BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

sábado, 30 de noviembre de 2013

MAEZTU





En uno de sus primeros artículos, allá por 1896, Maeztu es­cribía: «El hombre es, por definición, lo incalculable». ¿Podía el mismo, entonces, prever la trayectoria de su vida y de su obra? Lo de «se hace camino al andar» fue en Antonio Macha­do un bello verso, y en Maeztu un programa. Así Amezúa pudo hablar de la «peregrinación de su entendimiento en la busca de la verdad». Porque, quizá, lo que desde el principio distingue a don Ramiro del resto de los «noventayochocentistas» es su intuición de que «hay» verdad y de que «está» en alguna parte. Por eso su pesimismo inicial, ante el momento histórico que sir­ve de fondo a su juventud, se transforma en seguida en una es­pecie de lema que abre un portillo a la ilusión: «Esperar sin im­paciencia, obrando sin desmayo». Es su consigna en 1898. ¿Esperar, qué? Por lo pronto, ahorrando palabra y gesto. Maeztu no es nada histriónico. «¿Por qué no se habrá in­ventado un aparato para pesar el ingenio derrochado inútilmente?» Esta ascesis es reconocida en seguida por el entonces joven de ilustres promesas, José Ortega y Gasset, que escribe a Unamuno una carta interesantísima en la que dice de Maeztu que es un hombre sin «redroideas», vocablo que no hemos vuel­to a leer ni en el mismo Ortega pero que parece muy significa­tivo. Por el contexto de la palabra se deduce que la «redroidea» es algo repensado, sofisticado, reelaborado, sin frescura fon­tanal algo mediatizado por intereses ajenos a los del puro pen­samiento. Quizá esta es la causa de que en Maeztu se pueden en­contrar errores, pero jamás caprichos cristalizados en puros juegos de ingenio, en «boutades» o en fuegos de bengala. Maeztu es, sí, peregrino. No puede perder el tiempo. El quiere decir siempre algo al escribir, cuando la mayoría de los que es­criben «en vez de decir, recuerdan».

En su andadura, es obvio, nuestro pensamiento encuentra un día, al paso, al socialismo. No lo margina ni elude su significación. Pero su rigor mental le lleva al análisis. Es un momento en que los intelectuales españoles, acordes en la denuncía, no se aúnan en la propuesta, en ninguna propuesta. Denuncias del marasmo de España, del caciquismo, de la mediocridad, de la pobreza. Pero ¿propuestas de qué? Maeztu se desazona: «En la hora actual no hay programa para los intelec­tuales». Y es así que cada uno se improvisa el suyo. Lo bueno en Maeztu es que él, fiel a su consigna de «esperar sin impacien­cia y trabajar sin desmayo», no quiere improvisaciones. El de­rrote a la izquierda es siempre un recurso para el intelectual. Lo fue en tiempos de la juventud de Maeztu y lo es ahora. Pero Maeztu, que cree que «el ideal no puede consistir sino en in­fundir el infinito en lo finito», objeta al socialismo así: «Tiene que liberarse de su materialismo histórico si ha de limpiarse de su contradicción interna de ser un movimiento ético que niega el poder de la moral».

Y es precisamente el problema moral la clave del pensa­miento de Maeztu. En «Don Quijote, Don Juan y la Celestina», Maetzu concluye: «El problema moral no se ha resuelto. Repre­senta la cantidad de desarreglo necesario para impedir que la moralidad se automatice en equilibrio de virtud y recompensa». Empero, aunque nuestro pensador es consciente de que la ética es una tensión y no una entropía, renuncia en seguida a todo subjetivismo e intuye la necesidad del «metro universal». «Si detrás de nuestra tabla de valores —escribe— no hay una escala cósmica, un metro universal; si las estimaciones nuestras no tie­nen más valor universal que las de los gusanos, si no hay un Dios en los cielos, Don Juan tenía razón».

Ni lo faústico —ni tampoco lo fáctico— representa jamás en el peregrinaje de Maeztu un punto de arranque. Además re­nuncia al comodín del mito. Si el de Celestina impregna de tin­tes sombríos las meditaciones de Machado, de Valle-Inclán, del mismo Azorín a ratos, porque existe en ellos la «persuasión de que nuestras acciones nadan valen», tampoco el mito del Quijote es tabla de salvación para don Ramiro: «El amor, sin la fuerza, no puede mover nada, y para medir bien la propia fuer­za nos hace falta ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable. Tomar los molinos por gigantes no es moralmente una alucinación, sino un pecado».

Momento crucial en el peregrinaje de Maeztu. La moral necesita de la Verdad y el amor, de la fuerza. Pero la fuerza del amor es, precisamente, la verdad. Naturalmente, bajo estos supuestos la urgencia de Dios salta a la vista. «Todo hombre —declara Ramiro de Maetzu— tiene la obligación de amar con fuerza. Pero, además, ha de poder amar a quien no ama o deja de amar a quien ame, si así es su deber». Y añade: «Jinete de su amor ha de ser el hombre». ¿No es toda una definición? ¡Qué conveniente recordarla en un tiempo en que el amor se hace producto publicitario, «anunciado», en campañas moralizajoras, entre desodorante y desodorante! El hombre, «jinete de ai amor». Y hasta el punto de proclamar: «Tenemos que de­fender a la Humanidad entera del odio; pero no odiar nunca, ni siquiera el odio de los malos». Estas últimas palabras las escribe Maeztu, ya en 1936, un mes antes de su muerte. Ahora bien: hasta llegar a formularlas, hasta dar con el meollo de su autenlicidad cristiana, Maeztu, ininterrumpidamente, ha cambiado como un pastor de sus ideas y de sus fervores, de sus lecturas plurales, de sus vivencias, imponiéndose una doble fidelidad a sinceridades y a verdades. ¿No se divide hoy el mundo entre sinceristas y lógicos? A los sinceristas les interesa su verdad, y a los lógicos, la Verdad. Pero cuando emancipamos nuestras verda­des respectivas de la Verdad, ¿pueden, con toda legitimidad, se­guir llamándose verdades?

Llegado a este convencimiento, Maeztu ya puede morir sa­biendo por qué muere. (Dirá a quienes le asesinan: «No sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por qué muero»). Y realmente ¿no termina el hombre de saberse, de investigarse, de averiguar­se cuando sabe de verdad por qué vive y por qué muere? Supre­ma ciencia que frecuentemente se esquiva tapando los huecos de la vida genuina con vida improvisada como se cubren ciertas zanjas con cascote efímero.

Maeztu concluye con su vida su programa. «España es co­mo una vieja encina medio sofocada por la yedra». ¿Programa de poda? Sí. Y un poco, también, programa de «decíamos ayer». Aunque no para que la lección de ayer ahogue los brotes hodiernos, sino para la necesaria labor de síntesis. Como en los últimos años de la vida de Maeztu se polemiza sobre el tema del atraso científico de España, él escribe: «Si no tenemos una bue­na física es oportuno ir a buscarla donde la hubiere, porque la física es una ciencia especialmente poderosa y el poder sobre la Naturaleza no debe descuidarse. Lo que no tiene perdón de Dios es que la busca de lo que nos falta descuide la conservación de lo que tenemos».

Desde su mundo, Maeztu nos sigue adoctrinando. El decía: «Yo he soñado con ser un espíritu con una mano descarnada que escribía». Creo que no se ha reeditado ni leído lo suficiente a Ramiro de Maeztu. Y pienso que la hora de España lo exige.

(ABC, 30 de noviembre de 1972)

viernes, 29 de noviembre de 2013

ESCENOGRAFÍAS DE OTOÑO





Es como si en la Naturaleza toda tocasen a arriar. Tras el orgiástico gesto estival, empieza a cuajar en los campos una recia vocación ascética. ¿Han visto ustedes cómo, a la hora amarilla de la renuncia, el árbol nos enseña su desnudez como una penitencia?

El ocaso se ha encargado una escenografía espléndida. Todas las decadencias —en la historia y en la geografía— requieren, como fondo, una barroca prodigalidad de color. Lo triste sin embargo es que todo, es nada más que eso: escenografía. La magnífica ilusión óptica del ocaso se desvanece en un instante cuando el sol —protagonista eterno del drama cósmico— hace mutis. Y, cuando hace mutis el sol, ¿no es cuando la Naturaleza, sin reservas, se entrega a su reciente vocación ascética? La brisa crepuscular del otoño —brisa impregnada de humedad, brisa contagiada de ábregas resonancias— es ya casi un sermón. La escasa fronda bisbisea trémula, como si rezara, y se van cayendo las hojas, como lágrimas... Ya entrada la noche, después de la brisa, incipiente y blanda, vendrá el viento bramador y denso; ¿no adivináis en el viento solemne del otoño —viento que llega después que las libidinosas sugerencias estivales han pasado— un eco profético, dogmatizador, cargado de trenos y amenazas? Sí; el viento tiene voz imponente de profeta, tiene acentos adustos de predicador. Por eso, a su conjura, los altos árboles cabecean contritos como si dijesen: Pequé, pequé, pequé...

Y luego la lluvia. La lluvia que esponja el campo como una gracia que redime y limpia. La lluvia unánime y clamorosa como una ovación cósmica. La lluvia que gime atormentada en la ciudad, mediatizada por las canales, por los aleros, por las gárgolas, para resbalar luego, casi burlada, por el asfalto y por el pavimento...


Cuando llega el otoño, también, naturalmente, se introducen modificaciones en el paisaje humano. He aquí ya todos los tópicos humanos otoñales: la gabardina, las castañas, don Juan Tenorio, los libros nuevos, el paseo al sol... ¿Quién dejará resbalar estos tópicos otoñales por el asfalto de su indiferencia? ¿Quién no se dejará penetrar suavemente de ellos? Hace una noche, un poco desapacible. Va a llover. Unos nubarrones sombríos cruzan el cielo movilizados súbitamente por no sé qué orden meteorológica: el caso es que llevan prisa y todos parecen dirigirse a un mismo punto, como si fueran a recibir instrucciones.. ¿No os dan deseos, pues, de comprar, en el puesto ambulante, un cartucho de castañas asadas? ¿No sentís, luego, un secreto placer, cuando, al llegar a casa, os dirigís a vuestros libros y de entre todos elegís uno que lleva indicado en su lomo: «Don Juan Tenorio. Zorrilla»? Y, cuando os disponéis a leer, cuando ya os habéis sentado junto a la mesa, ¿no experimentáis una insospechada, amabilísima impresión, al encontraros con que «hay brasero»?

Suena un viento lejano, un viento profético que desnuda a los árboles penitentes del lejano bosque. Mientras tanto, ¿qué hacer? No lo dudes lector: comerse la primera castaña, leer la primera escena del Tenorio, frotarse las manos y «mover por primera vez», también, el brasero...

(POLVO ENAMORADO, Gráficas Bellón, Úbeda, 1948)

jueves, 21 de noviembre de 2013

DESDE LA BARRERA





Sobre la Poesía existe mucha confusión. Los hombres, no se han puesto todavía de acuerdo sobre lo que es Poesía. Tampoco, naturalmente, sobre otras muchas cosas...

Habamos por unos instantes, «poesía comparada», aunque no nos guste el método. Eliminemos las poesías de versos —cortos o largos— que solo tienen versos, cuyo único mérito es el de expresar vulgaridades rimadas o vulgaridades ripiadas. Convengamos en que esos versos son los más difíciles para el auténtico poeta. Lo más difíciles ya que nada es tan extraño, tan ajeno, al poeta, como la vulgaridad. Porque claro está que en el ancho mundo existen vulgaridades a porrillo pero el poeta no las ve, no sabe verlas. O, cuando las ve, las transfigura. Si no es, que también puede ser, que las barra con la mirada... Eliminemos las poesías de versos que solo tienen versos.

Ahora lidian en nuestro parvo estudio comparativo, las distintas clases de poesía que además de versos, tienen otra cosa. En la composición poética, cualquiera que sea, es obvio que deben entrar como ingredientes el pensamiento y la belleza, o como se diría en un manual de preceptiva, el fondo y la forma. Pero, ¿en qué proporción?, ¿en qué dosis? He aquí la cuestión; he aquí el problema.

No lo dudemos; la poesía que solo tiene belleza pasará. No lo dudemos: pasará la poesía que solo tiene trascendencia. Ahora bien, una y otra tiene, tendrán, «su público» durante una época limitada, durante el tiempo que dura un «ismo». Y un «ismo» dura poco.

El mérito de la Poesía consiste en trenzar la gravidez de una idea —la idea siempre cae atraída por su centro— con la aérea luminosidad impalpable de una gracia flotante. Cuando la gracia, que es belleza, distrae a la idea, que es pensamiento; cuando se enreda en un rayo de sol la fibra de un querer o de un decir —aunque el decir tenga, de origen, la gravedad de un discurso—; cuando se encuentran en sus trayectorias las dos verdades, la del corazón y la de la mente, la Poesía surge clara y limpia, como un relámpago vivaz. O, mejor, como un chorro, como una fuente. Importa, entonces, que el poeta se apresure a recogerla. Importa menos, la clase de recipiente con que se apreste a cosecharla. Una airosa ánfora de corte clásico, o un adusto cuévano de factura modesta, ¿qué más da? Lo fundamental es la limpidez del agua. Lo fundamental es la pureza poética. Da igual el endecasílabo trabajado a cincel y sometido luego al torno del soneto —pongamos por caso—, que el despeinado encanto espontáneo del verso libre con la rima sincopada de emoción y el ritmo vigoroso latiendo por dentro.

Que el corazón y la mente vayan al encuentro, que se corten en un vértice inefable y sutil. Pero si nos empeñamos en que las dos verdades, la que siente y la que piensa, la que sueña y la que vive, se hallen... en el infinito, habremos destruido el ángulo prodigioso. ¿Por qué no acercar la fantasía al campo yermo de lo actual y de lo actuante? ¿Por qué no impedir que la tierra beba vino y que el aire se contagie de vaho telúrico, entrañable? ¿Por qué la «abstracción» —ese ángel soberbio— a ultranza? ¿Por qué el realismo, ese ángel alicorto?

Y es que la Belleza no puede subsistir por sí misma si no hay algo —algo tangible, vital y cierto— que la sirva de soporte. De lo contrario, la poesía será (y nunca desaprovechamos la ocasión de citar las palabras de Novalis) «éter pintado con éter en el éter». Pero cuán triste la vida de los hombres —hombres caídos— sin el consuelo poético. Porque la poesía es algo así como una embajada oficiosa de la alta Gracia; de la misma Gracia de Dios.

Recordemos la poesía de San Juan de la Cruz. ¿Quién se atreverá a pensar, al leer el Cántico, que su belleza es un tejido de rutilantes y ardorosas palabras yuxtapuestas? Alienta bajo el maravilloso ropaje de tornasol, la respiración vital, la respiración concreta de un alma a la que el Amor fatiga. Hay un latido escondido dentro de cada palabra; hay una idea encerrada dentro de cada imagen... ¡Cómo pesa la poesía de San Juan de la Cruz! Pero... ¡cómo vuela!

Pesar, volar... He aquí las notas de la verdadera poesía. Es tan difícil...

En cambio es muy fácil escribir, en prosa, de la poesía. Muy fácil y sin riesgo... (Perdón por este artículo escrito «desde la barrera»).

(VBEDA, Año 7, Núm. 83, noviembre de 1956)

viernes, 15 de noviembre de 2013

UN PALACIO DEL RENACIMIENTO





Fachadas de palacios quedan todavía muchas. Va sien­do más difícil ya topar con palacios; esto es, va siendo poco frecuente encontrar, en buen «uso», esas ediciones de lujo de la vivienda que la floración renacentista hizo surgir, generosamente, en nuestras ciudades y pueblos. Y no es que nos hayamos decidido, en lo que al modo de vida se refiere, por lo simple o exento de complicaciones; no es que prefiramos la «edición en rústica»... Es que el lujo cambia de estilo o, mejor, es que ya el lujo carece de estilo. Así, tocamos una época en la que lo suntuario, lejos de mostrar en cada caso el cuño de un personal prestigio —prestigio «trabajado» que al fin y al cabo cons­tituiría su mejor o su única justificación—, se ofrece (o se alquila) confeccionado, no siempre a la medida, al mejor postor. Y uno de los resultados es éste: Palacios deshabitados y «Palaces» repletos. Porque no es que la gente renuncie, ascéticamente, al lujo; es que aspira a que se lo den hecho.

Muchas familias han perdido la posesión de sus casas señoriales; son bastantes las que las conservan... en la­mentable abandono. No es raro, pues, que buen número de palacios, en estado de ruina más o menos inminente, hayan dejado de constituir un motivo artístico para re­clamar, más bien, una atención de la arqueología. Lásti­ma, porque la arqueología alude a la edad senil del mo­numento; y los palacios, poco más o menos, son jóvenes de cuatro siglos... Menos mal cuando los ha salvado una habilitación para otros menesteres; cuando el Estado o el Municipio les adoptan convirtiéndolos en museos, ayun­tamientos o casas de la cultura. Medida que ha redimido a sus artesonados, a sus estrados y a sus salones del moho y de la humedad; y que permite subsista de ellos algo más que la fachada renegrida o el desportillado patio. Pero más de un palacio ha visto uno, por estas tierras andaluzas, degradado a casa de vecindad. Pasáis ante su portada de ancho dovelaje sobre la que, a lo mejor, unos tenantes prosopopéyicos muestran su énfasis de piedra. Os sentís impulsados, sugestionados, por la presencia imponente. Intentáis penetrar en el interior y... súbita­mente os llega un tufo espeso y anodino agazapado tras la colosal puerta claveteada. O irrumpe en vuestros oídos una confusa algarabía de chiquillos de arrabal. No cabe más ironía...

Es grato por eso comprobar excepciones. No faltan, no pueden faltar. Contra el tiempo, frente a la famosa incuria de los hombres y a contrapelo de la opinión, exis­ten todavía quienes —nobleza obliga— hacen del mante­nimiento del palacio un deber: deber de estirpe y deber social de gran estilo. Deber social que rebasa la esfera del simple deber de sociedad cuando el palacio acierta a ser institución, es decir, cuando repercute su influencia en insospechados, y beneméritos, aspectos de caridad y de ciudadanía. Porque hay aristócratas. Porque hay aristó­cratas —digamos la palabra que tantas veces se elude— que no abdican, fieles a un fervor día a día continuado. La nobleza —piensan probablemente— no es, tanto en lo espiritual como en lo externo, una cosa que se conserva.

(ABC,16 de noviembre de 1959)

lunes, 11 de noviembre de 2013

SAN DANIEL DEL BUEN GOZO





En el Pórtico de la Gloria de Compostela, la efigie de Daniel profeta muestra a los siglos, uno a uno, su sonrisa. No tanto se ha literaturizado alrededor de esta sonrisa, como a propósito de la «Gioconda». Sin embargo...

Uno se imagina peregrino al tiempo, detenido el afán cansado de cada época junto al Pórtico. Hay huellas de los días furtivos en el granito que se pone en Compostela a imitar a la Eternidad. Hay impactos de mil presencias que ahora son mil silencios. El Pórtico recluta admiraciones. Pero la vida es breve y la obra de arte, indemne, subsiste a todos los relevos. Ocho siglos han hecho su relevo y la sonrisa de Daniel no ha sido arriada.

Y es el caso que los ojos del profeta, bien abiertas las órbitas, enraizan su expresión en una hondura pensante. No se puede decir que no sea el suyo un gesto de vida interior. Lo que sucede es que, aquí, las cejas no se fruncen hoscas, no forman oleaje. Pasa que su frente diafaniza amplitudes donde la visión allegó material al entendimiento. ¿Qué es una frente despejada? Quizá está en la frente la clave del gozo. Quizá en ella el secreto de la asunción de la alegría. Cuando las cejas se niegan a elevar la carga intelectiva, cuando se doblegan —roto el arco limpio— bajo el peso, ya el friso del gozo no es posible. Recordad las cejas cobardes y atormentadas, impotentes cejas rebeldes, que hacen ceño, saña, a veces, del simple mirar; hostilidad que se pliega hirsuta como estrangulando lo que los ojos ven. Así, todo júbilo se frustra porque no hay gozos que no vayan pasando por la frente; no hay gozos de planta baja, puramente sensoriales, aunque haya placeres de... entresuelo. La alegría es un tejer espíritu —luz y más luz— en las devanaderas del cerebro, encima, precisamente encima, de las órbitas...

Pero la frente que ha elaborado el gozo, que ha desenmarañado la oscura pasión para trocarla en acción visible y resplandeciente, transmite su fulgor, como en reflejo, a los labios. Y la boca de Daniel se embriaga en no sé qué delicias presentidas. Abrió Daniel los ojos y vio. Elevó luego el botín de su mirada hasta someterlo a la sutil manufactura mental. Luego —savia nutritiva, dulzosa— descendió su gozo y se hizo flor en el labio.

—Habrá que proclamar a San Daniel de... Compostela, Patrono del Buen Gozo.

—Pero, ¿por qué su frente ha elegido la alegría? Pero, ¿es que la alegría es materia de elección?

—Junto al pecho, las manos de Daniel descansan del trabajo consumado, de la obra hecha.

—Pero... ¿es que la alegría «se hace»? ¿No viene, no llega a impulsos de la fortuna? ¿No es un viento que trae la suerte a nuestro regazo?

—En su cátedra de Compostela, auténtico profesor de energía, él enseña su sonrisa como una asignatura; está diciendo: Mirad en torno; abrid, lo primero, los ojos; abridlos bien, para bien ver...

—Pero se ve la verdad y se ve la mentira; se ve la belleza y se ve el crimen...

—Él sigue enseñando: Si sólo veis, pereceréis: la forma no impondrá entonces su orden sobre el caos. Necesario es que alcéis lo que sentís, que alojéis la impresión en el pensamiento, que asentéis la emoción en la Verdad.

—Y... ¿qué es la Verdad? Oh, la Verdad... «¿Ha podido acaso librarte de los leones?», preguntaba a Daniel el rey de Media.

—«Oh, Rey... mi Dios envió su ángel, el cual cerró las bocas de los leones».

Es el secreto de la sonrisa de Daniel: Dios envía su ángel siempre. Cuando el pensamiento ha sido taraceado por la Fe, el friso del gozo se perenniza. Y los «leones» no dañan. Cualquier actualidad quema su anécdota para que de entre sus cenizas añore la categoría.

—Otra vez la Fe, clavando su media estocada a la embestida de los temas difíciles...

—Sin ella, sólo el placer del entresuelo —no el gozo que exulta en las alturas— es absolutamente viable. Si no es que las cejas, en ceño sombrío, acaban por estrangular lo que los ojos ven. Si no es que la ilusión aborta, haciendo cólera de lo que iba para sonrisa.

—San Daniel de Compostela, Patrono del Buen Gozo...

—¡Cómo necesitamos peregrinar hasta tu gesto todos cuantos deseamos conservar, en buen uso, la frente!

(ABC, 4 de noviembre de 1962)


jueves, 7 de noviembre de 2013

EL MATRIMONIO





Es una evidencia —no hay que recurrir a las estadísticas para comprobarlo— que el matrimonio también está en crisis. Pero aquí, creo, no se puede recurrir a esa especie de comodín con que se excusan ahora todos los trastornos: «crisis de crecimiento». Aquí, la cuestión es otra.

El hecho es que muchos cristianos están olvidando que en el matrimonio, bajo su forma de contrato, subyace un carácter más decisivo: el de Sacramento. Si valoramos el matrimonio nada más como contrato, está claro que no se le puede exigir indisolubilidad. Porque todos los contratos caducan, o se revocan, o son susceptibles de denuncia por una u ambas partes. Pedir perennidad y vigencia eterna a un contrato es pedir peras al olmo. Así es que desde el punto de vista puramente contractual, los partidarios del divorcio llevan razón.

Pero el cristiano en cuanto tal no puede pensar así. Aunque le vaya mal —muy mal incluso— en el matrimonio, no puede pensar así. Las nupcias no son para la felicidad permanente. La felicidad permanente, aparte de una utopía, no es el fin específico de la unión sacramental. Nos unimos los cónyuges para la felicidad cuando llegue, y para cuando llegue el dolor. Y no nos ligamos de hecho con las virtudes, o con los bienes, o con la belleza del cónyuge —que pueden ser cosas fungibles—, sino con el cónyuge todo entero. Al hacerlo carne de nuestra carne no quiere el sacramento que nos propongamos exclusivamente la materialidad de un placer. Es decir, la vida del desposado no se entrega bajo el aspecto unilateral de la mutua satisfacción. También se entrega para el mutuo dolor, puesto que el dolor, como decía Séneca, también forma parte de la naturaleza. El matrimonio es, por igual, fuente de posible alegría y fuente de posible sufrimiento. Pero alegría y sufrimiento compartidos. De tal forma que si el cónyuge respectivo tiene un defecto —aunque sea un gran defecto—, se incorpora al matrimonio, en fondo común, como defecto de los dos. Y hay que soportar, llegado el caso, las cargas físicas y morales, tanto si de él proceden como si proceden de ella. Y la enfermedad física o moral del consorte hay que aceptarla como propia, de la misma manera que como propios se aceptan sus caricias, su dinero o sus bondades. En el matrimonio se comprometen los sujetos y no solamente los objetos que se dan o que se tienen, contando entre los objetos el mismo cariño. De ahí su carácter irreversible. De ahí que no sea el matrimonio un simple contrato ya que en éste entran en juego objetos, pero no sujetos, es decir, personas. No puede cesar el matrimonio mientras no cesa la persona...

Que el matrimonio, pues, desde una apreciación mundana, entraña un riesgo y supone a veces una heroicidad, es indudable. Pero su carácter sobrenatural se rige por principios y valores que se cotizan de tejas arriba. Y éste es el único remedio frente a toda posible desventura. Dura es la ley, pero es la ley.

Creo, por eso, que la propedéutica del matrimonio cristiano que encarna el noviazgo no puede ceñirse a la absurda promesa de amores eternamente frescos. En el matrimonio cuentan muchos valores, entre los que no es el menor el del sacrificio. Holocausto es la unión sacramental y no simple intercambio. Objetivo suyo es el Amor más que los amores. A la vista de esto, el matrimonio exige, más que una preparación de besos —que por otra parte no necesitan prepararse—, una esencial preparación cristiana. (Aquella costumbre de que el párroco pregunte la doctrina a los contrayentes no es una simple fórmula.)

Porque si, ciertamente, el matrimonio se funda en el sexo y no puede prescindir del sexo, no menos cierto es que está llamado a rebasar el sexo. La sexualidad es la base del matrimonio, pero no es todo el matrimonio, de la misma manera que la base de la pirámide no es todavía la pirámide. Esto difícilmente se acepta en nuestro tiempo hedonista y desmoralizante. No se acepta que la felicidad posible del matrimonio no es una felicidad dada de antemano, sino, más bien, una felicidad a alcanzar. Y una felicidad de la cual el placer es sólo el estímulo, pero no el elemento constituyente. Si quienes se van a casar se persuadiesen de que el matrimonio no es un contrato de amores, sino una voluntad de amor, rara vez se produciría la disparidad. Pero es más: cuando nos convezcamos de que la disparidad posible entre los cónyuges no es causa suficiente de ruptura, se producirán automáticamente menos disparidades. Habrá más armonía cuando juzguemos que una accidental desarmonía no desata lo esencial.

En fin; será defendible el divorcio desde un punto de vista estrictamente natural. No lo es, en cambio, desde el punto de vista cristiano. Hay que persuadirse de que el cristiano es diferente. Y si nos decidimos a ser cristianos, tiene que hacerse con todas las consecuencias.


(ASÍ, 2 de noviembre de 1969)

lunes, 4 de noviembre de 2013

VIVOS Y MUERTOS





Noviembre es un mes inquietante para el espíritu. Con la caída de la hoja, cualquier hombre, a poca graduación que su sensibilidad alcance, siente lo perecedero de las cosas. No sirve lancear el tema. El tema —el de la muerte, sí— embiste ineludiblemente. ¿Cómo ignorarlo? Está ahí, sin remedio. Aunque nuestro tiempo intente esquivarla, aunque no la rodeemos ya de la solemnidad, probablemente  exagerada, de antaño —lutos pertinaces, imponentes catafalcos—, la muerte es algo sin remedio...

¿Sin remedio? Es una manera de hablar. Porque, cristianos como somos, sabemos o debemos saber, que la muerte es un fenómeno detrás de cuya apariencia se esconde la verdad más vital que imaginarse puede: la promesa de la resurrección y la vida eterna. «Muerte, ¿dónde está tu victoria?». Es el grito jubiloso que hace suyo la Iglesia en la liturgia de Pascua.

Sin embargo, de una u otra manera, la gente —usted, yo, todos— no estamos mentalizados, por usar un desafortunado vocablo que se emplea mucho ahora, respecto al tema inquietante. Preferimos aplazar su consideración y meditación. Y las «postrimerías» nunca tienen mucha prensa. Realmente, lo que sucede es que tenemos una incultura tremenda sobre la cuestión. Yo creo que habría que «culturizar» —tampoco me gusta esa palabra— el tema de la muerte. Pero culturizarlo, ¿qué sería sino cristianizarlo?

Que hay muerte, lo sabemos. Lo sabemos. Lo sabemos y, generalmente, nos desagrada. Que hay, además, juicio, infierno y gloria, son cosas que ya quiere saber bastante poca gente. Lo sorprendente es que, contagiados del ambiente, hay predicadores y directores de ejercicios espirituales que ya temen un poco hablar de las «postrimerías». En ocasiones, suelen ser los mismos que antes recargaban de tintas tenebrosas la misma meditación. ¿Por qué este cambio?

Noviembre, sí, es mes propicio para que el hombre se adentre en sus abismos. «Caña pensante» llamó al hombre aquel maravilloso filósofo, tan cristiano, poco citado hoy, Blas Pascal. «Una miseria que se conoce», agregaba el mismo pensador, refiriéndose siempre a la naturaleza humana. Realmente, no nos conocemos, no ahondamos en nuestro interior. Y cuando de vez en cuando lo hacemos somos ineptos para encontrarnos, para hallarnos y luego considerarnos en nuestra indigencia y en nuestra gloria. Más bien nos equivocamos al valorarnos porque nuestro instrumento para perforar la intimidad es generalmente la soberbia. Casi nunca, la humildad. Cuando es la humildad la que acierta, cuando ausculta. Cuando es la humildad quien da con el filón de nuestra auténtica «dignidad humana». Cuando, en fin, es la humildad quien nos da conciencia, de una parte, de la propia índole menesterosa. Y, de otra, de la personal «categoría». Categoría de cristianos redimidos, elevados, alzados por la Gracia.

Estupenda ocasión ésta de Noviembre para rogar a Dios por vivos y muertos, para unir vivos y muertos en el pensamiento y en la ofrenda.

(ASÍ, Núm. 11, 17 de noviembre de 1968)


viernes, 1 de noviembre de 2013

EL ARTE DE MORIR





Sólo los espíritus entecos sienten un miedo invencible hacia la muerte. La vitalidad no consiste en aferrarse a la vida, sea como sea, sino en dar un sentido y una dirección a esa misma vida que no ha de medirse; antes bien ha de pesarse. En otros términos, a las gentes anodinas —a la mayoría de las gentes— importa, en la vida, el conti­nente más que el contenido. Vivir muchos años, aunque sean unos años vacíos, es la aspiración suprema de no pocas personas que esti­man una existencia sin esencia, una existencia intransitiva, fin y prin­cipio de sí misma, carente de densidad y de sustancia.

Pero cuando la vida pierde su peso específico para ser sólo una capacidad vacía, un molde hueco; cuando la vida no tiene derechos porque para nada sirve y para nada se arriesga, entonces es cuando la muerte adquiere, en la aprensión, la maciza pesantez que ha per­dido la vida, y cuando su temor asusta y entenebrece el horizonte es­piritual de unos hombres que, al sentirse débiles, irremisiblemente han de advertirse cobardes. Los santos y los héroes no temen a la muerte, precisamente porque están llenos de vida, porque tienen una vida más fuerte que la muerte; capaz de desafiarla y de vencerla. Sólo vence la muerte a quienes la esquivan y la huyen; a quienes, al enfrentarse con ella, no adoptan una postura vital.

Vitalidad ante la muerte: he aquí el verdadero triunfo del hom­bre. ¿De qué sirve lo que se llama «vivir» la vida, emplear en la vi­da toda la vitalidad? Para vivir no se necesita fuerza de ánimo: para morir, en cambio, sí. Y lo mismo que es fácil el aprendizaje del placer y difícil el del dolor; lo mismo que todo el mundo sabe aceptar y po­cos, muy pocos, saben renunciar, es enteramente asequible para todos el vivir y privilegio de unos pocos el morir: morir dignamente, infla­mados de fe y de deseos, llevándose consigo toda la fuerza, sin dejar se vida en la vida, efectuando esa admirable transposición de térmi­nos, verdadera clave en la ecuación de la felicidad, de llevar la vida a la muerte y la muerte a la vida. A quienes han puesto todo su in­terés en «vivir la vida» apenas les queda vida para la hora de la muerte, cuando más la necesiten. Y quizá toda nuestra misión no consiste en otra cosa que en ahorrar cada día un poco de vida para que cuando la muerte llegue no nos encuentre arruinados de deseos. Más vale —como decía José Antonio— la esencia que la existencia. Y darlo todo al existir de la vida orgánica es desatender al ser de la vi­da inmortal.

Únicamente el cristianismo ha sabido adoptar una postura vital ante la muerte. Sólo él ha puesto toda la Vida más allá de la vida: «El que ama su vida la perderá» ha dicho Jesús. La ascética, ¿qué es si­no un ahorro de la vida con vistas a la muerte, una cotidiana priva­ción de una parte de ella para encontrarla toda entera el último día?

Pero nosotros, los hombres en general, somos unos despilfarrado­res de la existencia. Queremos gastar nuestra vida completa. Una ilu­sión cada momento. Siempre en pos de inéditas emociones, espoleados por inmanentes entusiasmos. El amor, el dinero, la felicidad: aras fal­sas en que inmolamos los mejores holocaustos de nuestra fe. ¡Vivir, vivir! Pero vivir, ¿para qué? Esos hombres que tan bien «saben vi­vir», que tan maravillosamente dominan la técnica de la vida, que han hecho de la mundología asignatura central de sus conocimientos, ignoran enteramente, por lo general, para qué viven; saben todos los recursos de la existencia y desconocen todas las excelsitudes de la esencia...

Debiéramos, pues, más que «saber vivir», vivir sabiendo. Vivir sabiendo y conociéndonos, con una vida consciente de sí misma. Y, además, como escribe Ortega, «debiéramos usar de la muerte, aprovecharla, emplearla; porque después de dos siglos de huir de la muerte hace falta fomentar el arte de morir»


(POLVO ENAMORADO, Gráficas Bellón, 1948)