BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 28 de junio de 2013

EL PROGRESO, LA CULTURA, LOS ECOS





En su tiempo, José Ortega y Gasset —nada sospechoso de reaccionario— escribía con mordaz desprecio acerca del «parvenu». Decía del progresismo del «parvenu» que estaba «deslumbrado por las botas nuevas de la civilización actual». Los ultraprogresista de hoy, más aún que los de la época de Ortega, quieren apabullarnos con su zancada larga. Pero es eso: ruido de la bota más que agilidad del pie. En sus peroratas, en sus desplantes (que ellos llaman «denuncias proféticas»), en sus argumentos, no late una novedad profunda, sino más bien una larga —y ancha— novelería. Hablan y hablan compensando lo hueco con lo largo. Nuestro Antonio Machado, hace cincuenta o sesenta años, advertía contra «el coro de los grillos que cantan a la luna» y nos daba la receta capaz de librarnos de los pluriparlantes a real el ciento: «A distinguir me paro las voces de los ecos».

Me parece que justamente ocurre así: la gente se nutre ideológicamente (y aún en el plano de lo existencial, por paradójico que resulte) de los ecos. Creo que los ecos, los retumbos, las resonancias de modas, modos, estilos y doctrinas naufragadas o ahogadas son voces inéditas acabadas de emitir. El «parvenu» era, según Ortega, el hombre deslumbrado por el tópico del antitópico. Pero no es el antitópico —tópicamente aceptado— el remedio.

El progreso, la civilización, no es cuestión de cambio de calzado, sino cuestión de ahondamiento, de profundización. No progresa quien se mueve mucho, quien avanza sin saber a dónde o quién multiplica su voz de eco en eco, de monte en monte. Pero, además, sucede que aun en el caso de que progreso y civilización fuesen eso, la cultura es algo más. Porque la cultura no es un viaje, sino una labranza. Es labor, honrada labor, de arado, siembra, cultivo, abono, escarda y riego.

¿Por qué este nomadismo insaciable de los progresistas actuales? Sucede que el mundo por fuera es más bien pequeño. Por donde el mundo es grande es por dentro. Los progresistas más bien avanzan por la superficie y entonces cuando creen descubrir una «verdad nueva» no es, en la mayoría de los casos, sino que, dada la vuelta, tropiezan con el uso, con la costumbre, con la razón o con el método desechados anteayer. Ejemplo cercano: infinidad de jóvenes partidarios de un radical liberalismo están, a lo mejor, convencidos de que son ellos quienes lo están inventando o quienes lo van a inventar. No, no; tienen que enterarse de que no. Tienen que enterarse de que el liberalismo fue un descubrimiento de esos señores de bombín, patillas, reloj de cadena y chaleco de tirilla, cuyos retratos penden todavía de las paredes húmedas delos gabinetes y salas de provincia.

En cuanto a los candorosos progresistas que propugnan un cordial acercamiento al marxismo, ¿no hay que recordarles que el marxismo tiene una historia inexorable que ellos no pueden ahora detener con su beato injerto? Fernández de la Mora ha resumido la historia socialista así de breve: «Fourier o la utopía, Marx o la ciencia, Stalin o el Poder». Los cristianos marxistas seguramente lo que quieren, si son bienintencionados, es una utopía. Poco más o menos pretenderían, como Fourier hace más de un siglo, una suave, humana, filantrópica, aceitosa revolución. Ya no es posible. Esos cristianos, llegarían demasiado tarde, llegarían después de Stalin y de Lenin. Es decir, cuando ya el socialismo irrevocable es más que una vocación de justicia. Cuando ya el marxismo es, sobre todo, una filosofía sin médula espiritual y un despótico e implacable poder.

A uno le parece (y por eso uno no teme decirlo) que en las tesis progresistas pululan los errores. Pero errores viejos. Tan viejos, que ya son condenados en los textos bíblicos y en las cartas de los apóstoles. A mí me parece expresivo y sintomático el texto de la II Epístola de San Juan, capítulo 7, con el que concluyo: «Todo el que va más allá y no se mantiene en la doctrina de Cristo no tiene a Dios... Muchos seductores han salido al mundo: los que no confiesan a Jesús como Mesías venido en carne. Esa gente es el seductor y el anticristo... Si alguno viene a vosotros y no trae esa doctrina no le recibáis en casa ni le digáis “salud”. Y el que le dice “salud” entra en comunión con sus malas obras». Durísimo texto el de San Juan. No debe una prudente exégesis atenerse estrictamente a la letra, pero aún así el espíritu que mueve la epístola parece evidente.

(ABC, 19 de junio de 1977)

miércoles, 26 de junio de 2013

ENSEÑAR A DISTINGUIR





«Casi todo el mundo está perplejo
acerca de la educación de los hijos»
Goethe


Pedagogos hubo —y los hay todavía— que llegaron a creer que tallando las facultades de los niños, midiéndoles la inteligencia, la voluntad y los afectos (?) como se mide el tórax, la estatura o... la torre de Pisa, el expediente de la educación estaba próximo a resolverse definitivamente. Optimistas. Hoy la Pedagogía, si quiere seguir actuando en serio, tiene por delante un campo mucho más difícil. La educación no se hace con psicología barata, es decir, no se hace con psicología física o, lo que es peor, con psicología matemática. Porque también el niño es un misterio ante el que los números y las estadísticas —¡oh las estadísticas!— fallan. Desde Stuart Mill acá ha llovido mucho, y la pedagogía científica, si quiere seguir siendo científica, necesita ciertamente también de un «aggiornamiento». Por ejemplo, la pedagogía, más allá de sus medidas y de sus baremos, tiene que mirar alrededor. El mundo que hay —y el mundo que se fragua dentro del que hay— es tan complejo que preparar al niño para la vida exige muchas calzas, ahora que vadear el lecho mismo de la existencia resulta tan arduo. Probablemente, hace nada más treinta años, era fácil orientar a los chiquillos en un mundo estabilizado, mucho menos complejo que el de ahora. Se elegía profesión u oficio sabiendo de antemano lo que cada profesión u oficio era. Se elegía mujer sabiendo lo que cada mujer era. Las actividades, los afectos y las aficiones tenían cierta solidez, aunque algunas veces falsa. Y los llamados intereses naturales del educando encajaban con cierta facilidad en los esquemas previos.

Pero el mundo se ha agrandado. Más que agrandarse, se ha dilatado. Se han multiplicado las opciones y, con ellas, las dificultades. Hay más facilidades para todo y, paradójicamente, hay para todo más obstáculos. Cualquiera puede llegar a ingeniero quizás —igualdad de oportunidades—, pero por eso la carrera de ingeniero se pone mucho más difícil para todos. Hay más libertad, pero también hay mucha más gente, y ya se sabe que, en última instancia, el ser libre es tener alrededor mucho espacio vacante. Y, ¿no hay también más conocimientos a medida que existe menos auténtica cultura? ¿Sabemos de muchos hombres que juzguen lo inmediato por lo mediato y no lo mediato por lo inmediato? ¡Cuántos libros y qué pocos autores! Luego, mil sensaciones para cada dos ideas; cien matices para un concepto. ¡Qué oferta tan sensacional de emociones! Pero entre tanta emoción distinta, ¿quién se casa con una conducta? Infinitas novias y poquísimas esposas.

Este panorama, esta perspectiva abierta con soluciones tan numerosas como inciertas, convierten en pavorosa la tarea educativa. Goethe, profeta en tantas cosas, lo adivinaba en su tiempo. Escribió: «Pensando en educar para una esfera más alta se conduce a los alumnos a lo ilimitado sin tener a la vista lo que en realidad requiere su naturaleza interior». Pobre niño, pobres niños, tan naturalmente limitados en su naturaleza llamados a enfrentarse dentro de dos, dentro de cinco años, con plurales horizontes enfrentados. Ellos comprenden en seguida cuando con amor les hablamos de amor, cuando encarecemos en su presencia la justicia y la libertad, cuando les hacemos sentir a Dios, a la Naturaleza... Pero un mundo voraz aguarda afuera de la escuela para apoderarse de ellos. Y tienen que prepararse para él. Ese mundo —la verdad sea dicha— es poco respetuoso con los intereses del niño. Les va a exigir innumerables técnicas, conocimientos, astucias y ardides. Quizás no va a bastar con nuestra palabra de amor, porque ese mundo, si no sabemos atinar con honda al amor como un pequeño David, se engulle todas las ternuras posibles. Además se trata de un mundo en cuyo mercado de opiniones los precios no están de acuerdo con los valores. ¿Cómo preparar a los niños para que conozcan los genuinos valores por debajo —y aún en contra— de marchamo de los precios?

La naturaleza interior del niño siempre fue mucho más simple que el vasto mundo y, por eso, siempre la educación fue cometido espinoso. Pero hoy el mundo es más problema, y ayudar a despejar las incógnitas es empresa superior, porque en los mismos planteamientos problemáticos hay falseamientos, mistificaciones. El mundo está más sofisticado porque encantadores y primorosas bambalinas de cartón ocultan el único horizonte natural. Y sus oscuridades —iluminadas con luces de neón— adolecen de un esplendor bastante para desestimar la luz del sol. Es peligroso. Sobre todo para estos chiquillos que ahora se preparan. ¿Para qué se preparan? Ni lo sabemos, ni lo saben. ¿Qué existencia les aguarda? Lo ignoramos y lo ignoran. Más inermes que nunca ante una confusión hecha de parciales claridades yuxtapuestas, no van a servir para nada nuestras tallas de inteligencia, nuestras medidas y nuestros tets, si no nos apresuramos a enseñarles a distinguir. Distinguir, suprema norma educacional. Distinguir el bien del mal, la belleza del afeite, la verdad limpia del vistoso error; el hecho mostrenco de la idea generosa y el agua de la droga. Distinguir para saber y saber para elegir. Educar para la vida, sí; pero pasando por dentro del niño mismo, salvando al niño y sus verdades no contaminadas. Y armando con honda a cada una de esas verdades, por lo que pueda suceder...

(JAÉN, 19 de junio de 1969)

lunes, 24 de junio de 2013

CAZORLA, MADRINA





NOTAS PARA UNA BIOGRAFÍA DEL GUADALQUIVIR

Los ríos, al par que su cauce, se van haciendo el romance. ¿Resiste alguien la tentación de la fama? No; nadie. Un río tampoco. Pero la estricta realidad geográfica del río es poca cosa, poca garantía, cuando se oposita a la gloria. La inmortalidad viene por otro camino. Por ejemplo, la poesía metida a geógrafa hace primores. Ese Duero que camina entre parameras, flanqueado de gestas; ese hondo Tajo, que ha ceñido a Toledo por la cintura en demanda de linaje...; ese Ebro ambicioso que rodea el Pilar de Zaragoza para festonearse de gracia...; ese Miño galleguiño que sueña en su arenas oros de fantasía... ¿Quién duda que, «ya», tienen también un alma? La poesía —virgen loca— infunde el «alma de las cosas». Esto no es sino que la poesía se las compone para arrancar, de todo lo existente, reflejos agradecidos. Así la luz se agranda y se multiplica la imagen. Como en aquellos estupendos pabellones de feria —pasmo de nuestros doce años— el logro maravilloso resulta, casi siempre, de un juego, de una «combinación de espejos».

Ahí está el Guadalquivir reverberando, incesante, su plural poema inacabado. Acogido, naturalmente, al mecenazgo de Sevilla. Porque Sevilla lo romanizó; Sevilla lo arabizó, lo cristianó. Sevilla lo torna capitán; torero, «cantaor» lo hace. Guadalquivir agasajado, Guadalquivir entusiasmado, cargo con el mar a cuestas hasta la Giralda. El puerto es un regalo del río a su novia oficial.

Su novia oficial, porque los amoríos —Baeza y Úbeda, en la lejanía; Andújar, Montoro, Córdoba, en la fácil proximidad— forman capítulo aparte. Sería tan interesante escribir la «Biografía del Guadalquivir»... Por lo pronto, valga esta vez la crónica de su nacimiento.

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La vida de los ríos es una vida en el espacio; no una vida en el tiempo. Naturalmente, el río cursa un camino, no sigue una época. Hay una inversión de espacio-tiempo (geografía-historia) en su organización —llamémosla así—. De tal forma que la madurez del río no la marcan los años —edad a partir de un instante—, sino las distancias: línea a partir de un punto. ¿No pasa algo conocido con todo lo geológico, con todo lo relativamente inmutable? Nosotros somos niños, jóvenes, viejos: cambiamos en el tiempo; la tierra es sierra, loma, vega, llanura: cambia según el lugar.

¿Historia del Guadalquivir? Pues decir lo que es el Guadalquivir en Cazarla, en Andujar, en Castro, en Córdoba, en Sevilla, en Palma, en Sanlúcar.

El Guadalquivir nace en la sierra de Cazorla. Todas las sierras son interesantes. Pero la de Cazorla es, además, una tierra en «estado interesante». Vértigo de abismos, nausea de la roca, capricho de riscos inverosímiles, de torrenteras, antojos de tormenta. Tierra henchida, poseída por el viento, requerida por el rayo. El huracán —varón de deseos—, tras sus conquistas fáciles, se retira siempre a su reducto hogareño de las cumbres. (Todas las sierras tienen su escenografía, se dirá. Pero esta de Cazorla es más complicada, más sintomática, más... genuina. Se ve que su parto no va a ser el «parto de los montes».)

Hemos asistido la nacimiento del Guadalquivir en la sierra de Cazorla. El Guadalquivir, como todos los recién nacidos, está indiferenciado. A todos los arroyos se parece. Pero ya, ante el airoso salto de su primer barranco, los picachos cercanos parecen comunicarse su regocijo: «Cómo diréis que se llama este niño». Un águila cruza el ancho azul... ¿Águila? Por cierto que la fauna de la sierra de Cazorla, para colaborar quizá en el prestigio de «su» río, muestra la ejecutoria, casi legendaria, de raras especies olvidadas. Así, el «Algiroides marchi», el «Gypaetus barbatus», han podido ser fotografiados en estos parajes antes de su extinción definitiva. El «quebrantahuesos», de otra parte, ha merecido la atención y el estudio de versadísimos ornitólogos de dentro y fuera de España... Especies fabulosas para el blasón de la sierra, para la heráldica del río, que, tras una infancia corriente —corriente, claro, en todos los sentidos de la palabra—, crece pronto y vigorosamente. Hasta el punto de que ya en la Cerrada del Utrero le da la alternativa al primer puente. En la misma Cerrada del Utrero hemos visto al Guadalquivir acarreando gruesos maderos sobre sus hombros, impetuosos de mocedad, empresario de ilusiones...

La minoría del Guadalquivir, bajo la regencia de la sierra, ofrece tan inusitados aspectos de belleza que ya, movido de ellos, ese donjuán de la geografía, llamado Turismo, ha movilizado sus efectivos mejores. Más de un pintor, de un paisajista, de una poeta, ha descongelado su inspiración ante sus perspectivas espléndidas. Con decir que por aquí estuvo rondando aquel místico Juan de la Cruz... Porque también, Dios se adivina cerquita, detrás de cada cumbre. Dios juega al esconder entre los pinos...

(—Hombre; el río promete, la madre es bellísima... ¿Y la madrina? ¿Dónde está la madrina del Guadalquivir?

—Verá; la madrina puede encontrarla en un flanco de la sierra. La madrina se llama Cazorla.)

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Si que sería imperdonable asistir, convidado, al natalicio del Guadalquivir y venirse luego sin saludar a la madrina.

¡Una madrina tan linda! Bien se ve que el Guadalquivir, aturdido de torrentes, apenas la ha visto desde lejos. Si no se hubiera acercado a Cazorla y su primer meandro —su primer requiebro— hubiera sido para ella. Hubiera sido, después de su madrina, su primera novia, antes de que Baeza y Úbeda, desde el mirador de La Loma, empezasen a hacerle señas.

Cazorla tiene la llave de las sierra, en cuyas primeras estribaciones se derrama blanca, ágil, niña. Trisca impávida por las eminencias abruptas, se esconde entre el Cerro de la Cabeza y el Cerro del Castillo. Aparece y desaparece entre los riscos. Enreda con la geografía. Apoya, al fin, cansada sus espaldas en la peña gigante de los Halcones.

Frente a la peña de los Halcones, el castillo de la Yedra, elevado en oferente arrogancia, mantiene un tenso vis a vis con Cazorla. Vigía orgulloso que no abdica, la fortaleza envuelve al pueblo en una prédica estimulante. Cazorla juega con la geografía y se hace tributaria del tiempo. El reloj municipal de la plaza de la Merced señala en la ciudad las horas que pasan. Enfrente, el castillo va haciendo historia de los instantes fugitivos: va capitalizando tradición de los días efímeros. Cada minuto paga Cazorla su peaje al castillo que se levanta frente a la actualidad irrogándose los derechos del tiempo ido.

Cazorla: un rincón, un vértice de España. Primera estrofa del poema del Guadalquivir... ¿Quién escribe la biografía del Guadalquivir?

(ABC, 17 de junio de 1960)

viernes, 21 de junio de 2013

CHARLA DE FINAL DE CURSO 1968/1969





Señor alcalde, autoridades, padres de familia, queridos compañeros, niños...

Me pregunto por qué es obligado —casi como de paraliturgia escolar— que en este acto de fin de curso alguien tenga que pronunciar unas palabras o leer una cuartilla. Porque quizá lo más elocuente en estos casos es callar y dejar que, por dentro de cada uno, transcurra la procesión de cada uno. Yo, ahora mismo, me imagino las de los aquí presentes.

La más risueña procesión que va por dentro hoy, es —no cabe duda— la de estos niños que vienen a recoger el diploma que les premia su comportamiento. Están ahí, más o menos calladitos, pero su ilusión es estallante y alborozado el repiqueteo de sus corazones.

Día grande para ellos, que puede significar quizá el comienzo de una voluntad forjadora de metas cada vez más altas. Pero tampoco es desdeñable la «procesión» que va por dentro de los padres, porque ver a un hijo —carne de nuestra carne y alma de nuestra alma— en trance de victoria, es un placer que nos hace sentirnos más padres, doblemente padres. Felicitación sincera a diplomados y familias.

Otras procesiones desfilan por dentro hoy. La de nosotros, los maestros, por ejemplo, en la inminencia de las vacaciones. Procesión alegre también, pero con un rezumo de melancolía. Juntos hemos estado en nuestros Colegios, en nuestras Agrupaciones, y ahora suena el momento de la «diáspora».

La memoria de instantes felices, de logros profesionales, de satisfacciones, se mezcla con posos de pequeñas amarguras. Pero hoy, en la lejanía, todo se une y confunde en un matiz hasta cierto punto nostálgico. Y ¿quién mejor que cada cual sabe si su labor en el curso que termina respondió o no a su propósito de cuando, hace diez meses, el curso comenzó?

Nuestra profesión es cometido de dar, mucha dar, mucho entregar, mucho dedicar. Quiera Dios que todos, al hacer nuestro balance, encontremos un superávit en nuestro oficio de dar y que nadie se sienta deficitario.

También, ahondando en el pensamiento de los aquí presentes, yo advierto el desfile de una triste procesión. Es la de los recuerdos hacia los ausentes; concretamente, ahora, por reciente, el recuerdo, necesariamente emocionado, necesariamente agradecido y necesariamente doloroso, de nuestro inolvidable José Antonio Jiménez Pastor...

Sí, queridos amigos. Cada procesión que va por dentro, tiene su color. Y todas juntas nos invitan a la reflexión. Matizada reflexión en la que los sentimientos encontrados nos invitan a un equilibrio sereno, espiritual. Es justo —y bello y hasta pedagógico— enseñar que es una orquestación la vida, en la que no hay punto sin contrapunto.

En fin; entremos todos en la vacación estival con ánimo elevado. Descansemos, para renovar luego todo lo que necesita renovación. Descansemos para seguir, con fuerza, conservando lo que no puede llevarse ningún viento pasajero.

Ahora sólo me resta, en nombre de todos, agradecer a nuestro Alcalde su interés demostrado hacia la Enseñanza Primaria, cada vez con perspectivas más amplias y halagüeñas en nuestra Ciudad; y deciros: ¡Feliz verano 1969!

jueves, 20 de junio de 2013

JARDINES DE ÚBEDA





Revalorización del Jardín.

La selva o el bosque son Naturaleza —bella naturaleza casi siempre— pero el jardín, es ya gracia.

El jardín tiene una forma, que es tanto como decir que tiene una norma, que es tanto como decir que presupone un espíritu. En él, el logos acuña su efigie sobre el cosmos. Esto es la Civilización: siempre una medalla que ha troquelado, en forma, la materia; que ha hecho ley del duro metal del instinto, o arquitectura de la bronca índole de la piedra, o filosofía de la maraña caótica de las sensaciones; o historia del dato previo, sin alma, de la geografía. O jardín —belleza con coordenadas— de la Naturaleza: belleza libre.

Porque ha pasado la época romántica, esto es la moda de la estética silvestre, ahora vuelve a cotizarse el valor jardín, tan depreciado en el libre cambio ochocentista. Adviértase que el siglo XIX significó para la Cultura lo mismo que para la Economía; para la Economía, lo mismo que para la Política; para la política, lo mismo que para el Arte. El siglo XIX tuvo la ingenua pretensión de creer que la sinceridad era anterior a la verdad, y que la bondad era previa a la educación, y que la espontaneidad suplía con ventaja al estudio. Sobraban, en el siglo XIX, la verdad, la educación o el estudio. O —de otra manera— creyó el siglo XIX, desde Rousseau hasta Bergson, desde Goya hasta Monet, desde Napoleón hasta la Gran Guerra, que el libre comercio de las divisas del espíritu tanto como el libre comercio de los productos, traía aparejado el «progreso» de la Humanidad. No tenía por qué imprimirse una dirección, una forma, a las cosas; bastaba con imprimirles un sentido. Así triunfaba el sufragio universal en la política, el impresionismo en el arte, y el «elán vital» en la filosofía, y el romanticismo e la literatura. Y el relativismo. Y el sistema constitucional. Y la fiesta de toros... Así triunfaba, sobre el Jardín (conquista y colonización de la Botánica), la primigenia regresión al Bosque como tema del paisaje y tema de la ética. Así triunfaba todo lo que carece de Reglas, sobre todo lo que carece de improvisación. (Nótese como en la misma fiesta de toros que hemos mencionado a título de índice «ameno» del complejo ochocentista, el «reglamento» está reducido a su más mínima expresión.)

Úbeda rezagada.

Úbeda, como tantas otras ciudades españolas, está rezagada en esto de las buenas reglas del urbanismo, de la sonrisa, de la gracia y del jardín. Entre sus piedras centenarias, gloriosas de historia y careadas de polvo, alienta una evocación. Pero la evocación, que es nostalgia, necesita siempre el contrapeso de la esperanza. La nostalgia es una aspiración centrífuga del alma hacia los cielos épicos. La esperanza es, en cambio, una centrípeta reversión hacia domésticos parajes individuales. Junto al monumento, el Jardín; junto a la gracia disecada de la arcada gótica, el perfume actual de las rosas; junto al blasón de heroísmos que embalsamó la piedra, una modesta privanza de bojes y de azucenas. Así, el equilibrio se restablece. Así la misma Cultura se salva. Porque la Cultura no es un memorial; es, sobre todo, un aliento en pos de un destino, y es una selección. Es un testimonio de la razón en la faz de la historia, como el jardín lo es en la faz de la Naturaleza.

Úbeda, joyante, espléndida, rubia de ilusiones en la granazón renacentista; Úbeda, cuya savia intensa estalló gozosa en los brotes exultantes de sus templos y palacios del siglo XVI, en la ubérrima cosecha monumental de la Plaza Vázquez de Molina; Úbeda, en fin, que había encontrado su hora en la hora vernal del Renacimiento, sesteó más tarde, aquietada dentro de su historia, durante tres largos, agobiantes siglos... Ha sido un poco el estiaje de Úbeda, agotado el caudal generoso de sus fuerzas. En los atardeceres, Úbeda presenta la faz gloriosa, dorada y mustia, de un pasado todavía reverberante en sus viejas, doradas piedras. Y es como si contempláramos el cauce majestuoso, el lecho sublime de un río, al que se arrebató el alma clamorosa de sus aguas.

Fue en esos tres largos, agobiantes, estériles siglos, que Úbeda se quedó sin jardines.

¿Otro Renacimiento?

Pero ahora se apunta otro Renacimiento en la Ciudad. Úbeda debe volver, otra vez, a encontrarse a sí misma, enlazando su historia con su esperanza. Todos los síntomas así lo indican. Para ello se aúna el esfuerzo de sus hombres... Porque los tiempos son de superación y no basta ya para el prestigio de un pueblo la ejecutoría de una ancestral nobleza. La nobleza hay que demostrarla y la gloria hay que probarla en nuevas empresas. A todos los pueblos se les exige ahora una reválida, un examen de aptitud contemporánea, que no es, claro está, un examen de aptitud contemporizadora. Nunca como en el presente, la actuación de los pueblos ha de ajustarse al lema ascético: «Quien no avanza, retrocede».

No es una anécdota, no, dentro de la historia, la de la restauración urbana que ahora se inicia. Y estos parvos jardines que aquí reproducimos, de reciente creación, son un índice de nueva pujanza. Porque, repetimos, la revalorización del jardín es símbolo de la revalorización de la Cultura. De la Cultura trazada en coordenadas —en función de jardín— frente a la caótica Cultura amorfa, en función de bosque.

(VBEDA, Año 7, Núm. 78, junio de 1956)

martes, 18 de junio de 2013

¿VUELVE LA PALABRA?





Aún se espera de la palabra. Recientemente, en España, los periódicos se prepararon eco a excelentes discursos de hombres públicos antes de que los discursos sonaran. Esto nos lleva al tema de la oratoria. Todos alguna vez lo hemos dicho: está en desuso. Las charlas, las conferencias, las homilías, los coloquios, sustituyen la elocuencia de las disertaciones, de los sermones, de los panegíricos. ¿Hemos salido ganando? Los coloquios son distraídos, pero vienen después de la conferencia que empieza por tener un nombre probablemente inadecuado. Además compromete poco. El conferenciante, a veces, es un orador de saldo. La «lectura» de una conferencia la ofrece cualquiera. Podía ser acusado de grandilocuente el clásico discurso. O de veborreico (así muchos sermones del género «florido»). O de oscuridad conceptuosa. Sin embargo tenía una frescura y en el momento de pronunciarse era vehículo de genuina comunicación sin interposiciones. Mucho menos natural, la conferencia se trae con frecuencia conservada en la salazón de las cuartillas; aunque la magnifique el micrófono, el público —laxa la atención— siente una lejana llamada de Morfeo, ya que las condiciones acústicas suelen ser mejores que las del lector conferenciante. Pero la palabra no está para sedante, sino para estimular. Ni los oradores atenienses, ni los predicadores —un Savonarola, un Granada, un Bossuet—, ni los parlamentarios —Maura, Sagasta, Rivero— pasarían sin aumentar, inclusive, el número de pulsaciones de los componentes del auditorio. Eso a pesar de los huecos, porque en todo discurso hay lagunas. Ramón Gómez de la Serna, en una de sus greguería, dice: «Se perdía como un niño entre los huecos de un discurso...».

De todo esto se ocupó Pedro de Lorenzo en Elogio de la Retórica. El libro es reciente; pero, además, la sintomática actualización de la oratoria política lo constituye en uno de los más importantes del momento. Urgente para muchos. Historia, teoría, experiencia crítica se aúnan en Elogio de la Retórica, donde hay un capítulo que recuerda las «Cautelas» de los preceptores del XVI. Avisos para oradores en activos o en reactivación. Recomienda Pedro de Lorenzo con precisiones gracianescas que abotonan su sugerente y matizadísima prosa: «No amontonar» (preferible el discurso de un solo argumento), «no montar caballo blanco» (no caer en afectaciones), «no alzar vallas» (ausencia de rebuscamiento), «la vanidad en la escalera», «no enronquecer», «no dramatizar»...

De otra parte se está introduciendo, con los medios audiovisuales, un nuevo imperio de la palabra sobre la letra, distinto a aquel de los discursos elocuentes. Se vuelve —el autor de Elogio de la Retórica lo señala— a una literatura hablada para oyentes. Y entonces, piensa uno, es hora de conseguir que la nueva oratoria se procure calidades, disminuya huecos, perfile ideas, consiga en fin un estilo. Otro peligro que registra el libro: los discursos corren el riesgo de tecnificarse cuando se convierten en obra de equipo que, luego, el orador se limita a recitar. Cuando se pierde la comunicación directa y personal; sí, además de los «intermediarios» —cuartilla, micrófono—, cierta planificación hace que la palabra no exulte, sino que resulte, ¿qué va a ser de su fontanal frescura? Es curioso que el arte joven, obseso de expresionismos —«Se pinta no sobre el lienzo sino sobre el propio espíritu» ha escrito Camón Aznar—, esquiva todo lo que no sea «rasgo vivo». Mientras tanto, ¡qué inauténtica la palabra, que también aspira a ser nueva y joven, pero que se vierte en frases de molde! Los telespectadores tienen que soportar hoy mucha parlería hecha a troquel o mal acuñada. ¿No es perentoria, entonces, una escuela de buen decir a todos los niveles?

Cuidar la palabra. Limpiarla antes de darla. Los mismos anti-teóricos como don Pío Baroja no abominaban del bien hablar o del bien decir. Es que, sencillamente, hacen labor de poda. Pero la poda, en un Baroja, es ya un alto estilo. En la admirable biografía, hace poco reeditada, de Pérez Ferrero sobre el novelista vasco hay capítulos muy significativos a este respecto, como el titulado «La Academia».

Claro que lo más arduo de la cultura audiovisual va a ser adaptar sin hiatos palabra e imagen. Ofrecía menos dificultades ajustar verbo y concepto. En Elogio de la Retórica, burilado por un estilista de la palabra y la letra, se otean perspectivas dilatadas. Y en toda perspectiva hay indicios de soluciones...

Aún se espera de los discursos, de la oratoria. Será otra retórica. El bronce será distinto, pero no puede ser un bronce roto. Funcionalismo, sí. Pero evitando a todo trance hacer de la chatarra palabra.

(ABC, 28 de junio de 1972)

viernes, 14 de junio de 2013

LA CULTURA IMPRESIONISTA





Ha aludido recientemente el ministro de Educación Nacional, don Jesús Rubio, en un discurso pronunciado en la Universidad de Barcelona, a la «cultura impresionista». Ha dicho, poco más o menos: «La Cultura no se improvisa alegremente en juegos de ingenio porque es “esfuerzo, tenacidad y maestría”; no, se forja mediante la aplicación de fórmulas del pensamiento en oficio de eficacia y trascendencia, mejor que en “pose” de brillantez».

Es ya un gran acierto el adjetivo que emplea el ministro para calificar —para motejar en este caso— a esa clase de cultura inconsciente, puro matiz y exclusivo color, que domina ahora en muchos sectores. «Cultura impresionista» ha dicho, es decir, cultura en la que los perfiles de las ideas se desdibujan hasta perderse, disimulados o excusados por manchones emotivos y efectistas, ausente cualquier densidad conceptual, licuada toda sustancia, descompuesta toda «forma» en vibrátiles efusiones sin ritmo. Si Diderot, en su tiempo, se adelantó al propósito impresionista con aquella su famosa frase: «Queremos lo que nunca se verá dos veces» haciendo una apología de lo efímero frente a la clásica norma que fundamenta la verdad, la belleza y el bien en lo perdurable; hay que ver cómo se llevan ahora a sus últimas consecuencias aquellas palabras del filósofo de la Enciclopedia. En efecto, la Cultura empieza a ser una masa —fofa, diríamos— enferma de reblandecimiento medular: iluminada, claro está, de vivaces genialidades aquí y allí, proclive a todos los colorismos, hipersensible e hipertrófica de accidentalismos, errátil no obstante en su carne cansada; en su carne desvinculada de espíritu. Porque es eso; la Cultura pierde sus articulaciones íntimas, se desenhebra y desengarza en marañas confucionistas; la espátula se restriega con furia —la espátula aquí es la voluntad— para suplir con impresiones fuertes, de urgencia, la fuga de esquemas.

¿Hay muchos que, actualmente, dispongan de un esquema cuando se proponen adquirir una cultura? Y, no obstante, sin esquema no hay Cultura, como no hay cuerpo sin esqueleto. El esquema ideal debe proceder, en todo caso, a los conocimientos paralelos porque es él —el esquema, o si se prefiere el programa— quien aloja en el lugar correspondiente a los conocimientos y a los datos: la gente conoce ahora muchas verdades, es más culta, cuantitativamente hablando, que antes; pero no sabe colocar a cada verdad en su sitio, en su alvéolo específico, en su oportunidad. Se confunden, se superponen, resbalan los unos sobres los otros, en oleaje anárquico, los conocimientos: los conocimientos que se expenden —como una mercancía más— en los centros de enseñanza. Falta el trabajo que los jerarquice, la labor paciente que los ordene. Así —se dice— la Fe y la Razón se contradicen. Y no es sino porque se invierten las funciones y se desencajan las atribuciones respectivas. Porque se da color a la cultura antes de dibujarla, porque se quiere sugestionar antes de convencer y enamorar antes de probar. En la embriogénesis del «cuerpo de doctrinas» hay una preterición de los fines respecto a los medios. Se aprehende todo; pero, ¿qué se comprende?, ¿qué se asimila radicalmente hasta convertirlo en sustancia de nuestra sustancia, en sangre de nuestra alma?

En el fondo —y vamos a dar con el tópico, pero no hay otro remedio— sobra enseñanza y falta educación; sobran colores y falta luz; abundan los matices y están en precario las «formas». Cultura impresionista, sí; descentrada, brillante y errabunda que ama «lo que nunca se verá dos veces». Cultura que desdeña para sus arquitecturas los pilares eternos, empeñada en borrar las claves de todos sus arcos.

Bueno falta hace acomodar la Cultura a su esquema clásico, con lucidez de propósitos, con clara conciencia de sus fines. Con «aprendizaje y heroísmo» por usar de las palabras dorsianas. Aprendizaje paciente —lento, si es preciso— que desdeña la facilona línea de menor resistencia. Con heroísmo para rechazar la tentación impresionista, puramente sensorial, de la hora presente.

(JAÉN, 21 de junio de 1956)

martes, 11 de junio de 2013

«JAÉN» ESPEJO




No creo que exista algo, como un periódico diario, tan capaz de dotar de «conciencia» a un pueblo. Yo me atrevo a pensar que antes de nuestra guerra, si bien existía prensa provincial —bastante aceptable en algún caso—, la tónica dominante era la dispersión y la atomización. Y, por supuesto, la falta de continuidad. Había muchos periódicos en Jaén y en sus ciudades, pero surgían —y desaparecían— esporádicamente, a merced de los vaivenes políticos. Si cabe registrar excepciones, son, además de escasas, poco «perceptibles». Es decir, los periódicos que entonces hubieran podido salvarse de la nota de la «insignificancia», tenían menguada difusión. Así, no era posible crear conciencia; así, ninguno —ninguno de esos periódicos— podía aspirar a la categoría de «espejo». Espejo idóneo para reflejar las facciones, por así decirlo, del Santo Reino.

Es el mérito de Jaén. Desde 1941 nuestra provincia sabe mejor de sí misma. Mejor que nunca supo. De tal forma que bien puede llamarse, con entera justicia, «órgano» de la provincia. Órgano, que es como decir concierto y expresión de sus ideas, de sus intereses, de sus problemas. Órgano, que implica sistema, concatenación y, si se quiere, sintaxis. Porque de la misma manera que el orden gramatical demanda una jerarquización de las palabras, que eso es la sintaxis, el cometido periodístico reclama una perspectiva suficiente para que la ordenación informativa y literaria, lejos de cualquier miopía, de cualquier interés o pasión inmediatas, acierte con el sitio de cada idea o problema, y con la idea o problema aptos para cada sitio... Antes de Jaén, la prensa provincial era, más bien, una desarmonía, una baraúnda de pitos sueltos, cada cual sonando por su cuenta y riesgo. Fue nuestro periódico quien organizó el auténtico concierto.

Sé que existirán lectores, sobre todo quizá lectores jóvenes, que me contradigan. Porque muchos pueden creer, lo creen seguramente, que una prensa así dispuesta no es apta para la expresión individual y personal, para la visión original de las cosas. Tópicos. Yo diría a esas personas que, desde su fundación, colaboro en Jaén. Entonces tenía uno veinte años poco más o menos. Pues bien, mi ideario «personal» y sincero ha sido manifestado a lo largo de ese cuarto de siglo, en Jaén, a través de unos setecientos u ochocientos artículos. Con entera libertad he expuesto mis criterios sin cortapisa alguna. ¿Será que mi prosa es timorata y acomodaticia? Me inclino a pensar, eso sí, que la expresión periodística o literaria ha de ser desapasionada, ecuánime, exenta de pruritos morbosos o de objetivos puramente personalistas. Porque una cosa es lo personal y otra lo personalista. La personal se mueve en el ámbito de las ideas; lo personalista, en un mundo de emociones próximas más o menos influidas, en ocasiones sin que exista conciencia de ello, por tendencias de raigambre exclusivista. Cualquier colaborador de periódicos en España —y yo hablo ahora a través de mi experiencia— ha podido mantener a lo largo de este tiempo su criterio independiente sobre infinitas cuestiones. Lo que sucede es que la gente —permítaseme la expresión— confunde el rábano con las hojas. Lo de que «en este país» no se puede escribir es una falsedad, hija de una impotencia. Lo que sucede es que «en este país», para escribir, hace falta, un poco, saber escribir. Escribir no es herir ni zaherir. Escribir es decir humildemente lo que uno piensa de las cosas, sin estimar, claro está, que lo que uno piensa es artículo de fe...

Pero íbamos diciendo que Jaén, desde 1941, jornada a jornada, ha sido el espejo en el que, ininterrumpidamente, la actualidad y las inquietudes de la provincia han tenido su espejo. Yo no quiero decir que este reflejo haya sido, en todos los instantes, fiel en cada uno de los aspectos. Quizá han surgido empañamientos efímeros y hasta pequeñas resquebrajaduras accidentales en el espejo. Pero, ¿quién puede evitar eso? Un periódico es obra humana. Un periódico está sujeto a lo falible. Pretender lo contrario es desconocer la naturaleza de las cosas, es moverse en la utopía. ¡Cuántas veces habrá que repetir que lo mejor es enemigo de lo bueno! Porque Jaén ha sido siempre bueno, y en línea de superación constante, no ha sido nunca el mejor de los periódicos posibles. Lo mejor entraña una relatividad, proclive a la hipérbole interesada y... a la ironía. Lo bueno, significa una línea de modestia informada de afanes permanentes. La modestia de Jaén fue, por eso, una garantía. Modestia que —de otra parte— no ha supuesto precisamente una mediocridad. Modesto es quien reconoce sus limitaciones, pero que no por ello renuncia al propio perfeccionamiento. Mediocre, en cambio, es el que con criterio obtuso cree desde un principio en la propia superioridad, cerrándose así a todas las posibilidades de mejoramiento.

Jaén, buen barco, jamás barco astillado, ha navegado a lo largo de estos veinticinco años con excelentes derroteros bajo el mando de expertos capitanes. Fausto Fernández de Moya —su recuerdo va siempre unido a mis impresiones vírgenes de colaborador de prensa, porque fue este cordialísimo hombre uno de los que generosamente alzaprimaron mi ilusión literaria—, Fausto Fernández de Moya, digo, puso en marcha el barco —¡difícil maniobra!— y lo dejó seguro y boyante en la alta mar... Después, otros hombres ilustres, evocadores todos de espléndidas realidades del periódico: Ángel Castiella y Francisco Villalgordo.

Ahora, José Chamorro, puso sereno, mente lúcida, corazón presto, timona sin vacilación la nave de Jaén. Hay, pues, motivos sobrados para refrescar los laureles ya obtenidos con estimulantes y preciosas esperanzas.

(JAÉN, junio de 1961)

domingo, 2 de junio de 2013

DIOS ESTÁ AQUÍ





Julián Marías en su Historia de la Filosofía, señala la «evolución del problema de Dios» como causa intelectual principalísima de las variaciones del mundo europeo. Entre otras cosas dice que Dios dejó de ser el horizonte de la mente, para convertirse en su suelo... Es decir, según él, a la mayoría de los hombres actuales no interesa Dios, por la misma causa que no interesa al peatón el suelo que pisa. Para el peatón, el suelo es únicamente el supuesto necesario para andar hacia otros suelos. De la misma manera, Dios es una realidad «firme y segura», de la que se prescinde para atender otras cosas...

No parece tan clara, sin embargo, entre los filósofos, esa realidad «firme y segura» de Dios. Porque si, para conocer la verdad religiosa, así como usamos de la doctrina ortodoxa de la Iglesia, usásemos de las opiniones de los filósofos más o menos modernos, nuestro concepto de la divinidad sería el más contradictorio, versátil e inseguro de los conceptos. La Filosofía, desplegadas solas sus fuerzas laicas, no ha podido conocer a Dios; aunque sepa de su existencia, ha sido impotente para abarcarlo, para definirlo. Por eso, quizá, cree haberlo rebasado... Rebasado, sí, más no conquistado, no penetrado. Dios es una plaza —permítaseme la irreverencia en gracia al posible grafismo—, una plaza que no ha caído en poder de la sapiencia de los doctos. Así, el parte de los doctos, explica, poco más o menos, lo mismo que el parte de los generales que, después de luchar infructuosamente por alcanzar un objetivo, prefieren traducir, para no confesar su fracaso, que han rebasado la ciudad en cuestión. Bonito eufemismo... Casi el mismo de la zorra cuando las uvas. Porque, ¿no rebasó también la zorra su propósito de comerse las altas uvas so pretexto de que maduras no estaban?

Da grima este dios de aluvión, difuso unas veces, tentacular otras, oscuro siempre, de los filósofos que han levantado la choza de su teología independiente, al margen de la arquitectural Teología inconmovible. Antes estaban los ateos; pero con ellos, al menos, había a qué atenerse. Decían paladinamente: No existe Dios. Y su actitud, era una actitud relativamente honrada en cuanto no se prestaba a tergiversaciones. No intentaban interpretar a Dios puesto que no había tal; no proyectaban nieblas místicas ni nieblas poéticas sobre las ideas religiosas, con propósito táctico, o sin él, de desconcertar a nadie... Cometían el error de no creer, pero no tenían la avilantez de llamarse místicos. Se llamaban materialistas nada más. Ahora es peor...

Ahora resulta peor porque es con banderas místicas y con «angustias» religiosas y con afirmaciones espiritualistas como se avanza hacia la impiedad (bueno, hacia la religión avanzada). Se rebasó la cuestión del Dios concreto y personal... y surge el dios impresionista, hecho de reflejos y de matices, el dios fantasmal, polícromo, poético, que sucumbe al análisis racional como el polvo de las alas de las mariposas... Se rebasó la cuestión del Dios «medioeval», Dios creador y remunerador, y he aquí el dios de los modernistas. No se trata del Dios que creo el mundo en seis días, sino del dios que el hombre crea —o recrea— en su alma cada día. Un dios subjetivo y evanescente exhalado, como una evaporación, por el espíritu «atormentado» de unos hombres «abismales»...; un dios amorfo, sin silueta, un dios «éter pintado con éter en el éter».

Es muy urgente la vuelta a Dios; pero, naturalmente, al Dios de la Biblia, al Dios personal. No rebasar alegremente su concepto para luego fabricarse desaprensivamente una teología de uso particular. Hay que ceñir de reverencia esa verdad, Dios. Esa realidad que no es una delicuescencia que se confunde con las cosas impregnándolas, sino una Presencia objetiva que las dirige y preside. Una realidad que, como escribe San Pablo a los Colosenses «tiene ser ante todas las cosas».

A la filosofía, ¿se le ha derramado, se le ha perdido Dios?... Pero la Religión conserva la verdad de su concepto distinto, afirma la presencia personal y eterna del Creador increado. El cristianismo sabe de la corporeidad, de la tangibilidad de Dios... El Catolicismo celebra la Fiesta del Cuerpo de Cristo.

La Eucaristía es el misterio cumbre; el misterio de la realidad de Dios vivo con los hombres. Ciertas filosofías parecían haber perdido a Dios, y el Sacramento nos lo devuelve entero. Dios está aquí.

Úbeda, día del Corpus Christi, 1951

(VBEDA, Año 2, Núm. 17, mayo de 1951)

sábado, 1 de junio de 2013

EL SAGRARIO NO NOS LLEGA A LOS HOMBROS





«Y cuando os derramáis sobre nosotros, no os abajáis, mas nos levantáis;
 ni os derramáis, nos recogéis.» (San Agustín, Confesiones, Lib. I, Cap. 3, N. 3)


Es estremecedor que Dios esté aquí. Pero yos hemos acostumbrado. Es tremendo que el Señor nos pueda decir un día, refiriéndose al Sacramento de la Eucaristía: Os habituasteis a Mí, y sin embargo, no llegasteis a gustar de Mí. Porque la Comunión pudo ser, para el cristiano, un lujo caro, dificilísimo de lograr y, no obstante, Cristo la puso al alcance de cualquier espiritual fortuna. Pudo ser un premio y el Señor la permitió en un Viático. No sé si el parangón podrá resultar irreverente, pero yo suelo pensar que la Redención es como una Obra de la que cada día se hacen nuevas ediciones: así, gracias a la Eucaristía, como los libros baratos y popularísimos, puede llegar a todas partes, el fruto de la Redención permanece eternamente actual y vivo. En la Misa, el Sacrificio se reimprime y el Misterio se divulga. Es eso: en el Sacramento, bajo las especies, está, por así decirlo, Cristo está en rústica. Sustancial y verdaderamente está allí; pero mal encuadernado. Es la radical humildad, el Amor infinito de Dios quien hace el Milagro de que su Esplendor y su Magnificencia externa se inhiban en la Eucaristía. Quizás porque visibles en su Esplendor y Magnificencia, Dios se haría irresistible, Cristo no podría ser comulgado por el hombre caído.

La primera lección eucarística, pues, representa, creo, un anatema contra la vanidad del hombre. El hombre es ese ser que no soporta una edición barata de sí mismo. El hombre es una inflación. Creo que fue Unamuno quien escribió: «Si cualquier hombre se comprara en lo que verdaderamente vale y luego se vendiera con arreglo a lo que él cree y dice valer, se haría un bonito negocio».

Pero he aquí el «peligro», que dirán los prudentes. Cristo divulgado, hecho accesible para todos en el Santísimo Sacramento, corre el riesgo de ser despreciado y pisoteado. O, al menos, como decíamos al principio, de que nos acostumbremos a Él, introduciéndolo cada año, cada mes, cada semana o cada día en nuestra alma como un Huésped de mucha confianza al que termina por recibirse sin ninguna muestra de delicadeza.

Y, sin embargo, a pesar de este riesgo, ahí está; no teme ni los sacrilegios, ni las profanaciones, ni las indelicadezas, ni las desatenciones de los hombres. ¿Qué interés le mueve? Transitamos junto a las iglesias vacías. Las iglesias vacías contienen a Cristo. Contienen a Cristo y las puertas permanecen abiertas. Las puertas permanecen abiertas y pasamos de largo... No obstante, Cristo —el Cristo minimizado, bajo las Especies del Pan y Vino— allí permanece. ¿Por qué?

¿Por qué Cristo sigue aguardando paciente? Somos legión los cristianos que nos cobijamos bajo su bandera. Somos legión; pero, ¡qué ironía!, Él —tan alto— se ha achicado tanto, que ya el Sagrario queda por debajo de nuestros hombros. ¿Verdad, hombres, que eso de Sagrario os suena a Primera Comunión? Sabemos, empero, es de fe, que la Eucaristía no es como un altar de Mayo propenso a la piedad confitada. ¿Por qué, entonces, el Sagrario sigue pareciéndonos algo así como un refocilatorio monjil o como un beatuno lugar de remanso ñoño? ¿Será un sortilegio de la misma palabra, «sagrario»? Cambiemos en ese caso, si preciso fuere, la palabra...

El Señor, movido a la Caridad, no se impaciente en su espera. ¿Es estremecedor que no se canse? ¡Cuánto desaire! Arbitrando seguimos a cada hora y a cada minuto, recursos nuevos para los males que nos afligen y el Dador de todo Bien, sigue en las iglesias vacías. Con sus manos generosas, divinas manos llenas, en las iglesias vacías. Derramándose —cuenco de salud— para recogernos, exclama, bellamente, San Agustín.

Pero ya nos hemos acostumbrado a Él. ¡Ay!, si un día Él nos dice: Os habituasteis a Mí, sin llegar a gustar de Mí.

(VBEDA, Año 8, Núm. 89, mayo de 1957)