BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

lunes, 30 de julio de 2012

EL HOMBRE-FUNCION





Si de verdad se hiciese una reforma cultural, ¿no habría que volver a una atención prioritaria del hombre? El hombre, por encima de sus múltiples quehaceres. Porque vivimos la época en que la persona humana —cuando tanto se pregona su «dignidad»— pierde entidad y fuerza al ser absorbida, desbordada además, por sus funciones. Gabriel Marcel pensaba que el hombre se pierde de vista a sí mismo cuando se convierte en un «manejo de funciones». La verdad es que funcionamos más cada día y desde distintas motivaciones. Y, así, educamos no precisamente al hombre sino a sus accidentes. Atendemos la «función social», la «función profesional», la «familiar», la «económica». Y proliferan, por tanto, las enseñanzas que forman nuestras funciones y no nuestro ser. Educación política, educación social, educación sexual y científica... Todo eso es magnífico, pero no hay que llegar al punto en que la hiedra, enredada a la encina, destruya al árbol, usando la imagen de Maeztu. «¿Cuándo —se pregunta Gabriel Marcel— encontramos al hombre moderno, simple y llanamente hombre, vacante por unos momentos de sus «funciones», libre de ellas?». Vivimos «en función» de algo siempre. Esta es la enfermedad del hombre y de la cultura. Hasta cuando quedamos durante un mes de vacaciones, muchas veces las padecemos y no las disfrutamos. La gente se busca «ocupación» para «pasar las vacaciones». No puede, no debe ser así. La vacación es para entrarse puertas adentro y encontrarse con uno mismo, con el hombre que somos. Con el hombre que somos al margen del médico, del profesor, del oficinista, del artista, del artesano con que funcionamos. Porque, ¿de verdad, amigo lector, es usted otorrinolaringólogo, profesor de inglés, electricista o empleado de Hacienda? ¿De verdad, usted se identifica con su función profesional? No, sino que usted está de doctor, de licenciado o de oficial. Nuestra función social nos otorga una manera de estar, pero no un estilo de ser. Por eso nada tan odioso, tan deshumanizado, como el llamado espíritu de cuerpo que promueve lícitas solidaridades y comunidades de intereses, pero que es tan absorbente que nos vuelca a cada uno en nuestra función con exclusividad; nos deshuesa y desmedula eso que es anterior a la función y que llamamos «persona».

Quizás hay que educar al hombre, poniéndole en condiciones de enterarle de quién es. Sin que esto vaya a suponer que se preconiza un perfeccionamiento cultural y moral de puertas adentro, al margen del contexto social. No. No, porque precisamente, nada más después de habernos logrado en nuestra integridad de personas estaremos en disposición de servir a la Comunidad. Y no al contrario.

Pero es que, además, incluso al atender a la formación individual previa a la social, hemos de conceder prelaciones al espíritu sobre la función. No es una óptima salud biológica lograda en plenitud —pongo por ejemplo— lo más importante en el hombre. Cualquier función suya —incluso psicológica— es en cierto modo externa en la «auto-financiación» —diríamos— del yo. El yo de cada uno es anterior a su misma función de instruirse, y a la de reproducirse. Pero el «yo» —el núcleo espiritual— está como obnubilado. En algunos hombres va a cesar el «yo» —un yo que no se ejerce— como cesó por falta de ejercicio la glándula pineal.

Funcionamos y funcionamos, pero ¿vivimos? He ahí un punto de meditación para quienes introducen en el programa de reformas el capítulo de la reforma cultural.

(JAEN, julio de 1977)

sábado, 28 de julio de 2012

APUNTES DE GALICIA





...Y Galicia tiene su capital, que es Santiago de Compostela. No importa que Vigo tenga sus rascacielos y su puerto y su industria y su equipo de fútbol. Y que La Coruña disponga, asimismo, de su puerto, de su bella fisonomía urbana, de su brillante jovialidad y de su … equipo de fútbol. La capital de Galicia es Santiago de Compostela, porque La Coruña y Vigo enseñan a Galicia la tentación del mar y, con ella, la tentación dispersa del mundo, tenido como uno de los enemigos del Alma. En La Coruña y Vigo, Galicia empieza a disimular su idiosincrasia: se hace cosmopolita. En Vigo y en La Coruña los gallegos sienten la invitación a la emigración; el prurito de irse, aunque sea para volver. En cambio, Santiago de Compostela lanza desde los primeros siglos mensajes a todos los puntos de la Cristiandad para que los cristianos vengan, vayan a Galicia. Santiago congrega en lugar de disgregar.

jueves, 26 de julio de 2012

DEFENSA DEL "ROLLO"





En realidad, lo difícil es siempre lo bueno, como lo caro es, en todas partes, lo más garantizado. Pero las gentes no quieren comprenderlo así, ni la pedagogía moderna tampoco.

Las gentes —por ejemplo— se empeñan en que cualquier libro que no sea ameno, es un tostón, un «rollo», y ciertos pedagogos —esos pedagogos que aprendieron en viernes lo de «enseñar deleitando»— se aferran a la idea de que es inútil cualquier aprendizaje que no vaya asociado al juego.

La amenidad: he ahí la clave. Interesa todo lo que es ameno. No interesa nada que no parezca ameno. El mundo, en general, —nos referimos al nivel medio de la gente— ha decidido no comer nada sustancioso. Como esos flamencos de la Andalucía baja, desdeñamos el plato fuerte, preferimos vivir a base de aperitivos.

Y no es que la gente ahora no lea, no se interese por la literatura, por el arte... Lo que sucede es que la gente, que lee más periódicos que nunca, que presencia más espectáculos que nunca, que conoce, por la radio, la mejor música, que, gracias al cine se ha enterado ya hasta de quien era Hamlet..., encuentra demasiado fácil el acceso a todos los temas de la cultura. Y como de todo sabe un poco la gente, apenas se atreve a saber mucho de una cosa. Es, naturalmente, el caso de las tapas. Maravillosos estos callos, magníficos estos mariscos, superiores estos riñoncitos, estas almejas... Cualquiera es el valiente que come cuando llega a casa.

Semejantemente, el mundo moderno sirve la cultura en tapas: de todo un poco y bien adobado. Shakespeare, sí, pero en el cine. Que ya que él es de por sí enjundioso, se nos sirva en salsa, muy picante, de amenidad. Y Beethoven también; no faltaba más. Pero cómodamente escuchado en la sobremesa y con la tranquilizadora garantía de que en cuanto empiece a parecerme rollo, bastarán unos milímetros para cambiar la Novena Sinfonía por el pasodoble de «Joselito». Y Velázquez, y Rembrand también, por supuesto. Pero nada de museos; revistas, revistas, que es donde mejor se ven.

Pero ¿qué digo? Hasta la Religión en emisiones de radio, empieza a resultar bastante amena. Las iglesias son tan frías, tan húmedas; en el verano asfixian tanto... Mejor es escuchar al Padre X o al Padre Z. Es estupendo y sobre todo amenísimo en sus charlas radiofónicas. Y mientras, qué fresquito con el ventilador, o que agradable la calefacción.

En resumen; una tapita de actualidad —periodismo de la mejor clase—, otra de arte en la buena revista, otra de música selecta en la emisión tal, etc., etc., hasta terminar con la tapa más insólita, la tapita de religión, el sermón radiado del Padre Z.

¿Después? Cualquiera soporta después la comida fuerte; cualquiera se enfrenta directamente con el Shakespeare que aguarda en la biblioteca; cualquiera se pasa la mañana en el museo; cualquiera se pone a estudiar matemáticas; cualquiera aguanta el rollo del texto doctoral ese; cualquiera va a Misa para que el señor cura se ponga tan pesado a recordarnos cosas; cualquiera... Con tanto aperitivo, con tanta tapita, tiene uno el espíritu echado a perder; uno lo ha probado ya todo...

Recibimos ahora la cultura migada y masticada, como si fuese una papilla. No nos tomamos el trabajo de deglutirla, quieren ingerirla solamente. Se enseña a los niños la tabla de multiplicar con un maravilloso juguete multicolor en lugar de hacerlo con una tabla de multiplicar y con un palo... Es todo un símbolo. Porque la formación cultural y moral del común de las gentes, adolece de este defecto capital: facilidad, amenidad, odio al rollo.

Hay, señores, que, rehabilitar el rollo. Hay que acostumbrar a todo el mundo a aprender en el libro más que en la revista, en el viaje más que en el cine, en el texto más que en la glosa del texto y en el sermón de la iglesia más que en la charla radiofónica. Hay que suministrar la cultura como se suministra el pan: en trozos grandes y enjutos, para tomarse el trabajo de masticarla después. Pero nunca suministrada como un biberón...

(JAÉN, 6 de julio de 1950)

martes, 24 de julio de 2012

BAEZA, EL TIEMPO





Muere Leonor, y Antonio Machado hace la asimilación de su pena en Baeza. Porque hay dolores que se digieren mal —que se vomitan y por algo a la náusea se le llama angustia— y dolores que se nos incorporan en lenta y ancha melancolía. Existen sufrimientos que se rehúsan, que se devuelven. Otros adquieren su ejecutoria de nobleza labrando arrugas en la frente y bondad en la mirada. Baeza es clima para el espíritu: sitio para, como en un hombro amado, reclinar el pensamiento y el sentimiento. Desde 1912 a 1919, la poesía de Machado ahila nostalgias, matiza recuerdos y atisba regeneraciones. En Baeza hay espacio para tornasolar la tristeza en fervor. Para que el «sentidor», al par que ausculta el goteo de sus pesadumbres, adquiera en una especie de «cura de pensamiento» —cura ideológica— alientos nuevos y saberes distintos.

Lleva muy poco tiempo en Baeza —apenas un año—el poeta, cuando en 1913 escribe su «carta-poema» «A José María Palacio». Jamás he leído un mensaje (¡no, mensaje no; más bien balada doblada de sutiles júbilos!), jamás, digo, he leído un desahogo de amigo a amigo de semejante densidad lírica. Pregunta Machado a Palacio por la primavera soriana, «tan bella y dulce cuando llega»; evoca los campanarios, las cigüeñas, los trigales verdes; sonríe el recuerdo de los cazadores furtivos «bajo las capas luengas». Las abejas, el tomillo, las violetas... «¿Quedan violetas?», suspira el «profesor de lenguas vivas» sumido en sus remembranzas. Y termina con un amoroso, sencillo, impresionante encargo: «En una tarde azul, sube al Espino / al alto espino donde está su tierra».

Ella, Leonor, en su tierra, devuelta a la tierra, pudriendo tierra, y él («ayer maestro de gay-saber y aprendiz de ruiseñor») ahondando su herida en esta Baeza que mira dentro de sí misma, más allá y más acá de la lluvia. («Fuera llueve un agua fina / que ora se trueca en neblina»). Baeza, «pobre y señora», rimando su belleza con el alma del poeta, efímeramente enredada cada anochecer en la tertulia de rebotica. («Yo no sé / Don José / cómo son los liberales / tan perros, tan inmorales»). Baeza sumida en su gloria impávida («Lejos suena / un clamoreo de campanas») y él, sometido a un tratamiento de «reflexiones / lecturas y acotaciones», haciendo frente a su estado de perpetua duda, de tremenda sospecha: «¿Todo es / soledad de soledades / vanidad de vanidades / que dijo el Eclesiastés?».

Da Antonio Machado en «Meditaciones rurales» el reflejo entero de un estado de ánimo, amenazado de un lado por el hastío: de otro, dispuesto al próximo canto de «otra España que nace..., una España implacable y redentora... España de la rabia y de la idea».

Anochece. Abandona don Antonio —¿Antonio o don Antonio?, ¡don Antonio!— la tertulia. («Mi paraguas, mi sombrero / mi gabán... El aguacero / amaina, vámonos pues») y toma a la compañía de su pensamiento. Cada día, al fin de la jornada, con su pensamiento, ¡qué poblada, inmensa soledad! Los libros —durante la asimilación de la pena por Leonor que tiene «su tierra» en El Espino— son, en Baeza, para el poeta, anestésico y estimulante al par. («Sobre mi mesa Los datos / de la conciencia, inmediatos. / No está mal este yo fundamental / contingente y libre, a ratos / creativo, original; / este yo que vive y siente / dentro la carne mortal / ¡ay!, por saltar impaciente / las bardas de su corral».)

Igual Baeza que se consuela de sí misma consigo misma. Igual Baeza decantada en purezas al margen de la anécdota cotidiana y banal. Levanta el poeta Antonio Machado cada noche su «yo» ventana alta —campanario y torre— para atisbar horizontes y repicar esperanzas. Y, así, la «cura ideológica» devuelve aliento al «sentidor». Tornan las ganas y el deseo. Porque hay una conciencia «creativa, original». Son siempre posibles nuevos poemas. Detrás de la lluvia inminente refulge el azul. No se termina el azul si uno sabe situarse arriba, más arriba. Vibra el azul ahí, allí. Se adivina cuando no se ve. Está, no obstante, el tiempo implacable, mordiéndolo todo, mellándolo todo. ¿Tiempo de reloj? No se conforma el poeta que pregunta al reloj: «¿Tu hora es mía?». Y, de nuevo, vuelve a erguirse el «yo», el yo «que vive y siente», que se toca y se palpa por encima de los forros, a través de convenciones, usos, abusos; el yo, perennemente más profundo «dentro la carne mortal». El que quiere «navegar, hacia los altos mares, sin aguardar ribera».

Navegar más allá, la ribera ignota. No cabe mejor consuelo. Y, sin embargo, la pena agazapada sigue, la pena vela, la pena ladra. Y, ¿qué tiempo es el verdadero, el auténtico? ¿El del reloj, o el del poeta? ¿El de los tertulianos de la botica de Baeza, o el de Baeza limpia en su lago? ¿El de José María Palacio, el suyo o el de la lechuza de la catedral? («Déjala que beba, San Cristobalón...»). ¡Ah, el tiempo! Gime la «monotonía, que mide un tiempo vacío». Duele el tiempo pasado: «Era un día / tic, tic, tic, tic... que pasó, / y lo que yo más quería / la muerte se lo llevó» (Torna, vuelve a tornar «el alto Espino donde está su tierra»). Y, mientras, se arruga el tiempo de Don Guido: «Cuando mermó su riqueza / era su monomanía / pensar que pensar debía / en asentar la cabeza»). Menos mal que contra el tiempo —un teólogo llegó a sospechar que el pecado es el tiempo— se yergue el «yo fundamental». «No está mal», insiste Machado. Hay que agarrarse al asidero, al clavo ardiendo, a la conciencia del siento y pienso. Luego soy y existo.

Ayuda Baeza a Machado a reclinar en su hombro al hombre. Baeza y don Antonio están siempre lejos y cerca del «suceso». Baeza y Machado conjugan sus tiempos —¡no hay un tiempo, hay muchos tiempos!— un poco al margen, un tanto desdeñosos, de la cuenta isócrona del reloj. En la mesa de noche del profesor, «los datos de la conciencia inmediatos». Es la amiganza del poeta con el filósofo. Recuerda Bergson a don Antonio algo así como que el tiempo de las horas, minutos y segundos que pasan es nada más la infraestructura del alto tiempo —alta mar— de la duración. Sutil descubrimiento bergsoniano. Dura el ayer en el hoy, como en la melodía duran las notas ya emitidas, conformando y dando tino y tono a la nota que al presente suena. Y es pensando así, razonando de esta manera, como puede cada uno ver su propia vida, no como una sucesión, sino como una integración. ¿Es así como puede volver el optimismo? Escribirá Antonio Machado en Juan de Mairena, años más tarde: «Hay que tener los ojos muy abiertos para ver las cosas como son: más abiertos todavía para verlas mejores de lo que son».

(IDEAL, 27 de julio de 1975)

jueves, 19 de julio de 2012

ARENA





—CUENTO—

Era un montón de arena. Él, Román, ¿tenía, entonces, tres años? ¿cuatro años?... Se revolcaba, sólo, en la arena. Arena en los párpados, en el pelo, en la cara, en el delantalito, en las piernas... Arena seca por entre las uñas; arena áspera en la boca, en las encías...

No recordaba Román si la cosa fue en el corralito con arriates, un poco jardín, de sus primeros pasos infantiles. O si fue en la calle o en la plazuela... Pasó una nena, ¿cómo se llamaría aquella nena?, con su cubito lleno de agua. Y él:

—Oye, nena, tengo arena; mira cuanta arena, ¿quieres que hagamos «barro»?

Cayó el chorro cristalino, maravilloso. La arena se oscureció, exhaló un vaho caliente, se dulcificó, se hizo «barro». La nena iba trayendo cubitos y más cubitos.

—¿Sabes tú hacer torrecitas, nena? Mira cuanto «barro». («Barro» en los párpados, en los labios, en las manos, en la cara, en las piernas, en... el delantalito limpio de Román.)

La escena fue un aguafuerte grabado para siempre en su memoria, sobre la lámina sutil de su primera infancia. Porque acertó a verle así el padre y... ¡qué manos de hierro, Dios mío! Pero, vino la madre con el perdón. Sólo recordaba Román, de la madre, aquel regazo caliente en que se evaporaron sus primeras lágrimas; aquellos ojos que tendían, entre las pupilas, un iris de sonrisas, tras la tempestad de las azotainas.

Sólo recordaba esto y... un trajecito negro después. Empezó a hablar Román bastante claro. A los cinco años fue por primera vez a la escuela.

—Mirad, niños, —dijo el maestro a los chiquillos— este niño ya no tiene mamá.

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El mundo de la mujer fue siempre, para Román, un mundo ajeno y distante. Sin madre y sin hermanas se hizo Román mozo. No había búcaros con flores en la casa de Román. Todos los goznes de la ternura estaban oxidados en su hogar. Entraban en su alma los sanos consejos del padre, rotundos y sólidos. Pero, ¿dónde el bálsamo que dulcificara la aspereza? Los consejos, sin disolver, se quedaban rotundos y sólidos, indigestados en la mente, sin hacerse linfa cordial.

Su vida era como el desierto. En los libros de poesía, leía Román las bellas metáforas ingenuas. La mujer era una rosa, la mujer era una estrella, la mujer era una música. Pero las estrellas, ¡qué altas! Y la música... ¡él no sabía cantar! Y las rosas... ¡cómo plantar rosas en el desierto!

Román empezó a aprender las cosas en los libros. Las cosas de los libros estaban secas de erudición. Para distraerse se revolcaba Román en la ciencia, en el estudio. Hacía Román unos montoncitos de ilusión..., él sería un sabio. Pero resoplaba, sin saber de dónde, un vientecillo —¿era aquello el escepticismo?— y los montoncitos se desmoronaban...

Román empezó a aprender cosas en la vida. La vida tiene placeres, en la vida está el dinero. Y el poder... Él, Román, volvía a levantar montoncitos de ilusión. Sería rico. Y ¿por qué no iba a llegar él a las cumbres directoras del poder? Pero caían de pronto sus manos desalentadas —¿era aquello la pereza?— y los montoncitos volvían a bajarse.

En el cielo estaban las estrellas. ¿Sería, también, la Eternidad, seca como su vida? Entonces, ¿qué es lo que temblaba en las estrellas? Román levantaba su mirada:

—¡Señor...!

Y la oración sin savia, se le marchitaba. Su madre murió cuando él aprendía a rezar.

—¿Era aquello la impiedad?

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Creía Román que la órbita de su vida no se encontraría jamás con la órbita de la mujer. Eran el suyo y el de la mujer dos mundos distintos, sin tangencia posible. Miraba Román a las mujeres como se mira a las estrellas. Se preguntaba qué habría dentro del corazón de la mujer con la misma desesperada curiosidad con que inquiría el secreto de los astros, en las noches profundas... ¿Cómo ocurrió, pues, que...?

La cosa aconteció muy sencilla. Fue un día en que Román se revolcaba en su montón de arena... del estudio. Ciencia en la boca, ciencia enjuta, chirriante, en el corazón. Ciencia arenosa, dentera de ciencia en toda su existencia... Paso ella —la mujer— por delante del montón... ¿Cómo se llamaba ella? Era blanca, fina, suave de simpatía, lírica de sonrisas. En sus ojos, brillaba una acuidad, como la de las estrellas... Llevaba dentro un alma que se derramaba, efusiva; que le desbordaba el cuerpo.

El recuerdo de la infancia surgió avasallador. Sin poderlo remediar, Román habló a la mujer:

—Mira, mujer, cuánta arena tengo... ¿Por qué no me das tu vida? Haremos amor con tu agua y mi arena.

Pero yo no sé si, ahora, hubo también azotaina...

(REVISTA VBEDA, Año 2, Núm. 19, julio de 1951)

miércoles, 18 de julio de 2012

SAN JUAN DE BAÑOS





Da gusto correr por esta carretera de Valladolid a Palencia, en la tarde húmeda de últimos de junio, entre unos campos de trigo que todavía verdean a trechos. Esta carretera, como casi todas las de Castilla, con la guardia siempre montada de sus chopos...
¿Por qué esa fama de aridez —literaria leyenda negra— de Castilla? Caminamos, aunque en sentido inverso, casi a la par del Pisuerga, y el campo que, lejos del río, sumido en las parameras, se entregará —¿quién lo sabe?— a su desolada ascesis, se nos muestra en estos contornos francamente ameno, decididamente campiña. No es lo mismo campo que campiña; no es lo mismo. Si Castilla es hierro, sudor y polvo, no hay duda de que Castilla descansa un rato al encontrarse con el agua. El Pisuerga, por ejemplo, está forzándole en estos parajes sonrisas al campo adusto.

El mismo pueblo de Dueñas, que si no recuerdo mal pareció horrible a Ortega, tiene hoy un semblante dichoso. Será porque es domingo... El caso es que el coche se abre paso entre grupos de muchachas iluminadas que pasean su hebdomadaria euforia por la carretera. No han desaparecido, ciertamente, los agujeros de las cuevas, en los alrededores del pueblo. Vivir en una cueva, así a primera vista, parece una desgracia y estos pueblos con agujeros en la roca, por habitáculos, en las afueras, aparentan sumar bastantes negativos en la carrera de la civilización. Sin embargo, desde que una vez, en la provincia de Granada, creo que fue en Fonelas, fuimos testigos del «confort» de una de estas cuevas —suelo de mosaicos, cortinajes de damasco y muebles de caoba— uno ha desechado cualquier perjuicio sobre el tema...

Pero donde nos dirigimos precisamente es al pueblo de San Juan de Baños, para admirar su antiquísima iglesia visigótica. Y es un pequeño conflicto, porque, en la carretera, no hay ninguna señal indicadora que nos oriente. Preguntamos en la estación de Venta de Baños. Preguntamos a unas viejucas de negro, que deben saberlo. «Hay que atravesar el paso a nivel y luego a la izquierda...» —nos dicen—. Atravesamos el paso a nivel, nos dirigimos a la izquierda, ascendemos por una carretera estrechísima, cruzamos un puente, divisamos empinado en una ladera un pueblo derramado en torno a su iglesia colosal, y volvemos a preguntar... Nos hemos equivocado, pues, y hay que desandar lo andado. Porque San Juan de Baños no es el pueblo agarrado casi ferozmente a la ladera, sino el otro de llano. Nos lo dice, ahora, una linda muchacha de ojos garzos... Con lo sencillo que sería enclavar un poste en la carretera general, con las señales precisas. ¿No es la iglesia de San Juan de Baños monumento nacional?

Ya estamos en San Juan de Baños, pueblo de adobe, pueblo embarrado, tremendo pueblo minúsculo. Cuando ven el coche ya saben a lo que vamos... Un hombre de barba crecida, con la colilla en los labios, escoltado de su perro labrador, nos da, sin que apenas preguntemos nada, las señas de don Martín. Don Martín es el párroco. Don Martín tiene las llaves de la iglesia visigótica. Don Martín vive al otro lado de la plaza —allí, «en la casa que hay a la derecha de donde está parado el carro»— en una casita con puerta de cancela en la que se muestra una placa del Sagrado Corazón.

Amable don Martín. Ha dejado, seguramente, su descanso dominical para atendernos. En su trato muestra una finura, una delicadeza, una elegancia de gesto de ademán. Un cura erudito sin duda alguna, además. (Uno no lo puede, entonces, remediar, uno evoca al cura de «un pueblecito» —de Riofrío de Ávila— parafraseado por «Azorín».)

El espíritu siente a veces regodeos insospechados. Por ejemplo, el espíritu de quien esto escribe ha experimentado una voluptuosidad de extraña índole cuando la llave descomunal de la iglesia de San Juan de Baños ha girado tres cuadrantes y se ha presentado a mi vista —y a la de mis familiares acompañantes— la desnuda arquitectura de la iglesia visigótica. El buen don Martín, entonces, empezaba su explicación, desgranaba sus datos: Recesvinto curado de una dolencia hepática ayudada por las aguas —por los baños que todavía enseñan sus ruinas— del lugar; Recesvinto oferente, que dedica al Bautista esta iglesia en acción de gracias; irrupción mahometana, que no priva al templo de su conformación; restauraciones, enmiendas; paletadas de historia, añadidos de fervor... El milagro de la iglesia, en fin, en pie, después de trece siglos. Y la extraña voluptuosidad espiritual que uno siente, no es otra sino ésta; ésta de pensar. Han pasado trece centurias desde la fundación de este templo y he aquí mis pasos detenidos en el suelo. «He aquí, mis pies, los frívolos viajeros», que diría Verlaine. Mis pies, hollando historia, trasladados del asfalto de la ciudad efímera, al pavés primero —primitivo— de nuestra gloria. Porque San Juan de Baños es, un poco, hogar simbólico de España; santo lugar de nuestra fe al que es bueno regresar al borde de nuestros días cansados, de nuestros días lastimados. Cerca, cerquísima, está Venta de Baños, el importante cruce ferroviario. ¿Cómo excusarnos de la somera peregrinación a San Juan de Baños, nudo inicial, enlace aborigen de nuestra tradición cristiana?

El sol declina cuando salimos de San Juan de Baños. Y anochecido, admiramos en Palencia desde una plaza solitaria, el edificio de su catedral melancólica, mustia. Es como una inmensa rosa que empieza a deshojarse a espaldas del tumulto de la calle Mayor, poblada de bares bulliciosos, en que se comenta el triunfo final del Atlético de Bilbao... Luego, otra vez a la carretera: «A Valladolid, 42 kilómetros. A Salamanca...».

Buena tarde de domingo. En este día de San Pedro y San Pablo le hemos visto a España —en San Juan de Baños— los talones.

(JAÉN, 13 de julio de 1958)


(Fotografía: Rolando Polo)

viernes, 13 de julio de 2012

EL CALOR





Esquivar el calor, en la media de lo posible, es bueno y saludable. Desde el abanico al veraneo en el Cantábrico, pasando por el ventilador, hay una gama de remedios cuyo volumen aumenta sin cesar. Sin embargo, en espíritu, todos los andaluces amamos el calor, aunque haya días, o quincenas de días, en que físicamente no podamos soportarlo. Es curioso, pero nos enorgullecen como un blasón los cuarenta grados a la sombra. ¡Los admiramos, vaya!

Por eso cuando un andaluz veranea en las playas del Norte siente algo así como un complejo de culpabilidad. ¿Deserción? Sabido es que en el Cantábrico o en Finisterre el verano rebaja su graduación hasta el punto de que, estival por las ropas, primaveral por la temperatura, invernal por las nubes y otoñal por la melancolía..., la canícula brinda más que una estación una emulsión.

—Esto no es verano— se dice en los instantes de malhumor. Y con gesto tajante, un tanto ibérico, se añade aquello de «Al pan, pan...»

Y viene la añoranza de Écija. ¿Sadismo? No, no. Nostalgia simplemente.

Porque el calor, aunque nos moleste, es nuestro; forma parte de nuestro patrimonio geográfico y casi de nuestro folklore. Y si hemos provisionalmente huido de los cuarenta grados es con la secreta ilusión —con el consuelo— de que al regreso de las vacaciones nos encontremos todavía, por lo menos con los treinta y cinco. Tenemos la convicción de que el verano del Norte es amabilísimo, pero sumidos en él nos advertimos exiliados. No terminamos de entenderlo. Ni la cerveza helada nos encanta entonces, ni sentimos la voluptuosidad de ponernos frescos al llegar a casa, ni, al fin y al cabo, hay motivos de peso para salir a la calle sin corbata. Y si vamos a bañarnos —mar color de estaño bajo el cielo gris— lo hacemos nada más cumpliendo un penoso deber.

Sí; más de una vez quizás usted o yo hemos dejado Andalucía al llegar el verano. Pero ha sido por razón de estado. Porque la esposa es de La Coruña, o porque se ha presentado una oportunidad para conocer Asturias, o porque el notario de un pueblecito santanderino —muy amigo nuestro— nos viene repitiendo desde hace cinco años la misma amable invitación. Por convencionalismo social, en suma. Y un poquito, además, por curiosidad. Por curiosidad de saber qué es un verano sin calor.

Claro; un verano sin calor, un puro que no tira, una flor inodora, un huevo sin sal, una prosa sin garra, una guapa sin gancho, una corrida sin picadores, un monárquico sin Rey...

Es lo que decía un clérigo:

—En el verano, «de suyo», tiene que hacer calor.

Naturalmente. Es lícito, y hasta saludable, salir de Andalucía en el mes de julio. Pero con la condición de volver antes de que el termómetro inicie su repliegue. Hay permiso para no enterarse de los cuarenta a la sombra, pero ningún andaluz de raza se tolera a sí mismo no enterarse de los treinta y cinco. El undécimo, sudar cuando lo mandan Córdoba y Sevilla.

(ABC de Sevilla, 13 de julio 1963)