BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 1 de noviembre de 2011

EN EL CEMENTERIO


 



Esto se acaba... ¿Qué día elegiremos para nuestra visita al cementerio, al cementerio de Úbeda? Los hijos ilustres de la ciudad, los que atalayaron desde la eminencia de su talento, de sus virtudes o de su heroísmo, el vasto panorama de los hombres y de las cosas, los que escalaron una fama y de su nombre hicieron un renombre, allí, en el cementerio, están... (Allí están... ¿dónde están?). En el camposanto yacen ellos, y los otros, los hombres anónimos, los grises hombres sin epitafio y sin recuerdo; los que pasaron felices o tristes por el mundo sin que la huella de su andadura se afincase en el bronce enfático de la historia pregonera; los que tras habitar este receptáculo maravilloso de la vida —después de haber visto, de haber gustado, de haber sufrido, de haber amado—, un día, simplemente, se murieron; los que, sintieron en su carne y en su alma la angustura de una existencia pobre, sin relieve, sin horizontes, y no dejaron en pos del “se ha muerto”, ningún grandilocuente, barroco, retablo de alabanzas. Allí, en el camposanto, unos y otros están: los de la “memoria imperecedera”, los del “nombre escrito con letras de oro”, los “llorados por las generaciones” y los otros; los “otros”: los que, una tarde cualquiera, traspusieron los umbrales del hogar en ataúd somero, indóciles una vez al “vuelve pronto” de la esposa, indiferentes en su hieratismo de muertos a las lágrimas inconsolables de los hijos, que luego habría de enjugar la vida... ¿No fue, al cabo, igual para todos? Se deshizo la comitiva espesa que, desde la casa mortuoria, acompañó al nuevo muerto, al muerto recién estrenado —ilustre o pobre—, por las calles de la ciudad hasta la “Torrenueva”. De “despidió el duelo” en la Torrenueva. Unas veces hubo panegírico; otras veces no... ¿Qué más da? Los acompañantes deseaban que el último “réquiem” terminase para fumar su cigarro, para volver a “sus cosas”. Hubo Padre Nuestro final que casi nadie del acompañamiento silabeó porque rezar a la vista de todos, siempre “da vergüenza”... a los architímidos hombres de pelo en pecho. ¿Es qué pasó, acaso, después, algo digno de mención? Para todos los muertos fue igual... El coche mortuorio cargó con el cadáver que ya, todo el mundo, había despedido. Avanzó, casi impaciente, el coche mortuorio. Las últimas casas quedaron atrás. Ya, en el mismo camino del cementerio, un borriquillo cargado de leña que volvía al pueblo se apartó al verlo venir. ¡A nadie más iba a molestar el pobre difunto! Úbeda... quedó lejos. Quedó aparte con sus ruidos, con sus hombres, con sus tareas, sus trabajos, sus expansiones de siempre: sus pequeños rodeos, sus pequeñas molestias, sus edificios cargados de historia y sus charcos... Dos horas más, y sería de noche. Sería de noche, y se encenderían los escaparates, y la gente iría al “cine” como una noche cualquiera. El reloj de la plaza seguiría contando horas y cuartos de hora. A la hora de la cena, en las casas, se comentaría el pequeño suceso: “Sí; me lo han dicho en el entierro; me he enterado en el entierro”. El entierro —pobre muerto— había servido para eso. (¡Se ve a tantas gentes en el entierro! ¡Se estrecha la mano de tantas gentes en el entierro!) Gracias al entierro, los vivos, alborozadamente, se dan palmadas en el hombro y comentan las últimas novedades del pueblo mientras adentro, en la iglesia, el sacerdote canta un “De Profundis” engolado.

Y no pasó nada más. Igual sucedió con todos. Ahora, unos y otros, en el cementerio están. ¿Qué día elegiremos para nuestra visita al cementerio, al cementerio de Úbeda?




Podemos elegir un día anodino, de lluvia cernida, de lluvia fina. Los cipreses del camposanto recortarán su verde perenne, insobornable, en el gris total de un cielo solemne de viento. Podemos, por el contrario, elegir una mañana azul, olorosa de campo vivo. Los cipreses estarán florecidos de pájaros y, por entre las junturas de las tumbas asomarán, sorprendidas, unas margaritas que nadie plantó. La augusta tristeza del cementerio es tal que no la acentúa el viento, ni la agrava el plomizo empaque del cielo... Todas esas “tristezas del clima” quedan allá para los hombres frívolos de la ciudad. ¿Qué más da? El silencio del camposanto es tal, que no lo turba el gorgojeo de los pájaros de los cipreses, ni se aligera su trascendente quietud ante la vecindad primaveral de los verdes sembradíos impacientes. También, todo eso del polen vital, todo eso de abril, todo eso de la “savia generosa” queda para afuera, para la dulce poesía engañosa de los hombres. Esto es la paz. La paz de los muertos no entiende de inviernos; no entiende de primaveras...

¿Decíamos que aquí, en el camposanto, están todos? ¿Dónde están? Siglo tras siglo, ellos hicieron a Úbeda, la troquelaron, la acuñaron. Unos antes, otros después, aquí vinieron todos los que, de niños, jugaron en las plazuelas y de mozos, a la hora del oscurecer, repitieron el dulce reclamo del silbido ante la reja de una novia fragante, y de viejos advirtieron, extrañamente cansados durante un amanecer, que era un remedio sin remedio, el último remedio del médico.

Siglo tras siglo, ellos hicieron a Úbeda. unos dirigieron y otros fueron dirigidos. Unos “mandaron”: reformaron, quitaron, pusieron. Pero nuestro pie pisa por igual; no distingue las tumbas de los alcaldes, o de los capitanes. Ellos y ellas están ahí —¿están ahí?— sin preguntarnos nada, sin solicitar buenas nuevas del proyecto que dejaron comenzado, del dinero que legaron, de la pobreza que transmitieron. Y, ¿qué noticias podríamos darles nosotros del ambicioso proyecto que ellos dejaron incoado, ni del dinero que allegaron, ni del cuidado que dejaron? No; no podríamos mentirles diciendo: “De ti, de tus ideas, de tu libro, de tu empresa, se habla mucho en la ciudad” o eso de “No sabes cuánto se comenta entre nosotros aquella maravillosa acción tuya”, o lo de “Nadie ignora en el pueblo que gracias a ti se hizo aquello”. ¿Cómo vamos a mentirles a los muertos? ¿Cómo vamos a decirles, tampoco, a los pobrecitos muertos anónimos, que le pueblo no ha olvidado que fueron ellos los que con su vida sencilla, con su cotidiano tejer de costumbres honradas, con su gracia cotidiana, con sus anécdotas sabrosas, hicieron posible el aura tradicional de esta Úbeda antañona y limpia? (...)




El cementerio es lugar de paz. Pero late en él, tácitamente, el inmenso “sufragio universal” de los muertos. No pueden ellos vociferar y sin embargo están reclamando desde sus tumbas, una generosa acción nuestra, de todos; están pidiendo una continuación de sus fervores, de sus ilusiones, de su fe en Dios, de sus tradiciones. Están solicitando de nosotros un acendrado laborar, ajeno a cualquier frivolidad, en pro del alma de la ciudad. Están recordándonos el cumplimiento del deber...

El día puede ser rútilo, o puede ser gris. No importa nada para nuestra visita al cementerio. Pueden cabecear los cipreses flagelados por el viento, o pueden asomar las humildes, improvisadas margaritas entre las junturas de los nichos recientes... Lo importante es que nadie, nadie como los muertos —los ilustres y los otros— puede enseñarnos con tanta elocuencia la “lección de Úbeda”; la lección no aprendida, o la lección olvidada.

Paguémosle a los muertos, con una oración...

(BIOGRAFIA DE ÚBEDA)

(Fotografías: Pedro Mariano Herrador Marín y Eugenio Santa Bárbara)

1 comentario:

Miguel Pasquau dijo...

Monumental artículo para el día de Todos los Santos, que me ha permitido volver, desde lejos, al cementerio de Úbeda.

Siempre me pareció éste uno de sus mejores textos. Literatura y pensamiento abrazados.