otras. Este ruido puede ser atroz barahúnda, si la madera de la Cruz de Jesús no da dirección, forma y sentido a nuestras infinitas maderas. La Cruz es de madera pero son mayorías las maderas que rehúsan la Cruz. Es decir, son innumerables las maderas que baten y rebaten sus ruidos, renunciando a la música. Sonaba en la Fiesta de Jesús el «Miserere» de don Victoriano García para abonar, para dar cultivo, clima, ambiente, al Sermón del Magistral de la Catedral de Córdoba. El sermón de la madera. De la madera, porque, además, el buen canónigo combatía en limpia esgrima —sus palabras tuvieron en un momento la calidad incisiva de un florete— a los torpes de siempre; a los que no ven más allá de la madera de que se hace uso para acercar verdades. La iconoclastia empieza por no querer recordar a Cristo en la madera de que está hecha su imagen. Es una manera de soberbia ésta: no adivinar razones a través de las palabras, ni misterios a través de las encarnaciones ni formas a través de la materia. La iconoclastia condena a la madera: no le permite efigiar a Cristo. Quiere que la madera sea nada más que madera. En un principio la iconoclastia es puritanismo. Pero todo puritanismo deviene en heterodoxia. Se empieza por no querer ver a Cristo en su imagen hecha de madera y se acaba, quizás, por no querer verlo en ninguna parte. Los iconoclastas no son solamente los destructores de imágenes. Los hay, también, ilustrados. Los hay que gritan: «¡Imágenes al Museo!».

(Diario JAÉN, 24 de enero de 1974)

(Fotografía: ANTONIO BARRIONUEVO)

viernes, 20 de enero de 2012

LA REBELIÓN DE LAS MATERIAS PRIMAS





El petróleo, el cinc, el cobre, se ponen carísimos. Se ha llamado a esta «subida» la «rebelión de las materias primas». La tónica actual en el mundo, en todo el mundo, comenzado 1974, es de malhumor. ¿Lo disimula alguien?

Lo peor está —y por eso el malhumor— en que nadie acierta con los remedios e incluso sospecha todo el mundo que el remedio puede agravar al enfermo. Los países árabes han doblado el precio del petróleo. ¿Represalia? ¿Oportunismo? La rebelión de las materias primas es arma ofensiva y defensiva. En el fondo, no hay defensa sin ataque ni ataque sin defensa. Pero el pretexto defensivo es el repliegue moral de la guerra y por eso casi nunca faltan argumentos para convertir en «guerra justa» una «guerra criminal». Y al revés. La lógica será —o es— de por sí inflexible; pero sus servidoras, las palabras, son dúctiles y maleables: hay justificaciones para todo, porque hay sofismas para todo. Y luego, ante cualquier conflicto, surge el nuevo conflicto de que en ambas partes hay una parte de razón. Cualquier guerra se produce como efecto de la ambición que supone querer convertir una media razón en razón entera. La victoria da al vencedor la apariencia de la razón entera y al vencido la apariencia de la razón vacía. El remedio es malo, pero es un remedio. Todavía es peor cuando, como en el conflicto árabe-israelí, hay guerra atroz y luego, al hacerse la paz, resulta que no hay ni vencedores ni vencidos. Es que, entonces, ambos contendientes han perdido la media razón con que empezaron la lucha. Y eso sí que es un lío. Porque en tal caso, pierden no sólo los beligerantes sino también los espectadores.

Ahora Europa se queja de que aquí se pagan los platos rotos. Se lamenta Europa de espectador inocente. Inocente y perdidoso. Perdidoso y víctima. Pero, ¡cá!, nadie quiere perder. ¿Cómo puede ser eso? Ni contendientes ni espectadores quieren perder. Y cada uno esgrime sus explicaciones.

Lo de que Israel no ceda y persista en sus trece y proclame lo de «esta tierra es mía» ante las demandas árabes, es ya casi cuestión secundaria. Ahora sucede que los árabes han encontrado en el petróleo el motivo para su mejor ofensiva. Y bien que se cuidan los árabes de proveer a su «operación petróleo» de una cobertura altruista. Leemos: «Los productores de petróleo piensan fundar con el producto de sus ventas un banco para ayuda a los proyectos industriales del Tercer Mundo».

El Tercer Mundo, en cierto modo, es el pobre comodín para la generosidad del Primer Mundo y del Segundo. No; para la generosidad no, sino para las palabras de generosidad. Se queda muy bien —muy humanitario— indignándose al hablar del hambre de África. Pero la indignación no suministra proteínas ni vitaminas a los hambrientos. Vamos a ver si es verdad que los países productores de petróleo, dedican el excedente del producto de sus ventas a «desarrollar» al Tercer Mundo. Se teme que la cosa, como tantas otras, pertenezca al «Servicio de Propaganda y Buen Propósito».

¿Qué piensa mientras el mundo de la opulencia? La carestía, que se anuncia a bombo y platillo, de las materias primas (y aquí puede intervenir también maquiavélicamente la Propaganda), induce a los más probos al conocido sermón: Hacer de la necesidad virtud. Por lo pronto en Holanda ejercitan el músculo con el retorno masivo de las bicicletas y quien sabe hasta qué punto desciende así en La Haya o en Rotterdan el porcentaje de colesterol en los mayores de cincuenta años. Pero los más astutos profieren una disimulada amenaza. Dicen: «Los países industriales deben renunciar al horizonte del desarrollo indefinido permanente». Arguyen que, si la industrialización prosigue y no para, el peligro de la contaminación puede dar al traste con la civilización entera. ¿Quién niega que los países industrializados que compran el petróleo, esgrimen, cuando se aumenta el precio, una verdad? Pero quizás subyace bajo la declaración de esta verdad la amenaza de otra: la de que si disminuye la industria en los países opulentos, los perdedores en última instancia van a ser los no opulentos ya que la materia prima —ahora en rebelión— se va a hacer menos importante y, además, los productos manufacturados van a llegar en mucha menor cuantía a los no opulentos. En resumen, como en todas las guerras, en ésta del petróleo, los beligerantes enseñan sus medias razones. Y las medias razones que les faltan las sustituyen con humanitarismos a medias. Dicen los productores del petróleo: «Remediemos el subdesarrollo del Tercer Mundo». Dicen los países clientes del petróleo caro: «Vamos a cerrar fábricas, vamos a desistir de la superindustria en progreso indefinido porque las chimeneas y los motores, con la contaminación que no cesa, están haciendo la auténtica guerra biológica.»

¡Cuánta verdad y cuánta falsedad! ¿Somos así en todas partes? ¿Es saña disfrazada, lo que en todo el mundo domina? Pero tampoco hay derecho a pensar tan mal, tan rematadamente mal, del mundo. En su última hondura, cualquiera —tanto los individuos como los pueblos y las naciones— se cree sus mentiras, inventa sus verdades y hasta puede que, en ciertas ocasiones, practique sus verdades. Pero el malhumor viene cuando ya ni nos creemos las mentiras propias ni las ajenas. Porque, a lo mejor, entonces nos viene la tentación de desconfiar también de las verdades.

Tan compleja es la trama de las cosas en nuestro tiempo y tan implicadas están todas las cuestiones y tal interdependencia de problemas existe, que ya el disgusto, el gran disgusto puede sobrevenir de cualquier cosa. No ya tan sólo de la guerra del Vietnam o del Oriente Cercano. Puede surgir también por efecto del precio de la gasolina… y quien sabe si como consecuencia de la «guerra de la leche».

No cabe duda que la Historia tuvo más grandeza. Abre uno un libro de Historia y se encuentra con la «Guerra de los Cien Años». Abre uno las páginas de un periódico actual y se encuentra con «la guerra de la leche».

(Diario JAEN, 9 de enero de 1974)

domingo, 1 de enero de 2012

EL HOMBRE NUEVO (CUENTO)





Este hombre, era como todos: proyectaba cambiar. El hombre que proyecta cambiar es ese que juega a sacarse de dentro —de dentro de sí mismo— al hombre superior que él se cree que es.

Y sin embargo, este hombre, cuando se ponía a oírse, cuando aplicaba el oído al costado de su personalidad advertía algo así como el anómalo «funcionamiento» de esa glandulilla traviesa que se llama... ironía:

—Tú siempre serás Leoncio y el día que no fueses Leoncio, ¿qué ibas a ser, hombre?

Algo había dentro de Leoncio que se reía de Leoncio. Esto no importa para que Leoncio siguiese proyectando. Ya era una desgracia, sí, que no pudiese mudar de nombre. Porque eso de llamarse Leoncio... El hubiese querido encontrarse cualquier domingo por la mañana con un nombre nuevo, recién planchadito, almidonado e impoluto... Porque parece que no, pero los nombres también se gastan, se rozan por el cuello. Y, además, hay nombres de «corte antiguo», confeccionados según los más anacrónicos modelos del santoral. Porque el santoral es una sastrería de nombres «hechos». Si al menos fuese una sastrería de nombres «a la medida»...

—Yo no podré mudarme el nombre; pero me dudaré el hombre...

Y Leoncio se ponía a dar voces por ese brocal de pozo hondo de las noches de insomnio. Se ponía a llamar al hombre nuevo... Al hombre que tenía que estar allí, agazapado, dispuesto a agarrarse a la primera soga que se le lanzase al fondo.

—¡¡Eh!!

Pero las aguas quietas del fondo rumoreaban su risa de clausura. Y en su espejo se encontraba siempre Leoncio con su cara, otra cosa que él no podía mudarse aunque quisiera.

—Tú siempre serás Leoncio, hombre.

__________

Precisamente, lo que Leoncio exigía del hombre nuevo era inteligencia, porque audacia, ¡échele Vd! Con la del hombre viejo, le sobraba. El pisaba firme con la pierna de la audacia; pero la pierna derecha —la inteligencia— era de palo... Ningún recetario, ninguna ortopedia le servía... Y, como ya estaba harto de ser medio hombre nada más, de ser hemihombre; como ya estaba harto de aparecer ante todos como tuerto de mollera, y como por otra parte el hombre nuevo, el hombre del pozo interno, no se agarraba a ninguna soga, pues decidió ser él quien se tirase de cabeza al pozo; pero, al otro, al del corral de su casa...

Claro que sí: iba a ser un suicidio inelegante, sin estilo, bastante «ordinario». Los que se suicidan pegándose un tiro se creen, los pobres, que el pildorazo de la bala es un somnífero, un comprimido que les garantiza el sueño lelo de la nada... sin saber el cólico que les espera. Pero el suicido del pozo es aún peor porque es un suicido proletario, pobretón; el suicido de quien no tiene ni una pistola para caerse muerto...

Así es que, después de vacilar, se decidió por el suicido clásico: compró un frac y una pistola y... se puso delante del espejo. Todo estaba dispuesto...

Sólo que se confundió y disparó al espejo.

El espejo hizo: ¡Clac! Y todos los cuadros de la habitación dijeron: ¡Atiza!

Fue como cuando la novia deja plantado al novio en el mismo altar... (En casa hubo un disgustazo porque no era un espejo cualquiera. Se trataba de una cornucopia de la tatarabuela...)

—¡Siempre serás el mismo Leoncio!

Pero, la verdad, Leoncio, el hombre, vestido de frac, se encontraba como nuevo. No era cosa de tirarse así al pozo, ahora.

ANSELMO DE ESPONERA.

(Revista VBEDA, Año 3, Núm. 25, enero de 1952)