BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

lunes, 28 de noviembre de 2011

LA INFANCIA DE GOETHE





Es sabido que los tiempos primeros —los de la infancia— son decisivos. En muy buena parte, como es la niñez así es la vida. Cuenta Goethe en sus «Memorias» el ambiente en que, a sus cinco, a sus ocho, a sus diez años de edad comienza fermentar su persona. (Se vive desde que se nace, pero hay quien no es de verdad persona, quien no logra conseguirla ni aún para la hora de la muerte.) La familia de Goethe —padre ordenado y metódico, madre sensible, abuela sosegada con muchos lagos de nostalgia que ponen claridad en la enfermedad que la misma padece— dan una sensación de armonía e inducen a pensar que la existencia es bella. La ciudad —Francfort—, abrigada de tradiciones y de inveteradas costumbres sabrosas contra la intemperie de la fugaz actualidad, dota al espíritu del niño J. Wolfgang Goethe de una especie de «sophrosyne», es decir, de una calidad espiritual en la que emoción e intelecto se equilibran. ¡Oh, el equilibrio! Nada como un clima de serenidad para que el alma del hombre —del joven, del niño— que comienza su andadura por la existencia sepa pisar sobre firme. Con un clima familiar y con una atmósfera ciudadana así no es raro que la planta Goethe alcanzase su altura. Puede que todos vengamos al mundo destinados a una altura, a una estatura mental y moral específica. Pero en muchas ocasiones las circunstancias adversas impiden el normal, el previsible desarrollo. Nada de contrario, nada de obstaculizador existe en la infancia de Goethe que estorbe el crecimiento del «genio» que estaba llamado a ser.

De otra parte, en la niñez de Goethe no ocurren grandes desgracias. Al menos él no las ve porque no le caen cerca. Esto es importante. Porque todo hombre —antes o después— tiene un conocimiento directo del dolor y es al encararse (con armas decisivas o sin ellas) con el dolor cuando de verdad se hace persona. Sin embargo, lo ideal sería que éste crudo y necesario enfrentamiento no ocurriese en los primeros años, que se dilatase hasta pasada la pubertad. Porque entonces los anticuerpos de una sabiduría que sólo la experiencia otorga están dispuestos para la defensa y la lucha y no se produce ese «trauma» de que tanto hablan los psiquiatras. Por supuesto, Goethe es uno de los hombres que no hubiesen necesitado nunca del psiquiatra. Hasta cuando mucho después el morbo romántico le acecha y el «pathos» amenaza la calma del mar interior de su ánimo, acierta con el remedio oportuno y, consultando de una parte a su razón y de otra a su pasión, escribe «Las cuitas del joven Werther». Es como una transferencia. Traspasa a su personaje de ficción su propia angustia. Se libera. El moderno psicoanálisis (que no existía en tiempos de Goethe) no ha podido conseguir, a pesar de sus técnicas y del «boom» literario de que se acompañó siempre, una eficacia que pueda acercarse a la conseguida por el método gotheniano...

El primer crecimiento de la planta Goethe no es amenazado por ninguna premura desgracia —decíamos— que malogre o desvíe su tallo o su arboladura. Es curioso que en la infancia de Goethe a penas han ocurrido catástrofes en el mundo, hasta el punto de que el primer suceso que conmueve su sensibilidad de niño es el terremoto de Lisboa, ocurrido en 1755. Escribe de él: «Acaso no ha habido época alguna en que le demonio del temor haya extendido tan rápidamente y con tal fuerza su estremecimiento por toda la Tierra». Oiría hablar el niño Juan Wolfgang Goethe del luctuoso suceso como algo insólito, desusado, «nunca visto». ¡Qué tranquilos —piensa uno— debieron ser los tiempos de la niñez del autor de «Fausto»! No ha tenido noticia de una catástrofe hasta cerca de sus diez años. Yo pienso, ¿Goethe hubiese llegado a ser Goethe, en su amplia, sonora y graciosa serenidad si en lugar de nacer en su siglo hubiera venido al mundo en 1939 o en 1975?

En nuestro tiempo la noticia oscura no es la excepción, sino la normalidad, el pan nuestro de cada día. Los niños que ahora se forman en este clima de cotidianas violencias, de guerras, de matanzas, de secuestros, de terrorismo sin pausa, no pueden conmoverse ya por el terrorismo o el tifón que ocurren a mil, a dos mil kilómetros de distancia. Tienen más cerca los niños de ahora —en la información y en la imagen— las desgracias, las zozobras, la sed y el hambre, el odio, el dolor que aprieta su argolla en la garganta del familiar o del amigo. Desarrollados en un ambiente así no pueden admirar de mayores —como Goethe— el arte tranquilo en que «se pintan muy limpiamente flores y frutos, naturalezas muertas y personas en ocupaciones sosegadas». No, no pueden prepararse, en sus aficiones, los niños a este arte de concordancias cuando su escenario vital se descoyunta, se desintegra, empalidece y cruje. Se trata —vivimos ya el último cuarto del siglo XX— de una época volcánica, sísmica, enviscada. Pero las catástrofes no pertenecen a la geografía o a la misma historia. Tienen ya su germen depositado más próximo en el seno de las familias y en la intimidad de los corazones. No hay niños con vida tranquila porque el morbo de la desintegración familiar socava hasta los cimientos de la más elemental convivencia. Porque se están minando los «valores» morales que siempre actuaron de muralla defensiva frente al ataque frontal de la desgracia. No se educan los muchachos de ahora en el ambiente de ciudades —como Francfort de 1700—, cuya tradición hacía contrapunto y freno a cualquier desmadre de la pasión. No se forman las nuevas generaciones en familias para las que el orden es norma y la disciplina condición de trabajo.

Es cierto que nuestro tiempo, sombrío y frívolo al par, puede dar todavía algún que otro Fedor Dostoievski, o algún que otro Federico Nietzsche. Aunque de menos talla. Lo seguro es que no producirá ningún J. Wolfgang Goethe.

«¿Qué personaje histórico hubiera usted preferido ser?», preguntaron en cierta ocasión al autor de «La bien plantada», quien contestó: «De no ser Eugenio d’Ors yo hubiera querido ser J. Wolfgang Goethe».

(ABC, 18 de noviembre de 1975)

martes, 22 de noviembre de 2011

EL CRECIMIENTO DE LA HIERBA





Aquel filósofo era bastante pesimista cuando afirmaba que gozar es dejar de sufrir. La vida ni se sufre ni se goza: se asume simplemente. Y asumir la vida es estar a todo, a las duras y a las maduras. Alegría y dolor forman parte de nuestra naturaleza, son inherentes al hombre. Y en «turno pacífico» alegría y dolor se suceden en nuestros estados de ánimo. Pero es error hacer Estado de los estados de ánimo. Quiero decir que no se puede dar naturaleza institucional a nuestras carcajadas, a nuestros saltos, a nuestras lágrimas, a nuestros sustos, a nuestras sorpresas... que, en cualquier caso, se desenvuelven en un ámbito temporal y no pasan de darnos buenos o malos «ratos».

De otra parte alegría o tristeza no tienen programa y quizá también carecen de historia. Por eso la felicidad —como la muerte— no avisa antes y eso es lo bueno en el caso de la felicidad porque nos coge desprevenidos. Piense usted lo bien que lo va a pasar mañana y verá cómo luego se equivoca. Piense en el trance amargo que pasó y verá cómo, si verdaderamente está ya en la lejanía, la perspectiva pone relumbres dorados o azules al suceso.

Hay, pues, una ingenuidad en lo de creerse dichoso. Y otra en lo de creerse desgraciado. Sin embargo, sí es cierto que gran parte del particular optimismo íntimo depende de cada uno. El placer, el dolor son algo que pasa, dependen del momento. En cambio el optimismo es una «posición» ante las cosas y el tiempo. Una «posición» que exige un trabajo personal. No se es optimista porque sí. Ello pide una especie de disciplina y yo no sé si decir que también es una gracia especial. Entonces el pesimismo —con todas sus vertientes, desde la ladera escéptica a la quejumbrosa y desde la manía agorera a la contestataria—, es consecuencia de un abandono, de una falta de higiene mental. El pesimismo es como un traje manchado.

Yo no sé si los humoristas son exactamente optimistas. A lo mejor no. Pero al menos no hacen tragedia de lo inevitable. Y sin necesidad de «desdramatizar» (que es palabra al uso de la que abusan los señores del «aquí no ha pasado nada» instrumentan como remedio supremo el arma de la ironía y de la sonrisa, más bien lejos que cerca —siempre— de la saña y de la crítica de mala uva. Además el humorista, ya que no alegría —que no es manjar de todos los días—, acierta a situarse y a situarnos en esa zona neutra del espíritu en la que la lógica pierde sus aristas y el sano disparate inofensivo da como una cuerda al revés a todos los artefactos y aparatos de relojería que constituyen el engranaje de este mundo demasiado mecanizado, es decir, civilizado en demasía.

Miguel Mihura y su creación «La Codorniz» (sobre todo «La Codorniz» de los años cuarenta) puso en marcha en España un humor neutro y blanco, completamente inocente, de genealogía más bien italiana, con las contra-figuras de Don Venerando, del Abate Simón, de Don Felipe, de Fred Carrascosa, dedicadas a la regocijante gamberrada de pinchar los neumáticos de todos los tópicos circundantes. Pero yo no creo en que el humor de Mihura fuese amargo, ni sarcástico ni precisamente mítico. El sarcasmo y la crítica acerba son más bien superficiales y trivalizan la cuestión. Tanto los muñecos de Herreros, como los diálogos de Tono y las piezas escénicas de Mihura, al moverse entre el surrealismo, la ternura, el absurdo y el disparate, promovían la más sana de las risas. Una risa, no partidaria, sin filiación, olvidada incluso de lo que es dicha y de lo que es dolor, atenta nada más al descanso del lector. Un descanso como el que supone toparse —por ejemplo— con un señor que, como Don Venerando, penetra en una librería y muy serio se dirige al hombre del mostrador y le dice: «quiero un libro con encuadernación azul marino y con el título largo y amarillo».

Mihura levantó muchas sonrisas, risas y carcajadas. Ahora y hace cinco, diez, veinte, cuarenta años. Porque hace cuarenta, treinta, veinte, diez, cinco años, como ahora, la risa estaba siempre a punto en los hombres de buena voluntad.

Pero tampoco vayamos a creer que Mihura ejerció de isla ni actuó de «llamarada de alegría» en «aquellos tristes, aterradores tiempos» de «cuando la alegría estaba prohibida». (No exagera usted, amigo Ladrón de Guevara. Y no se ponga usted tan enfadado, hombre. Nunca estuvo ni pudo estar prohibida la alegría en ninguna parte. Si sigue usted así, a lo mejor llega el día en que trate usted de persuadirnos de que hubo unos «tristes, aterradores tiempos» en los que estaba prohibido el crecimiento de la hierba.)

(IDEAL, 5 de noviembre de 1977)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

LIBRO, SOLEDAD





Voceada, pregonada soledad. Como si fuera un producto más. De soledad, ¿también hay más abundancia ahora? Pero en nuestro planeta, la población aumenta de manera alarmante. Lo dramático —quizás lo tragicómico— es eso. Más gente y más... solos. O, probablemente, más solos por más acompañados. En fin; es lo que mil veces se ha repetido: en ningún sitio tan aislados como, abandonados al tumulto y al vaivén, en la gran ciudad.

Todo es discutible, incluso eso. Pero, ¿hacemos la valoración de la soledad? Estar solo puede entrañar un placer o casi una tremenda pena. Depende del... contexto. Sabido es que Nietzsche medía al hombre por su capacidad de soledad. Yo no creo que hoy el mundo está organizado de forma que «produzca» más soledad, como está organizada para producir más maquinaria. Estimo que lo que pasa es que el hombre la soporta menos, y ya no atina, no sabe plantar en ella como en un... huerto. Para el hombre moderno, en general, la soledad no es un huerto sino un cerco. Se siente preso, es decir, se advierte un poco con la libertad perdida cuando se encuentra consigo mismo. Esto, bien mirado, es triste. Nuestro pánico a la soledad es porque nos tenemos miedo a nosotros mismos. Cada uno tiene una hondura inexplorada que plantea problemas. La soledad nos retrotrae la mirada a una vida interior. Pero la vida interior, para la mayoría, es un yermo, un desierto. Nos aburrimos al registrarnos, al auscultarnos, al vernos, y... esto es lo trágico.

Alfred Whitehead ha escrito: «La religión es lo que el individuo hace de su propia soledad.» Estupenda observación porque la soledad es el campo de cultivo (o el invernadero, si se quiere) de lo grande y de lo trascendente. Pero la gente, para distraer la soledad ha inventado los «solitarios» o ha recurrido —recurre hoy— a los «magazines» que le cuentan la vida de Claudia Cardinale. ¿No entraña mucha más preparación humana distraer la soledad con la propia soledad?

Demasiado duro eso. Más asequible, y puede que más eficaz, es aconsejar ayudar la soledad con un libro. Y no como recurso, sino como lujo. El libro es un interlocutor: nos habla para estimularnos. ¡Cuántas veces hace «reaccionar» a nuestra soledad haciéndose fecunda! El libro es el mejor afrodisíaco de la mente. La cultura audiovisual y la «civilización del chófer» (que decía el conde de Keyserling) no representan un auténtico incentivo para las ideas. Nada más calientan la cama. Pero el libro, mucho más barato que una localidad de cine, parece muy caro y, según muchos, representa un lujo. Claro que sí; un lujo es. Pero no por costoso, sino por... valioso.

Libros, libros, libros. Están en todos los escaparates. Y no están los mejores, sino los más exitosos. Ni «Hamlet», ni el «Quijote» hubieran estado en los escaparates, en tiempos de Shakespeare y Cervantes. El caso es que hay que fomentar el libro bueno. Y, ¿todos los libros sirven al propósito de ennoblecer al espíritu? Pienso que son mejores los que contribuyen a que hagamos de nuestra soledad una obra de arte; los que siembran, aran y podan en nuestra hondura; los que labran una hombría que tenemos dentro pero impreparada. Bien; tenemos que procurar el rato de la soledad de cada día para el libro de cada día. Entonces, la soledad ha de «arreglarse» para el libro, como se arregla la novia para el esposo. No basta, pues, con una soledad de desecho que es a lo que la gente llama soledad. No sirve el aburrimiento como expediente para la lectura. ¡Procurada, soleada soledad perfumada de íntimas fragancias que a menudo desconocemos!

...Y esta soledad idónea para un maridazgo con el buen libro no es nada más que pariente lejano de aquella otra voceada, pregonada, a la que sirven de ribete pintadas angustias y de soporte rebuscados indumentos. Porque se complace en sus bienes de telón y de bambalina, la soledad es un producto más de consumo, un producto «snob». Mientras que cuando la buscamos como una necesidad para solaz del espíritu, estamos encontrando campo a lo auténtico.

Todos tenemos el espíritu muy atareado, demasiado. Urge ocuparle de vez en cuando en soledades. ¿Para castigo? No; sino como recompensa. Ya, ya; es la soledad de un Fray Luis, el que suspiraba por la «descansada vida». Contrapunto a la desértica «ajetreada vida» que, de pronto, nos aísla de la gente entre la gente, sin que nos hallemos en condiciones de sacar agua de nuestro pozo. ¡Y que buen cangilón el libro para elevarnos nuestro propio saber y nuestro propio misterio!

(IDEAL, 11 de noviembre de 1972)

martes, 15 de noviembre de 2011

TÓPICOS DEL OTOÑO





¿Por qué pensar que el Otoño es cosa triste? ¿Es que la vida se termina en noviembre? No. Es ahora cuando empieza. Es ahora la siembra de los campos. En la ciudad, es ahora, después del verano, con el inicio de mil actividades que luego, al arborecer, constituirán el ramaje en que irán a posarse todos los pájaros del bien y del mal. (El bien y el mal aletean plurales, innumerables: picotean y vuelan sin cesar. ¿Quién distingue los pájaros del bien de los pájaros del mal? Hay preciosos trinos que no siempre se originan en la siringe de los pájaros del bien. Y galanos plumajes que engañan. Versátiles y huidizos, el bien y el mal necesitan —sobre todo en nuestros días— de expertos discriminadores que nos alerten...)

El Otoño tiene su faz radiante, hasta esplendorosa, que, muy frecuentemente, se olvida o no se hace resaltar. Noviembre tiene una plenitud, acusa soles y fervores. ¿Por qué hablar tanto de su tristeza? Por tópico y por mala costumbre. Así como la primavera tiene muy buena prensa, el otoño es tema que se asocia con la muerte. Otro error y éste litúrgico inclusive. La fiesta de «Todos los Santos», a la entrada de noviembre, no es un recuerdo de la Parca; es un arco de Esperanza. Esperanza de vida, sin regates ni recortes. Esperanza cimentada en «el Señor, Amigo de la Vida».

¿Y cuando llueve en noviembre? Otra tontería, otra frivolidad, la de renegar de la lluvia. ¡Tan fina, tan cordial esa lluvia que nos trae no sé qué mensajes que se quedan arrinconados en los recovecos de lo cotidiano, pero que la lluvia dulcemente empuja! Cuando avanzamos en edad, cuando nos tornamos maduros, es cuando advertimos el poder catalizador de emociones que tiene la lluvia; sobre todo la lluvia de noviembre. Basta disponer de un mínimo de sensibilidad para saber cómo ayuda a la vida el recuerdo, como ilumina al espíritu la evocación de los días, de los hombres, de los tiempos que pasaron. Esta época tan estúpidamente actualista —como si la actualidad significase lo definitivo; como si nuestra vida no acusase algo más que «duración», como si nuestra misma biología no fuese pura historia—, puede pensar que la nostalgia es un sentimiento decadente. La verdad es que nuestro cerebro no es sino un archivo perfectamente organizado, y que el mismo deseo vital a todos nos impulsa —porque en lo que se refiere a la voluntad de vivir, la juventud no cesa nunca—; no cabe duda, repito, que el afán de avanzar bandera en alto, inasequibles al desaliento, por estos páramos, de la tradición nos llega. Sin soporte de recuerdos no puede haber ni siquiera ilusiones.

Y sin un mínimo de melancolía, el deseo es planta amorfa. Es la vida y sus recuerdos quien nos anima cada jornada que amanece a hacer del suceso que nos espera, una obra. Cuando no sabemos hacer «obras» de los «sucesos», es decir, cuando nos acaecen mil cosas sin que tengamos contingente de recuerdos para manipularlas y adecuarlas, la vida es un ruido, pero no un color. Ni un calor. En el otoño, las primeras lluvias, nos invitan a penetrar dentro de nuestras cuevas, de nuestras íntimas sombras.

Se pensará: ¿y si hay tristeza en nuestro boscaje interior? Bueno: esa paganía báquica de creer sólo en el placer —otra manía de ahora— es, precisamente, el manantial de la más desoladora de las tristezas. Puede haber un placer sin alegría y una alegría sin placer. Montesquieu: «El placer es de los ricos; la alegría es de los pobres». Pero es que, además, la tristeza, en mil ocasiones, es belleza. Nunca se comprende esto mejor que escuchando ciertas composiciones de Bach y de Beethoven. También escuchando la lluvia...

Creo que hay que educar también para el otoño. Porque se educa mucho en Primavera, para la Primavera. Y la primavera es lo más falaz que se conoce. Es el Otoño quien siembra, quien cosecha, quien dora los recuerdos y pule la suprema esperanza. Es el Otoño quien enseña que el Señor es Amigo de la vida.

(JAÉN, década de 1970)

viernes, 4 de noviembre de 2011

LA BUENA EDUCACIÓN





Edgard Neville publica en una de nuestras mejores revistas una serie de artículos sobre la «buena educación». Sustenta el conocido autor la tesis de que la educación tiene un cometido conceptual, de fondo, «que no puede bastar a satisfacer, los mil formulismos estereotipados de que está hecha la cortesía de la mayoría de las gentes educadas». Esto no es nuevo, esta teoría, naturalmente, no tiene nada de inédita. Pero Neville matiza, lo que él llama su «ensayo» con tal número y calidad de sugestiones, finamente irónicas, que su lectura resulta, por demás, interesante.

Hay, indudablemente, una cosa cierta en esto de la educación y es que no se adquiere con reglas. Podemos saber a la perfección todas las normas ortográficas y toda la sintaxis y, sin embargo, a pesar de ello podemos no saber escribir. E igualmente, parece rigurosamente cierto, que podemos conocer y hasta practicar escrupulosamente todos los preceptos flordelisados de la urbanidad sin alcanzar la categoría de hombres educados. En todo caso la urbanidad, la cortesía, la elegancia, son efecto de la educación y no principio de la misma. La urbanidad es el barroquismo de la educación. Y, como resultaría absurdo un barroco sin precedentes clásicos, es ilógica e irracional una cortesía de formas, de moldes, de «detalles», de adornos, que no responda a una nerviación firme en la arquitectura del espíritu.

Pero las gentes comienzan la casa por el tejado. Creen, por ejemplo, muchos advenedizos, que se empieza a ser educado siendo elegante y que se principia a ser elegante usando cuello duro. Es un proceso muy cómodo y como todo lo cómodo muy falso. Las personas elegantemente vestidas y pésimamente educadas, al igual que las que viven atentas a todos los convencionalismos de la urbanidad mientras desconocen los más elementales imperativos de la delicadeza, nos causan, volviendo al símil gramatical, el mismo efecto que un escrito caligráficamente perfecto pero plagado de haches intempestivas, en las que las bes y las uves han hecho las paces renunciando a sus respectivas exclusivas atribuciones. ¿No es posible una mala letra con buena ortografía?

La educación no es una cosa espontánea: necesita cultivo. La educación es, por otra parte, un tejido de ideas y sentimientos entrelazados que no admite sucedáneos. Lo otro, querer engañar con una educación postiza, tejida de tópicos y de cursilerías, es aspirar a dar «gato por liebre». Así surge el tipo social del «filisteo» que diría Ortega y Gasset. El «filisteo» es el hombre capaz de adquirir, por sus millones, todos los diamantes de la Gioconda con los que poder irradiar coruscantes destellos desde las falanges de sus dedos; pero incapaz por su opacidad mental y por su insuficiencia cordial, de arrancar un reflejo áureo de belleza a su psiquismo embrionario, larvado, inepto.

Nada, pues, tan difícil de adquirir como la buena educación. Ella exige un esfuerzo permanente y completo de todas las facultades. Y como no es un efecto mecánico que resulta del engranaje de las reglas, sino un complejo anónimo que se forma a fuerza de discreción y de sindéresis, para nada sirven los prontuarios de las «buenas formas», ni son posibles unos «cursillos intensivos» de educación que, en poco tiempo, basten para desbrozar todos los obstáculos selváticos que opone la naturaleza al buen sentido. No se enriquece el espíritu con la misma facilidad que la bolsa. A los «ricos nuevos» lo que se les nota es eso: que su espíritu «se ha quedado atrás» cuando han intentado el «sprint» final hacia las metas del «buen tono».

«El Arte es largo y la vida breve». Y ningún arte tan largo, tan dificultoso, como el de la educación. Si es que la educación es un arte…

(JAÉN, 26 de noviembre de 1944)

martes, 1 de noviembre de 2011

EN EL CEMENTERIO


 



Esto se acaba... ¿Qué día elegiremos para nuestra visita al cementerio, al cementerio de Úbeda? Los hijos ilustres de la ciudad, los que atalayaron desde la eminencia de su talento, de sus virtudes o de su heroísmo, el vasto panorama de los hombres y de las cosas, los que escalaron una fama y de su nombre hicieron un renombre, allí, en el cementerio, están... (Allí están... ¿dónde están?). En el camposanto yacen ellos, y los otros, los hombres anónimos, los grises hombres sin epitafio y sin recuerdo; los que pasaron felices o tristes por el mundo sin que la huella de su andadura se afincase en el bronce enfático de la historia pregonera; los que tras habitar este receptáculo maravilloso de la vida —después de haber visto, de haber gustado, de haber sufrido, de haber amado—, un día, simplemente, se murieron; los que, sintieron en su carne y en su alma la angustura de una existencia pobre, sin relieve, sin horizontes, y no dejaron en pos del “se ha muerto”, ningún grandilocuente, barroco, retablo de alabanzas. Allí, en el camposanto, unos y otros están: los de la “memoria imperecedera”, los del “nombre escrito con letras de oro”, los “llorados por las generaciones” y los otros; los “otros”: los que, una tarde cualquiera, traspusieron los umbrales del hogar en ataúd somero, indóciles una vez al “vuelve pronto” de la esposa, indiferentes en su hieratismo de muertos a las lágrimas inconsolables de los hijos, que luego habría de enjugar la vida... ¿No fue, al cabo, igual para todos? Se deshizo la comitiva espesa que, desde la casa mortuoria, acompañó al nuevo muerto, al muerto recién estrenado —ilustre o pobre—, por las calles de la ciudad hasta la “Torrenueva”. De “despidió el duelo” en la Torrenueva. Unas veces hubo panegírico; otras veces no... ¿Qué más da? Los acompañantes deseaban que el último “réquiem” terminase para fumar su cigarro, para volver a “sus cosas”. Hubo Padre Nuestro final que casi nadie del acompañamiento silabeó porque rezar a la vista de todos, siempre “da vergüenza”... a los architímidos hombres de pelo en pecho. ¿Es qué pasó, acaso, después, algo digno de mención? Para todos los muertos fue igual... El coche mortuorio cargó con el cadáver que ya, todo el mundo, había despedido. Avanzó, casi impaciente, el coche mortuorio. Las últimas casas quedaron atrás. Ya, en el mismo camino del cementerio, un borriquillo cargado de leña que volvía al pueblo se apartó al verlo venir. ¡A nadie más iba a molestar el pobre difunto! Úbeda... quedó lejos. Quedó aparte con sus ruidos, con sus hombres, con sus tareas, sus trabajos, sus expansiones de siempre: sus pequeños rodeos, sus pequeñas molestias, sus edificios cargados de historia y sus charcos... Dos horas más, y sería de noche. Sería de noche, y se encenderían los escaparates, y la gente iría al “cine” como una noche cualquiera. El reloj de la plaza seguiría contando horas y cuartos de hora. A la hora de la cena, en las casas, se comentaría el pequeño suceso: “Sí; me lo han dicho en el entierro; me he enterado en el entierro”. El entierro —pobre muerto— había servido para eso. (¡Se ve a tantas gentes en el entierro! ¡Se estrecha la mano de tantas gentes en el entierro!) Gracias al entierro, los vivos, alborozadamente, se dan palmadas en el hombro y comentan las últimas novedades del pueblo mientras adentro, en la iglesia, el sacerdote canta un “De Profundis” engolado.

Y no pasó nada más. Igual sucedió con todos. Ahora, unos y otros, en el cementerio están. ¿Qué día elegiremos para nuestra visita al cementerio, al cementerio de Úbeda?




Podemos elegir un día anodino, de lluvia cernida, de lluvia fina. Los cipreses del camposanto recortarán su verde perenne, insobornable, en el gris total de un cielo solemne de viento. Podemos, por el contrario, elegir una mañana azul, olorosa de campo vivo. Los cipreses estarán florecidos de pájaros y, por entre las junturas de las tumbas asomarán, sorprendidas, unas margaritas que nadie plantó. La augusta tristeza del cementerio es tal que no la acentúa el viento, ni la agrava el plomizo empaque del cielo... Todas esas “tristezas del clima” quedan allá para los hombres frívolos de la ciudad. ¿Qué más da? El silencio del camposanto es tal, que no lo turba el gorgojeo de los pájaros de los cipreses, ni se aligera su trascendente quietud ante la vecindad primaveral de los verdes sembradíos impacientes. También, todo eso del polen vital, todo eso de abril, todo eso de la “savia generosa” queda para afuera, para la dulce poesía engañosa de los hombres. Esto es la paz. La paz de los muertos no entiende de inviernos; no entiende de primaveras...

¿Decíamos que aquí, en el camposanto, están todos? ¿Dónde están? Siglo tras siglo, ellos hicieron a Úbeda, la troquelaron, la acuñaron. Unos antes, otros después, aquí vinieron todos los que, de niños, jugaron en las plazuelas y de mozos, a la hora del oscurecer, repitieron el dulce reclamo del silbido ante la reja de una novia fragante, y de viejos advirtieron, extrañamente cansados durante un amanecer, que era un remedio sin remedio, el último remedio del médico.

Siglo tras siglo, ellos hicieron a Úbeda. unos dirigieron y otros fueron dirigidos. Unos “mandaron”: reformaron, quitaron, pusieron. Pero nuestro pie pisa por igual; no distingue las tumbas de los alcaldes, o de los capitanes. Ellos y ellas están ahí —¿están ahí?— sin preguntarnos nada, sin solicitar buenas nuevas del proyecto que dejaron comenzado, del dinero que legaron, de la pobreza que transmitieron. Y, ¿qué noticias podríamos darles nosotros del ambicioso proyecto que ellos dejaron incoado, ni del dinero que allegaron, ni del cuidado que dejaron? No; no podríamos mentirles diciendo: “De ti, de tus ideas, de tu libro, de tu empresa, se habla mucho en la ciudad” o eso de “No sabes cuánto se comenta entre nosotros aquella maravillosa acción tuya”, o lo de “Nadie ignora en el pueblo que gracias a ti se hizo aquello”. ¿Cómo vamos a mentirles a los muertos? ¿Cómo vamos a decirles, tampoco, a los pobrecitos muertos anónimos, que le pueblo no ha olvidado que fueron ellos los que con su vida sencilla, con su cotidiano tejer de costumbres honradas, con su gracia cotidiana, con sus anécdotas sabrosas, hicieron posible el aura tradicional de esta Úbeda antañona y limpia? (...)




El cementerio es lugar de paz. Pero late en él, tácitamente, el inmenso “sufragio universal” de los muertos. No pueden ellos vociferar y sin embargo están reclamando desde sus tumbas, una generosa acción nuestra, de todos; están pidiendo una continuación de sus fervores, de sus ilusiones, de su fe en Dios, de sus tradiciones. Están solicitando de nosotros un acendrado laborar, ajeno a cualquier frivolidad, en pro del alma de la ciudad. Están recordándonos el cumplimiento del deber...

El día puede ser rútilo, o puede ser gris. No importa nada para nuestra visita al cementerio. Pueden cabecear los cipreses flagelados por el viento, o pueden asomar las humildes, improvisadas margaritas entre las junturas de los nichos recientes... Lo importante es que nadie, nadie como los muertos —los ilustres y los otros— puede enseñarnos con tanta elocuencia la “lección de Úbeda”; la lección no aprendida, o la lección olvidada.

Paguémosle a los muertos, con una oración...

(BIOGRAFIA DE ÚBEDA)

(Fotografías: Pedro Mariano Herrador Marín y Eugenio Santa Bárbara)