BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 28 de septiembre de 2012

PREGÓN DE FERIA





UBETENSES: Se nos echa encima la Feria de San Miguel. Ya la campana del Reloj de la Plaza, como un pulso de bronce, lleva su onda a todas las esquinas. Mientras en el aire estalla la pólvora de los cohetes anunciándonos que llegan unos días de fiesta en la que se hace «obligatoria» la alegría, ese campanón de la torre municipal nos trae como bocanadas de tiempo pasado. Del tiempo que no se fue del todo porque siempre regresa cuando nuestras calles se alumbran de bombillas de colores y de tradición.

UBETENSES: Ahora, durante una semana, nuestro pueblo va a «dar la mano» y va a aplazar sus urgencias. Dejad de caminar con prisas. No hay prisa. Dejad de preocuparos, desarrugar el ceño, porque la vida, de vez en cuando, muestra su verdadero rostro, es decir, su cara buena y amable. La «Feria y Fiestas» si se miran con buenos ojos y hay limpieza en el fondo del corazón, nos da mil motivos para dar gracias a Dios cuando observamos el júbilo de los chiquillos, el gozo que resplandece en las risas que trae y que se lleva el viento. Y ¡cuántos amores se encienden al borde de la Feria! Se ponen más bellas —son más guapas todavía— las muchachas de Úbeda cuando llega San Miguel. Y nadie, ¡nadie!, se va a librar de poner, de tener que poner, un salto, una carcajada, una ilusión y un proyecto de buen humor —¡buen humor con sal y pimienta!— en el fondo de su alma.

Los cohetes, los gigantes, las campanas, las sirenas del real de la feria y ese ruido que da vueltas y vueltas de los carruseles, están aquí, para eso. Para darnos esperanza, para quitarnos miedo, para decirnos a voces: ¡Eh, que sois personas! Porque amigos, cuando uno se da cuenta de que es persona —y ser persona quiere decir que no se es un bruto— viene lo de pensar que no hay mal tiempo si nosotros nos esforzamos en la buena cara. Y que lo del odio, de que tanto se habla, pueda quedar en agua de borrajas si nos empeñamos en reír juntos, todos juntos, cinco minutos seguidos. La feria llega para invitarnos a buscar una convivencia, una auténtica confraternización; un pasear juntos, hombro con hombro, por delante de la tómbola, el pobre y el rico, el que dice «yo todo lo sabo» y el que exclama «yo no sabo nada», el joven y el viejo, el valentón y el tímido. Y la fea —menos fea si se ríe— acorta la distancia que quizás la separa de la guapa. Y hasta ese pobre señor antipático que decís que tiene «mala uva», se humaniza y se dulcifica en la feria. ¿No lo veis, no lo veis, comiendo sus avellanas cordobesas o sus buñuelos o sus patatas fritas, con el mismo gusto, con el mismo gesto, con la misma inocencia que Manolo y que Luisito o que Pepe? La feria es la mejor democracia, porque a todos nos apea de nuestro orgullo y a todos nos iguala con el rasero de pasarlo bien.

Ubetenses, gente del centro de la ciudad y de los barrios; hombres de la calle Valencia, del Alcázar, de la calle de las «Tostás», de la Gradeta de Santo Tomás, venid a la Feria y mezclad vuestra diversión y vuestra risa con la de los «papihonrados» de la calle de las Minas y de la calle Sacramento.

Y con la de esos hombres que leen el periódico o juegan al ajedrez en el «Club 61» o en el «Club Diana». Id a la feria, lindas muchachas de la calle Córcoles y de la calle Sabanillas, y poned vuestra mirada iluminada y refulgente al lado de la iluminada y refulgente mirada de las muchachas que viven en la calle Nueva, en el Real y en la calle Ancha. Todos, todos, cabemos en la feria, para todos es sitio, para todos hay ocasión. La feria es propiedad común. Como el sol, como el aire, como el campo. Como todo lo bueno, como todo lo bello. Y hasta Dios —Dios también— está en la Feria, si no la pudrimos nosotros.

Ubetenses, ¿oíd la campana de la torre del reloj de la Plaza?, ¿oíd los cohetes?, ¿oíd a los chiquillos que corretean con su carcajada suelta? ¿Veis la danza del gigante y la giganta? ¿Suena ya el pitido de la barraca de la mujer-cañón y la voz metálica del «pasen, señores, pasen»? Pues ¡hala!, es que la feria se nos acaba de echar encima. ¡A divertirse! ¡Música!

(Pregón de Feria de 1975)

jueves, 6 de septiembre de 2012

EN LA CALLE





Con frecuencia al decir «hombre de la calle» parece como que aludimos a un tipo neutro de persona, es decir, a un hombre diluido, que ha perdido precisamente la persona. El «hombre de la calle» se concibe, o se interpreta, como el hombre cualquiera y sin perfil, anónimo y de aficiones, gustos o ideas no definitorias. A fin de cuentas se habla de él como si careciese de peso, como si nada más fuese «masa». Establece la física la diferencia, en apariencia sutil, entre peso y masa. ¿Homologamos —como se dice ahora— las manifestaciones de la física y las de la sociología? ¿Hay hombres de peso y hombres que sólo son masa?

Realmente no hay hombres de la calle, sino hombres en la calle. No existen individuos a los que esa socialización primera que en la historia representa la calle haya modulado y modelado, imprimiéndoles carácter. No; es más bien que todos, diariamente, salimos a la calle. Y al salir a la calle entramos en esa comunidad elemental de convivencia que es la vía pública. Así, en cierta manera, la salida de nosotros mismos entraña algo como una renuncia, una desposesión accidental del yo. El «yo» estorba un tanto al servicio comunitario de la calle y, por eso, usar de la calle, tanto en función de peatón como en función de conductor o conducido, puede servir de escuela e inducirnos a una lección contra el egoísmo. Salir a la calle es, pues, entrar en un orden con normativa propia. pero, entonces, al producirse este «cambio», el hombre se advierte limado y recortado, con una intimidad que tiene que recluirse en la pura intimidad, valga la redundancia. Es el precio que se paga por el valor del servicio. (¡Ah!, del juego de precios, valores y servicios, de sus equilibrios y desequilibrios, dependen los conflictos y los arreglos de los conflictos. Cuestan a veces las cosas más de lo que valen. Y viceversa. Y en la comunidad social, el «yo», cuando se pone a sí mismo como peso, desequilibra todas las justicias, todas las balanzas.)

Pero si el hombre en la calle ha de guardarse en el bolsillo la mitad de su persona, en servicio precisamente de todos los demás hombres que en la calle están, sería ingenuo confundir esta inhibición con una carencia. No debe pensarse que cualquier hombre que encontramos en la vía pública es un hombre... cualquiera. No hay hombres cualquiera. En su hondón, cada individuo esconde un mundo, todo un mundo. En la calle conviven el mundo del mendigo y el del ricachón; el del gamberro y el del caballero que todavía se lleva la mano al ala del sombrero cuando saluda a una señora; el del contestatario y el del burgués; el de la mujer y el del hombre —que siempre serán mundos distintos por mucho que digamos lo contrario—; el del anciano que camina despacioso en lentas renuncias, en lentas aspiraciones, y el del joven que, en potentes inspiraciones, da la impresión de que camina sorbiéndose el ambiente y sus cosas. Cada hombre marcha por la calle llevando a cuestas —o en volandas— su mundo. El ideal consistiría en que lográsemos, en lo posible, hacer mundos concéntricos de estos círculos que obedecen a claves tan distintas.

Mundo, mundo, mundo... Estoy repitiendo mucho la palabra en este artículo. Y es que es así. Muchos mundos para este solo y único mundo que es la Tierra. Y la calle es, o debe ser, como el palenque de una disciplina, de un esfuerzo auténticamente «liberal» —el liberalismo, recordaba Marañón, no es una ideología, sino una conducta— para centrar órbitas, corregir gravitaciones, coordinar pesos y regular movimientos. Un proyecto, en fin, de hacer de los mundos un universo.

Pienso que, por eso, los desórdenes callejeros, cuyo espectro es siempre muy ancho —abarcan una gama extensa, que va desde el tiroteo ante una joyería o un banco, hasta la actitud grosera de esas parejas amorosas que deciden mostrar en público una pasión posiblemente mayor a la que verdaderamente sienten—; pienso, repito, que los desórdenes callejeros son el fermento primero de toda descomposición, de cualquier inversión de valores. Traigo a la imaginación en este momento el espectáculo que todas nuestras ciudades ofrecen, diariamente, pasadas las once de la noche. En cada puerta, la bolsita de la basura; cinco, diez, quince bolsitas de la basura en cada casa. Bolsitas que, como es natural, cada madrugada se llevan los camiones de servicio público. Santo remedio. Pero, por desgracia, no hay quien recoja de la calle, de la vía pública, todas las otras basuras que arrojamos cada día a ella, cuando no sabemos, en aras de la convivencia y del elemental civismo, guardar, reprimir o quemar esos brotes de malhumor, de egoísmo, de envidia, de lujuria, de ambición que lentamente (porque no hay basurero para esos desperdicios) van formando no sé que atmósfera nauseabunda, moralmente nauseabunda, que no puede ser disimulada por el brillo de una excelente urbanización.

Todos, en mayor o menos parte, somos hombres en la calle. Es una responsabilidad. En este tiempo de signo eminentemente social, con mucho más motivo. Todos tenemos nuestro saquito moral de basura. ¡Por Dios!, no lo pongamos en la calle. No habrá basurero que lo recoja. Tenemos que quemarlo nosotros mismos. Claro que sí: la calle nos invita a una represión. A mí no me causa lágrima lo de escribir que, en muchas ocasiones, hay que reprimir y hay que reprimirse. La Civilización, al fin y al cabo, es, en buena parte, efecto de una represión. Y el mismo Freud —tan rebasado, tan desbordado, tan «superado» por sus epígonos— tiene una página en la que, a pesar de todo, reconoce que la represión es precisa. La renuncia (de cualquier especie) fue siempre una virtud. Como ha cambiado el «signo de los tiempos», resulta ahora que quien se somete a una disciplina, no pasa jamás de ser un «reprimido». No lo elevamos nunca de categoría. Aunque sea nada menos que un asceta, en el sentir del hombre vulgar no es nada más que un reprimido. Creo obligado reaccionar contra este tópico, contra este «topicazo».

(ABC, 6 de septiembre de 1975)

lunes, 3 de septiembre de 2012

DIVAGAR... Y MÁS DIVAGAR





Aspectos de Úbeda

Cuando niño, antes de ir a la escuela, yo tenía de mi pueblo y del mudo este concepto aproximadamente: el mundo empezaba en Úbeda y, más allá de Úbeda, el mundo debía ser una cosa muy grande. Pero no me preocupaba lo grande que fuera. Lo cierto es que el mundo empezaba en Úbeda: estaba Úbeda en el extremo, en el borde, en el principio como si dijéramos de una línea cuya terminación no me preocupaba...

Después, en la escuela, uno principió a tener conceptos intelectuales; de esos conceptos que se aceptan sin entenderlos. ¡Qué extraño me parecía a mí que Úbeda no estuviese en el principio, sino en medio de la Tierra! Y, por añadidura —por si fuera poco sorpresa esa— resulta que el mundo era nada menos que una esfera, una bola...

Es evidente que, aunque la Cultura va decantando en nosotros las ideas, quedan siempre en nuestra mentalidad residuos más o menos subsconcientes de nuestras equivocadas ideas infantiles. Y así, cuando de mayores nos vemos obligados a aceptar que nuestro pueblo no está al principio, sino en medio, difícilmente podemos resignarnos sin embargo a que nuestro pueblo —nuestra patria chica— no sea lo mejor.

Y cuando después de un viaje regresamos a la ciudad natal nos parece, a pesar de todo lo que sabemos en contra, que nos reintegramos al núcleo primigenio, al meollo del Universo. Y es entonces también cuando, para justificar nuestra natural y patriótica preferencia, nos esforzamos en buscar a nuestro pueblo los caracteres diferenciales. De esta manera, derrotada aquella idea de que el mundo empezaba en nuestro pueblo, derrotada también, probablemente, la de que nuestro pueblo es «lo mejor», nos queda en última instancia la afirmación de que nuestro pueblo «es único» y que, por tanto, no se parece a ninguno.


Andalucía-Úbeda.

La Geografía —es cierto— influye como factor decisivo en el carácter de un pueblo. Naturalmente, a este factor geográfico lo recogen otros factores y empiezan a jugar con él hasta deformarle o desfigurarle en absoluto.

No quiero opinar sobre si el factor geográfico que concurre a la producción del carácter ubetense ha sido deformado o no. No me atrevo a decir si Úbeda que, geográficamente, está en Andalucía, conserva o no en su patrimonio idiosincrásico la «legítima» al menos de su natural ascendencia andaluza. Habría que saber primero qué es eso de Andalucía; habría que poner de acuerdo todas las teorías, diferentes y hasta opuestas, que sobre Andalucía se han emitido.

Lo cierto, es que cualquier ubetense duda bastante en el momento de dar su asentimiento al factor geográfico que le define como andaluz. Aunque puede llegar la ocasión en que el ubetense se aleje bastante de su tierra y a él —que no sabe tocar la guitarra, que no torea ni canta flamenco— le digan que se parece portentosamente a Manolo Caracol... Entonces el ubetense se empieza a observar su pronunciación, analiza sus aficiones, para mientes en sus rasgos fisionómicos y se dice a sí mismo: «¡Caramba!, ¿será verdad que yo, también, soy un andaluz?»

¡Bah! Nada de eso, nada de eso. Con el andalucismo meramente geográfico de Úbeda ha jugado la historia a la pelota. Y le ha abollado bastante. Contando con que la historia no resida sólo y precisamente en el acontecimiento anecdótico de las batallas y de los hechos relampagueantes. La Historia, en los pueblos como en los individuos, está determinada también por la «posición económica» de los mismos, por la política y algunas veces por el capricho de algunos hombres influyentes.

Si se atiene a lo arquitectónico y urbanístico —elemento indispensable para la ambientación de un pueblo— Úbeda empezó a cobrar personalidad en la época renacentista. ¿Quedan resabios árabes en el laberíntico trazado de sus callejas? A pesar de que para encontrar «laberínticos trazados» en las callejas no hay que buscar los tres pies al gato pues cualquier ciudad castellana —poco arabizada por cierto— los tiene también; a pesar de eso, digo, la reminiscencia islámica en el trazado de Úbeda puede parecer, en cierto modo, probable. Pero, indudablemente, fue el Renacimiento quien se «plantó» en Úbeda, dejando, permitidme la frase, la mesa limpia... Fue el Renacimiento quien ganó la partida y tiró de Úbeda hacia Castilla. Claro que el renacentismo de Úbeda fue cosa de tres o cuatro señores «influyentes». Fue el capricho de los hermanos Cobos, de don Juan Vázquez de Molina, etc... Pero la obra, plasmada en monumentos, de esos señores, imprimió para siempre carácter a Úbeda. Carácter entre señorial, adusto y todo lo demás que se escribe del carácter de nuestra ciudad.

Una pequeña parte, pues, hay que asignar a la ambientación monumental renacentista de Úbeda a la hora de estudiar su carácter. No es tópico resobado. Es algo claro como el agua. Si obligado el ubetense, a hallar motivos razonables para su amor a la patria chica se pone a buscarlos, los encuentra en... los monumentos, porque cada uno se ufana de lo que puede. Y termina, necesariamente, el que ama a su pueblo, por querer también a sus monumentos y a conformar su existencia consciente o inconscientemente, con el carácter de sus monumentos. Si Úbeda pudiera ufanarse de barcos, en lugar de ufanarse de monumentos, sus habitantes modularían en su psicología una melodía marinera. Lo importante es hallar motivos —como decíamos antes— en que verter el amor innato al pueblo que nos vio nacer. Al hallarlos, toda nuestra vida se resiente de esos motivos, se moldea informada de ellos.

Úbeda señorial, renacentista, adusta, etcétera... ¿Úbeda es, además, Andalucía? Si la progenie reconocida del andalucismo es el arabismo, hay poca probabilidad de que Úbeda sea andaluza. La modernidad cristiana y renacentista aplastó en Úbeda al arabismo... No lo aplastó ni en Córdoba ni en Granada... Pero bien es cierto que no solo de pan vive el hombre y... no sólo de morunas influencias vive Andalucía. Las «teorías de Andalucía» —léase Ortega, léase Pemán— se entrecruzan, se cortan y se contradicen como sutiles alicatados. Habrá que dejar esto. Pero habrá que convenir de todas formas en que el andalucismo —y para saber lo que es el andalucismo basta a veces el sentido común, sin recurrir a las teorías— habrá que convenir, repito, en que el andalucismo de Úbeda es tibio y dudoso... A pesar de que a un ubetense, en Asturias, en Galicia o en Cataluña, puedan confundirle un poco con Manolo Caracol.

Úbeda está en la demarcación geográfica de Andalucía. Pero Úbeda no es Andalucía, ni Castilla, ni la Mancha, ni... Esto, al fin y al cabo, es lo que cualquier ubetense, como cada hijo de vecino, quiere demostrar: que su pueblo es único. Luego, puede demostrarlo o no; pero él ha hecho todo lo posible.


Úbeda agrícola.

El espíritu de Úbeda —eso impalpable que sentimos de nuestro pueblo en los momentos de exaltación lírica— se alimenta de historia y de arte. Pero el organismo de Úbeda es... herbívoro.

Bueno, bueno; no es tanta extravangacia. Bien miradas las cosas, si se conviene en que el principal recurso de Úbeda es la agricultura, no hay motivos para escandalizarse al afirmar que Úbeda es «vegetariana».

No sé de qué argumentos usaría yo para establecer la diferencia entre los pueblos «carnívoros» y los pueblos «herbívoros». Los pueblos «carnívoros» suelen dar dentelladas a su alrededor: se alimentan de otros organismos de población más o menos semejantes a ellos. Las grandes capitales por lo general —focos de inmigración— engullen sin cesar a los hombres e muchas leguas a la redonda. Los engullen y los mastican y los digieren —sí señor— mediante esa serie de movimientos peristálticos de la urbe, desindividualizándoles un poco, mecanizándolos otro poco y atolondrándolos del todo. Es quimo humano —casi siempre— lo que circula por las grandes vías de la capital enorme; no son, enteramente, hombres. Naturalmente la gran industria, obra a modo de molino, de dentadura, en los pueblos carnívoros que no son sólo las grandes capitales sino, por lo común, todos los centros urbanos cuya vitalidad se mantiene a costa del trabajo activo del hombre y no por gracia del trabajo latente de la naturaleza misma.

He aquí por qué un pueblo agrícola nos parece un pueblo... «hervívoro». En los pueblos agrícolas es el campo el auténtico «productor» y sus obreros —los campesinos— son solo ayudantes, auxiliares de tercera como si dijéramos.

Creo que, no por otra cosa, la gente del campo conserva más intactamente puros sus perfiles «animales». Viven más «en bruto», menos trasegados, menos masticados, menos digeridos por las fauces de la Civilización. Sin que yo intente decir con esto —Dios me libre— que viven mejor, o que esto representa un bien. Lo único que señalo es que la naturaleza de estos hombres no sirve de pasto a la Gran Ciudad industrializada; y que de su carne no hace picadillo o conserva apetitosa la Civilización carnívora.

En resumen, ¿pueblos herbívoros? Viven de lo que da el campo. ¿Pueblos carnívoros? Viven de lo que dan los hombres.

Lo bueno de las naturalezas herbívoras —sean individuos, sean pueblos— es que tienen una organización predispuesta para la paz. Pongamos aquí toda la poesía que se nos ocurra sobre el apacentamiento... Pacen las ideas mansamente en los pueblos agrícolas aunque cierto que, alguna vez, por exceso de paz o por estancamiento, se pudren también. Porque este es el mayor inconveniente de los pueblos herbívoros: engordan un poco bestialmente y terminan por perder agilidad: se «agarbanzan», como suele decirse, con expresión muy gráfica.

Pero bien; Úbeda, herbívoro por naturaleza, empezó a adaptarse hace tiempo a un régimen mixto. No es sólo vegetariana Úbeda porque cuenta ya con importantes industrias que asimilan el trabajo de los hombres.

Y debe intensificarse más su adaptación. Habrá que aspirar, desde luego, a la Úbeda omnívora.

ANSELMO DE ESPONERA

(Revista VBEDA, Año 4, Núm. 45, septiembre de 1953)

(Fotografía: JUAN MORENO)

sábado, 1 de septiembre de 2012

LA CORUÑA: VINIERON LAS LLUVIAS





Nadie sabe —nadie lo sabe— si es ya el otoño, aunque alguien asegura que ya es el invierno. Es el caso que, en este último día de agosto, llueve con estilo novembrino, con auténtico y pertinaz estilo «Todos los Santos». La grácil Coruña no pierde, a pesar de todo, su agilidad veraniega. No hay plazas vacantes en la Renfe para los trenes de los días próximos, y la fuga de los veraneantes se hace difícil. ¿Por qué «en plena canícula» como quien dice, el mal tiempo piafa impaciente en el inmenso Atlántico? Pero, insistimos, La Coruña, amenazada a babor y estribor por la borrasca, no se desencuaderna, no cede un ardite de compostura. El charol de la lluvia no consigue sino mostrarnos la edición «couché» de sus estupendas calles brillantes de escaparates y de impermeables. Calles superpobladas de una elegante multitud alegre que, al ser expulsada de las playas, brujulea habladora y pimpante. Las marisquerías —por ejemplo— son un buen refugio. Porque el marisco, es «neutral». Está siempre —siempre— ostentoso e incitante en los escaparates y en los mostradores de los bares, tanto en los días soleados como en los plomizos, sobornando sutilmente esa ptialina tan simpática, tan traviesa, que, según dicen, todos llevamos debajo de la lengua; haciéndonos, en una palabra, la «boca agua». Solo que en estas mañanas sin playa, cuando «Riazor» y «Santa Cristina» se debaten abandonadas frente al oleaje y el viento, el marisco une a sus naturales encantos, el de la exclusividad.

¿Exclusividad? ¿Exclusividad del marisco para distraer la atención del veraneante sin playa? Claro está que hay otros atractivos, pero tienen —esa es la verdad— poco público. La Coruña no es siquiera una ciudad monumental, y el recurso de visitar lugares artísticos e históricos se cubre en media hora, dando un vistazo a las tres o cuatro iglesias interesantes de la «ciudad vieja», llamada aquí, por antonomasia, «la ciudad».

Queda el vagar, sin objetivo inmediato por sus calles, tensas y a punto las finas antenas de la curiosidad. Pero ésta tampoco es distracción para todos, sino únicamente para los «especializados». ¿Quién que no sea un especializado —especializado sin título: esto es, un poeta o un vagabundo—, puede solazarse ante el múltiple espectáculo (espectáculo de micro-emociones) de ese vario tornasol que ofrece una ciudad bulliciosa, cuando despliega, ante la observación del contemplador, el complejo entramado, el tejido de matices, que la vida devana con su tornadiza lanzadera —hilo de mil colores— en el alma de un pueblo, de unas gentes en plena actividad mañanera?

Uno, por adversa fortuna, apenas es un «especialista» de esos. Tampoco uno adolece de una ilimitada vocación hacia el marisco... He aquí, junto a un escaparate sojuzgado por una inmensa langosta entre fuentes de «pulpo a la gallega», he aquí, un portal de libros de lancé. Estos puestos y tenderetes «de viejo», ofrecen su particular resaca de autores olvidados. Ya antes, en los escaparates lujos de las librerías (La Coruña, dicho sea de paso, dispone, en cantidad y calidad, de magníficas librerías), hemos visto los nombres, en cubierta satinada y deslumbrante, de la literatura al día: Graham Greene, Mauriac, Hegminway, Ludwing... Aquí, en las librerías «de segunda mano», están los nombres oxidados, los volúmenes desmembrados y roídos, en «avanzado estado de descomposición». Algo bueno puede encontrarse sin embargo entre las producciones, vendidas al peso, de toda esa balumba de autores de «antes de la guerra». Literatura Yacente, sin pena ni gloria, en los estantes polvorientos, en la «fosa común»; escritores que no lograron repasar la actualidad efímera de su época, cuya fama —«sic transit...»— murió quizás antes que sus mismas vidas. Bien que, junto a estos nombres, sin separación de clases, suelen estar los de otros autores cuya estrella todavía brilla en los escaparates de lujo. Todavía queda mucho Benavente y bastante «Azorín» en los estantes de lance. Terrible purgatorio este. No pocos «clásicos» se esconden, pintarrajeada y cochambrosa la cubierta, en el triste anonimato. Da vergüenza. Yo mismo he «salvado» esta mañana un libro de Manuel Machado. Un libro precioso, del que no conozco ninguna edición moderna, titulado «Memorándum de la vida española en 1918». Se pudría lentamente, entre una imbécil «novela galante» del «Caballero Audaz» y un dramón de Joaquín Dicenta... Bastante de labor de «salvamento de naúfragos» hay en estas visitas a las librerías de viejo; si es que se llega a tiempo para poner a buen recaudo en nuestras librerías particulares, algunos de estos volúmenes zozobrantes en el olvido.

Bien; cuando salgo de curiosear en el portal de libros de lance, luce en la calle un vago sol; sol que bracea, allá entre las nubes, luchando, también él, por no zozobrar definitivamente. Los rostros de todos esos veraneantes con gabardina, que aún no han obtenido «plaza» en la Renfe —rostros expresivos, esperanzados— le lanzan los salvavidas de sus cálidas sonrisas optimistas. Pero yo no sé, no sé. Allá por Riazor se levantan unas nubes con un nuevo cargamento de agua...

La Coruña, 1º septiembre, 1956

(JAÉN, 6 de septiembre de 1956)