BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 31 de diciembre de 2010

DOCE UVAS





Vamos, otra vez, a empezar. Esta es la sensación del Año Nuevo. Esta es su ilusión. Empezar, ¡qué palabra! Huele a niño recién venido y candoroso; huele a cuartilla nítida, a papel satinado. Suena a expectante obertura musical, a primer verso. Sabe a primera copa. ¡Quién no quiera, otra vez, empezar que alce el dedo!

Y esperamos al Año Nuevo como quien espera al tren en una estación de tránsito. Subimos a él enracimados y aprisa, alertas al pitido, como si temiésemos perder al borde de la última campanada, el estribo. Las doce uvas con como doce maletas ofuscadoras que hay que acomodar atropelladamente, contra reloj, en el gaznate. Apenas ingerida la última, el tren –digo el año– se pone en marcha. Y comienza a desfilar el paisaje.

El año, ¿tendrá accidentes? ¿Descarrilaremos? Esto es lo que todos pensamos –y lo que todos callamos, para no resultar unos aguafiestas– al subir al Año Nuevo. No, no dejamos que aflore a los labios esa filosofía pesimista barata que todos llevamos dentro. Al contrario, al penetrar en el tren lo hacemos tocados con un cucuruchito de alegría de papel colorado encima de nuestras preocupaciones. Y unos a otros nos arrojamos la palomita mecánica y leve de la cordialidad: ¡Felicidades! ¡Felicidades!

* * *

Enero. Nadie puede negar que el principio del viaje es feliz. Hay que asomarse –admirados– a la ventanilla. Apenas traspuesto el día primero con charreteras de gran gala y fiesta de guardar –paisaje de infinitos Manolos y Manolitas que tenían prisa para celebrar su onomástica–, se avizora enseguida el Día de Reyes, conmovedor paraje poblado de hadas, sueños y poemas.

Pero después, viene la cuesta. La cuesta de Enero. De pronto, todo se pone árido y los «pasajeros» abandonan la ventanilla del calendario, dejando pasar los días, como kilómetros fatigosos. Los cucuruchitos de papel colorado están ya aherrojados y sucios en el departamento.

Apenas iniciado Febrero, los viajeros del año nuevo se ponen a contar los días que faltan para llegar a la Primavera. Y, enseguida, surge el enterado que adelanta la noticia del retraso del tren. No siempre se llega a la Primavera cuando el almanaque marca el 21 de Marzo, como no siempre se pasa por Bobadilla cuando el reloj señala las nueve cuarenta y cinco. Y no quiera usted saber las protestas contra la Renfe; quiero decir las protestas contra el tiempo, tan poco puntual con Flora.

Además, en las inmediaciones de la Primavera, es cuando llega casi siempre el revisor, en forma de galeno. ¿Está nuestro billete en regla? ¿Están en regla nuestro hígado, nuestros bronquios, nuestro corazón? Hay un sutil temor. ¿Y si el revisor nos dijese que teníamos que «descender» en la próxima estación? Es una pena bajar del tren cuando el campo, con tantas flores, se pone tan bonito. Y, sin embargo, muchos, ¡ay!, reciben la noticia de que tienen que apearse, de que no tienen billete sino hasta el 9 de marzo o el 15 de Octubre.

* * *

―Y, ¿esto qué es?

―Esto es Mayo.

―¿Mayo? Cuando el pasado pasé por Mayo, era muy distinto.

―Eso decimos siempre; pero siempre «marzo florido y abril hermoso, sacan a mayo ventoso y lluvioso».

―Los meses se han hecho unos herejotes. No atienden nunca al corrector de pruebas.

* * *

Y el viaje, prosigue. Al pasar el ecuador del año, a la gente se le sube la fiesta de San Juan a la cabeza. De todo ha habido desde que nos subimos al tren. La alegría y la desgracia han ido trenzando los días con sus hilos opuestos. La vida, bilingüe, ha ido conjugando su raíz radical, su esperanza, con desinencias de bonanza unas veces, de borrasca otras. Y al llegar San Juan..., ante el paisaje pleno, ante el espectáculo de la vida total, de la vida-vida, la particular de cada uno se llena de afirmaciones verdaderas y falsas. Porque las «vacaciones» son para eso: para que cada uno vierta en su vida todos los acentos de su genuino sentir. Es el momento en que el viajero del departamento suelta las amarras y comienza a hablar de sí mismo, a ser enteramente el mismo. Antes, ha estado constreñido por los convencionalismos y, ahora, se declara. Antes ha tomado parte en el diálogo; ya, es monólogo.

¡Vacaciones! Vuelta al ser de la intimidad, a la sinceridad, al descanso: al egoísmo.

A mitad de año, con la holganza –de quince días, de un mes, de dos meses– deja de interesarnos el paisaje exterior. Nos miramos dentro y nos interesamos a nosotros mismos sobre todas las cosas. Entonces, somos como el viajero antipático que o cierra las ventanillas para dormir él, o las abre del todo para hablar de sí y no dejar dormir a los demás.

* * *

Pero el otoño nos hace descender de nuestro olimpo particular y nos reintegra a la delicadeza. Para eso Octubre con su sol que acaricia sin herir, con su voz que invita otra vez al diálogo, a la piedad. Con su sentido ascético que desorienta al egoísmo. Para eso Noviembre con su mojón ineludible de la fiesta de «Todos los Santos» y con la presencia de la muerte en los árboles que pierden la memoria de sus hojas. La vida, la propia, vislumbra por un momento la jerarquía de una calidad –lo mejor– sobre la muchedumbre hambrienta e indistinta, cuantitativa, de las «afirmaciones vitales». La vida ve una vanidad donde antes quería ver un acento: una nada donde antes se figuraba un color.

Noviembre: tiempo de introducir en nuestro lecho a la Verdad que nos libere del frío ambiente. Tiempo de ver que en el fondo de la personalidad sólo había un ruido de aire: época de acallar la sinceridad, para que prorrumpan en la cuenca vacía del silencio los pífanos divinos.

―Al pasar por Noviembre ―dice el viajero bonachón― siempre corre un relente de aburrimiento...

―¿Quiere decir un relente de tristeza? Vd. llama aburrimiento a la tristeza: la desacredita mucho. Hace de una melancólica reina destronada, una vulgar mujer.

―¿Qué más da? Ya en la próxima estación ―diciembre― bajamos. Tomamos un nuevo tren. Una vida nueva.

―¿Usted cree?

* * *

Y Diciembre se llena de cuidados para el trasbordo: de balances, de exámenes, de cuentas arregladas. Vamos a bajar del vagón. Todas las amistades que hemos hecho en el tren son efímeras: nos apearemos, ¡desagradecidos!, sin despedirnos siquiera de nuestros buenos sucesos contraídos en el viaje. Dejaremos en el departamento, arrugadas, las envolturas de nuestras ilusiones desempaquetadas en el año. Y algún periódico desplegado, alguna actualidad muerta, arrojada en un rincón...

Solo que, al bajar, el aire de Diciembre nos echará en cara el auténtico principio siempre antiguo sin embargo: la única Novedad de la historia: la novedad de la Navidad. Y nosotros, oreados de una Gracia que llega del Oriente ―como una brisa embalsamada y pertinaz entre el oleaje furioso de los vientos―, nos pondremos a peder para nosotros ―hombres viejos― el favor del hombre nuevo.

Año nuevo, vida nueva. ¿Será, una vez, posible?

Anselmo de Esponera.

(VBEDA, Año 7, Núm. 84, diciembre de 1956)


miércoles, 29 de diciembre de 2010

DIARIO DE NAVIDAD







24 Diciembre.–

Hay colores que no se ven, pero que existen. Bueno; se perciben, pero no se sabe decir cómo son. Así, la Nochebuena tiene un color que registra el alma, más que los ojos. Es un color más allá de los colores. Es un clima... No sé cómo decirlo. Pero alguien puede entenderme.

La gente quiere ponerse contenta porque ha nacido Dios. Y busca inspiración para la alegría en la botella. Demasiado burdo, si uno se dedica a pensar un poco. Sin embargo, cada uno busca hondo lo mejor que le queda dentro. Cualquiera que no sea estúpido sabe que va a encontrar poco. Poco que ofrecer a Dios. Pero siempre hay un ahorrillo para dedicárselo.

Claro; lo que se conmemora es glorioso y dramático. Dios se hace Niño. Algunos teólogos han dicho que no pocos ángeles se escandalizaron, en el Cielo, cuando se les dio la noticia. Dirían: No va con su Rango. Sin embargo, la Navidad fue un Hecho. Y ya vamos con mil novecientos sesenta y cuatro años de eso. Pero creo que aún no hemos reaccionado lo suficiente ante el Suceso. Hemos llegado a verlo naturalísimo: Dios hecho Hombre. ¿Respuesta nuestra al Gesto divino?: ¡Diez duros para la Campaña de Navidad!

25 Diciembre.–

Los pobres no se terminan. Se dice que cada vez hay más pobres. Que dos tercios de la Humanidad pasan hambre. Pero ahora hay una inquietud social. Existe conciencia del problema. Esperemos que a la conciencia del problema siga la solución.

El derroche –alguien dice el lujo– de cierta gente no tiene fin. Se afirma que cada día hay más personas que gastan cantidades enormes en cosas superfluas. Existe conciencia del problema. Esperemos que la conciencia del problema siga la solución.

Las luchas entre los hombres no se acaban. Más conflictos. Guerras locales. Guerras de armamentos. Hay, por supuesto, conciencia del problema.

Afán de poderío, dinero, obsesión sexual. Los primeros planos de la sociedad actual nos ofrecen ese «cuadro». Y hay «conciencia del problema».

Pienso si la conciencia, cargada de trabajo, no debe aumentar sus oficinas para el despacho urgente. Un compañero de bachillerato me decía en una ocasión: «Ya me he leído todos los problemas que vienen en el libro de Matemáticas». «¿Y las soluciones?», le pregunté. «Las soluciones no vienen en el libro», respondió casi ofendido.

28 Diciembre.–

Los inocentes. El día de la broma. Es bueno bromear. La risa está esperando una ocasión siempre. Es un mecanismo preparado por la Providencia. Si todo el mundo ha llorado, son más las veces que ha reído. La risa es inteligencia. Los animales no ríen...

Y si no existe la risa, se inventa. Por eso el día de los Inocentes. Se levantan pequeñas trampas y el inocente cae. Pero ríen los dos: el burlador y el burlado. Si la «inocentada» pudiera montarse a alto nivel, a escala internacional, el mundo entero se carcajearía y puede que se sentasen así las bases para una paz mundial. Un guasón me decía: «En la broma está el principio de la sabiduría».

31 Diciembre.-

Otro problema: el tiempo. Si existe el tiempo o no, allá los filósofos, mientras para discutirlo tengan tiempo. Pero el hecho es que a los hombres normales el tiempo nos viene pequeño. No existirá –si los filósofos se empeñan–, aunque nosotros lo contamos, lo medimos, lo pesamos. ¡Lo cuidamos! Lo piropeamos, porque es oro. Pero no nos alcanza. Veinticuatro horas al día son poquísimas. «No tengo tiempo para nada»; he ahí el «slogan» del hombre de hoy.

Cuando llega fin de año, la meditación del tiempo nos acucia con más intensidad. Y entonces cometemos la ingenuidad de creer que el año nuevo va a charolar nuestra vida. Y establecemos nuestro horario nuevo. Desde ahora las horas no pasarán sobre nosotros, sino nosotros sobre las horas. ¿Una copa para celebrarlo?

La noche de San Silvestre fue siempre un poco sentimental. ¡Eche, mozo, más champán!

Doce uvas. Doce precisamente. Figúrense Vds. qué pasaría si para después de las uvas, faltase el coñac. Pero nos empeñamos en seguir creyendo en que lo importante son las uvas...

1 Enero.–

Día vacío. Año Nuevo tiene eso. Empieza hueco. Es como una bolsa sin estrenar. Mañana empezaremos a llenarla, y a vaciarla. Año Nuevo amanece sin color. Sosera. Esa vida nueva que íbamos a empezar, empezará el lunes. O el martes. Siempre hablando de hacerse nuevo y el hombre no es sino un depósito de tradición. Tradicional su estómago y tradicional su pereza. Tradicional su riñón y tradicionales sus pecados. Porque hay que ver qué antiguos son los pecados. Y ¡cómo han llegado, igualitos, sin modificar, al hombre moderno, a través de las edades! En cambio hay virtudes sin estrenar... ¡Si nos decidiéramos a ser nuevos adoptándolas!

6 Enero.–

Va a bajar, lentamente, el telón. La Navidad termina. Pero antes, Baltasar, Melchor y Gaspar dejan los juguetes en la chimenea.

―Papá, ¿los Reyes vienen en camello o en tren?

―En camello, hijo.

―Pues, ¿cómo han llegado aquí tan pronto? Anoche salieron en la tele, en Madrid.

Razonar, ¡una lata! Si quieres ser feliz como me dices...

Miguel H. Uribe

(VBEDA, Año 15, Núm. 132, diciembre de 1964)

martes, 28 de diciembre de 2010

LA TRAVESURA DEL NIÑO JESÚS






―Y el Niño Jesús, también era travieso, ¿papá?

―Mucho. Figúrate que un día se escapó del Cielo, para venir a la Tierra. Fue su gran travesura.

Abrió el chiquillo unos ojos como platos, brilló en sus pupilas una expectación asombrada y jubilosa y, el papá, explicó:

―No te extrañes. Las travesuras del Niño Jesús eran para mayor gloria de su Padre. Esto tú casi no lo comprendes... Verás.

Encendió el papá su cigarrillo, exhaló lentamente la primera voluta de humo, remedio maravilloso que solía acallar las llantinas del peque. No sabía como empezar. La verdad es que se había metido en un lío con complicaciones teológicas, pero ya no tuvo más remedio que seguir porque cuando niño se dispone a «atender» es ineludible...

―Pues sí; como ya sabes, después que El Señor creó el Mundo quiso crear al hombre para hacerle participante de su Gloria, pero como Adán pecó, desbarató de un manotazo todos los planes del Eterno Padre. Entonces Dios se enfadó porque los hombres fueron poniendo ceros a la derecha del primer pecado y la cantidad de maldad llegó en el mundo a alcanzar una cantidad asombrosa. Nada más natural que El Señor decidiese castigar a la Humanidad con el Diluvio para ver si se enmendaba.

―Pero ni por esas, ¿verdad papá?

―Ni por esas, hijo... ¡No interrumpas! Pues bien, en vista de que los castigos no enmendaban a la Humanidad se reunió la Asamblea de la Santísima Trinidad, con todos los ángeles y santos como oyentes, para fijar un nuevo plan y ver de quitar el entrecejo al Padre Eterno. Fue entonces cuando la Segunda Persona, el Hijo, tomó la palabra y dijo: «Con tu venia, Señor, yo propongo una cosa; yo me comprometo a hacer un viaje a la Tierra para convencer a los hombres de que sean buenos, redimiéndoles así de ese empeño que tienen en ir al Infierno...»

―Y, ¿qué dijo entonces el Padre Eterno, papá?

―El Padre Eterno desarrugó el entrecejo pero quedó como sorprendido y se mesó durante un largo rato las luengas barbas. Pero no quieras saber, hijo mío, la batahola que se armó en el Cielo mientras el Dios Padre meditaba... Como El Señor permitió que todos los patriarcas y profetas recluidos en el Limbo asistiesen a las deliberaciones de la Santísima Trinidad, y hasta toleró también que Lucifer asomase sus cuernos horribles desde el bardal que cercaba al Infierno, aquello por unos momentos se convirtió en un maremagnum terrible. Los patriarcas, que todos eran muy viejos, dijeron que eso era una cosa que sólo se le podía ocurrir a la Juventud del Hijo; que era una ilusión romántica. Los ángeles se miraron pasmados los unos a los otros y Lucifer..., el hipócrita y canalla de Lucifer, exclamó a grandes voces que lo que se proponía el Dios-Hijo era una indignidad. Porque has de saber, hijo mío ―proseguía papá―, que el Demonio, como todos los espíritus malignos del cielo y de la tierra, adopta cuando le conviene aptitudes de puritanismo y se muestra más papista que el papa. Como es natural, Dios Padre, agitó su campanilla para callar al Diablo, pero éste, echando espumarajos por la boca, seguía diciendo: «Por tu honra, Dios de los cielos, no permitas que tu Hijo cometa esa bajeza de humillarse a ser hombre, después que tanto le han ofendido los hombres.» Y añadía blasfemando: «¿Es que ignora su alcurnia divina? ¿Es que no sabe que si hace ese viaje a la Tierra los hombres le van a crucificar y la Majestad divina va a ser el escarnio de esos hombres perversos y necios que sólo merecen venir aquí al Infierno conmigo? Por el nombre de tu Nombre, yo te pido, Padre Eterno, que prohíbas a la Segunda Persona este terrible disparate.»

―Y, ¿qué dijo entonces la Segunda Persona, papá?

―¿Crees que podía rebajarse a contestar al diablo? Eso no; lo que pasó es que el Eterno mandó a una pareja de ángeles para que restituyesen a Lucifer a lo más profundo del infierno, y acallando las murmuraciones de los viejos patriarcas barbudos, miró a su Hijo amado y le conminó a que se explicara. Entonces la Segunda Persona volvió a tomar la palabra y dio estas razones: «No sólo estoy dispuesto a bajar a la Tierra ―y el expediente para esto me lo puede facilitar la Inmaculada Concepción de mi Madre y la Encarnación gloriosa de mi Persona en sus virginales entrañas―, sino que estoy dispuesto a dar mi Vida terrena por los pecados de los hombres. Si yo soy su Fiador, si cargo con sus culpas, ¿los perdonarás, Padre?»

―¡Qué emocionante! Sigue, sigue... ―palmoteaba el nene.

―El Padre desarrugó por fin el entrecejo y los patriarcas palidecieron. Creían no haber oído bien. Con gran pasmo hasta de los ángeles, el Señor miró con mirada iluminada, radiante, a su Hijo y exclamó: «Sea como lo deseas» y añadió dirigiéndose a los patriarcas y Santos Padres: «¿Por qué me miráis con esa cara de bobos?» El Espíritu Santo, mientras, agitaba sus alas, jubiloso...

―¿Qué más, qué más, papá?

―Entonces el Padre encargó a los ángeles que preparasen el viaje de su Hijo a la Tierra para que nada le faltase. Y que aderezasen un Palacio, el mejor del Mundo, para que sirviese de morada al Nacimiento del Hombre-Dios ya que, por un poco tiempo, la Segunda Persona se iba a convertir en el Niño Jesús. «Que las mejores telas aderecen su cuna; que los mejores criados se contraten para servirle; que los más estupendos juguetes se compren para distraerle; que se anuncie el prodigio de su Navidad a todos los reyes, filósofos, y poetas para que se apresten a recibirle como se merece.» Pero entonces, estuvo a punto de darle un ataque de nervios a los viejos patriarcas barbudos, y el mismo Padre Eterno tragó saliva asombrado un instante, cuando el Niño Jesús, digo la Segunda Persona, exclamó: «No hace falta, Padre mío, todos esos preparativos sobran, todos esos preparativos estorban. Bien sabes que lo único necesario es que Gabrielillo, ese ángel tan simpático baje y le diga a la que va a ser mi Madre: “Ave María”. Los demás requisitos, ¿para qué? Yo naceré en un pesebre y lloraré desnudito unos instantes; no me importa. Yo pasaré frío; tampoco me importa. No tendré criados, ¿de qué van a servirme? Junto al pesebre estará mi Madre, estará el buenísimo de San José y en seguida estaré calentito porque, por casualidad, habrá allí una mula y un buey que me acariciarán con su vaho. ¿Y para qué te vas a meter, Señor, en avisar a los reyes y a los sabios? Aparte de que me muchos sabios son tontos y de que muchos reyes no merecen serlo, ¿qué van a hacer ante mi Cuna sino decir, fastidiosos y pedantes, que hay que ver lo mal que se conservan los caminos de Palestina...? ¡Bah! No merece la pena, nada. Ni los juguetes siquiera; yo me distraeré como los niños pobres con cualquier cosa...»

―¡Qué valiente es el Niño Jesús, papaito! Como yo lo había visto siempre con esa carita tan rara que le pintan en algunas imágenes. Sigue, sigue...

―Lo demás ya lo sabes, hijo mío. El Niño Jesús habitó entre los hombres, y aunque cuando fue mayor lo crucificaron, Él sigue aún con nosotros.

* * *

Cuando el chiquillo, contaba la historia, empezó a devorar los manjares de la Cena de Navidad, se detuvo un momento, se puso serio y preguntó a su padre:

―Papá, al Niño Jesús le quiere todo el mundo, ¿verdad qué...?

Pero la mamá le interrumpió imperativamente:

―¡Come y calla!

(VBEDA, Año 7, Núm. 84, diciembre de 1956)

lunes, 27 de diciembre de 2010

NAVIDAD






La vida es un deseo; un deseo de volver a empezar... Por eso Dios ha hecho que se renueve el tiempo y que cada mañana la naturaleza, limpia de fiebres, despliegue la epifanía radiosa de su triunfo. Y por eso la conmemoración nueva cada año de la Navidad.

El tiempo lo va gastando todo. Probablemente a la Humanidad también. Esta humanidad achacosa, opaca, vacilante... esta vida deshilachada, esta fe descolorida... ¿Ha sido el tiempo que ha macerado una a una las ilusiones? ¿O han sido los hombres...? Lo cierto es que todo se vuelve un querer huir hacia atrás, a despecho del tiempo proa siempre al futuro incierto. ¿No será posible el «borrón y cuenta nueva»? ¿No podrá estrenar la historia un nuevo libro de caja? ¿Y si fuese posible tender un puente a la Pureza, salvados todos los lodazales?...

Si al mundo le fuese posible volver a empezar... Ahora, en la «radio» han enmudecido las músicas negroides y han sonado los villancicos. Ahora en la primera página de los periódicos ha vuelto el cuadro con el Portal de Belén, y se ha quedado para después la «foto» del nuevo modelo de lanzallamas.... Ahora la nieve ha replegado a los hombres en el hogar; ahora los niños han recibido de la Navidad su pequeña ración de Ensueño y han escrito su carta a Melchor, Gaspar y Baltasar... Ahora otra vez ha vuelto a las almas la sospecha blanca y azul. ¿Y si ser buenos fuese mejor? El Gran Teatro del Mundo, hastiado de decoraciones barrocas, sucio de chafarrinones violentos, evoca los telones lisos de la Ingenuidad.

¡Volver a empezar! ¡Liberarse del lastre pesado de los siglos! ¡Desnudar el alma de sapiencias diabólicas y recobrar la veste alba del amor! Fregar el espíritu hasta limpiarle sus manchas de grasa, hasta borrarle los odios; cepillarle la mugre de los pecados a la Historia. Hacer que el sol vuelva a reverberar en los cristales limpios; devolver la transparencia a las cosas; derruir las murallas del recelo, enjalbegar de franca cordialidad los paredones de la astucia. Arrancar las cizañas malevolentes y sembrar a voleo la Esperanza... Todo esto que sería volver a empezar quisieran los hombres cuando llega la Navidad, cuando las campanas, en la noche, dialogan pureza con las estrellas, cuando los chiquillos ven, por unos momentos, que su mundo es verdad...

Sin embargo la Navidad es triste. Porque gime detrás de una felicidad de cartón-piedra, la realidad del Odio. Hay un resto de decoro en los hombres y cuando se celebra la conmemoración del Nacimiento del Rey de la Paz, los hombres ponen un biombo delante de sus miserias y tapan con una alegría sintética, con una alegría de urgencia, los desconchones tremendos de sus conciencias... Y hasta por un resto de pudor, dan una limosna y lanzan un puñadito de caridad menuda... como si la tremenda fosa de la injusticia pudiese desaparecer arrojándola puñaditos de arena.

La Navidad es cada año una invitación del Señor. La Humanidad se descubre, oye el mensaje de Cristo y luego... la Humanidad no termina de decidirse a volver a empezar. Y sigue su camino.

Este artículo da un poco de frío, ya lo sé. Pero, ¿por qué ese tópico de la literatura confortable en la conmemoración del Nacimiento –rodeado de frío– del Señor?

(VBEDA, Año I, Núm. 12, diciembre de 1950)

sábado, 25 de diciembre de 2010

RETABLO DE NAVIDAD






Es cruda la vida y, a sus paredes desnudas, superponemos siempre los retablos, como aderezos ortopédicos que palien su índole desolada. Rara vez somos capaces de desvestir la vida. Realmente, lo que se ve de ella, es puro artificio, puro esfuerzo barroco por disimular lo que en la misma hay de lisa e imponente verdad... ¿Llamamos «retablos» a las diversiones? ¿Decimos, entonces, que encandilarse, enamorarse o dejarse seducir por esa multiplicidad de cosas amables que hay en el mundo es, nada más, embobarse ante un retablo: ante madera pintada y dorada que simula una realidad que no existe?

Pero hay retablos que también hablan de verdades, que tratan de acentuar verdades que, de otra forma, se mimetizarían en la opaca fluencia, en el devenir incoloro. Tal, el retablo de la Navidad. La fiesta de la Navidad se diferencia de las demás en que, precisamente, es religiosa. Las otras fiestas –más o menos frívolas– son una fuga: fuga orlada de relieves moldurados de insinceridad, plasmados en escayolescos adornos de placer efímero e ilusión sin brújula. Cuando nos divertimos profanamente sabemos que rizamos sucesos que de naturaleza son lacios; tenemos conciencia de que ponemos espirales de fuego, donde únicamente se alzan volutas de humo. Y hacemos imágenes polícromas de los troncos secos y deformes. La Navidad, en cambio, para levantar su mágico tinglado, su prodigioso embeleso –embeleso, que no embeleco– no emplea mano de obra de mentiras, sino sugerencias de amor y pureza. Amor, ingenuidad y pureza recién brotados, sin contaminación posible...

Pero basta de introducción. Elijamos algunas figuras del retablo de Navidad. Profundicemos, si preciso fuera, en su significado aparentemente quieto. Es nuestro pobre aportación al Belén para cuyo exorno, ¡ay!, hoy apenas sirven nuestras manos: antiguas manos, acarreadoras de musgo en los días ya distantes de la infancia; torpes manos para la zambomba que –quien sabe si náufragas– se aferran a la pluma.



El Niño Jesús 

En el centro del retablo de Navidad, el Niño Jesús. El Niño Jesús que es tanto como decir Dios disimulado.

Las antiguas teogonías, predicaban al dios terrible, cuando no al dios irrisorio. Dios exigiendo sacrificios crueles y sangrientos –Moloch sombrío– o dios ridículo enamorado, carnalmente enamorado, de una vice-diosa de catalogación incierta: Zeus celoso, Dionisios caprino o Marte turbado y turbulento...

El judaísmo trajo la verdad; la creencia en un dios antes sólo caricaturizado –desmesurado en hipertrofias míticas o minimizado en naturismos febles–, dándonos a conocer la Revelación de la fisonomía casi exacta de la divinidad. Frente a la antropomorfia helénica: dios mezclado con el hombre, tejiendo sus pasiones y sus miserias junto a las miserias y pasiones del hombre, o frente a las religiones orientales: dios distante o inaccesible, hierático entre sombras y custodiado de enigmas..., el hebraísmo ofrece la versión del Dios personal, providente de su obra, no mezclado al hombre sino al hombre unido; no disputando presas de amor a los faunos entre los bosques del deseo, sino dando participación de Amor a los seres y a las cosas en el concierto de la Creación.

Pero diríase que Dios –el auténtico Dios del Sinaí y de las Tablas de la Ley– es obstaculizado en su designio, y que el hilo de la comunicación que le une a la Humanidad se oculta entre malezas y espinos. Desde los días de Adán arrojado del Paraíso, el Plan divino ha sido dislocado por el hombre. (El hombre, siempre, como deseoso de que Dios no pise firme sobre la Tierra pantanosa de miserias, con légamo sucio de reincidentes paganismos superpuestos...) Dios tiene que corregir, pues, la plana emborronada por sus criaturas. Para que la Humanidad fermente en luminoso tumulto de verdades, el Señor decide traer a la Tierra un germen nuevo e inapelable. Para que el fuego, en trance de sofocarse entre el lecho de cenizas inicie su fervor, es urgente un ascua encendida y maravillosa. El hombre había equivocado su camino y Él se DINA hacer la suprema añadidura de su Obra. Sublime añadidura porque el Señor junto a la “Ley” pone, en infinita prueba de Amor, el hecho de la “Redención”. Sublime porque superando la palabra “profetas”, surge en la Escritura la Palabra “Verbo Encarnado”. Y la Trinidad omnisciente se complace en su Gracia. Se complace de que en las márgenes infinitas de su poderío quepa el Misterio de un Dios eterno que nace; de un Dios que, en las entrañas virginales de una Mujer, quiere hacerse Niño.

¡Ay, Niño, disimulado entre las pajas del Pesebre! ¡Ay, Incendio, disfrazado de Pavesa! ¡Ay, Amor! Amor oculto, amor sin medida que va a transformar el destino del hombre y que ahora late invisible en el pecho de un reciennacido que tirita. ¡Ay, Verdad! Verdad que va a llenar la Historia y que ahora, sin palabras, se enreda inerme entre los balbuceos de un infante que llora...

Ver como el retablo de Navidad es verdad. Porque sobre la avasalladora realidad de Dios Eterno, Él ha querido colocar –para embeleso, para encantamiento nuestro– esta verdad chiquita, reluciente de oro, pintada de ingenuidades, moldurada de sutiles anécdotas. Dios ha colgado reposteros de candor en sus almenas. Dios ha tapizado de festival contento sus murallas. Dios ha arriado sus banderas y ha coronado de grímpolas leves sus mástiles supremos. Dios ha dejado crecer el musgo y las flores humildes en su Puente. Dios quiere un pulular de villancicos en sus estancias: en los sacros recintos que acordaron su ritmo a la “música de las esferas”.



A Belén, pastores

Repetidos una y otra vez en el retablo en ritornelo inagotable, poniendo su estribillo humanísimo a la plástica del Belén, he aquí las figuras de los pastores. Pastores sorprendidos por el anuncio del Ángel cuando en un paraje escondido –tras el mismo castillo de Herodes quizás– comen sus migas al amanecer. Pastores con su borreguito al hombro, por los caminos nevados de harina que llevan al Portal. Pastores que enarbolan su cayado ante el despiste del rebaño, no lejos del sendero donde José conduce al asnillo que cabalga María. Pastores atónitos, inclinados y trémulos, con la sonrisa de la plegaria en su tosco rostro de barro... Siempre Pastores. ¿Por qué?

¿Será porque el Mundo, el Demonio y la Carne –enemigos del Espíritu– han ido a lo largo de la Historia –y de las Civilizaciones– recamando de insinceridades, de astucias, de hipocresías y de casuismos el alma de los hombres? ¿Será que, por eso, sólo los pastores, tradicional símbolo de la humilde desnudez a flor de ánimo, son dignos del Mensaje inicialmente revelado a los limpios de corazón?

Sí. Pero además hay pastores, infinitos pastores, en el Nacimiento, porque la Religión que en Belén alborea va a exigir de todos sus adeptos una afincada, perenne, vocación extraña. No va a poder haber cristianos sin rebaño. Esto es, no va a poder haber cristianos que se nieguen a reducir al aprisco –a la razón de la Gracia de Jesucristo– toda la fauna más o menos turbia, más o menos dócil, de sus pasiones y de sus egoísmos. A Belén, sin rebaño sojuzgado por delante, no se puede llegar, cristianos. A Belén, sin la ofrenda de una oveja perdida y rescatada, no es digno acercarse. A Belén, sin almas ganadas para la verdad, ¿cómo atreverse? Al menos, nos dirijamos al Portal, hermanos, sin el regalo de una pasión montaraz vencida, domesticada y hecha afán para el Señor.




Melchor, Gaspar y Baltasar

Dijo Melchor, al Niño:

—Te traigo oro, Señor. Oro para tu poder, porque eres Rey. Oro que ponga fulgores en el reino de tu Doctrina. Esplendor que irradie nimbos coruscantes del centro de tus mandatos y de tus leyes. Te doy oro no porque tú lo necesites, sino porque lo necesitan los hombres. A los mortales les interesa la buena apariencia casi tanto como la buena verdad. Oro para tus templos es mi ofrenda, Rey. Los hombres suelen ser mezquinos y necios. Abandonarán tus aras si las encuentran desnudas. En nombre de ellos –pobres, al fin– acepta esta dádiva suntuaria para tu altar. Ya sé que otros obsequios te son más gratos. Dígnate esperarlos, Señor.

El Niño-Dios sonrió agradecido y, entonces, habló Gaspar.

—Yo, desde el Oriente lejano, traigo un homenaje de Incienso. Porque eres Dios y he querido para ti un aroma guardado, una casta fragancia escondida que sólo despliega su perfume entre las ascuas vivas. Así la oración, para el corazón hecha; así la plegaria, cuya epifanía está reservada al incentivo de fuego del Amor.

Otra vez el rostro del Divino Infante se iluminó de sonrisas, y llegó el turno de Baltasar.

—Par ti, mi mirra. Es la dedicación de una modestia hacia la humildad de Dios humanado. Te admirarán, Rey; te temerán, Dios, y sin embargo, te amarán Padre y Hermano. El hombre también va a poder llevar al altar, junto a los holocaustos votivos y los sacrificios imponentes, la nadería de sus renunciaciones mínimas: el óbolo pequeño de sus vencimientos cotidianos.

Y ante la sonrisa renovada del Niño, los Magos callaron. Callaron un largo rato y el silencio, sólo turbado por el resuello de la mula del Pesebre, se hacía cada vez más espeso. Melchor, Baltasar y Gaspar esperaban sumisos el milagro de unas palabras del Niño y el Niño, nada más sonreía.

Un poco desanimados los tres magnates abandonaron el Pesebre. Hubieran querido una recompensa visible porque eran humanos. Hubieran deseado una promesa de Eternidad como premio a su éxodo tras la estrella. Habían ambicionado un mensaje, una palpable luz nueva dentro de sus corazones. Pero sólo había sonreído. Sólo había sonreído el Niño Jesús...

Y aquí que, al regreso, súbitamente, el camello de Baltasar se detuvo junto a un regato y una brisa extraña agitó la barba mechada del sabio, mientras un fulgor radiante brotaba de su mirada profunda hecha a penetrar hasta el fondo de los arcanos más hondos.

—¿Qué te sucede, Baltasar? — preguntó Melchor conturbado.

Y Gaspar, siempre solícito, descabalga ante la actitud rara, como enajenada, del viejo hombre que ha descifrado mil veces las claves inaccesibles del misterio.

Pero Baltasar habla:

—Ya he adivinado la recompensa. Ha sido un viento en mi cerebro: un viento que me ha traído ya madura, dehiscente, casi abierta, la respuesta. ¿No preguntabais por el Mensaje? ¿No esperabais el premio, la correspondencia de Dios a nuestra desvelada ansia de encontrarle? Yo ya lo sé. Él me lo ha inspirado.

Sonrió, un poco escéptico, Gaspar el númida; y concluyó Baltasar, el anciano de barba mechada:

—Nuestra recompensa va a ser, por los siglos de los siglos, la de ser depositarios de la primera ilusión –la más cara– de los niños de todo el mundo.

No entendieron ni Gaspar ni Melchor y, el hombre de mirada profunda, hecha para penetrar hasta el fondo de los misterios más hondos, tuvo que insistir:

—El Señor nos concede la mejor parcela de su Reino. Nos encomienda al mundo de la Infancia. Dios sonreía en el pesebre porque al vernos pensaba en la Alegría de los niños que, gracias a nosotros, soñarían cada año que la mejor ilusión es verdad. ¿No veis que frente al mundo de los niños está el de los hombres enfatuados de soberbia que llegará en su miseria a creer que la mejor Verdad es Ilusión? Nuestra recompensa es acariciar las frentes en las que aún anida la Fantasía en medio de un mundo sin Razón que se vuelve loco de sus razones. Seremos los eternos remuneradores de la inocencia. Concederemos cada noche de Reyes primas de poesía al candor.

Y la mirada enternecida de los Tres Magos se alzó sobre las colinas, como buscando en doradas lejanías los últimos horizontes de la Historia.

(VBEDA, Año 8, Núm. 93, noviembre y diciembre de 1957)

viernes, 24 de diciembre de 2010

TIEMPO DE TERNURA






El tiempo al fin y al cabo se compadece: es bueno. Avanza, pero da la ilusión de que regresa. “Regreso” es una palabra tranquilizante. Cualquiera, si no es un desarraigado, quiere volver, siempre, a algo. (“¿Volverás?”, preguntamos. Y sí; todo el mundo dice que volverá aunque no vuelva, aunque por piedad mienta. ¡Quién, al menos, no torna cada atardecer a su base tras la aventura o desventura diaria!)

El tiempo es irreversible, pero en vez de seguir la antipática línea recta se curva ciclos reparadores. Avanza, pero en espiral, intentando repetirse, imitándose. Por eso no hay días desconocidos, no hay amaneceres sin modelo. Lo original no abunda, porque la “novedad” no es nunca nueva. El sol de ayer es una copia anticipada del que iniciará mañana su carrera. Y, ¿qué son las estaciones sino el desagravio que el propio tiempo nos depara contra su propia andadura inexorable? Cada año, trescientas sesenta y cinco efemérides. Cada mañana, la seña de un quehacer y el santo de un recuerdo.

Así, es posible la esperanza. La esperanza frente al endurecimiento, frente a la mineralización de las cosas. Pensando en pesimista, este mundo –en el que entran las vidas de todos, las pasadas, las presentes y las futuras– da la sensación de un proceso de esclerosis. La edad (el mundo “está” cada día más joven, pero es mundo “es” cada día más viejo) está volviendo torpes los movimientos, ¡tan humanos!, de la ternura, del amor, de la comprensión diáfana. Ahora hay muchos “comprensivos” de gabinete, de laboratorio, afanados en cordialidades artificiosas, quizá porque se están secando las fuentes de la prístina bondad. Así se piensa en la hora pesimista, de la que Dios nos libre de caer en la tentación y, sin embargo, el tiempo nos devuelve periódicamente, precisamente en estos días, la ilusión de una ternura renovada. Es en la Navidad, fiesta que no pierde, a pesar de las ortopedias mundanizantes a que se la somete, su fina calidad de Mensaje.

Hace veinte siglos de aquella ternura de la Encarnación y el Nacimiento, de aquel empeño divino de iluminar por dentro al hombre. Si se persiste en seguir arguyendo en pesimista, habría que decir: “Señor, sin embargo, todo sigue aparentemente igual... El hombre se enamoró definitivamente de la tierra. Tú trajiste palabras demasiado limpias. El amor ha servido para nuestros discursos, para nuestra retórica, para nuestros convencionalismos: apenas para nuestras convicciones. No ha pasado de liviana asignatura de adorno. El hombre no cree en el amor, no lo ha estudiado de veras. Sobre todo, no se ha puesto a arar con el amor su propio corazón...”

Hace veinte siglos de aquella ternura. ¿Cederemos a la tentación escéptica? ¿Arrinconaremos a Dios como recuerdo?

No. No, porque esta vieja esclerosis, esta mineralización no es fatal; no es, como el tiempo, irreversible. No, porque Dios es Dios. ¿Por qué creer que la juventud ha muerto? En Roma acaba de promulgarse una nueva siembra.

Y, mirad, el tiempo tiene esto: cada año que se va nos lanza, antes de irse, un dardo de piedad; nos devuelve la consideración del misterio, como una invitación al regreso. He aquí nuestros días de ternura. Quizá una Navidad, no sabemos cuál, el mundo va a aceptar con voluntad firme su auténtico destino. No sabemos cuando, no sabemos cómo...

(ABC, 26 de diciembre de 1969)

jueves, 23 de diciembre de 2010

LA HISTORIA EN EL VOLANTE. NAVIDAD A LA VISTA






La Historia –¡qué carrera!– marcha veloz, rauda, ella no sabe adónde, con el pie en el acelerador. Es un vértigo. Cuando miramos atrás, si miramos atrás, el paisaje se agranda y se aleja, se ensancha y se hunde. Y la memoria –no hay una técnica para dilatar la memoria– va perdiendo, uno a uno sus puntos de referencia. Al huir, los recuerdos se nos quedan, desgajados, como raíces muertas, al borde del camino. Quizás hay que desprenderse de ellos porque son un lastre. Y las dulces impresiones que perfumaban probablemente nuestra vida; las dulces esencias extractadas de la felicidad que se ha hecho añoranza, se nos evaporan en la prisa, se nos derraman en la urgencia.

¿A dónde nos llevas Historia? ¿Qué cita tienes acordada con el destino? (El paisaje se agranda, el paisaje se aleja.) ¿Por qué esta marcha desazonada, anhelante? ¿Quién te espera al fin de tu ruta? ¿Quién, que así tensa tus nervios y tu sangre, está esquilmando las últimas reservas de una serenidad, está quemando las últimas defensas de una dicha? Ya se ve que no puede ser un amor sino una mancebía quien te aguarda... Otras veces, historia, descansabas dulcemente a lo largo de tu carrera. Buscabas el soto umbroso, sosegado, que tonificase tu voluntad y afirmase, en el reposo, tus ideas. Era en los tiempos luminosos en que el dolor –porque siempre ha tenido que haber dolor– al alzar la cabeza se encontraba con el cielo. Era en los días en que el espíritu se sentía fiel reflejo de un bien trascendente. Los hombres, al hurgarse dentro, encontraban siempre en su corazón alguna onza de oro. Porque no es que ahora los hombres sean peores; es que ahora los hombres no allegan verdad, no ahorran virtud para el día del riesgo impensado. Se consume todo –hasta la belleza– en el minuto actualísimo, en el minuto vivo. No queda reserva, ni sedimento, ni asiento para recurso, para consuelo de esa posible indigencia espiritual que siempre nos anda rondando la ocasión... Ahora –sea permitida la expresión– el mundo carece de despensa. O ahora al mundo se le ha congelado el capital. Y se reacciona, poniendo el pie en el acelerador. Porque caminando aprisa, más aprisa, hay la seguridad de que algo –aunque sea una catástrofe– se nos acerca, senos viene, se nos entrega.

* * *

Y sin embargo, de año en año, la Navidad sale al paso de la Historia con su enseña de Paz, con su exhortación, con su lema: «Gloria a Dios en las alturas...» Es una señal luminosa, empapada de Esperanza, frente a tanto aviso de «Peligro» que atenaza, que amenaza, la Historia en el volante.

El paisaje se aleja, el paisaje se ensancha; los recuerdos se olvidan, los recuerdos se pierden. La Historia tiene una amnesia y para el dolor de sus entrañas huecas la Historia se emborracha de velocidad. Es su droga. Pero la Navidad es terca. Cada año despliega su vieja, maravillosa bandera con un optimismo generoso, desbordante. Un manantial oculto, inextinguible, aflora del corazón de la Navidad... Ya han bordado de nuevo los ángeles en la vieja bandera su lema de cristal: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz.» La Historia trae, como siempre, un ansia, una angustia, una desazón, una prisa, una urgencia. Frena un poco, Historia. Deja que el paisaje se aquiete, detente un instante a oír el susurro de las brisas, a recibir el mensaje de las flores, a respirar el efluvio de una serenidad cargada de esperanzas. Ponte, Historia, a dialogar con la Navidad. Y que tu vértigo atormentado se encalme con la dulce habla: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz.» «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz...»

(Revista VBEDA, Año 9, Núm. 99, noviembre y diciembre de 1958)

miércoles, 22 de diciembre de 2010

DIARIO NAVIDEÑO DE UN PADRE DE FAMILIA





22 de Diciembre.

Todos los años igual, Señor. Se va el «gordo» a otras manos que no son las mías. Es fatal; siempre, cuando llega el 22 de Diciembre, tengo que decir lo mismo: «No me ha tocado la lotería». Me aburre hoy leer el periódico... Siempre igual: los niños del Colegio de San Ildefonso vocearon el primer premio a las tantas de la mañana; la mayor participación de los quince millones –trece por lo menos– le correspondieron a un anónimo señor capitalista; los otros dos están «repartidísimos» entre gente modesta... Y luego, las «fotos» de una bella señorita interviuvada imbécilmente porque llevaba cinco pesetas en el número premiado, y la de un grupo de empleados de yo no sé qué oficina que, entre todos, llevaban un décimo. ¡Qué fatalidad! Siempre toca el «gordo» en una oficina; ¿por qué no ha tocado aún en la mía?... Y luego la «lista» de la pedrea. Y yo comprobando, en la lista, el no premio de mis numeritos, apuntados uno debajo de otro, en el papel. ¡Ni eso!... Claro; me ha tocado el reintegro en el número del barbero: en el que solamente llevaba yo una peseta. Exactamente todo como el año anterior.

¡Qué horror! Ayer a estas horas, todos los españoles éramos capitalistas en ciernes. Ahora... la realidad, en un momento, ha hecho el vacío en nuestras ilusiones. Idiotas y mil veces idiotas los que nos hacemos ilusiones.

...Y ahora, acaban de llamar en la puerta. Como si lo viera: es la cuentecita del sastre. Claro; al sastre tampoco le ha tocado la lotería.

24 de Diciembre.

El hogar es más hogar con la Navidad, ya lo sé; y la Navidad es más Navidad por la «paga extraordinaria». Lo cierto es que, en Nochebuena, es casi un pecado el no estar contento. Y la Navidad, ¡ay!, nos brinda una consideración muy terminante para estar alegres: la de pensar que hay muchos con menos dinero que uno. Así somos de crueles, aún en los días que queremos ser buenos.

Pero yo no he nacido para filósofo. No quiero seguir «considerando» por ese camino. Yo soy un cristiano padre de familia que celebra con sus hijos el Nacimiento de Cristo. Así, de lo íntimo del alma, surge una ternura. Luego, echamos vino y turrón a esa ternura, a ese estado de ánimo, condimentamos esa ternura con buenos manjares y... durante una hora, durante dos, tres horas, nos convencemos de que la vida es buena.

No sé si la Navidad es... para los niños. Hasta cierta hora de la noche, puede que sí. Puede que sí, mientras tocan la zambomba, mientras se toman su parte de turrón de Jijona. De todas formas termina mal la cosa para ellos. Porque ni se beben la segunda copa de anís, porque papá se lo prohíbe, ni van con el resto de la familia a la «Misa del Gallo». (Ellos, los chiquillos, tienen un maravilloso, fantástico, concepto de la «Misa del Gallo».) Y, claro, aproximadamente, la Nochebuena termina para los chiquillos como una noche cualquiera: terminan por irse llorando a la cama...

En cuanto a mí, no sé como terminaré la Nochebuena. La Nochebuena es un día para gastar mucho: se parece en eso la Nochebuena a todos los días del año. Pero, verdaderamente, la Nochebuena –lo que se dice la Nochebuena– va a empezar dentro de un rato, ahora que ya ha anochecido. Y dentro de dos horitas yo me reiré de mí mismo: me reiré del hecho de haber invertido un cuarto de hora escribiendo sobre la Nochebuena. (Y bien sabe Dios que me he puesto a escribir para... no hacer la cuenta de los gastos de la Nochebuena. Es un homenaje que la he hecho, ¿verdad?)

28 de Diciembre.

Es una triste gracia... Si uno cae en la trampa de la inocentada, es un incauto, un «inocente». Y si no cae, un antipático. Es un timo blanco el de los Inocentes. Un timo moral y... apto para menores. Pero lo peor es que tenga uno que reír la gracia, a la fuerza, al sobrinito que acaba de «rasparnos» cinco duros. Y acariciarlo, encima. Y contarle luego a su mamá la «ocurrencia». Para que la mamá y la tita juntas se rían de lo incauto que es uno... (Sí, hombre, sí; tengo unas ganas de que pasen las Navidades...)

31 de Diciembre.

Otra tenemos. Mucho «Año Nuevo, vida nueva» y todo lo que ustedes quieran, pero la verdad es que la Nochevieja no es sino la segunda vuelta de la Nochebuena. Y no viene sino para asesinar a los pocos duros que se libraron de la «remolina» primera, en el rincón más oscuro de la cartera...

¿Vida nueva? ¡Bah! Uno, con los años, ha aprendido a ser un poco escéptico sobre esto de la renovación. Se renueva el tiempo y se renuevan los gastos; pero, ¿el hombre? Cuando yo tenía de quince a veinte años, creía, siempre, por «Año Nuevo», que en adelante iba a ser otro... Los cinco días primeros de cada año, madrugaba más, me proponía estudiar más y vencía mi timidez para con las muchachas. Pero pasado el seis de enero, volvía a la comodidad de mi pereza y de mis rutinas... Luego, de los veinte a los veinticinco, siempre al llegar el Año Nuevo, me proponía fumar sólo diez pitillos diarios y casarme el año entrante... El seis de enero quebraba la promesa, claro, por eso de los Reyes; y, bueno, ¿para qué seguir? Ahora tengo cuarenta y cinco años y cinco chiquillos. Todos los años al llegar Año Nuevo, me propongo «ordenar mi economía». Ya se sabe, poco más o menos, la utopía que supone eso de «ordenar» la economía: supone –cosa maravillosa– seguir con los mismos gastos de siempre, con los mismos ingresos de siempre y... empezar a tener bastante dinero sin embargo. Hay muchos que creen que este milagro de «economía doméstica». Yo creía en él hasta el Año Nuevo pasado.

¿Año Nuevo, vida nueva? ¡Qué va! Año Nuevo, gasto nuevo y sueldo viejo. Eso es.

5 de Enero.

¿Es cierto que terminan mañana las pascuas? ¡Qué respiro, hombre! Lo malo es que queda el «trago» de los Reyes. Ahí está mi Manolín que pide a los Reyes un tren eléctrico; y mi Pepillo que ambiciona una bicicleta; y mi Rafaelín que no se conformará si los Magos no le «echan» un meccano; y mi Periquito que... Lo he leído claro; no es un engaño. Lo he leído en las cartas respectivas que o mismo he ido a poner en el buzón con ellos. ¡Qué sudores de muerte en... el mes de Enero! ¿No podrían los señores Reyes de Oriente aplazar su viajecito? ¡Qué puntualitos son, caramba! ¿No podían darse su vueltecita, allá por el mes de mayo o algo así?

Yo le he dicho a Manolín: «Mira, Manolín, los trenes están pasados de moda. Ahora se impone la Aviación, ¿sabes? Yo creo que irás más con los tiempos pidiendo aquel aeroplanito del escaparate»... Yo he dicho a Pepillo: «Mira, Pepillo, por pedir una bicicleta a los Reyes cuando yo era me pequeño, me atropelló un coche el mismo día de Reyes y tuve que estar en la cama un mes “encayolado”». Y he dicho a Rafaelín, por decirle algo desesperado ya: «Mira, Rafaelín, la técnica fracasará a lo largo y a lo ancho del mundo. Fracasará la técnica y se impondrá el espíritu. Fracasarán los peritos mecánicos y se impondrán los peritos aparejadores... Fracasarán los juguetes de meccano y triunfarán los juegos de arquitectura de madera. Son más “clásicos”, ¿sabes?»

Pero, ¡cá! En las cartitas que yo he echado con mis hijos al correo, ellos lo dicen bien claro: un tren eléctrico, una bicicleta, un meccano... ¿Es verdad que pasado mañana termina todo esto de «Felices pascuas y próspero Año Nuevo»?

Por la transcripción, Anselmo de Esponera.

(Revista VBEDA, Año 4, núm. 48, diciembre de 1953)

lunes, 20 de diciembre de 2010

ESPÍRITU DE DICIEMBRE





 
Diciembre congrega. El invierno pone en trance de cohesión a los hombres. En el fondo de diciembre está el telón de la Navidad, buen paisaje para la cordialidad, por lo menos para la cordialidad. Ahora, en la segunda decena del mes comienza el «hinterland» navideño. Es la misma sensación gozosa que se experimenta al entrar en los alrededores de una ciudad querida, al regreso de un largo viaje. La misma porque, al fin y al cabo, el tren de nuestra vida (asmático a veces, expedito otras), se detiene –casi parada y fonda– en los días que se aproximan para «repostar» ilusiones y esperanzas.

Este paisaje familiar de diciembre, –todos en diciembre nos citamos con nuestra infancia– es confortador y estimulante Nos desentendemos fácilmente de la sugerencia del paisaje físico: de los árboles desnudos, de las tierras ocres carentes de verdor, de la niebla, de la lluvia; de la tristeza que dicen trae aparejada el invierno. Nos desentendemos de todo eso porque hay otro diciembre exultante, contradictorio. Un diciembre que trae al espíritu una auténtica primavera, que florece en fragancias escondidas. Primer aldabonazo, «El día de la Madre». Empezamos a abrir nuestra puerta, la puerta de nuestra intimidad. La abrimos, al fin, de par en par. Buena cosa, esta de abrir la puerta. ¿No la tenemos casi todo el año cerrada? La puerta cerrada delata que no estamos en casa o que no queremos recibir. Justamente. El egoísmo no es sino puerta cerrada por reclusión de nuestra vida en el reducto oscuro. O por abandono de nuestra personalidad llevados por la búsqueda afanosa, urgente, de lo exterior. En verdad ambas cosas, sustraernos por completo a los demás y abandonar lo íntimo en aras de la dudosa «granjería» que de la diversión esperamos, implican idéntico estado precario de ánimo. Lo mejor es estar en casa, sí, pero con la puerta abierta. En ello probablemente radica la generosidad. Ser nosotros mismos, íntegramente nosotros mismos, sin que temamos al comercio con los demás, sin que nos dañe la luz que de fuera nos llega. Darnos a los demás, pero sin dejar apagado el propio hogar.

Diciembre, con la Navidad al fondo, es un lírico revulsivo que a todos nos acerca. Pero, además, cada uno, al llegar estos días, se advierte más amigo de sí mismo. Es estupendo sentirnos amigos de nosotros mismos: comulgar con lo más antiguo y noble que en el propio ser existe. Es, desde luego, la premisa primera para sentirse amigo de todo cuanto nos rodea. La envidia, más que tristeza del bien ajeno, es tristeza dela infecundidad propia. Tristeza que, de rechazo, arremete con cuanto advierte entorno. Tristeza que siente vergüenza de constatar el páramo interior y que por eso se afana en negar la posible calidad ubérrima del prójimo. Invierno empeñado en desmentir la Primavera. Y por eso el egoísmo que, a primera vista, resulta algo así como una apología que de nosotros mismos hacemos no es, en resumidas cuentas, sino la confesión de una impotencia. (Los frutos de envoltura más espesa y resistente suelen ser los que no guardan almendra dentro. El grosor del epicarpio es vergüenza con que se disimula y cela la nuez vacía, la nuez podrida…)

Diciembre, claro está, nos invita al hallazgo de nuestra riqueza interior, promueve la epifanía de nuestra recóndita primavera. Para el espíritu es el menos invernal de los meses del año. En contacto con nuestra insobornable intimidad advertimos, en diciembre, que lo que nos une a los hombres es mucho más vigoroso, valioso y fuerte que lo que nos separa. Lo que puede unirnos es el bien, porque todas las virtudes son hermanas. Lo que nos desune es el mal, porque todos los vicios son enemigos los unos de los otros. Lo que ocurre es que el mal está afuera, y que para encontrar el bien que nos hermana hay que cavar hondo.

(JAÉN, 15 de diciembre de 1961)

domingo, 19 de diciembre de 2010

EDUCAR PARA LA LIBERTAD




¿Qué es Libertad? Es ir quitando obstáculos –de dentro y de fuera, sobre todo de dentro– para lograr la auténtica desnudez del alma. Alma desnuda para unión íntima con la verdad. La Libertad es el strip-tease –permitidme la expresión–, el irse quitando uno a uno el ropaje de los obstáculos -malos usos, abusos, malas costumbres, pecados (hay que seguir hablando del pecado) para emprender el salto ágil de genuina liberación.

Formar y educar la persona para la libertad, no es prepararla para el capricho autónomo y sin trabas, sino para el ejercicio de la Verdad, desprendida del mal ganado que estorba ese ejercicio.

Ser libre es un mejor entender para un mejor saber y, así, un mejor querer. Es más libre quién mejor entiende. Por eso, la suprema libertad es la divina. El hombre es menos libre porque entiende menos, porque sabe menos. Hacer lo que nos da la real gana no es ser más libre; es dejarse llevar por el real deseo. Pero sujetarse al real deseo, es ser menos libre, porque es sujetarse a una potencia inferior. En cambio, sujetarse al entendimiento, es liberarse precisamente del real deseo, de la real gana; de la real gana, cuyas raíces son frecuentemente bastardas. Y sujetarse al amor –el amor como ideología– es la suprema libertad, porque es que entonces, la persona, soltadas todas las amarras, no es el globo cautivo, no es la nave anclada, sino que es aeronave que gira impávida, venciendo a la misma gravedad del hombre empírico, que diría Schiller, hacia la consecución del hombre ideal.

Noche oscura no es tristeza. Renuncia no es ejercicio anti-natura, como quieren esos humanistas que se hayan en pleno despiste respecto a la concepción del hombre. Renuncia, noche y ascesis, son esperanza en la seguridad de la Aurora. Porque hay Aurora. Seremos personas en tanto en cuanto somos expectantes de un amanecer que en lo religioso se llama Gracia, y que en lo puramente humano toma el nombre de Sabiduría. No seremos jamás personas si nos empeñamos y nos azacanamos en heñir la masa, sin acertar con la sal; si amazacotamos la harina y no tenemos horno; si tenemos harina y horno, pero carecemos de molde para el pan.

Esta hora de disgregaciones, quiere panes sin molde, o masa sin sal u hornos sin harina. Así no hay panadería. Así no hay alimento. Así no hay sustento para la persona. Esta hora del mundo, con mil ideas que no acierta a conjugar, es inteligente sin dirección, tiene ideas y carece de ideales, da chispazos de amoríos, pero no acierta con ningún soplete a formar la llama y a dirigir la llama. La llama de la verdad que estamos llamados a identificar con la llama del Amor.

Este tiempo pierde estrellas y mira, con obsesión patológica, los fondos de los abismos. Cine de casos límite, de aberraciones. Se hace espectáculo del crimen, del aborto, del erotismo, de la injusticia. Al teatro agrio, se le llama teatro fuerte, como si la Fortaleza fuese un absceso purulento, en lugar de ser una cardinal virtud. A la corrección, se le ataca como cursilería, a las virtudes familiares, como virtudes burguesas.

Hay que reaccionar contra estos errores. Hay que luchar –lógica en ristre y verdad en ristre– por los fueros de la persona. Derechos de la persona. La persona tiene derecho a ser ella misma, en comunión consigo misma, abriéndose a todos –porque, recordémoslo, es un todo para todos– pero abroquelándose y cerrándose, obliterándose, contra toda contaminación. ¡Cuánta es la contaminación que hoy amenaza al hombre, como persona moral! Mucho más grande que la contaminación que amenaza al hombre como persona física.

(Extracto de una conferencia para alumnos de la Escuela de Magisterio SA.FA. - Úbeda. 1975)

sábado, 18 de diciembre de 2010

CAÑA PENSANTE




Pascal escribió a los trece años su "Tratado sobre las secciones cónicas" por pura afición, por pura vocación científica. Y en plena madurez, sus "Pensamientos", esa obra que yo recomendaría a todos los profesionales de la angustia pintada o psicodélica, de la angustia exhibicionista que hoy circula por ahí. Porque los pensamientos de Pascal son el reflejo de una inquietud, de un movimiento, de un dinamismo que surge de la presión interna, agitada de hervideros entrañables. Pero es angustia que se resuelve en honda religiosidad, en vertical anhelo de "caña pensante", como el mismo Pascal decía, en definitivo Amor. Porque Amor en él, como en San Juan de la Cruz, era su ejercicio, su principio de conocimiento. Amor era el esquema que estructuró su existencia, su persona. "Ni ya guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya solo en Amor es mi ejercicio".

Amor desde todas las vertientes: Amor al saber, amor a la naturaleza, amor al hombre; tres líneas que concurren al vértice del amor a Dios, es decir, del Amor a la Verdad. Para eso, hemos de hacer la renuncia, el vacío a mil trivialidades que se nos disfrazan de trascendencias, a mil vicios con capa de virtudes, a mil abdicaciones so capa de aperturismos, a mil egoísmos con apariencia de sincerismos, a mil blasfemias con dosel de novedades, a mil pecados con bisel de "puestas al día". Para eso hemos de guardar una pureza de noche con las estrellas en lo alto. Una noche que no teme ser noche, sino que asume la noche, porque espera la Aurora.

Ser Persona es esperar. Si se espera, se cree y se ama. Si se cree, se ama y se espera. Si se ama, se cree y se espera. Estupenda Trinidad: tres aspectos de una única verdad. Noche Oscura, ascesis, vela de armas en la disciplina, para la educación de la persona que es en suma la educación de la libertad.

(Extracto de una conferencia para alumnos de la Escuela de Magisterio SA.FA. - Úbeda. 1975)

viernes, 17 de diciembre de 2010

NIÉGATE A TI MISMO




Y a esto íbamos: la pedagogía de formación de la personalidad que entraña la noche oscura de San Juan de la Cruz, consiste en una consigna "Niégate", que haga de complemento del "Conócete" de Sócrates. Hacer noche dentro de nosotros, ¿qué es? Es hacer sitio, precisamente, a la persona. ¿Cómo? ¿De qué manera? Arrancando la mala hierba, extirpando ignorancia, dirigiendo vertical hacia arriba la llama de la pasión en serenidad afectiva en lugar de dejar que la lengua de la llama se doblegue al impulso de los vientos que surgen por doquier, a derecha e izquierda.

Y claro que sí, amigos, esto se llama renuncia, esto se llama ascetismo. Palabras que hoy están en baja, en descrédito, con entera injusticia. Pero el ascetismo, que viene de ascesis (palabra griega que significa entrenamiento) es necesario para estar en forma. ¿Es que solo tienen que entrenarse Iríbar o Vázquez para jugar contra Grecia, o contra Yugoslavia?

El entrenamiento, la ascesis, la renuncia, para guardar la línea espiritual, la agilidad del espíritu, fue preciso en el medioevo, es preciso ahora y lo será en el año dos mil, si es que somos sinceros al decir que hay que conservar los valores y ennoblecer la persona; si es que, en una palabra, queremos seguir conociendo y seguir amando.

Oíd a San Juan de la Cruz: "Ni ya guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amor es mi ejercicio". Oídle, porque en el ejercicio activo del amor está la clave, el secreto de la ciencia y del conocimiento.

(Extracto de una conferencia para alumnos de la Escuela de Magisterio SA.FA. - Úbeda. 1975)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

jueves, 16 de diciembre de 2010

CONTEMPLACIÓN




La gente confunde actividad con movimiento y movimiento con traslado. Cree que quien hace es quien más se mueve. ¿Acaso la ardilla hace más que el gusano de seda? O estima que quien más se mueve es quién más se traslada. Se llama hombre activo al que no abandona el automóvil, yendo de acá para allá en cada instante, y dejando mientras en absoluta inactividad al músculo y al espíritu. Recorre veinte paisajes por hora y no ve, no se pone a mirar ningún árbol. Pasa por delante de todas las catedrales y de todos los hombres, en turismo delirante, urgente, sin tener el buen sentido de pararse un instante ante la catedral o ante el hombre para la pura contemplación.

¡Contemplación! ¡Cuánta actividad hay dentro de un minuto de contemplación! Es lo que hay que enseñar al hombre desde niño en esta época de acción sin destino, de velocidad sin meta, de pluriempleo sin dedicación, de consumo desenfrenado, de ingestión atropellada a la que falta el complemento indispensable de la reposada digestión.

¿Por qué no hacemos personas, acostumbrando al hombre a mirarse, a digerir el mundo que en torno le envuelve, las sensaciones que le acosan, las ideas que se le aglomeran encima, amenazadoras, como cúmulos de tormenta, como nubes erectas de desarrollo vertical? ¿Por qué no nos avezamos al turismo de casa propia, al turismo interior? ¿Por qué no nos damos a la observación cordial, enamorada, interesada, atenta del misterio que entraña la hoja de un árbol, el pensamiento de un hombre, –"un pensamiento del hombre vale más que todo el mundo", decía San Juan de la Cruz– el recóndito impulso que nos puja y nos empuja en los fondos ocultos –más abajo aún del subconsciente de Freud– donde habita la Verdad?

No, no y mil veces no. No llamamos inmovilista al hombre que contempla, piensa o se vierte en la oración –tres aspectos de una misma realidad–, supeditándole al hombre embarcado en el traslado incontinente de la acción –acción, acción y acción–, que llamaba Pío XII "herejía de la acción". Eduquemos un poco al hombre en un humanismo que revierta al hombre.

Bien está la técnica, pero que no nos envenene su abundancia; démosle el digestivo de la auténtica Ciencia. Bien está la acción, pero que no nos ahogue en sus prisas. Equilibrémosla con un proceso de interiorización espiritual. Bien está el traslado; pero dirijámoslo al genuino movimiento. Y necesario es el movimiento; pero llenemos el movimiento de actividad.

(Extracto de una conferencia para alumnos de la Escuela de Magisterio SA.FA. - Úbeda. 1975)

miércoles, 15 de diciembre de 2010

NOCHE OSCURA




No sé si todos hemos pensado, si hemos meditado bien , en la pedagogía que encierra la "noche oscura", esa poesía que es, al par, un manual didáctico, para la formación de la persona. Esa poesía de nuestro gigante –pequeñito gigante, de estatura física– que es San Juan de la Cruz. ¿Qué es la noche oscura del egregio carmelita? ¿Es un anubarramiento, un espesor de tiniebla, un nihilismo que preparamos para el asiento de la tristeza? ¡Que va!. Es todo lo contrario que un nihilismo. Sus nadas –"Si quieres venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada"– no son sino el sitio, el hueco que el alma enamorada prepara a la plenitud. A la "plenitud de plenitudes y todo plenitud", que diría Amado Nervo, frente a la "vanidad de vanidades y todo vanidad", que dice el Eclesiastés.

Pedagogía del Amor. El hombre, la persona, se forma en información de amor al Creador, pasando por las criaturas, y a las criaturas pasando por el Creador. Con Amor hay ya entendimiento, hay inteligencia. Se ha dicho que el Cristianismo no es una ideología. Mejor sería decir que el Amor es la ideología del Cristianismo. En San Juan de la Cruz, el Amor es el fermento de todas las cosas, de todos los conocimientos; el revulsivo de todas las ideas, la espuela de todas las inquietudes. Nadie lleva más viento en el espíritu y más movimiento en su vida que un amoroso, es decir, que un místico, que un profesional del Amor.

(Extracto de una conferencia para alumnos de la Escuela de Magisterio SA.FA. - Úbeda. 1975)

martes, 14 de diciembre de 2010

LA NUEVA FRONTERA




Nos preguntamos unos a otros por la fe. Decimos que se ha perdido. Y es peor, quizá, cuando no se sabe si se tiene o se ha extraviado. Este tiempo, para muchos cristianos, es muy así. Los ateos del siglo pasado llamaban al ateísmo por su nombre. Yo encuentro en ellos cierta honradez intelectual. Donde no la encuentro es en quienes mezclan o combinan una creencia de propia confección con una incredulidad de particular hechura. Así sale esa cosa (¿) tan rara que se llama «ateísmo cristiano». O sea aberración que, teniendo menos consistencia lógica y ontológica que un cuento de hadas, se irroga tremendas calidades de drama —drama metafísico— hasta llegar a la audacia (que parece blasfema y no es nada más que pedante, a la audacia de llamarse «teología de la muerte de Dios»).

Es mejor, lector, que dejemos esto y que tomemos camino hacia alguien que nos proporcione viático. Viático de doctrina firme que en este peregrinar nos conforte. Y ahí está, por ejemplo, San Juan de la Cruz. El 14 de diciembre de 1591, San Juan de la Cruz hizo que le leyeran unas estrofas del «Cantar de los cantares». Las paladeó y dijo: «¡Oh, qué bellas margaritas!». Era en los últimos momentos de su enfermedad. Estaba convertido su cuerpo, al decir de su biógrafo fray Crisóstomo de Jesús, en «retablo de dolores». Murió aquel mismo día a las doce de la noche. En Úbeda. Fosforecía en la mirada del moribundo una repentina felicidad que se había abierto paso a través de la maleza de su lucha. Era la Esperanza. «Me voy a cantar maitines en el cielo» son las postreras palabras del poeta.

¿Qué nos enseña San Juan de la Cruz de la fe? ¿Qué nos dice de esa lámpara para la noche que la gente pierde en la noche, y la pierde frívolamente, sin pena, sin preocuparse de volverla a hallar, como si de un abalorio, de una sortija de bisutería, de un alfiler de corbata se tratase?

A Juan de Yepes, quizá desde su cárcel de Toledo, o quizá desde su libertad de «música callada» y de «soledad sonora» de «Los Mártires» en Granada, al pensar en Dios se le ocurre la imagen de la fuente: «Qué bien se yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche». «Aquella eterna fonte está escondida —que bien se yo do tiene su manida— aunque es de noche». Maravilla de versos, bajo cuyo recamado se percibe el latido y la respiración de la verdad.

Concebido Dios como Fuente, parece lógico que habrá que sentir la fe como sed. La fe es una gracia, una dádiva, pero que hay que desear como desea el caminante la fuente en el camino. El se da, pero precisa que le busquemos. No nos sirve la fuente si la sed falta. Y querer creer es ya iniciarse el expediente para creer en efectividad.

Todos los caminos del agua en la «fonte» tienen comienzo. Ahora bien: las dificultades de la fe vienen de que la fuente está escondida y en que es de noche. Ante eso, surgieron y surgen los analistas de la fe. Los fideístas quisieron creer entonces nada más con la voluntad. Y los racionalistas nada más que con la razón. Y los poetas nada más con el sentimiento. Y los pragmáticos haciendo sus cálculos. No, no, no puede ser. Se cree con la vida entera o la fe se tambalea. El caso es que las «dificultades» dan su genuina grandeza, su dimensión profunda a la fe. Es el «aunque es de noche» la circunstancia que dota de calidad, fuerza y patética belleza a la aventura venturosa de la creencia. Lo de «buscar a Dios entre gemidos» del agónico Pascal, es quizá una condición. No hay fe fácil, ni facilona, ni cómoda, ni risueña. No es «servicio contratado». En Juan de la Cruz es «noche oscura».

Y... ¿cómo buscar entre la «noche»? La pedagogía del autor del «Cántico espiritual» se reduce, nada más y nada menos, a encender la «llama». «¡Oh, llama de amor viva, que tiernamente hieres —de mi alma en el más profundo centro! — Pues ya no eres esquiva— acaba ya si quieres, rompe la tela deste dulce encuentro». Y, por supuesto, la «noche» de la fe es concéntrica para el místico doctor con otra «noche»: la de la renuncia. Así, «llama» y «noches» componen su vigoroso claroscuro. No basta el ejercicio ascético de «hacer noche», es decir, de silenciar luces y apagar sonidos, si, al par, el alma no fulge «con ansias en amores inflamada», capaz de salir sin ser notada», «a oscuras y segura», «en secreto». He aquí cómo el sublime fraile, que a todos nos advierte que «al atardecer examinarán de amor», da a la fe y al encuentro con Dios carácter de «fuga». (¿Fue Sartre quien escribió despectivamente que muchos descansan en la fe como en una almohada? ¡Qué va! La fe es limpia y bella y sutilísima zozobra en este mundo de seguridades compradas, tarifadas y aparentes; en este mediodía a base de «luces de neón» como diría Marcel.)

Y ya que la fe complica a la «noche» con la «llama», a la renuncia con el amor; ya que concilia el «venir a gustarlo todo» con el «no quieras gustar algo en nada», San Juan de la Cruz hace de magistral manera, en perfecta dialéctica, la síntesis de los contrarios, cuando escribe de «un entender no entendiendo, toda ciencia trascendiendo». Precisamente este entender no entendiendo, avanzando más allá de cualquier hallazgo, o fragmento, o párrafo desconectado; superando el dato, el hecho o el fenómeno estrictamente científico; precisamente eso es la fe. Genuina «nueva frontera» para un tiempo que alardea de ambicioso.

Ni científica ni anticientífica —más bien acientífica— la fe sabe que para el creyente existen los misterios y no las «problemáticas». Gabriel Marcel (otra vez Marcel) ha distinguido con entera nitidez el mundo de los problemas (objeto de las ciencias) del mundo de los misterios.

Creo que San Juan de la Cruz meditaba estas cosas en sus silencios y contemplaciones en «Los Mártires» ante el despliegue fervoroso de la Naturaleza. La Naturaleza, ese mundo de Dios: es decir, ese mundo que aún no se ha hecho mundano. Pero es que a nosotros nos faltan los silencios. Y los necesitamos, como auténticas zonas verdes del espíritu. Sin silencios, se nos pierde todo: hasta la fe. Maeterlinck escribía: «Pésanse las almas en el silencio, como el oro y la plata se pesan en agua pura».

(IDEAL, 14 de diciembre de 1972)

(Fotografía: Juan Carlos Guijarro)

lunes, 13 de diciembre de 2010

EN UNA NOCHE OSCURA...






¡Qué mundo!, ¿eh? Y ¡qué vida ésta! Los suspiros “son aire y van al aire” ; pero al salir el suspiro encuentra la palabra y se vertebra la queja…¡qué mundo éste! Y, sin embargo, este mundo es la escena, también, de los poetas y de los santos.

Porque cada uno encuentra en seguida su estúpido que zaherir, su loco de quien hablar; no es difícil que cada uno tenga para las ocasiones su malvado, inclusive, del, que hacer uso en el placer –barato– de la murmuración. Pero cerca de nosotros pueden alentar, alientan de seguro, las almas limpias. ¿Pocas? Por lo pronto, ahí están los poetas. (Poesía es el arte de ruborizar al pensamiento haciéndole afluir a la faz el ardimiento oculto.) Y los ascetas, pagando los cristales que los demás hemos roto. Y los justos que viven en esperanza…La Tierra es destierro, y, no obstante, mirada con ojos limpio ofrece su cara de paraíso perdido. Los árboles, el agua, la luna y los pájaros son inocentes. Hay espíritus con perfume de flor, no lejos quizá de la planta venenosa, del hombre que no ha cavado pensamientos ni ha cultivado amores. ¿Por qué todo tan repartido y… tan poco separado? La discriminación del trigo y la cizaña es una operación sutil reservada a Dios. Aquí todo, informe, crece junto y hasta amiga junto. Con frecuencia, dentro de una misma alma. Y ése es el drama. Porque extirpando cizañas corremos el riesgo de malograr espigas. O espigando podemos herirnos. Y viviendo, inutilizamos razones. Y cuántas veces la razón –mal esgrimida– inutiliza vidas. Ahí está el drama.

Los poetas han elegido la mejor parte. Van soñando caminos. Pasan mostrando tirsos de belleza. Noblemente –tímidamente, porque la nobleza desecha la baladronadas– se acercan a nosotros hombres confusos con su ofrenda lírica. Están las cosas concretas, rotundas, definidas; llega el poeta –huso y rueca– y ataca, audazmente, la madeja uniforme, laminando los conceptos hasta sorprender los hilos extraños. Llegan los poetas, lanzan su metáfora y la lengua canta, musical, como una doncella encandilada de piropos… Mejor aún si los poetas mondan los conceptos y los presentan en su desnuda integridad, sin adherencias. Cuando la idea se desnuda es siempre bella. En el último fondo, belleza y verdad coinciden. ¿Belleza y verdad unidas no constituyen, acaso, el entramado, el dibujo, la forma del Bien?

Es, justamente, lo que en este artículo se pretende considerar. La verdad, la belleza y el bien no forman compartimentos estancos. ¿Tres poderes? ¿Tres “estados”? No; nada más tres vertientes, tres aspectos de una pureza única. Trinidad –belleza, verdad y bien– que muchas veces no se manifiesta ostensible porque sucede, ocurre, que una “falla” originaria plegó la vida, el mundo, rompiendo continuidades y dislocando concordancias. Exactamente, como en la geogenia acaece en el hombre. Desnivelada, presionada, la primigenia estructura quebró su armonía, y el Bien roto tomó nombres diferentes. Nombres, según la altura. ¿Cómo unos se quedaron con la poesía; otros, con la razón; otros, con la virtud; otros…, sin nada? Quizá hay criminales con una honda vena poética y santos con subsuelo de terrosa, anodina vulgaridad. En ciertos hombres está encima lo que en otros yace. Topamos con los del buen fondo –“en el fondo es buena persona”– que erizan en la superficie sus púas de agresividad. Como contraste, no es difícil tropezarse con los que enseñan una dulzura –que no es necesariamente ficticia– y esconden con loable esfuerzo sus bajos instintos. Todos, por eso, merecemos piedad. El mundo, sí, es una falla asombrosa. No son raras las simas que enriquece el oro y las cumbres que coronan las malezas. El mundo es un fracaso –clave: la Caída– con fragmentos sublimes de su primer orden, de su divina estirpe. Cascote de gráciles ánforas rotas es la Humanidad, si bien cascote redimido de Esperanza…

La mejor sorpresa es cuando encontramos, concordantes, razón, bondad y belleza; cuando advertimos que ningún plegamiento hostil ha deshecho dentro del hombre la perfecta unanimidad. Me fijo, ahora, en San Juan de la Cruz –cada año, en noviembre, San Juan opone sus categorías a las anécdotas de Don Juan–, síntesis maravillosa en que se “confabulan” el más elevado lirismo, la más fina sabiduría, el más denodado esfuerzo de la voluntad. Santo de “líneas armoniosas”, espíritu sin zonas de hundimiento. Leyéndole, pensamos –vemos– que el mundo del santo y del poeta procede de la misma raíz, o, mejor, que el santo es la lógica consecuencia del poeta cuando éste, en lugar de pararse, avanza; avanza sin temor a los “fuertes y fronteras”.

Uno tiene sus preferencias. Para mí, cuando leo a Juan de Yepes, el “otro” poeta es Antonio Machado. Cuando leo a Antonio Machado, el “otro” es Juan de Yepes. ¿Verdad que son muy distintos? Pero la misma agua mueve sus molinos…

Previa una labor de prospección, la vena poética del autor de «Soledades», ¿no se hermana con la del autor del «Cántico»? Pero , claro está, la tectonia es diferente en uno y otro. El de Fontiveros prefirió mantener las “líneas armoniosas”, pero hubo alteración en la disposición, hubo ruptura en los estratos del “profesor de lenguas vivas”. Y, a la postre, la sedimentación espiritual que uno y otro ofrecen no puede resultar más distante. A don Antonio se le esconde Dios entre la niebla –él lo dice–; Juan de Yepes hace el vacío de la “Noche oscura”, y en el centro de las “Nadas” se le aparece el Amado. Al poeta, los suspiros se le tornan hieles; a “San Juan del Ay” –“¡Ay, quién podrá sanarme!”–, en los gemidos le florecen rosas. Machado desfallece en la búsqueda; el carmelita rastrea trascendencias en la emoción transida de las cosas:

Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y yéndolos mirando
con sólo su figura
vestidos los dejó de su hermosura…
¿Termina el poeta donde el santo empieza? En el de Fontiveros, el “logos” se sublima; pero en el cantor de los campos de Castilla el “logos” se derrumba, deviene en “pathos”. Y, sin embargo, los dos han renunciado al “mundo”, a ese mundo que juzga por las apariencias sin penetrar la desnuda belleza. Los dos han visto el “prado de verduras, de flores esmaltado”. Ante él, el frailecico inundado, cegado por la visión, inquiere, pregunta, anhela; “Decid si por vosotros ha pasado.” Jadeante, montero mayor del espíritu, suelta sus lebreles:

Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras
y pasaré los fuertes y fronteras.
El fraile, osado, emprende la aventura; pero Machado –triste maestro de melancolías– ha enflaquecido en la demanda:

¡Ojos que a la luz se abrieron
un día para, después,
ciegos tornar a la tierra
hartos de mirar sin ver!
Y por eso en “San Juan de Ay” cesa la angustia en el hallazgo:
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Mientras el profesor de Baeza nada más sueña:

Anoche soñé que oía
a Dios qritándome ¡Alerta!
luego, era Dios quien dormía
y yo gritaba ¡Despierta!
¡Qué mundo!, ¿eh?... “el ave divina, trocada en pobre gallina.” Habrá que saltar las bardas del corral. Pero, ¿quién sabe el ardid? ¿Quién acierta el camino? ¿Y las alas…? Juan de Yepes cuenta su huída:

En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada
salí sin ser notada
estando ya en mi casa sosegada;
a escuras y segura
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a escuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.
San Juan de la Cruz es el poeta, con todas las consecuencias, que “continúa”, que no se contenta al soñar caminos; que sigue el camino hasta agotar la andadura. Porque al final de la línea poética, si no hay “falla” ni quiebra, está ciertamente Dios.

(ABC, 22 de noviembre de 1969)

(Fotografía: Luis María Moreno Cobo)