BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 27 de abril de 2010

PRIMAVERA



La primavera es un estilo. La Naturaleza –por ejemplo– la ensaya cada año. Unas veces le sale bien, otras no. Quizás cada vez, el invierno –reacio a irse– y el verano –impaciente por llegar– dejan menos sitio libre a la Primavera. Es lástima.

Pero la Primavera, que la Naturaleza ensaya cada año con dudoso éxito, puede lograrse, probablemente mejor y con más garantía, en el alma de cada hombre.
Y alguien preguntará: ¿cuando es Primavera en el hombre?

Y podrá responderse: siempre que en su espíritu germine una ilusión en el lugar que ocupa un desengaño. O siempre que un amor se alza sobre una mezquindad. O siempre que una sonrisa decide enterrar a un llanto. O siempre que un propósito con velamen jubiloso se prepare a surcar las inmensas aguas quietas de un egoísmo, es decir, de un inmovilizo.

Pero muchos confunden la Primavera con la frivolidad. O la hacen cómplice de los contubernios de la carne. Y la esperan como a una Celestina:

–Caramba; ya está aquí la Primavera –dicen–. Ropa ligerita y a vivir.

De otra parte, los jóvenes –algunos– creen que la Primavera se les da en exclusiva. Y no: la Primavera es de todos, porque está dentro de cada uno. Y sólo falta que cada uno se decida a buscarla.

La Primavera es un estilo. La Primavera es decir: “Creo”. Y decirlo con alegría.

domingo, 25 de abril de 2010

LA EXPERIENCIA



Lo importante es saber qué vamos a negociar con la experiencia. ¿Cuánto tiempo hace que acarreamos de fuera a dentro conocimientos y verdades? Y ¿desde cuando padecemos la dispepsia de la desilusión? Que cada uno, según su edad, haga el balance de su experiencia. Todos sabemos ya muchas cosas y todos nos hemos desengañado de bastantes cosas. A quién más, a quién menos, se le han descascarillado al paso de los años no pocas emociones y se le han dorado en lo hondo no escasos recuerdos... Bien, es que todos hemos vivido lo suficiente para juzgar con perspectiva. Cualquiera ha visto crecer imponente a un deseo y ha constatado luego cómo cabecea y se doblega mustio el impulso que, recién estrenado, creíase irresistible. El grano y la paja conviven en el más modesto de los graneros. Y la alegría de todas las epifanías y de todas las mañanas es azul, pero ¿dónde está la matinal euforia que asegure contra el ocaso lluvioso? También el dolor nos impresionó un día, como una primera sangre derramada –¡esa inaugural herida del niño que tropieza en el armario!–; pero enseguida nos dimos cuenta de que la cicatriz sustituye a la herida...

Tenemos experiencia, pero ¿qué vamos a hacer con la experiencia? Es como un montón de juguetes rotos: es como una muñeca rubia de la que queda al descubierto la cola amarillenta que mantenía adherida la peluca; como un tren sin cuerda, ausentes ya las ruedas de los vagones; como un caballo despintado cuyo cartón de Reyes Magos padece el desahucio de la humedad y del abandono. El acopio de verdades usadas, de mentiras desenmascaradas, de abolladas ilusiones, de estoqueadas ideas, de pinchadas ambiciones, nos estorba un poco el paso. ¿Qué hacer? ¿Damos un puntapié, muchos puntapiés, infinitos puntapiés, a los fervores que vibraron, que brillaron ayer en nuestra pupila, y que hoy, hechos costumbre, convertidos en aburrimiento, se han replegado al sombrío rincón último de nuestra existencia?

Pero, mire usted que esta chatarra tiene mucho valor; advierta que hay piezas de oro entre el cobre oxidado. Aguarde. Vea que aquella idea despanzurrada guarda brillantes ocultos; que esa madera que cruje es de ébano; que hay maceradas violetas entre el lodo y el polvo. ¿Se le rompió una bellísima verdad? Frágil era, de porcelana era, pero su cascote sigue siendo de Sèvres. ¿Se le manchó aquel amor? De barro era, pero Dios mismo lo había modelado.

¿Qué hacemos, qué hacemos con la experiencia? ¿Liquidarla en saldo? ¿Venderla, a peso, como papel viejo? ¿Relegarla a leña ardiente –calor fugaz de un minuto– cuando llegue el aniversario de la confianza muerta, de la fiebre asesinada, de la voluntad salteada en los caminos abruptos?

No. No es decente. No será lícito. Imposible que eso sea honrado. En cualquier caso, traperos de la experiencia: traperos, mejor que barrenderos; buscadores de la verdad hollada, manoseada, calumniada, aplastada. Buceadores en los senos tristes donde gimen bondades burladas, donde esperan esperanzas; donde alientan alientos y aún suspiran los suspiros.

Porque la experiencia, al principio, nos pone delante de los cuernos mismos del escepticismo y es como una tentación de muerte total. Pero un poco más de experiencia –la experiencia de la experiencia– y ya es posible el buen lance, la estupenda verónica. La experiencia pesa, gravita, pero atarse a su piedra es pecado. Hay –piensa uno– obligación de fundirla, de someterla al rojo vivo de una nueva esperanza. Entonces –deduce uno– separaremos la escoria y nos habremos quedado con el metal limpio. Y, revisionistas del engaño –también quizá nos engañamos cuando nos desengañamos– , obtendremos la razón sublimada y la cordialidad asunta. Ya que hay una verdad que va –verdad de ida– imperfecta y otra verdad de vuelta: redimida verdad.

Contar con que la resurrección del ideal, muerto a mano de ladrones, es posible, siempre posible. He ahí lo que la sabiduría puede añadir a la experiencia.

(Publicado en ABC el 19 de diciembre 12 de 1965)

viernes, 23 de abril de 2010

DON QUIJOTE MEDIATIZADO



No nos engañemos. El Quijote, libro del que todo el mundo hablamos con suficiencia, está, para la mayoría, por leer. Es, desde luego, más abundante la literatura que hemos ingerido acerca del "Quijote", que sazonada la lectura del libro mismo. Aquí, Montaigne. El ensayista francés, ironizaba y escribía, poco más o menos, esto: «Más libros se compusieron sobre los libros que sobre ningún otro asunto». ¿No sucede algo de esto con la obra de Cervantes? ¡Cuántos artículos laudatorios o críticos, exégesis, glosas y comentarios hemos admirado y soportado acerca del «Ingenioso Hidalgo»! Pero... ¿hemos leído alguna vez, de un tirón, el «Ingenioso Hidalgo»?

Porque tampoco vamos a poner en duda lo de que todo el mundo tiene en su casa el libro de Cervantes. Así, en ratos perdidos, al azar, nos encararnos de vez en cuando con un capítulo del mismo. (Yo hablo en nombre del hombre medio; no del erudito que, a lo mejor, se lo sabe de memoria). Y estas lecturas esporádicas las ensamblamos con aquellas otras de la clase preparatoria de ingreso del bachillerato. Cada uno, puede tener su vivencia particular a este respecto; es irremediable. Yo, por ejemplo, asocio siempre el "Quijote" a una tarde abrileña de tormenta. Mas que una tarde, era un atardecer... En la clase, de quince a veinte alumnos. «Monotonía de lluvia tras los cristales». No era aún la hora de que dieran la luz eléctrica; pero como la tarde era lóbrega, la oscuridad invadía el aula oscura. Y había que estar atento a la lectura —señalando con el dedo el renglón— por si, de, pronto, el profesor se dirigía a uno y le decía: «Sigue». Y ¡ay, si había uno perdido el hilo de la lectura! Sí; aquel atardecer hubo tormenta y cuando estábamos en el cuento de la «pastora Marcela» —oh, desdichado Crisóstomo— cayó una chispa en el pararrayos del Colegio. Cuando alguna vez he releído el cuento pastoril de referencia, una luminiscencia de pánico ha invadido todo mi ser...

Pero ahora, ni eso. Ya el "Quijote" no se lee en las escuelas. Cuando uno de nuestros jóvenes se encare, al azar, con alguno de sus capítulos, no podrá siquiera recordar sus primeras experiencias de la obra, porque no existen. Y. ¿es que hay entre nuestros jóvenes quienes se decidan a leerlo entero? Por lo menos nosotros, disponemos de aquel primer sedimento de la escuela y, bien o mal, nos hicimos cargo del argumento y directamente non fuimos enterando de las más importantes aventuras de Alonso Quijano. Después, el reactivo de las lecturas posteriores, por espaciadas y desordenadas que fuesen, nos han puesto en disposición de incorporar el "Quijote" a nuestra cultura.

Sería interesante hacer una encuesta sobre el "Quijote" a los españoles. Es claro que el noventa y nueve por ciento dirían lo que han estado oyendo decir siempre: que después de la Biblia, no se ha escrito en el universo-mundo, cosa igual. Pero lo que prueba demasiado, no prueba nada... A una segunda pregunta, contestarían, sin vacilar, que Don Quijote es un símbolo de la raza, harían el consabido parangón entre el idealismo del héroe y el realismo de Sancho y terminarían afirmando que, en nuestra patria, todos somos muy quijotescos. Y alguien —un poco más intelectualizado quizás— elucubraría sobre el amargo escepticismo cervantino. Pero, ¿pasaría de ahí?

Es que todos nos tenemos muy aprendida la «lección oficial» que se desprende del "Quijote". A todos se nos encarrila, aún antes de haber leído la obra, por las exégesis previstas. Y pocos son los que se aventuran a opinar por cuenta propia. Eugenio d'Ors quería decir muchas cosas a este respecto; pero —él mismo lo confiesa— le cohibían las acumuladas opiniones unánimes sobre la «obra inmortal», que hacían del "Quijote", a más de una gloria prodigiosa, una «gloria estampillada».

Y eso no; porque el "Quijote", naturalmente, no es un libro sacro y el libre examen está, respecto a él, permitido. La verdad es que la mayoría no está en disposición de saber, sinceramente, si le gusta o no el "Quijote". Previamente renuncia a la propia opinión, abrumado por la literatura que acerca de él se ha escrito. Sería mucho mejor desflorar por cuenta propia sus méritos y su sentido. Así, sin prejuicios, la emoción que nos produciría sería mayor sin duda alguna.

El ideal, a este respecto, no se alcanzaría hasta que llegase un tiempo en que nadie supiera nada del "Quijote" hasta que se decidiese a leerlo. Una utopía, como puede suponerse.

(Revista Vbeda)

miércoles, 21 de abril de 2010

ESTUDIO Y LECTURA



Se ignora generalmente el proceso mediante el cual nos aficionamos a alguna cosa ¿Cómo se aficiona uno, por ejemplo, a la lectura?. Quizás la afición literaria va condicionada por la desafición a otras cosas. En todo caso, rara es la persona que, en alguna época de su vida por lo menos, no ha sentido la necesidad de comunicarse espiritualmente con esos mundos más o menos inéditos de los poetas, de los escritores o de los literatos. Pero he aquí la cuestión: puestos en coyuntura, en el apremio o en el simple deseo de leer, ¿qué hemos elegido cada uno?

Leer es algo menos y algo más que estudiar. Menos que estudiar, porque ésta práctica de la lectura apenas nos suministra “conocimientos” en el estricto sentido de la palabra. Más que estudiar, porque leer es la única manera de adquirir “cultura”, después que se han adquirido conocimientos. No estaría de más afirmar a este respecto que hay sabios incultos, esto es, sabios que solo se han preocupado de estudiar, de engullir ciencia, datos, fechas o testimonios sin haber sedimentado luego el bagaje adquirido de su asombrosa sapiencia con esas gotas de sindéresis, de discreción, de buen sentido y de sano enjuiciamiento que sólo la lectura reposada –sin urgencias de “embotellamientos” a plazo fijo– puede suministrar. Lo que ahora llamamos “mentalidad” –algo, en verdad, distinto de la inteligencia– es obra exclusiva de ese alisamiento, de ese pulimento espiritual que el acopio de lecturas variadas imprime al conjunto, extenso o no, de los propios conocimientos. Una cosa es la ciencia tallada –la que es efecto del estudio– y otra la ciencia pulimentada,. o por mejor decir, la cultura propiamente dicha. Es cierto que hay cultura sin ciencia, sin conocimientos previos, pero estos por sí solos no consiguen la auténtica fertilidad espiritual. Precisamente creo que en el mundo, además de sesudos inventores y de doctos investigadores, hacen falta muchos “dilettantes”. Las obras magistrales –a las que no falta un detalle– están bien pero suelen tener una dosis de pedantería. Luego vienen los “ensayos”, escritos con cierta irresponsabilidad, pero siempre, o casi siempre, con una visión de conjunto y con una claridad mental admirables para dejar las cosas en su punto. La literatura –aún la “vaga y amena” literatura– es el único vehículo para que los hombres se transmitan los unos a los otros esas “especias” mentales indispensables que son el humor, la poesía, la ironía, la delicadeza, la gracia. Una civilización sin “sprit”, sin jugo lírico, sería un inmenso gigantón agobiante. Si se estudia toda la Trigonometría o toda la Historia y luego no se ha leído por simple cultivo espiritual ni un “ensayo”, ni una poesía, ni una novela, el espíritu se solidificará, se congelará en perfectas aristas, esto es, en aristas muertas.

Ser macizo –nada más que macizo– es un pecado de lesa inteligencia. Igual, probablemente, que el extremo contrario de la intranscendente y voltaria especulación. La cultura necesita de intersticios, de porosidad. Una lectura –que no sea lectura “oficial”, esto es, que no sea estudio– conviene siempre como deporte para dar al ánimo una elasticidad, una flexibilidad, una tolerancia... Las realidades irremediables nos acercan por todas partes, los datos precisos nos envuelven, las cifras nos imponen su tiranía, los dogmatismo de cualquier disciplina tienden a aquietarnos o a anquilosarnos. Es saludabilísimo, pues, entregarnos de vez en cuando a los libros que se llegan a nosotros simpáticamente, graciosamente, sin afán de imponernos su razón incontrovertible, sino con el sencillo propósito de exponernos su criterio. Los “libros de texto” nos hablan siempre engolados, con un insoportable tufillo doctoral. Los libros de leer nos invitan a pensar, a sonreír, a amar, a sufrir, a soñar...

(22 de octubre de 1953)

martes, 20 de abril de 2010

ABRIL



Mayo es ya, decididamente primavera; pero Abril... Abril representa la gran crisis ministerial de los meteoros... ( ? ). Bueno, quiero decir que cuando llega Abril –dimitido ya el invierno– no sabe uno a qué atenerse respecto al gobierno de los Elementos. ¿Manda la Lluvia? ¿Manda el Viento? ¿Manda el Sol? Cualquiera es capaz de...

En Mayo, el buen tiempo, bien calificado ya, no se deja afectar por cualquier golpe. Pero Abril es vulnerable como un adolescente. De pronto sol radiante; y por la noche ¡quién sabe! Ahora esa alegría retozona y, un poco después, esa tristeza inexplicable... ¡Qué raro estás, Abril! Como cuando decimos: ¡Qué pálido vienes, muchacho!

Abril: nostalgias del invierno y, por otra parte, ansias inefables e inexplicables. Un mes sin personalidad. Para personalidad, Enero; para personalidad, Julio; para personalidad, el mismo Noviembre...

En abril podemos necesitar gabardina o gabán. O chaqueta sport. O incluso un traje veraniego... ¿En qué quedamos, Abril? Se debate entre el frío y el calor, entre el cielo azul y el cielo gris, entre la brisa suave y el viento. No se decide Abril a la acción; no cuaja ninguna decisión meteorológica constante. Duda Abril... Si llueve, si llora, es a tropezones –esto es, a chaparrones– , sin tranquilidad... como a hurtadillas; siempre bajo la sospecha de Febo: ardiente, celoso, abriéndose paso entre las nubes secándoles las lágrimas violentamente, brutalmente.

Los refranes –los muy villanos– se han ensañado con Abril, este mes tan... jovencito. “Si no hubiera Abril –dice uno– no habría año vil”. “Abriles buenos y buenos hidalgos –afirma otro– muy escasos”. Y, todavía otro “Al principio o al fin, Abril ha de ser ruin”...

¿Abril ruin? Pero, ¿por qué Abril ha de ser ruin? ¿Qué puede hacer, el pobre, sino lo que hace? Sirve de puente; es un mes puente... y al fin le pasa lo que a todas las situaciones- puente, combatidas de uno y otro flanco.

...

Pero los poetas aman a Abril, el más adolescente. “Gozar de Abril es lo que importa”, escribía Rubén. Abril adolescente, con la pureza de los verdes purísimos, virginales. Abril de escalofríos trémulos y de ardores inmaturos. Abril, el de las florecillas madrugadoras, el de las florecillas franciscanas despiertas ya, cuando, más cómodas, dándoselas de más señoriles, duermen todavía las rosas; las rosas que aguardan la hora de Mayo.

Mañanas maravillosas de Abril, todavía sin emancipar del rocío y ya tan graciosas, a cuerpo gentil, iluminadas de primavera... Mañanas maravillosas de abril, de verdes sin amarillez, de verdes sin mancha, que todavía no ha estropeado el sol.

(Publicado en Diario “Jaén” el 1 de mayo de 1951)

martes, 13 de abril de 2010

MANOS



Decía Jung que los instintos son como «la historia de algo sucedido hace millones de años». ¿Qué opinaría Jung de las manos? Parece que son más... modernas. Con ellas empieza la cultura: la nuestra el menos. Decidido el hombre a «hacer» con sus manos, fue llegando, poco a poco, todo: la agricultura, la cerámica, el arte y la guerra. (Bueno, quizá primero fue la guerra, lo que indica un mal comienzo.) Los psicólogos, desde Freud acá, no dejan de aludir al magma del inconsciente. Lo de explicar la conciencia es más difícil. Ya no sé si fue Freud o fue Jung quien –eludiendo el problema– se sale por los cerros del humorismo diciendo: «¿Cómo y cuándo el origen de la conciencia? Yo no estaba allí.» A alguien (a mi por ejemplo) se le puede ocurrir pensar que la conciencia es al subconsciente lo que la pluma a la tinta. La conciencia ha ido perfilando su letra y su caligrafía como una estilográfica. Y ha salido el texto de la Historia.

Pero de pronto, uno se sorprende al mirarse las manos. Las mías son torpes. (¿Por qué hay dedos ágiles para los que no hay tuerca que se resista y dedos inhábiles que se agarrotan impotentes ante el nudo de la corbata?) Cuando se adolece de torpeza manual, el respeto, la afección, la admiración hacia el artesano crecen. Sin embargo, ahora las manos actúan menos y su cometido en los trabajos es más liviano. Exoneradas por el maquinismo del duro esfuerzo, tienen más «tiempo libre» para hacerse feudatarias del gesto y del lenguaje. Pero yo observo mis manos y tampoco sirven para eso. Las veo más bien calladitas. (¿Por qué hay manos tan expresivas que al traducir el mensaje de la mente lo mejoran? Algunos virtuosos del «mimo», a fuerza de jubilar palabras, hacen sospechar que sin ellas también los mismos filósofos seguirían.) Cuando noto que las propias manos, metidas en los bolsillos, permanecen mudas, surge la envidia –envidia de veneración, envidia de la buena– hacia esas personas sabias que logran hacer volar la mano de manera distinta a cada instante, según el viento sea de alegría, de desaliento, de ira, de tranquila reflexión. Empédocles –que empieza, aproximadamente, la historia de la filosofía nada menos que con un poema– dejó escrito: «Ninguna cosa en lo eterno apoyará sus pies», dando a entender lo efímero de cualquier afán. Y no obstante, parece que la mano está ahí para agarra un siempre. Con los pies pisamos tierra firme. Y, ¿no es metáfora lo de «tierra firme»? Con las manos encerramos en un puño todos los pájaros huidizos: los deslizantes propósitos, las emociones que se crispan. Y cuando las abrimos en la ilusión, en la confianza o en la paz, se perciben más claros los ritmos del espíritu al compás de la mirada. Con ellas, en actitud impetrante, espera el místico el aterrizaje de Dios. Pienso ahora en las manos del pianista: afilados y mágicos resortes para la epifanía sublimada de verdades que se hicieron sentimientos. (No, tampoco cuando empezó la música estaba Freud allí...)

¿Y reír? ¿Saben reír las manos? Cuidado. No hay que acecharlas demasiado. También a veces dan un poco de miedo. Magritte las pinto alguna vez exentas. Y uno siente el horror de imaginar a las propias manos mutiladas y autónomas. Menos espanto, creo, debe causar que una mano aislada que una cabeza cortada. Las manos de Magritte –quizá toda su pintura, tal «La manía de las grandezas»– dan una sensación de final cósmico. Vuelve la tranquilidad cuando se miran las manos del alfarero. Pero, ¿no se acaban los alfareros? ¿Quedarán alfareros dentro de diez años? Es pena porque recuerdan la grandeza primera de la mano. Y a Dios cuando era alfarero, cuando nos «promocionó» entre el barro. Todavía se dice: Aquí se ve «la mano de Dios». Como si ni aún a Él nos lo pudiésemos figurar sin manos.

Vuelvo a mirar las mías. Ahora se ponen nerviosas y empiezan a pasar las hojas del periódico. Parece como si huyeran a mi observación. El diario trae todas esas guerras que ahora la Historia coloca en su costado para evitar la congestión de la guerra total. Guerras como aquellas sanguijuelas que curaban la pulmonía. Y entonces mis manos casi se crispan. Porque cabe también el horror de las manos mutiladas –exentas– en las llamadas guerras menores.

(Publicado en ABC, 11 de mayo de 1972)

domingo, 4 de abril de 2010

DIOS SIN MEDIDA



No sirven nuestros cánones para medir al Señor. Fracasan nuestras razones para entender a Cristo. ¡Y cómo hay quien “empequeñece” a Cristo, ensalzándole como al mejor de los hombres! Llega la Pascua, llega la Resurrección. Es el auténtico paso del Señor. Estas procesiones, este lanzamiento de las imágenes del Redentor a las calles, ¿qué otra cosa son que una invitación para que Cristo se nos entre por los ojos y siga, por el camino de las arterias, al corazón? Y Él, humilde, se nos muestra con su caña como cetro y con su manto de escarnio, vejados en su Divina Persona “los Derechos de Dios”. Se nos muestra a nosotros, tan celosos de los “Derechos del Hombre”. Y Él, camina con su Cruz y desnudo en la Cruz se ofrece al Padre. Y muere. Esta sí que es la auténtica “muerte de Dios”. Pero muerte para la Vida. Muerte que desenmascara a la muerte. “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?”.

Días sagrados. El tiempo detiene su paso. El Jueves Santo, el Viernes Santo, el Domingo de Pascua, no están afiliados a ningún siglo, carecen de edad. Sopla en estos días la brisa de lo Eterno. Sopla el Viento de Dios. Habría que ser lo suficientemente generosos de corazón para dejar olvidados en un rincón del espíritu todas esas cosas del simple vivir cotidiano. Y comprar con Amor el terreno, la parcela, para edificar nuestra renovación. “Porque el Reino de Dios se asemeja al caso de aquel hombre que vendió todo cuanto tuvo...”

Sin afanes, sin prisas y sin cuidado, con la presencia única de Cristo, con la perspectiva de lo Eterno al fondo, estos días de Pasión y de Pascua, constituyen la genuina ocasión para el redescubrimiento de nuestra calidad de cristianos. ¿Queremos de verdad sabernos, o preferimos, más bien olvidarnos? Los tremendos y gloriosos Misterios de Cristo, de una parte nos consuelan, de otra nos comprometen. No se es cristiano sin esperanza. Pero tampoco se puede ser cristiano sin amor. La fe es un descanso. La fe es un trabajo. No se puede creer sin que, de inmediato, el gozo espiritual nos acometa. Tampoco se puede creer impunemente, frívolamente, irresponsablemente. La fe obliga. La fe es una Movilización. Es la Movilización.

Con la fe en Cristo, la Verdad rompe todas las medidas. Y esto sí que revoluciona. Por dentro y hacia arriba.

(Diario IDEAL, 12 de abril de 1974)

sábado, 3 de abril de 2010

EN EL SILENCIO DEL SÁBADO SANTO





Señor, tu dolor es un Silencio... Silencio alto y amurallado. Las palabras de Caifás, de Anás, de Herodes y Pilatos, se estrellan en el castillo almenado, en la fortaleza de tu celestial mutismo. Ni los insultos alzan el vuelo de tu protesta. Ni la flagelación liberta tus gemidos, ni la deserción de los discípulos abre la prisión de tus lágrimas. Tu Dolor se congeló en la Madrugada.

¡Y nosotros, siempre con nuestras penas grandilocuentes, finchadas, quejumbrosas!... Concédenos Señor la fortaleza de sufrir en soledad, la elegancia de sufrir callando.

* * *

Te han clavado, Jesucristo, te han clavado. Quieren que tu Palabra no perfume más caminos y que tu Verdad no ilumine mas conciencias. Al pie de la Cruz, en las ascuas abiertas del odio, crepitan las blasfemias: es el sahumerio de tu primer altar. Es un Sahumerio, Señor, que no se ha extinguido.

Y mientras, Dios nuestro, ¿no ves que pequeñas son las rosas? ¿Ves que raramente florece en nuestras vidas la oración, el incienso bueno, el casto incienso de tus aras?

* * *

Anochece, y en Soledad, la Madre, huérfana, deshoja todas las rosas ocultas de su pena. Ya tu Cuerpo, Señor, tu Cuerpo arrancado de tu Alma, es una flor desarraigada, es un viento varado, es una música que se ha quedado quieta.

¡Quieto! Ay, Señor –Señor Quieto– en la humildad suprema de la Muerte. Compadécete, divino Padre inmóvil de nuestras aguas agitadas, de nuestra ágil – irónica– torpeza.

(Fotografía: Juan Carlos Guijarro)

viernes, 2 de abril de 2010

AMANECER



Cualquier ubetense sabe que quien no ha ido nunca a la Plaza de Santa María al amanecer del Viernes Santo, no puede considerarse ubetense del todo. «Ver salir a Jesús», a los acordes del «Miserere», gradúa de ubetensismo. Úbeda es esto y otras cosas más, pero, primero, Úbeda es esto. Y ¿cómo explicar esto? Nadie podrá secar la emoción que mana desde las fuentes más hondas y que no podrá acartonar ningún tópico. Úbeda, tan individualista probablemente, Úbeda, ciudad en la que cada uno, quizás, sigue su camino, tiene, sin embargo, un alma colectiva indestructible, inalienable, que se manifiesta en ciertos momentos inolvidables. He aquí, en el amanecer del Gran Viernes, el momento supremo de Úbeda. Describirlo es fácil para cualquier ubetense. Para cualquiera. Y para ellos sobra la literatura...

(Revista VBEDA, núm. 118, abril de 1962)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

MADRUGADA




Jesús sale a las siete... En el dormivela de la madrugada, se levanta un relieve, trémulo, de trompetas. El Viernes Santo está aún sin estrenar, silencioso y pálido al alba... Hace un rato han cantado su acusación los gallos bíblicos. Detrás de aquella ventana iluminada que asoma a la luna, hay un penitente que ciñe amorosamente su cíngulo sobre la túnica morada; la esposa, la hija, la madre, ¿estuvieron planchando, hasta tarde, los brillantes rasos del capirote, el «peto» que lleva cosido un «Ecce Homo» que bordaron las monjas de Santa Clara? Ahora, la esposa, la madre, la hija, clavan unos imperdibles en la túnica...

–¡A las cinco y media estamos citados en casa del Presidente! –dice el penitente... (El penitente azorado, nervioso, en vilo la sensibilidad.)

–Pero... ¿qué hora es ya?

Son las cinco, las cinco y veinte, ¿las seis? ¡A las siete sale Jesús! No hay pereza para levantarse esta madrugada. ¡Cómo va a haberla! En el zaguán de la casa humilde del barrio de San Lorenzo o de Santo Domingo, de la calle «Sabanillas» o de la Plaza de los Carreteros... hay una cruz de madera. Una cruz que todo el año ha estado clavada en la pared del portal. Ahora, la «penitroncha» –de una fachosa indumentaria que excusa, con creces, la sublime devoción del momento– la toma sobre sus hombros... En la diestra lleva un rosario y, descalza quizás, camina silenciosa por el pavimento hiriente de guijos, camino de la Plaza de Santa María. El padre, el esposo, el hijo, mientras con su varal de tres tulipas sobre los hombros, se encamina a la casa del Presidente. ¡Qué llegas tarde, penitente!

Y ya las viejas esquinas dela ciudad lanzan bocanadas de gente ojerosa de madrugada. No hay tiempo que perder. Por el Real viene la cofradía formada, precedida del «pendón» y del «campanillero»... Los luceros se escondieron ya. ¿Qué día va a hacer, Dios mío? ¿Lloverá? En el corazón violetas.

En la Plaza de Santa María la gente, suavemente, abre paso al guión... Ya están las monjitas de las Siervas asomadas al balcón de su convento con la mirada fija, húmeda de plegarias, esperando el sutil, el delgado momento...

Y el delgado momento ha llegado. La puerta de la antigua colegiata se abrió... Silencio. Y «Miserere». Úbeda estrenó, otra vez, su Viernes Santo. ¡A las siete ha salido Jesús!

Todo es así tan sencillo, siempre tan igual... Pero tú, lector ubetense, tú y yo, sabemos que no hay en Úbeda, a lo largo del año, otro momento como este momento.

(Revista VBEDA, núm. 63, marzo de 1955)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

jueves, 1 de abril de 2010

ANTE PILATOS




“Respondiole Jesús: Mi reino
no es de este mundo.”
(San Juan 18: 36)


Este mundo nos hiere –y nos acaricia– con su proximidad. Está en nuestra sangre y en nuestra vida, presidiendo el gesto y el suceso, dando perfil al hecho y matiz a la palabra. Y sin embargo, conviene no olvidarlo: su Reino no es de este mundo.

Este mundo nos lanza al pavés del triunfo o a la sima del fracaso; levanta un oleaje de aplausos o una tempestad de denuestos, según la meteorología del momento. ¡Cómo este mundo nos hace felices los amaneceres, cuando una epifanía jubilosa abre las compuertas del optimismo! Y, ¡cómo nos hace, al atardecer, desgraciados! Pero... conviene no olvidarlo: su Reino no es de este mundo.

Este mundo tiene la sonrisa, la flor y la primavera ¿No sentís que hay horas en que el corazón, marcando su paso al compás del pensamiento, promulga plenitudes de un instante? Luego, en este mundo, suena la voz que hace gemir a las flores y la ira troncha el tallo levantado de las sonrisas. Y entonces el corazón se enfrenta con la idea y la carne declara su guerra. Y el espíritu –solo– iza su bandera entre el viento. Pero, conviene no olvidarlo: su Reino no es de este mundo.

Este mundo despliega su himno abierto, fervoroso. La ciencia ha escrito en él sus hallazgos y la poesía ha acentuado de músicas sus opacas razones. ¡He ahí sus torres ambiciosas! Este mundo es un clamor que acalla, a ratos, la íntima salmodia acongojante; es un furor dionisiaco que esconde la ceniza; una risa que juguetea liviana en la corteza del drama. ¿Cómo olvidarlo? Su Reino no es de este mundo.

Su Reino está pasada la última puerta, detrás de la postrera fatiga. Cuando la última sonrisa ha exhalado su aroma cansado, cuando se ha roto la última rama, cuando el viento ha dado al viento la última hoja doliente, es que la Plenitud aguarda con su Aurora. Antes no. Porque su Reino no es de este mundo.

(Publicado en REVISTA “VBEDA”, Marzo de 1967)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

EL SOLDADO ROMANO




Se vistió de soldado romano para la fiesta que este año, como todos, ha celebrado su cofradía el primer domingo de Cuaresma, el domingo «de piñata», como dicen por ahí. El «traje de romano» va para un año que estaba guardado en el fondo de no sé qué secreta arca en la casa de don Roque, el presidente. Él –el soldado romano– ha estado, mientras, todo este tiempo, de la ceca a la meca, trabajando por esas hazas, escardando en esos campos, segando en esos cortijos, trillando en esas eras, durmiendo en las cabañas de esos melonares, cavando el «pie» de esos olivos. Tiene, ¿cómo no?, el rostro atezado, y su voz está un poco ronca del aguardiente de las frías mañanas de «aceituna», del vinazo espeso de la taberna de «Brazazos», o de la taberna del «Rubio». Ahora, el día de la fiesta de su cofradía, de «La Humildad», su mujer le ha preparado la camisa limpia, él ha venido a holgar... Y cuando ha oído los cohetes se ha apresurado a presentarse en la casa del presidente para vestir su traje; ese traje que le da tan singular prestancia en la memorable tarde del Jueves Santo, con su casco de cresta roja, con sus altas botas de cuero, con sus ajustadas medias, con su coraza de «latillas»...

Sí; el atuendo es perfecto; puede decirse que no le falta un detalle, y él sólo muestra un poco de preocupación porque la cinta de la bota le ha venido un poco corta y no abrocha hasta lo alto y... porque falta una «latilla» de la coraza que al sacar el traje del baúl se enganchó yo no sé dónde. De todas formas, el soldado romano, está satisfecho y cuando me ha visto en la iglesia, se ha separado y, como yo le conozco, como yo también conocía a su padre, me ha tendido la mano y me ha dicho:

–Estamos bien, ¿no?... Pero este cordón de la bota...

Luego ha comenzado la solemne fiesta. La orquesta ha irrumpido jubilosamente con el «Gloria» de la Pontifical de Perossi, y los oros litúrgicos, las luces eclesiásticas, el incienso, las viejas resonancias del canto gregoriano deben de haber destilado en el alma elemental de nuestro hombre, un extraño complejo sentimental. Después, leída la Epístola, la banda de soldados romanos ha tocado la marcha de la procesión. El templo, la iglesia de San Pablo, se ha inundado súbitamente de Jueves Santo y, ¡mirad qué cosa!, el alma, desde su fondo escondido ha empujado hasta la piel unos escalofríos y hasta los ojos unas lágrimas. Creo que ni el mismo soldado romano ha podido librarse de esta emoción, porque al terminar la fiesta ha vuelto a hablarme y me ha ponderado «lo hermoso que ha resultado todo», y lo bien que ha predicado el padre y... «lo que él, durante toda la mañana se ha acordado de su padre». Porque, ¿no lo sabíais?, el padre de nuestro soldado romano era, también, cofrade de «La Humildad». Se llamaba Alejandro. «Acudía» casa de Montilla, trabajaba en «La Treviña» en la finca de doña María, en «la casa», como él decía. Cuando venía la Semana Santa, vestía su túnica roja y su capirote amarillo y el Jueves Santo, con la «careta» alzada y el cigarro en la boca, con su «nene» (el «romano» de ahora) de la mano, se dirigía «Real abajo» al palacio enrejado de Montilla, «de la casa», donde se juntaba el «guión», antes de ir a recoger al «Santo».

–Mi padre –dice el «romano»– le tenía «mucha voluntad» a «estas cosas». Como sabe usted que él era tan buenísimo...

Yo, naturalmente, ratifico que sí, que el padre del soldado romano era buenísimo, y entonces el romano me dice:

–Aquellos tiempos...

Y vuelve a hablarme de cuando era presidente de la «sociedad» don Antonio Pasquau, y del año –él lo sabe «por referencia» de su padre– en que la banda de romanos no tocó «ni las trompetas ni los tambores» cuando la procesión pasó por delante de la casa de don Antonio, que estaba muriéndose...

Al terminar la fiesta, el soldado romano, ha dejado sus arreros en casa de don Roque, el presidente, y ya, ahora, estará por esas hazas, por esas huertas, por esos campos, por esos olivares. Por la noche sentará a su «nene el mayor» en las rodillas mientras la mujer se pone a «aviar», y el nene mayor le preguntará dónde está el traje de romano...

–En casa de don Roque, «chache». Cuando venga el Jueves Santo, otra vez iré a ponérmelo.

–Y, ¿falta mucho para el Jueves Santo) –responderá el chiquillo...


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El «soldado romano» –ese hombre atezado– tiene también su alma.

Y en su alma (¿por qué no?) hay también recuerdos fragantes, sentimientos y hasta lirismos.

Cuando el soldado romano viste su casco, su coraza de «latillas» y sus botas..., se acuerda de su padre, aquel buen Alejandro que en la tarde del Jueves Santo le llevaba a él, «Real abajo», agarrado de la mano, cuando iba «a juntarse el guión» en la casa de Montilla.

(Publicado en Diario JAÉN, marzo de 1942)

(Fotografía: Rafael Merelo Guervós)