BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 18 de febrero de 2011

EL ÉNFASIS





El énfasis es una categoría accesoria de la dignidad de la persona. Es una barba. A veces el énfasis se lleva, a veces no. Como la barba. Pero siempre el aire doctoral sienta bien al doctor. Naturalmente hay doctores sin énfasis y sin barba; es decir, hay doctores de los que se dice:

—¡Es tan sencillo! No parece lo que es.

El vulgo espera indefectiblemente la «pose» del sabio en el sabio. Probablemente es más sabio el que sabe prescindir de la «pose», pero éste, sin remedio, baja a la larga unos enteros en la apreciación de la gente. Porque el aspecto externo está íntimamente relacionado con las sensaciones. Y las sensaciones deciden, en gran parte, los juicios. Por eso, si bien todo el mundo elogia la sencillez y censura el énfasis, resulta luego que —inconscientemente— para las relaciones normales, el imbécil con barba —con énfasis— termina por agotar al hombre estupendo que se afeita cada mañana los brotes pilosos de la vanidad o la arrogancia. Para las relaciones normales, repito. Luego, «en el fondo», todo el mundo sabe quien es cada cual. De ahí la paradoja: A la hora de la reflexión, quizás acertamos a valorar a los hombres que nos rodean en su justo medio. Pero reflexionamos un minuto o dos al día. El resto de las horas vemos y vivimos. Y, por tanto, el doctor ha de adelantar el aire doctoral y el sabio el énfasis o las barbas si no quiere ser pospuesto en la vida corriente por los suplantadores.

Pero lo difícil es lograr el énfasis cuando no se tiene naturalmente. Contra lo que muchos creen, el énfasis no es un artificio sino algo que brota espontáneo e irreprimible de la personalidad. De la misma manera, debe de costar demasiado adquirir una sencillez. Muchos varones se esfuerzan en ser naturales y sencillos; hacen todo lo imaginable por parecer modestos. El resultado es una mixtificación de arrogancia y humildad que repugna como el agua calentucha. Igualmente, el brebaje psicológico que entraña la artificial postura arrogante del hombre sencillo, sabe mal. Pero aquí, como añadidura, se produce el ridículo y viene la risa:

—¡No sabes enfadarte! Me da mucha risa...

¿Hay tragedia mayor que la del hombre que no sabe enfadarse? Porque el caso es que el hombre sencillo no encuentra para el énfasis otra postura que la del enfado. Si se decide a mostrarse con barbas no da con otras que las del malhumor. No sabe sonreír con barba, que es el sumun de la arrogancia.

Quizás la elegancia tenga algo que ver con todo esto. Hay unas relaciones ocultas entre la arrogancia y la elegancia. También las hay entre la sencillez y la elegancia. Quiere decir que la elegancia es adaptable, pero siempre, algo distinto. Es un sumando de la personalidad que se agrega al carácter; pero su fundamento es anterior al del carácter: su núcleo originario es independiente.

¡Y para qué hablar de la simpatía! Otro misterio. ¿Por qué el simpático es simpático sin proponérselo?

La personalidad de cada uno es un complejo tremendo. De ahí que cualquier valoración de la misma sea instintiva. Decimos de alguien que nos gusta, o no nos gusta. Pero juzgar por el gusto es, en todo caso, una aventura. Al final hay que insistir en la perogrullada: «Cada uno es cada uno». ¿Y qué sabe nuestro juicio limitado de cada uno, si apenas sabe desbrozar la jungla en que se esconde el uno mismo?

(JAÉN, 9 de febrero de 1964)

miércoles, 2 de febrero de 2011

LOS «NUEVOS»





Lo bueno de la juventud es que, en teoría al menos, detesta la mediocridad. Pero la juventud, que puede sentir impulsos formidables hacia el heroísmo, no suele disponer de una valiosa mentalidad. De ahí su ingenuidad y su pedantería, también formidables. «Sería un idiota, si no fuese un joven», oíd decir una vez de cierta entusiasta persona. Pero, como réplica, de muchos discretos –y hasta geniales– individuos honorables, podría decirse: «Sería un hombre... si no fuese un sabio». Porque los años, que añaden ciencia y experiencia, quitan a la vida ambición y generosidad.

La utopía es una escarlatina, más o menos lírica, que ataca a todo joven encarado con el mundo. ¿Quién no se ha sentido «reformador» y revolucionario a los veinte años? Todos los jóvenes de veinte, poco más o menos, creen de buena fe que el mundo aguarda la mayoría de edad de ellos, para entrar por el buen camino. Y que la maquina social aguarda sus esfuerzos para atornillarse definitivamente, para encajarse y montarse alrededor de unos ejes inoxidables. Los jóvenes no se «adaptan» a lo existente, y en su empeño de reforma, adoptan un aire en que corren parejas la simpatía y la impertinencia, la generosidad y la soberbia. Hay una pléyade de poetas jóvenes, que resultarían estupendos si no tuvieran tanto interés en destronar a los consagrados. Y ahí están «los nuevos» de todos los partidos políticos, de todas las juntas directivas, de todas las promociones académicas y de todos los equipos rectores. Llegan con un esquema de claridad, con un sentido expeditivo de acción, con un prurito de superación, que pasma. Pasma porque todos creen que unos cuantos «manotazos» lógicos a diestro y siniestro van a desbrozar el cúmulo colosal de los problemas. Pasman porque creen –ingenuos– que el mundo es una nave cargada de pesadísimos lastres inútiles. Ellos dicen: «Arrojemos, por la borda (siempre los jóvenes arrojan por la borda), este prejuicio y esta superstición, y este error, y este vicio, y este sistema; son lastres que impiden el vuelo libre de la nave; arrojémoslos, y ya está».

¿Y ya está? Los que llegan, estiman que las cosas pueden arrojarse, sin más. Este es su error, su engaño y su... desengaño. Sostienen que para reformar no hay sino revolucionar, prescindiendo de unas cosas y usando de otras inéditas. Tienen, en fin, un esquema de acción demasiado claro en su mente. No conocen el mundo que es bastante menos claro –mucho más complejo desde luego– que el elemental diseño que ellos, previamente, han forjado para comprenderlo. Tener ideas demasiado claras –por demasiado claras, demasiado inflexibles– sobre las cosas es, por paradójico que resulte, el principal obstáculo que se ponen a sí mismos los «nuevos», cuando intentan arreglar el mundo. Eso de «al pan, pan, y al vino, vino» deslumbra por lo terso y rutilante. Pero eso es una solemne tontería casi. Porque si queremos ser precisos, tenemos que reconocer que hay repertorio inmenso de ideas, de conceptos y de apreciaciones imposibles de polarizarse alrededor de esos dos extremos invariables del «pan y del vino». Querer reducirlo todo a pan o a vino, que es tanto como pretender reducirlo todo a los extremos de vicio o virtud, de dulce o de amargo, de blanco o de negro, implica una necedad. Porque la vida no está hecha de colores que se excluyen, sino de matices que se combinan en sutilísima malla a simple vista indiscernible. La Medicina, hace tiempo que llegó a la conclusión de que no hay enfermedades, sino enfermos. Y el mismo lenguaje usual, está reconociendo a todas horas que «cada hombre es un caso». No basta pues, para la resolución de los problemas humanos, las fórmulas expeditivas. Hallar el volumen de la pirámide o el área lateral del cilindro es sencillísimo cuando se aplica la fórmula. Pero las cuestiones humanas no se resuelven a la vista de unos simples datos escuetos. Ni la Sociología, ni la Moral, ni la Política, son ciencias exactas.

El error máximo de la juventud radica en creer optimistamente que bastan unos cuantos papirotazos –esto quito, esto pongo, esto derribo, esto levanto– para conseguir lo que se pretende. Luego, ya se sabe, lo que pasa: ven los jóvenes que no bastaba la fórmula y los «papirotazos» para la resolución de los problemas. Ven esto y, cuando llegan a la madurez, se tornan –desengañados– en hombres mediocres que, al renunciar a la utopía, se han creído por la fuerza, obligados también a renunciar a cualquier superación ya cualquier generosidad inusitada.

Pero la mediocridad del hombre maduro, reclamaría espacio para otro artículo.

(Diario JAÉN, 6 de febrero de 1955)