BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 27 de abril de 2012

LAS FICHAS DEL DOMINÓ






La antropofagia parece que es ya una excepción... muy excepcional. Esto no quiere decir que el «salvajismo» —ese estado de primitivismo de los pueblos que aspiran a la barbarie (nada más que a la barbarie) como la barbarie aspira a la cultura— no se de, todavía a ráfagas en nuestro mundo. Aún más: persisten pruebas, y hasta ostentaciones, de salvajismo en países que pasan por civilizados. En estos días, vuelve el Vietnam a un primer plano. Los «horrores del Vietnam». Más de trescientos mil viejos, mujeres y niños huyen ametrallaos, acometidos por el Vietcong: mueren ahora los vietnamitas del Sur protegidos por el Occidente como los comanches en los «filmes». Así es que quizás haya cesado en nuestro planeta la antropofagia, pero cada día comprobamos que la crueldad más despiadada y los métodos bélicos más expeditivos, es decir, más trágicos y más inhumanos, coadyuvan a hacernos pensar que el tinglado de la civilización puede no pasar de tinglado: de fachada tras de cuya apariencia el vacío moral deja sitio a cualquier aberración. Lo de comerse la carne del vencido era una crueldad apendicular, complementaria y quien sabe si... funcional. Basta el empeño carnicero de exterminio, es suficiente el horrible cuadro de violencia llevada al límite que cada día nos llega en prensa o en televisión, bien ilustrado con imágenes, para sospechar que el hombre paleolítico, con su enorme basto de piedra, si no era más cruel en sus trifulcas tribales, a la falta de ametralladoras, bombas, aviones, carros y demás «instrumentos de disuasión» se debía.

Se está cumpliendo en Vietnam lo de la «teoría del dominó», que decía Alfonso Barra. La caída, en la guerra, de un país, precipita la del país vecino. Vietnam, Laos, Camboya, se derrumban en serie. Indochina entera, desde hace muchos años, es un estruendo revuelto. Pero... ¿hasta donde va a repercutir el desplome? ¿Cuál va a ser la última ficha volcada? Ha declarado Thompson que «desde Napoleón no se había conocido una retirada igual» y que «todo el mundo occidental» antes o después sufrirá las consecuencias de esta derrota. Alguien llega en sus trenos a escribir que lo que ocurre en Vietnam del Sur plasma «la rendición estratégica, día tras día, de lo poco que queda del llamado mundo libre más allá de San Francisco y de Nueva York».

...Pero nos quedan nuestras quinielas, nuestros partidos televisados, los festivales de la canción y los puentes festivos de viernes a lunes para medio olvidar u olvidar del todo cosas como éstas. También a nosotros nos han subido el precio del azúcar y no nos falta una huelga o una subversión que llevarnos al comentario para que no nos remuerda la conciencia de tranquilidad; para defendernos de nuestros desentendimientos arguyendo que «también aquí hay conflictos y precauciones». Es la manera de dar carta blanca a una frivolidad —«la ciudad alegre y confiada» de Benavente— que se obstina en no creer en la tormenta y que ni siquiera cuando truena se acuerda de Santa Bárbara.

Porque probablemente es de mal gusto estar atentos a los profetas de la catástrofe, entera y absolutamente pendientes de sus presagios y de sus augures. Sin embargo, tampoco puede, tampoco debe, esconderse el pico bajo el ala. Es una manera de suicidio. Estas guerras «locales» —Vietnam e Israel, las últimas— que se nos ofrecen casi como espectáculos de sobremesa en todos los hogares, después de la sonrisa dentífrica y antes de las declaraciones de los futbolistas del Real Madrid o del Barcelona, ¿son de verdad cuestiones lejanas y tan desconectadas de nuestro hilo vital que «qué vamos a hacer nosotros»? Pertenecemos a un mundo tan orgánicamente tramado por fuera y tan íntimamente desligado por dentro, tan familiar y tan hostil, tan de todos y tan de nadie, con tantos intereses comunes y con tantas ambiciones en lucha, que los motivos para la desazón son graves y constantes. No, no va a seguir en pie nuestra ficha de dominó si todas las otras se abaten sobre el mármol. Puede engañarnos nuestra «civilización», esa falsa seguridad que da un bienestar histórico momentáneo; ese alejamiento en que vivimos de las zonas de fricción, de la violencia máxima. «Es que nosotros somos europeos». «Aquí no puede suceder lo que en Vietnam, lo que en Oriente Medio». «Aquí hemos llegado a unas cotas de cultura que…» Está claro que tenemos un sentido estético muy desarrollado. No aceptamos en el coche una línea anticuada, ni que asome lo más mínimo al descubierto el tubo de la fontanería oculta porque haría feo. Nos preocupa la forma de la copa de la cafetería. No toleramos el tacón gastado, erosionado, del zapato de «ese pobre hombre». Estamos civilizadísimos: tenemos un sentido de la estética, del estilo. Y una piscina, y unos bonitos óleos en casa. Y dos o tres colecciones de «Obras completas»...

Sí, sí: estamos muy civilizados... Bueno, pero yo he leído, acabo de leer, en un filósofo: «La crueldad no impidió nunca a ciertas tribus realizar delicadísimas labores artísticas y escultóricas. Es mal corriente que los defensores de culturas atrasadas se atengan a los éxitos artísticos de los aborígenes y pasen distraídamente por los sacrificios humanos y los ritos sangrientos». No nos fiemos nunca. No nos fiemos tampoco nosotros de nuestras «culturas adelantadas», arguyendo nuestra estética y nuestros artistas, nuestro probado buen gusto, nuestra sensibilidad que detecta el tubo de fontanería mal colocado, el tacón gastado, la línea anacrónica del coche, la mala cristalería... No nos engañemos. Puede tratarse de una defensa falaz frente a nuestros ritos sangrientos que momentáneamente soterrados, pueden un día u otro salir a la superficie. Cuando el derrumbamiento en serie de las fichas de dominó afecte a la nuestra.

(IDEAL, 27 de abril de 1975)

lunes, 23 de abril de 2012

LIBROS




PRIMAVERA. Tentación de sincopar un tanto la vida, de interrumpirla, para, dentro de uno mismo, efectuar los necesarios cambios. ¿No tenemos todos que repasar nuestros ejes? Schiller decía que el reloj del Estado no puede suspender su marcha y que lo difícil era revisar la rueda sin interrumpir la rotación de la misma. Igualito acaece en nuestros engranajes; hay que engrasarlos y pulirlos e incluso reparar sus averías durante la marcha. Pero viene abril y la tarea parece más fácil. Quizás el descanso hace llevadera la urgencia. ¿Qué tengo que hacer hoy? Ah, pues mil cosas. Pero, precisamente por ser muchas, por ser mil, la primera va a ser...

La mañana tiene una fuerza, una pujanza. Como vivo cerca del campo puedo, antes de irme a mis prisas, dedicar un rato a mis pausas. Y tomo un libro y considero que él y yo podemos pasear una media hora juntos, comulgar juntos, entre los olivos. (Si se vive en una ciudad a la medida, resulta aún un poco extraña la zozobra de Oencke, el ministro de Agricultura rumano, al decir que si no se toman las medidas oportunas, dentro de poco se necesitarán entradas para ver el paisaje). ¡Libro y árbol! Qué modesto programa, pero que estimulante. Uno y otro son propicios para llenar de fervor nuestra pausa entre prisa y prisa. Yo no sé si alguna vez se van a terminar los árboles. Leo que en Vietnam, los americanos están arrojando bombas químicas que dejan a los árboles sin follaje para así abrir claros e impedir la emboscada de los guerrilleros enemigos. Y esto, en primavera. Realmente, ya, a los árboles que no rinden empieza a hacérseles menos caso, y lo de «la fiesta del árbol», concluyó. Sin embargo, no pasará a la Historia —uno cree que no— la «fiesta del libro». Ahora mismo la tenemos ahí, detrás de la esquina; y es bueno que venga siempre en primavera, que caiga en abril. No hay que forzar la imagen para decir que el libro, como el árbol, es algo que se planta, que extiende sus raíces por dentro del lector. Luego, insensiblemente, los libros nos renuevan, nos hacen los cambios que necesitamos. Y también, entrecruzando sus influencias, nos arman de criterios y de bases firmes de opinión

Pienso ahora en los hombres de la «Ilustración». En su tiempo, el libro constituía el máximo y probablemente el único recreo del espíritu. El rapé — vicio inocente—; la peluca —jardinería reglada de rizos para cubrir o amonestar la flora alborotada de cabeza adentro—; el chocolate, panacea de todas las horas, como el café de nuestros remedios. Y la filantropía. ¿Imaginamos a nuestro Feijóo, a nuestro Jovellanos, a nuestro padre Isla, a Campomanes, a Olavide, a Aranda, sin su rapé, sin su chocolate, sin su libro? Montesquieu les había dicho en uno de sus capítulos: «Jamás he tenido tristeza alguna que no haya disipado una hora de lectura».

Leyendo al padre Feijoo se advierte en él, clarísima, una «libido intelectual», una alegría que le llega, cabalgando lecturas, de la investigación. El gran benedictino intuía que el estudio predispone a la longevidad. Y, como se situaba en contacto con la naturaleza siempre que podía, no había para él un peligro de que lo libresco obturase los manantiales del buen sentido. Del padre Isla, sabemos de sus paseatas por los alrededores del convento de Villagarcía de Campos. En Villagarcía de Campos, visité el verano anterior la biblioteca situada en su rehecha celda. Libros, algunos de ellos descomunales, de tamaños que nosotros no acertaríamos a manejar...

¿Qué sucede en nuestros días con los libros? Constituyen un prodigio de impresión, de encuadernación, de presentación, de tamaño; ofrecen todas las comodidades posibles. Para todos los gustos y de todos los precios. Pero, ¿despiertan en nosotros el deseo, suministran en nosotros la fruición, el regalo que representaban para Feijoo, para un Jovellanos, para un Isla? Toda la cultura se condensaba para ellos en aquellos volúmenes solemnes y polvorientos. ¿Difíciles de manejar? Casi tan difícil como la espada del Cid que enseñan en Toledo, según quiero recordar. Pero, es que hoy, posiblemente, hay menos temperamento, y son las cosas, mediante el cohecho de la comodidad, quienes nos manejan y no nosotros a ellas.

Quisiéramos, al glosar en 1972 al libro y a su fiesta, que su promoción encontrara en lo hondo de cada posible lector, una mejor correspondencia. Pero ¿para qué? ¿Para que así se vendan más? No. Yo creo que se venden bastantes libros. Pero muchos, al dictado, por recomendación, dando a conocer la relación de los que mejor éxito han obtenido en el último mes o en la última quincena, como se da la lista de la lotería. Este dirigismo, no forma a nadie. ¡Cuánta mantecada exitosa nos engatusa el oído o la mirada! ¿No sería preferible un olfato en el lector, un instinto que le llevara al libro que personalmente le interesa o le conviene?

Pero a la gente no se le va dejando tiempo de tener nariz propia. Nos la quieren dar ya hecha, prefabricada. Da envidia pensar que en el siglo de Jovellanos, de Feijoo, del padre Isla, no había «best-sellers». Por lo menos ello constituía una compensación al tamaño de volúmenes, como los que hace unos meses nos fue dado contemplar en la biblioteca de Villagarcía de Campos.

(IDEAL, 19 de abril de 1972)

sábado, 21 de abril de 2012

HISTORIA, POLÍTICA... ¿ENGAÑO?





La Historia es nada menos que la biografía de la Humanidad y no puede estudiársela sin apreciar sus infinitos matices. No hay, pues, una historia en blanco y negro, de buenos y malos. Ni cabe polarizar sus sucesos, ateniéndose a esquemas simplistas. Voltaire, que era todo lo contrario que un historiador —y también todo lo contrario que un político— establecía sus juicios sirviéndose de un dualismo sarcástico. «Hubo —escribe— cosas horribles y las hubo ridículas. Y nada más. El copero Montecuculli fue descuartizado: he aquí lo horrible. Carlos V fue declarado rebelde por el Parlamento de Parla: he aquí lo ridículo».

Pero así, con frases, a base de frases, no se escribe la Historia. Menos aún cuando las frases, con destino a la galería, están desconectadas, allá en su cielo literario, de la varia, cambiante e imprevisible realidad. «Historiadores, historiadores, creadores de énfasis; no los creáis, amigos míos», aconsejaba Hugo.

Y entonces, ¿quién, de verdad, escribe la historia? Ya —parece— es una ambición contarla toda. Lo de «historia universal» es irrisorio. Con fragmentos, en parciales y discontinuos intentos, se compone la historia (y muchas veces al capricho del compositor) como una pintura. Por eso caben estilos en la historiografía. Y entre los datos, entre el entramado de los sucesos, quedan en todo caso huecos para meter la pasión, el propio interés, de quien escribe. Pero, pensemos, ¿acaso tiene mucho que ver la historia con quien la cuenta? Antes de ser historia, ella es vida. Y a la crónica del reinado precede la actuación del rey. «La historia es mi espada», exclamó en una ocasión victoriosa Carlos XII. Vemos a la historia encerrada, contenida en un libro. En el libro se ha aquietado el oleaje de los siglos, el fragor de las batallas. Y todo en él viene en sumisos capítulos, en compartimientos estancos. No obstante la vida tiene, sobre todo, tempestuosos protagonistas. Y son ellos quienes mueven al mundo. Pero cada uno intenta su ritmo y de ahí que la dirección y los ejes de la historia carezcan de lógica visible. Claro que, por supuesto, desde la perspectiva divina, los siglos se arquitecturan en armonías y ve Dios —como suele decirse— lo derecho de los renglones torcidos. Pero, desde nuestro nivel, el horizonte se empequeñece, y el trozo de tiempo de que somos actores en mayor o en menor parte, es más bien agreste, escabroso. Como consolación, entonces, practicamos la fuga nostálgica o futurista ante el pasado o el porvenir, donde ciframos lo mejor. De ahí que los «héroes» y los «mitos» nos imanten desde la lejanía. Siempre estamos dispuestos a ver «santos», «genios», batallas gloriosas, gestas sublimes a cien años de distancia. Es a cien kilómetros de distancia, cuando empezamos a ver azules a las montañas... Pero aquí y ahora, al valorar el capítulo presente que mañana —en los narradores— será historia, analizamos a la tierra con su bajo color, al hombre con su pecado. Y surge la sátira y el sarcasmo rebajando méritos, abatiendo eminencias.

¡Qué triste, por ejemplo, el caso de los políticos! Pasados unos lustros se proponen para la admiración y para la imitación. Pasados unos años después de su muerte, serán estatuas en su dura gloria de piedra. Hoy están en la caricatura. ¿Se les dedicará, transcurridos los días, una calle? Ahora sólo se les ofrenda un chiste. (Es lo irónico: caen asesinados, abatidos por las balas un Prim, un Cánovas, un Kennedy... y en ese preciso momento empiezan a ser memorables. Y venerables. Pero, ¿antes? Antes, políticos...)

Los políticos hacen fragmentos para el gran mosaico histórico, queman su vida en la demanda; pero de cerca, cuando están a la vista, rara vez se les hace justicia. Al contrario, hay como un deseo morboso de encontrarles máculas. En todo caso se les ve el coeficiente de ambición o de vanidad —exista o no exista—, pero se les regatea sin excepción la carga de generosidad o el contingente de nobleza que aportan a la cosa pública. Y eso, ¿por qué? Será a causa de que existe un interés perverso por hacer cierta la frase de Maquiavelo: «La política es el arte de engañar». Demasiado simplismo en estas palabras. Pero en ocasiones, cuando el político engaña es quizá porque el mal concepto que de él tenemos termina por apearle de sus buenos propósitos. O a veces porque nuestra hipocresía (alabanza por fuera y vituperio por dentro), tiende el puente para su mentira. Uno quiere creer que casi en todos los casos la primera moción del político está impregnada de sinceridad. Hasta cuando no cumple sus promesas es, probablemente, porque desde el principio nosotros no creímos en sus promesas. Buen expediente para que un hombre tenga fe en si mismo es que los demás le ofrezcan su confianza. En “La propia estimación”, obra benaventina, un hombre vulgar llega al heroísmo precisamente para no defraudar a los que le rodean, porque quienes están a su lado están convencidos de su virtud.

Antes de echarse a perder o, mejor, de que lo echemos a perder, el político lo que desea, precisamente, es hacer historia en la medida de sus fuerzas. Si después, no sólo no hace historia, sino que hace politiquilla es, en buena parte, porque le negamos el crédito. Yo no creo demasiado en Maquiavelo cuando opina sobre la política, Por lo menos, como contrapunto, habría que oponer al florentino el consejo del rey Gustavo Adolfo: «Que el príncipe emplee toda su figura y recursos en no ser engañador ni engañado». En efecto, ¿no hay que sospechar que ciertos políticos se hacen engañadores como reacción a haber sido engañados? Pero nótese lo agudo del consejo. No dice que el príncipe emplee toda su voluntad o afán en no engañar ni ser engañado. Lo que quiere es que «emplee toda su figura». Ambivalencia de la palabra figura. En ella, aquí, se sintetizan la fama, el prestigio, la inteligencia, el rango, el carácter, el estilo, hasta el «tipo»... Que el político «emplee toda la figura» en su empresa. Cuando así sea, ya ganará la confianza de los demás. Y lograda la confianza ajena, la fe en sí mismo le pondrá por encima de todo engaño.

(IDEAL, 26 de abril de 1974)

martes, 17 de abril de 2012

PARA ENAMORAR, ANDUJAR





Provincia de Jaén...

Jaén es un afán que aflora, como venero exultante, de su catedral —bellísima catedral—, para derramarse luego, generoso, a través de sus campos, ciudades, villas, aldeas... Se ha adensado Jaén en su catedral —cuenco para la vida interior— y, después, se ha extravertido en proyectos luminosos.

Ahí está Baeza. Casi la Reina Madre del «Santo Reino», cargada de añoranza, alcurnia, bondad. Baeza es como la abuelita: un regazo para el consejo. Tiene el Santo Reino en Baeza, capitalizado en historia, todo un tesoro. Tesoro obrado, patinado de poesía y romance, Baeza es la violeta —flor de melancolía— que irradia su fragancia a toda la provincia.

Pero si Baeza es la Reina Madre, Úbeda es la primogénita. Úbeda, destilando espiritualidad por los cuatro costados, ungida de temblorosa ansia, tiene un alma sanjuanista, carmelitana, mística. Todo haría presumir en Úbeda una ciudad llamada a la santidad o al heroísmo, si no hubiera existido el Renacimiento. Porque el Renacimiento es el galán que se instala en el alma de la ciudad infanzona. Úbeda, «iba para monja», pero... Úbeda, sin abjurar de su espiritualidad, matrimonia con el viento. Con el viento, eso es. Porque es ella pureza y gracia, y el viento «la ciñe por la cintura». Ella es serenidad que aplaca los ímpetus dionisíacos; que remansa el viril empuje que llega de Italia con fanfarrias paganizantes. La ciudad de las torres, esposa —que no amante— de un Renacimiento que se dulcifica y amansa; de un Renacimiento en que el ideal, ¡Grecia en Gracia!,se personifica. (Jaén, ennoblecido de Baeza, dejó casar a Úbeda —infanzona— con el Renacimiento. No se me diga profano, ni liviano, ni irreverente, ni tonto, si digo que el Renacimiento es el yerno de Jaén. Se me viene a la punta de la pluma y...)

¿Y... Linares? He aquí el «hijo» emprendedor, juvenil, ardiente, eficiente. Linares ayuda a Jaén a llevar la familia. Es el varón —poderoso varón— que trabaja, estudia y vibra. Ferviente Linares, para el esfuerzo y la lucha, para el ímpetu alegre, para la dinámica euforia estimulante. Arrancando secretos de plata al hosco suelo. Linares minero, que transmuta su calor en quehacer. Plantel de esperanzas... Linares, palenque. Varón de deseos, Linares.

Casi se haría interminable. Hay que renunciar a seguir nombrando los miembros de la familia jaenera. Martos, Alcalá, Cazorla... Pero, claro, la visión de Jaén, esa provincia ejemplar, queda realmente mutilada si de pronto no nos ponemos a hablar de Andujar.

Porque Andujar es la dulce, limpia, bellísima virgen —ciudad doncella—, prometida de todos los ensueños de Jaén.

Andujar doncella. Esbelta Andujar, modelada en cerámica de gracia y sal. Mientras Jaén trabaja y Baeza poetiza, Andujar sonríe. Y da la impresión de que todos los pueblos hermanos —celosos— están dispuestos a batirse por ella. ¡Como si no, asomada a las puertas de Andalucía, ella es, en el Santo Reino, la depositaria de las mejores esencias béticas! Porque es el caso que nuestro Jaén (toda su geografía conjunta) es la primera estrofa del poema andaluz; pero una estrofa con alma castellana todavía. De tal forma que en Jaén, el encanto meridional se pronuncia aún con dejo extraño... ¡Y en Andujar no! Andujar es el brote plenamente andalucista en una prole insuflada de atavismos. Por eso, en el concierto de los pueblos de la provincia, es la alegría de la casa. ¿No está ahí, al lado, Córdoba sultana, reclamándola, queriendo llevársela, solicitándola vehemente, casi pleiteando por adoptarla? Pero Jaén sabe que es suya. Y la quiere, y la guarda, y la regala, y la mima.

Es la causa de que, en presencia de Andujar, antes que nada surja el piropo. Porque Andujar piensa, siente, goza, reza y vive como una mocita. Tiene alma de cascabel. Y voz de muchacha casadera. Toda Andalucía está repicando a gloria dentro de su espíritu.

Y es que Andujar es en la provincia de Jaén la personificación de la gracia. Andujar es el «toque delicado», que «a sal eterna sabe». La historia la ha ennoblecido de gestas.

La Santísima Virgen de la Cabeza, Patrona eximia de la diócesis, la ha acogido muy especialmente bajo su manto. Ella —Andújar— sabe ser agradecida y corresponde con moneda de la mejor alegría. Una alegría acuñada de genuina espiritualidad.

Para admirar, Jaén; para añorar, Baeza; para pensar, Úbeda; para imitar, Linares. Para enamorar, ¡Andujar!

(PRIMER PREMIO DE LOS JUEGOS FLORALES DE ANDUJAR, 21 de abril de 1960)

jueves, 12 de abril de 2012

¿DE QUÉ HABLAN LOS VIEJOS?





Sentados al sol —el sol es padre común que nunca abandona— los viejos hablan de sus cosas. Pero, ¿cuáles son sus cosas?

La tarde despliega su clamor esplendoroso; es de un azul que sacia y no se sacia. Tornasola la siembra sus verdes, la brisa ensaya sus caricias, arriba, las aves reinciden en sus curvas armoniosas...; quizá, cerca, el agua de una fuente hace su bordado en la paz silenciosa, y el fervor sin nervios del campo difunde su «claridad sonora». Y ellos, los viejos, comentan mientras charlan sin programa.

¿Qué es el mundo? ¿Cómo son las cosas? ¿Dónde está la verdad? He ahí lejos, muy lejos ya, la juventud que dogmatiza, que estrena ideas, que satina ambiciones y rompe, cambia, o arroja al cesto las vivencias de cada mañana. Pero ellos, los viejos, ¿qué van a cambiar?, ¿qué van a despilfarrar? Allegaron dolores y las penas pasadas les dan, a largo plazo, la renta de una sonrisa. Quizá el interés de una ironía. Vieron nacer y morir. Amores que se encresparon y luego declinaron mansos. Furias que se agitaron y después quedaron quietas y frías como las manos de un cadáver... Hombres que arriaron su grito, banderas que palidecieron, entusiasmos a los que un viento arrebató el acento... Todo está sedimentado en la memoria, pacificado en sus recuerdos. Y, sin embargo, el interés, la atención de los viejos no ha cesado. ¿Por qué? ¿Por qué abdicar de la memoria si todavía el calor y el color de la tarde está, también para ellos, presente y luminoso? No ha callado, no, su corazón. Y aún la inteligencia enciende sus bujías, y la voluntad abre sus caminos, y la mano señala lo que la cansada frente signa.

Sentados al sol, ni envidiados ni envidiosos, en ocio sin desmayo, esperando sin ensueño, discurren en sana contemplación. El mundo se ha ensanchado, pero cabe, cabe holgado en sus pensamientos. Ellos ya son poco, ellos apenas deciden nada acerca de la marcha del pequeño mundo familiar o del mundo grande de la historia. Y, sin embargo, esta incapacidad empieza a obsequiarlos con una alta sabiduría. No saben que son filósofos: empiezan a encontrar lo que nunca buscaron, a saborear lo que probablemente siempre desdeñaron. La vida les da ahora su almendra íntima. ¿No habían luchado antes por conquistar la pulpa fresca, jugosa, de las cosas? Pero ya se agriaron aquellos sabores efímeros y la realidad les ofrece su avellanado encanto. Y de cada suceso les queda la semilla. Los viejos se alimentan de semillas, se nutren de la simiente seca que queda de la verdad después que ha sido despojada de su carne variable, de su apariencia loca, de su color de una hora.

Hablan los viejos de sus cosas. Y sus cosas son las de todos, pero exentas de patetismo urgente y de tristeza. ¿De tristeza? Sí, porque ya no hay choques ni accidentes. Sí, porque un buen viejo que sabe serlo puede muy bien apacentar la última alegría, la honda alegría que jamás es atributo de la carne condenada, ni siquiera del alma comprometida con la carne, sino del espíritu. Del espíritu que cuida sus mejores nidos en las cimas escarpadas donde el tráfago ardoroso y tópico no llega, donde sólo alcanzan los humildes, solitarios senderos.

Siempre habrá que oír la charla de los viejos. Muchas veces habrá que acercarse a ellos como en cura de reposo, en demanda de un sedante. ¿No es la misma vejez, cuando la serenidad la guía, un analgésico? Pero para que esto sea posible los viejos han de tener un dominio, una «seguridad» de su vejez. Que no quepa el desaliento en ellos; que conozcan que, inmunes a la fiebre, no por eso están fuera de la vida. Si la juventud se considera firme, ¿por qué no ellos? El hecho de que les quede poca vida «por delante», no es un demérito. La única vida hecha, realizada, lograda, es la que queda detrás. Que estén próximos a terminar la carrera es señal de que su título de hombres es inminente... Convendría una escuela de viejos que sepan sonreír, que acierten a señalar lo que la frente cargada ha signado.

¿Qué es el mundo? ¿Cómo son las cosas? ¿Dónde está la verdad? Si no toda la verdad, los viejos pueden dar siempre el dibujo, el perfil de la verdad. Luego —eso sí— están los jóvenes para llenar cada día la verdad de carne diferente.

(ABC, 26 de abril de 1966)

viernes, 6 de abril de 2012

LA PROCESIÓN GENERAL





Cada cofradía ubetense tiene su carácter específico, pero la Noche del Viernes pone a todas las cofradías en punto de fusión. La procesión general, se ha dicho muchas veces, es una sinfonía... Bueno; pero todas las notas se acompasan a una melodía única. Y todos los colores —como en una renuncia de sí mismos— quiebran su ímpetu, sumisos a una pauta. La Procesión General es un crisol maravilloso. En él se funden todas las emociones del Jueves, del Viernes Santo ubetenses. Hasta las gentes —esas gentes que han discurrido por las calles durante todo el día con cierto aire ferial, esos chiquillos de los pitos y de los globos y de los «puritos americanos», esas muchachas de pueblo, de vestidos rojos, verdes, amarillos, endomingadas, de tacón alto y labios pintados— acordonan ahora su expectación, a lo largo de las calles del trayecto, sumidas en impresionante, religioso, conmovido silencio. Los tambores resuenan luctuosos: va a pasar Cristo flagelado, Cristo cargado con la Cruz, Cristo Crucificado, Cristo exánime, Cristo muerto... Úbeda tiene alma, ¡alma aún!, receptiva a la impresión, al impacto del Suceso trascendental, cardinal, teologal, que ahora, en la conmemoración procesional, se le muestra en sublime grandeza. Tililan oscilantes las luces de las tulipas, de los varales, de los cirios. Un escalofrío de raíces hondas enhebra los espíritus. El viento de Dios aviva los rescoldos de mil fervores moribundos. Y la historia, húmeda de nostalgias, de recuerdos familiares, de ilusiones viejas, acecha detrás de cada esquina. Las trompetas convocan bajo los balcones la memoria del niño perdido que anida dentro de cada hombre... Más penitentes, más luces, tronos refulgentes... El Santo Entierro... Tras la procesión la noche cierra su espesor. Y en el aire doliente, la primavera, acongojada de atambores lejanos, inhibe su pujanza... En la noche del Viernes Santo, se clausura la Asamblea de Úbeda ante la contemplación del Misterio. Nadie podrá quitar a Úbeda su fe; nadie podrá despojarla de su Viernes Santo. Es su patrimonio mejor. Su orgullo. Su honra de pueblo cristiano.

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA, Revista VBEDA, Año 13, Núm. 118, 5 de abril de 1962)

LA SOLEDAD




En Úbeda el Viernes Santo —creemos haberlo dicho ya— aúna en total eclosión la emoción de todo el pueblo. Cada hora del día tiene su fervor y todos los afanes concurren, prodigiosamente, en cualquier momento, hacia un único objetivo. De tal manera no hay ubetense hábil que no sienta que su sitio a las siete de la mañana de este día es la Plaza de Vázquez de Molina para presenciar la salida de la procesión de Jesús. Y que a las doce no puede —no debe— estar en otra parte sino en las cercanías de la Iglesia de la Trinidad para ver descender suavemente por la lonja del templo «La Expiración», ese Cristo imponente que en el momento cenital abre sus brazos a la ciudad entera, mientras la marcha conmovedora de D. Victoriano García puebla la Plaza de notas desgarradas, casi epilépticas, mientras el sol reverbera en los rasos blancos y negros de los penitentes y el bronce de la «campanilla del guión» va abriéndose lentamente paso hacia la calle Mesones, entre las filas apretadas —ojos, ojos, ojos— de la multitud.

Y así, el ubetense de casta, a las siete de la tarde tiene que hallarse, sin excusa ni pretexto, en la cuesta de la Merced o en sus aledaños, junto a la muslímica «Puerta del Rosal» para ver subir a la Virgen de la Soledad, para aplaudir, para aclamar, para advertirse inmerso en la plenitud ardorosa de unos instantes en que el pulso de la Tradición golpea vigoroso, arrebatado, galopante. Es una belleza en desorden —marea encendida en afectos— la que entonces, súbitamente, se produce. Nuestro Viernes se rompe en espirales patéticas, ebrias; en una «prisa» de carreras, de plegarias urgentes, de gritos sincopados, de lágrimas apresuradas. La Virgen, alta en su trono oscuro, balanceante, no es llevada en paso de procesión: los cuadrilleros remontan veloces las cuestas, hiriéndose en los guijarros... De un tirón, sin descanso, quisieran llevar la Virgen hasta Santa María. Y la música antiquísima del Stabat Mater, de acentos arcaizantes, moriscos —la Virgen de la Soledad existía ya en el siglo XI— enardece aún más el dramatismo de la procesión. Y los penitentes, de indumentaria anacrónica —atezado el rostro descubierto que asoma bajo la capucha negra— traen a este tiempo enfático, a este tiempo nuestro tan pagado de descubrimientos y avances, el sabor terroso, humilde pero afianzado en seguridades, de otras épocas, de otros siglos. (Siglos de barro quizás: siglos que repugnan a nuestro tiempo de vientre de oro... y que, sin embargo, intensamente iluminados por la antorcha de la Fe, conocían, sabían siempre el camino.)

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: SILVESTRE GONZÁLEZ)

HORAS DEL VIERNES SANTO





Cada hora del Viernes Santo en Úbeda tiene su específica emoción. El amanecer quiebra, en la procesión de Jesús, la opacidad de las almas y ya todo el día es cauce abierto para la avenida acariciante de mil sentimientos viejos que la cotidianidad atascó y que, este día, libres, nos ciñen de purezas...

En plena mañana, ya «Jesús de la Caída», desgarrada su túnica, herido por el sol su rictus de dolor infinito, alza su desolación, su cansancio, su «derrota», su palidez. Y su mirada va reconviniendo pecados. Y mirándole hay que exclamar: «Pequé, pequé, pequé...» Más allá y más acá de la procesión esté el bullicio, puede estar el bullicio irresponsable. Pero la procesión lo purifica, lo exorciza.

A mediodía «La Expiración». Blanco y negro de los penitentes. Una marcha procesional desgarradora, que taladra, que despeña en torrentes de incontenidos trémolos, los embalses inmensos del dolor. Cristo izado en la Cruz. Úbeda sojuzgada, amorosamente sojuzgada, por el Drama. Úbeda fuera del tiempo, sierva un instante de la Eternidad.

Después «Las Angustias»... La tarde que quieta su plural, su floral, su vernal embrujo en la contemplación de la Virgen. Blancura de penitentes signados de la cruz. Cruz negra, repetida, reincidente, inagotable. Cruz negra para sellar el ocaso. Cruz negra predicando trascendencia a la loca risa, a la loca brisa.

Y luego «La Soledad».

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: RAFAEL MERELO)

TROMPETEROS





...Y toda la fronda interna de los ubetenses se agita ante el «lamento» de las trompetas del Viernes Santo. No se trata, en este caso, de bandas de trompetas, con aire, más o menos, de desfile militar. Hasta parece que algunas cofradías van eliminando estos trompeteros vestidos de penitente que, en medio de la procesión, de trecho en trecho, formando grupo, acordan su melodía. Es lástima que ya sólo vayan quedando los trompeteros de Jesús, de «La Soledad» y de algunas otras cofradías más —cofradías que por estar asentadas en la roca de la más acendrada Tradición no pueden renunciar al genuino sabor que les llega imperado por los siglos—; es lástima —y más de una vez hemos clamado contra la cada vez más cercana desaparición—, porque este sonar de las trompetas antiguas despierta ecos ancestrales dentro de cada alma y es como el «vehículo» que trae a la actualidad la enorme y delicada carga lírica del pasado. En el «lamento» —de modulación larga, invertebrada— la tristeza de la Pasión encuentra su más fiel correspondencia.

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: ANTONIO MEDINA)

AMANECER





Cualquier ubetense sabe que quien no ha ido nunca a la Plaza de Santa María en el amanecer del Viernes Santo, no puede considerarse ubetense del todo. «Ver salir a Jesús» a los acordes del Miserere, gradúa de ubetensismo. Úbeda es esto y otras cosas más, pero, primero, Úbeda es esto. Y ¿cómo explicar esto? Nadie podrá secar la emoción que mana desde las fuentes más hondas y que no podrá acartonar ningún tópico. Úbeda, tan individualista probablemente, Úbeda, ciudad en la que cada uno, quizás, sigue su camino, tiene, sin embargo, un alma colectiva indestructible, inalienable, que se manifiesta en ciertos momentos inolvidables. He aquí, en el amanecer del Gran Viernes, el momento supremo de Úbeda. Describirlo es fácil para cualquier ubetense. Para cualquiera. Y para eso sobra la literatura...

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: ANTONIO SEVILLA)


GENTES





Es bueno que el pueblo reunido no se constituya en «masa». La masa es informe, es una fuerza sin alma. Pueblo es algo distinto a masa... El Viernes Santo ubetense —gentío en las plazas, en las aceras, en las calzadas delante y detrás de la procesión— muestra una manifestación de pueblo, no una demostración de masa. El Pueblo, cuando se manifiesta, lo hace ajustándose a unas coordenadas previas. El Pueblo sigue un «Orden». La masa... se agita tenebrosa, gritadora y ciega. Úbeda es pueblo, muy pueblo, en el mejor sentido que puede darse a la palabra. Todas las buenas gentes de nuestros barrios —San Millán, Santo Domingo, San Lorenzo, San Pablo— se congregan el Viernes Santo en las calles y plazas. Se congregan pausadas, expectantes, lentas, casi solemnes, como obedientes a una Ley. Una ley que nadie —ninguna autoridad— dicta porque está promulgada «desde siempre» y su cumplimiento entraña la más fácil y armoniosa naturalidad. Y este pueblo libre, obediente a una norma vetusta, despliega en su multitudinaria asamblea —el Viernes Santo de Úbeda es una Asamblea de Úbeda— sus más recónditas esencias.

Así nuestra Semana Santa —obra de Pueblo— se desenvuelve sin una pifia como si fuese efecto de una preparación minuciosa y prolongada, como si alguna «organización» la hubiese precedido cuidadosa de todos los detalles, cuando, realmente, su esplendor cada año surge solo, resultado de un mancomunado afán a través de los tiempos. No exageramos al pensar que la Semana Santa de Úbeda es una auténtica «obra de arte», casi acabada en su perfección externa. Pero, ¿quién la ha hecho? Todos y ninguno. La Tradición. Se advierte enseguida qué pueblos llevan dentro tradición y qué pueblos no la llevan. Cuando falta tradición hay que organizarlo todo, es decir, todo hay que improvisarlo.

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: RAFAEL MERELO)

jueves, 5 de abril de 2012

FONDO MONUMENTAL





Úbeda enmarca sus solemnidades religiosas de la Semana Mayor sobre un fondo inmejorable. Las piedras monumentales son, también, espectadores de las procesiones. Así la piedad, trenzada con el arte, sugiere a las almas una pura intuición de Belleza. Belleza dosificada, al par, de Ética y Estética. Idas que ebullen, vivaces, estimuladas por la emoción. Ideas que se hacen sentimientos. Anhelos que encuentran su «clímax». Fe que trepa victoriosa escalando memorias y dulces recuerdos. Historia abierta, como camino real...

Úbeda renacentista aporta una gracia serena, templada de elegancias, al estallido sublime de la Gracia...

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: JUAN DE LA CRUZ MORENO BALBOA)

CALLE ESTRECHA





En las calles estrechas, la procesión muestra, mucho mejor, su intimidad. Los «pasos» rozan casi las plegarias del balcón y el capirote de los penitentes proyecta en los muros su ascética sombra. Y el silencio, logrado, propone un fondo maravilloso para el leve retiñir de los palios de plata. Y se espesa un perfume de lirios mientras el humo de los incensarios, ausento el viento, eleva, en lenta serenidad, su homenaje. La procesión llena la calleja en total, absorbente dominio. No hay sitio para más. Es una efímera conquista absoluta. No queda lugar para el rumor apagado de la gente, para la exclamación del niño que quedó en la esquina desilusionado —no le dejaron pasar los guardias—... Sólo el amortiguado deslizarse, sobre el pavimento, de las sandalias de los nazarenos. O el chisporroteo de los hachones. Quizás, en algún escalón, estrechada contra la pared o la puerta, contempla, extática, la procesión una mujer vestida de negro. Parece como si la hubiera sorprendido inesperadamente la comitiva, como si la hubiese inmovilizado en asombros. En la calle estrecha la procesión redobla su patetismo, su dramatismo, su imponente severidad. Arriba, muy arriba, sobre la cinta de cielo que encuadran los aleros, vuelan las golondrinas de abril...

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: JUAN CARLOS GUIJARRO)

EL DÍA DEL AMOR





La sinfonía verde y blanca de «La Oración del Huerto», en el esplendor epifánico de la mañana; el clamor penitencial —morado sobre negro— de la cofradía de «La Columna» pautando de timbales sombríos la hora vesperal; los oficios divinos —cera purificante, oro, incienso, solemnidad amortiguada de tristezas en los templos—; los soldados romanos de «La Humildad» llenando las calles de augustos, cesáreos, vagnerianos acordes; el lento afluir a iglesias y conventos —matrimonios, parejas, racimos de muchachas de mantilla, niños, enlutados viejos, «piquetes» de la Guardia Civil...— para la oración bisbiseante y trémula ante el Sacramento; el azaroso trajín de chicos y grandes por callejas y plazuelas en busca de la procesión que se oye llegar, que se adivina, cuya trompetería inminente recala las distancias...; todo forma un ambiente de día grande, definitivo, pleno. La presencia divina, el hálito del Misterio, se siente, se cuaja, se torna palpable. La Fe no se debate en áridas desolaciones, tanteando entre nostalgias: adquiere cuerpo, perfil, calor y color. El Jueves Santo Dios está más cerca. Y el Amor, en el Día del Amor, levanta sutilmente las veladuras de nuestra indiferencia, de nuestro desvío, hasta tocar, hasta herir de ternura el corazón. ¡Cuánto, Señor, tendrá que luchar un ateo par ano rendirse a la Fe, el Jueves Santo, en una ciudad de Semana Santa!

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: JUAN DE LA CRUZ MORENO BALBOA)

miércoles, 4 de abril de 2012

RAZÓN DE LAS PROCESIONES





La Luna se asoma en el cielo manchado de Nisán a promulgar la Parasceve... Las gentes apiñan su expectación en las aceras. Puede el fervor decantado de los espíritus selectos abominar del fausto procesional... Y, sin embargo, ¿existe algo más estremecedoramente patético que una procesión de Semana Santa? Hay que ahondar, hay que ahondar. Si de verdad fuésemos como niños, el bronco estridor de los tambores y el plañidero sonar de las trompetas constituirían la propedéutica mejor para el sentimiento del Misterio. Una procesión no es un lujo. Es una necesidad. La imagen de Cristo en la calle es una «invasión» divina que hiende, que parte en dos, la frivolidad de todo el año. La procesión es una lanza que clava la liturgia en el cuerpo espeso, grasiento, de una piedad que el tiempo y la vulgaridad han relajado. Es un revulsivo del que, a pesar de todo, hay que esperar siempre un precipitado de amor.

La procesión de la «Santa Cena» introduce a Úbeda dentro de su misma alma: la «mete en sí». Las ciudades, como los hombres, olvidan, con cierta frecuencia, su espíritu. En la noche del Miércoles Santo, Úbeda, «ciudad de Semana Santa», comienza el ejercicio espiritual que le sume en la contemplación de la Verdad. No importa el bullicio, el «aire de feria» que muchos quieren ver en la Semana Santa... Eso es pura anécdota sobre la que se cierne, purificada, el alma de todo un pueblo. Alguna vez hemos recordado aquello de Chesterton de que a un pueblo lo forman los vivos y los muertos. La Tradición es el imperativo ineludible que de los muertos nos llega. Nuestras procesiones tradicionales encarnan, en cierto sentido, una «comunión de los santos». La procesión es signo de Iglesia. Iglesia en el más auténtico sentido de la palabra.

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: JUAN DE LA CRUZ MORENO BALBOA)

martes, 3 de abril de 2012

EN SU CRUZ IZADO





La Historia, ¿es un cúmulo de sucesos fragmentarios que luego los eruditos los arqueólogos y los filósofos han coleccionado y restaurado arquitectónicamente, dando categoría de continuidad, calidad de friso, al heterogéneo material histórico? Bueno; pero hay muchas historias... O la Historia tiene tantas y tan distintas fachadas que es difícil reconocer a través de ellas al mismo y único edificio. Pasa como con algunas catedrales. Son barrocas, románicas o renacentistas según se las mire por Levante, Poniente o Mediodía. Hay que reconocer que la Historia tiene su plano de alzada y su proyecto. Dios lo sabe. Pero, de pronto nos ponemos a mirarla y cien fenómenos adosados, superpuestos, empotrados los unos en los otros, nos tapan la captación de su genuina figura: de sus «noumenos», diremos ya que a fenómenos hemos aludido.

Ahora, en este momento —puede que estelar— de la humanidad, la Historia muestra una fisonomía extraña. Siempre los historiadores han buscado y hallado, para la historia, un estilo predominante; los grandes movimientos culturales o, simplemente, políticos, se esforzaron por encontrarle una clave, según sus particulares aficiones o preferencias. Formularon sus sistemas de ecuaciones —distintas en cada caso y nunca exactas porque la Cultura no es una parte de la Matemática sino la Matemática un capítulo de la Cultura— formularon los Movimientos históricos sus sistemas de ecuaciones, decimos, para descifrar una incógnita que, a la postre, resultaba esquiva. Pero, al menos, el esfuerzo por despejar la incognoscible equis última, o si se quiere, el afán por determinar el auténtico centro de gravedad de la historia, no parecía del todo estéril. ¿Pasa lo mismo ahora?

Ahora, en verdad, un desorden nuevo —siempre ha habido órdenes nuevos, pero parece que jamás desórdenes nuevos— ha desmantelado todos los sistemas conocidos, todos los estilos de enjuiciar a la historia habidos y por haber. Y por supuesto, sus mismas fachadas distintas u opuestas, sufren el moho de una humedad corrosiva. Diríase que la Historia se desfleca, deshilachada y borrosa, como un viejo estandarte milenario que arrancásemos de su vitrina para encararlo con la tempestad... Y ha pasado esto: experimentamos la sensación del cazador que, de súbito, temiese la rebelión del lebrel. La Civilización fue, en síntesis, un proceso mediante el cual el hombre se enfrentó con las cosas (con menaje de ciencia, filosofía, literatura o arte) o con los hombres mismos (mediante política, guerra y paz). La Civilización salía todos los días de caza para cobrar piezas nuevas. Había caza mayor o caza menor. O caza selvática. En todos los tiempos, sin embargo, el cazador era consciente de la utilidad de su menaje —trailla, armas—. Es hoy cuando sospecha la Civilización que su equipo le traiciona. Ante este acontecimiento insólito el cazador —el hombre— se siente solo, angustiado... Y renuncia a defenderse... Antes con la Historia nos defendíamos o con la Historia atacábamos. Ahora, ¿no nos disponemos a cerrarla? La Historia tenía mil fachadas, esto es, mil soluciones. Alguna tenía que ser la verdadera; pero ya...

Sí; a lo mejor ahora estamos cerrando la Historia. Ni el Mundo ni la Historia tienen sentido —se piensa desesperadamente—. «No tenemos solución» es la frase vulgar que traduce, al romance, la angustia existencialista. ¿Se nos ha ahondado en un pozo insondable la equis insobornable —la verdad última— y resultan ridículos todos los sistemas que le lancemos para prenderla, para engancharla? La Cultura, ¡tremendo alguacil alguacilado! La Historia: ¡difícil encerado de fórmulas muertas que un manotazo —no se sabe de qué ni de quién— va a borrar enseguida?

* * *

Todo esto no lo sabe la Primavera, ¡qué va a saberlo! La Primavera de 1960 y la de 1970, seguirán el mismo curso que la Primavera de seis mil años atrás. ¿Quién va a hablarle a la Primavera de Historia? ¡Qué no le vengan con historias...! «El cuco llegará al bosque en abril —cantaba el A B C de primero de este año— y el lagarto saldrá al sol en agosto. Frente a esta inmutabilidad, el pobre hombre levanta y destruye...»

No; la Primavera no sabe... ¿Y Dios?

Mirad. Él está fijo en su atalaya de Amor. El Amor no cambia. El Amor es igual siempre. El Amor no cree nada de lo que creen los hombres que no creen en el Amor...

En la Semana Santa, va a pasar Dios. Dios quieto y silencioso, cerca de nosotros. Su imagen va a ponerse cerca, cerquísima, al nivel de nuestro balcón. Dios en silencio... ¿No habéis oído hablar nunca del silencio de Dios?

Es eso: su quietud crucificada, sus pies que parecen haber perdido la andadura. Dios sumiso en inercia de Amor. Dios inalcanzable a los dardos de la impiedad, del descreimiento, del odio... Dios indiferente, entregado como ofrenda. Dios que no cree en la definitiva maldad de los hombres y por eso... está ahí desconfiando de la Mentira; de esa Mentira universal que anda disfrazándose de palabras carnavaleras.

Dios, sí, tranquilo y callado entre la vociferación de estas bacanales nuestras. Dios como no enterándose... irradiando una paz. Dios sereno, abriéndose paso entre nuestras pasiones, poniendo un hielo en estas ampollas de lujuria que los hombres —crédulos— han exaltado en prosa y verso. Dios como no sabiendo... Sabiendo Dios que de la herida de su costado brota un hálito de Gracia. Dios abrazando de Vida el mundo con sus brazos muertos. Dios siempre el último, aguardando. Dios paradójico. Dios exánime «dando el ser a todas las cosas».

Su figura a la altura de nuestro balcón. Sus llagas sellando de Eternidad al mundo, dando sentido a la Historia. Cristo en silencio, perfumando de esencias la existencia. Sus clavos, ¿no tienen calidad de clave?

He aquí que el estandarte viejo, deshilachado, de la Historia, puede resistir aún todas las tormentas. Los hombres pretenden que no; los hombres desconfían del sentido oculto de la Historia... Pero Él —Cristo— pasará un día de esta Primavera, en su Cruz izado. Él, sereno y silencioso, con la solución de la verdad en su corazón. Esa verdad antigua que los hombres creyeron inaccesible o desahuciada.

(Revista VBEDA, Año 11, núm. 106, enero/febrero de 1960)

(Fotografía: MIGUEL ÁNGEL LECHUGA)

lunes, 2 de abril de 2012

CIUDAD DE SEMANA SANTA





Casi es ya frase hecha: «Úbeda, Ciudad de Semana Santa». El origen, como es sabido, se debe a la titulación de un artículo de D. Melchor Fernández Almagro, hace ya algunos años. El ilustre académico hacía alusión a sus recuerdos de infancia en Úbeda y trazaba en expresiones de conciso lirismo el carácter emocional de nuestras procesiones. Luego, consideraba cómo ciertas ciudades españolas, por su carácter histórico, por su tradición, por sus costumbres, por su topografía, por la fisonomía misma de sus calles y callejas, ofrecen un marco adecuado, apropiadísimo, para la conmemoración plástica de la Pasión que las procesiones representan. Y entre tales ciudades, naturalmente, enumeraba a Úbeda.

La frase ha sido repetida muchas veces en esta revista y también en un artículo aparecido en ABC en el que específicamente se glosaban las procesiones de Úbeda. Hoy, complacidamente, la vemos al frente del cartel —espléndido de sugerencias y expresividad— de Domingo Molina, que sirve de heraldo a nuestra Semana Santa de 1964.

Y la frase se presta a la meditación porque, desde luego, implica una responsabilidad. Porque ya no predicamos la Semana Santa de Úbeda sino la Úbeda de Semana Santa. La trasposición de términos es muy elocuente. Quiere decir, poco más o menos, que pertenecemos —en cierto modo— a la Semana Santa, que ella nos conforta y nos informa, aduciendo sobre la ciudad no sé qué título de propiedad...

Implícitamente, decir Semana Santa de Úbeda significa que la ciudad tiene derechos; pero hablar de la Úbeda de Semana Santa, lleva entrañada una apelación a los deberes, puesto que la relación de dependencia se establece de manera inversa.

¿Qué deberes? Quizás, entre los demás y ante todos ellos, el de procurar que la Semana Santa sea no a nuestra imagen y semejanza, sino más bien, nosotros —en la conmemoración de los misterios religiosos— dóciles a su imagen, es decir, files al dictado eminentemente ascético, penitencial, trascendente, que las jornadas de la Pasión de Cristo demandan.

Responsabilidad, insistimos, en suma. Nuestras procesiones, modelo de esplendor, de orden y de sentido tradicional, deben incrementar cada año su significación espiritualista, su mensaje, su ejemplaridad, su «apostolado». De otra manera, existiría el peligro de que los desfiles procesionales, sean cada vez más desfiles y menos procesionales. Si Úbeda es ciudad de Semana Santa, está obligada ante todo a ahondar en su Misterio, a conocer, a saber plenamente lo que la Semana Santa es. Por lo pronto, debemos convencernos de esto: no es la Semana Santa para las procesiones, sino las procesiones para la Semana Santa. No hagamos, por Dios, fines de los medios.

(Revista VBEDA, Año 15, núm. 128, 12 de marzo de 1964)

(Fotografía: RAFAEL MERELO)

domingo, 1 de abril de 2012

PRIMERA PROCESION





Viene el Domingo de Ramos para hacer de cualquier ciudad una Jerusalén. Esto es más patente en las «ciudades de Semana Santa»... Nuestra Úbeda peina todas sus nostalgias el Domingo de Ramos. Es un día de satinados fervores. Un día en que parece que las almas sucias deben sentir como una vergüenza de salir a la calle. Luego, por añadidura, sucede que al llegar la Semana Santa la primavera suele ponerse a punto... El Domingo de Ramos retiñe en las calles sus temblores de plata. ¡Un día hemos cambiado toda nuestra calderilla oxidada por la luminosa moneda efigiada de sacros perfiles!

Úbeda es un pueblo que sabe respirar la Tradición. Esta anatómicamente preparado para acoger el Viento de Dios. La Semana Santa es el Viento de Dios para los pueblos y los hombres. Como las rubias palmas, los espíritus se comban en mística elegancia cuando Jesús, en su asnilla, aparece en la puerta de la Iglesia de la Trinidad.

(Del artículo ÚBEDA, CIUDAD DE SEMANA SANTA. Revista Vbeda, Año 13, núm. 118, 5 de abril de 1962)

(Fotografía: CHARETE)