BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

jueves, 29 de julio de 2010

HAY QUE MIRAR




Creo que se va perdiendo la costumbre de mirar. Gradúa el mirar una tensión que en el simple ver no existe. Porque ver es sensación genérica y la mirada es operación personal. ¿Por qué hay ojos que no han aprendido a mirar? Mil sensaciones pueden solicitar la atención, pero cuando miramos seleccionamos y privilegiamos. Lo que se ve, se desestima o... pasa a informe: lo que se mira, se elige. Por algo el amor eleva su tremante catedral de suspiros sobre un cimiento de miradas.

Ah, pues quizá ahora se mira menos –se contempla menos– porque se ve más. Más cantidad de cosas. ¿Dónde metemos todo lo que vemos? La memoria acopia atropelladamente impresiones que no puede degustar la mirada. Al viajero, al turista que viene a conocer toda una ciudad en unas horas, se le dice aproximadamente:

—Tenemos, a partir de este momento, ochenta minutos para dos museos, cinco iglesias y una catedral.

Y entonces, frente a la obra de arte, al viajero no le queda tiempo de saborear la congrua emoción, porque le acosa la inminencia del paisaje siguiente o del monumento siguiente. Hay que ingerir belleza sin descanso, pero paladear está prohibido. La inexorable ley de oro rige también aquí: Se pierde en fuerza lo que se gana en velocidad. Y a uno le obligan a ser un «gourmand» y le vetan la delicia del «gourmet».

—¿Qué cuadro te ha gustado más del museo?

—Déjame que respire.

Pobre viajero con prisa, con prisa de viajante. Con lo agradecidas que las cosas son cuando a su agradable presencia correspondemos con la fruición deleitosa, con el galanteo. Pero no hay espacio vital para el piropo. Alguien, en la calle, algún día, deslumbrado al paso de la bella, va a medir reloj en mano la duración de su fervor enardecido; va a decirle:

—Veinte segundos, preciosa. Veinte segundos, no más, porque una torre románica me espera.

Lo que no dejará de ser un auténtico «madrigal de urgencia». Como que en seguida habrá que dejar, también, a la iglesia mudéjar con la palabra en la boca, a causa de la portada plateresca que hace señas en la esquina. Qué grosería, ¿eh?. Y si la puesta de sol desde la atalaya del castillo se pone bonita de verdad, ni por las siete maravillas del mundo quisiera abandonarla el viajero. Y, sin embargo...

No le queda, probablemente, otro remedio que escapar un instante a donde venden las postales. Así, de alguna manera, podrá mirar después de lo mucho que está viendo. Por supuesto precisa abultar el bolsillo de recuerdos. (Por si acaso, hay que apresurarse a comprar el de la Giralda, ¡vaya a ocurrir que se haga tarde sin haberla de cerca admirado!)

Espacio y tiempo para la mirada. No es mucho pedir. Cuando se mira sin tasa, el espíritu –ese desconocido, siempre con el agua al cuello– alza su presencia y dice su palabra. Maeterlink escribía, poco más o menos, que buscar el espíritu «es como querer encontrar en una habitación oscura un gato negro que está en otra parte». Es natural que el espíritu se resista digno si se le intenta «cazar», y que escape felinamente, ágilmente, de las trampas domésticas que en el propio recinto le preparen los lógicos. Porque, acaso, le seducen más las enamoradas acechanzas de los poetas. Es más sencillo encontrar al espíritu a pleno sol, en función de belleza. (El «gato» se deja estar en el tejado.) No es necesario entonces el tema sublime que le encarne; basta el humilde motivo que le sirva de soporte. ¿No sopla el espíritu donde quiere? Ni espíritu ni belleza son exigentes. Callejeando despacio, media mañana, por la noble, vieja ciudad, topamos a lo mejor, en el silencio, con un apacible rincón: recodo urbano para el descanso de los siglos. ¿Qué es lo que se ve? Nada o casi nada. Hay una perspectiva de muros encalados, iluminados de balcones floridos, con arcada monumental y torre al fondo. Sinfonía de piedra, cielo y luz. Nada o casi nada se ve –nadie subvenciona el «espectáculo»–, pero ¡si se mira...!

Hay que mirar, andar y ver no es suficiente.

(Publicado en ABC el 1 de junio de 1965)

(Fotografía: Antonio Sevilla)

domingo, 25 de julio de 2010

EL AUTOR Y LA PIEDRA





COMPOSTELA sin Jubileo y sin estudiantes. Verano avanzado del setenta y siete. El Burgo de las Naciones está como en provisional cesantía, pero la ciudad no abdica un ápice de su sentido egregio. Siempre que tengo ocasión -y no son muchas-, voy a Santiago. ¿A qué? A respirar.

Es cuestión de gustos. Galicia ofrece infinitos motivos turísticos. Siempre hay algún sitio nuevo donde ir, algún sabor inédito que gustar. Pero a uno le gusta repetir. Y repetir con Santiago.

―Pero hombre, si ya conoces Santiago.

―Pues por eso.

Esta vez no he ido directamente desde La Coruña. Ha surgido una agradable complicación y hemos desviado la ruta por Sobrado de los Monjes. Esto ha supuesto una oportunidad maravillosa. Cuando se visita algo o a alguien, ¿no es mejor prepararse?

En el Monasterio de Sobrado, vuelto a habitar desde el 24 de julio del setenta y seis, por la Orden del Císter, nos informaba el religioso que nos servía de guía: "En los conventos de nuestra Orden –decía– no se pronuncia una sola palabra ociosa desde el canto de Completas hasta después de Laudes; es el gran silencio. Luego, durante el día, tenemos varias horas que dedicamos a los pequeños silencios, igualmente rigurosos".

El estupendo, casi suntuario lujo de callarse, para que las horas sean más hondas y que quepa en ellas el espíritu y se pueda oír mejor a Dios, es algo que definitivamente se pierde en este tiempo que llamamos funcional. Pero estos buenos monjes se aferran a sus islas, por devoción y, creo que también por estética. Bien; pues para uno, saber que hay hombres profesionales del silencio, es cosa que conforta. Yo pensaba en esto al entrar en Compostela, procedente del Monasterio de Sobrado de los Monjes.

No es que Santiago sea una ciudad-convento. Siempre hay un luminoso bullicio por la misma Rúa del Villar. Pero, claro, es un bullicio humano, de tamaño natural. Y sabe uno que cuando le apetezca, tiene a su alcance el sosiego radical. Basta andar unos pasos. Compostela acierta como pocas ciudades a separar sus funciones de Marta de sus deberes de María.

Dije que en Compostela respiro mejor. Y creo que a eso debiéramos ir periódicamente a la Ciudad del Apóstol –"capital espiritual de España", que rezan los carteles indicadores del Turismo–. Porque tenemos el espíritu en prisión. No le demos vueltas: nos ahogamos más o menos en esta bonita urgencia que nos ha tocado vivir, sin espacios verdes de silencio.

En la Plaza de España compostelana, la fachada del Obradoiro, llagada de musgos nostálgicos, estremecida de lluvia y de campanas, se destapa de pronto nuestra intimidad reclusa. Podrá no parecer adecuado que yo diga que cuando penetro en este recinto, siento algo así como el taponazo de mi champaña recóndito. Pero es eso. Si uno se pone a observar, advierte que tiene siempre dentro una zona de efervescencia religiosa –una mística avidez–, pero que uno es torpe y rara vez acierta a descorcharla.

Para cualquiera al menos, es fácil topar con su silencio interior en Santiago.

―Y el silencio interior, ¿para qué?

―Para distinguir.

(Para distinguir, como quería Antonio Machado, las voces de los ecos).

Compostela es un catalizador de silencios fértiles. Primero se acalla el vocerío frívolo. Y entonces se hace oír la sinfonía de la piedra en clave de eternidad. Y enseguida nos damos cuenta, lo palpamos: entre la piedra noble anda el Señor. A cada minuto, en la escalinata de la Puerta de Platerías, puede verse el asombro de los grupos de visitantes que han apurado su emoción de Santiago con la visita a la Catedral. Regresan de sus instantes de plenitud contemplativa. Han admirado el Pórtico de la Gloria, han abrazado al Apóstol. Vuelven a la calle, a lo de siempre; se van a internar de nuevo en la vorágine, pero ¿no han descubierto muchos el hueco, ese hueco que debemos hacer al espíritu, esa atmósfera de silencio interior para que el pabilo escondido arda?

Y esto es también ecumenismo. En la escalinata de Platerías yo he visto hoy, en grupos dispersos, turistas ingleses, aldeanos de Bergondo y de San Pedro de Nos, muchachas con su maxifalda, no sé de dónde, monjas francesas, un senegalés... Todo en un instante. Algo me dice que esas personas tan distintas pueden coincidir en un punto.

Nunca es tarde para nada porque Dios es verdad. Esta es la lección que se respira en Compostela. Pero es una lección cantada. Santiago es ópera. Hay que callar para oír al Autor, recitado por la piedra.

(Publicado el 17 de agosto de 1977 en el IDEAL GALLEGO)

lunes, 19 de julio de 2010

EL ARCO DE VARENNES




...Aquel filósofo –creo que era Aristóteles– que decía que hay que formar las costumbres antes que la razón, prevenía contra el autoengaño de creer que un rosario de espontaneidades es ya una columna vertebral. Para que nuestro pensamiento se sostenga en pie hay que acostumbrarlo a una firmeza. Sí, sí: las ideas que nos “repetimos” cada mañana pasan de verdad de ser ideas para la urdimbre de la personalidad. De otra forma, se quedan en impulsos. Es cierto que, a lo largo de las existencia, urge articular razones conocidas con razones nuevas, pero la “costumbre” y la “formación” garantizan. El crédito del músculo se apoya en el hueso y toda la excelencia móvil, todo el aparato móvil, llega, de engranaje en engranaje a un eje invariable. No le demos vueltas. Lo inmutable es necesario y existe, aunque la palabra resulte solemne. Existe la Ley. Si bien es cierto que como, con frecuencia, no atinamos a filiar cada hecho en la ley que lo gobierna, derivamos a creer que, la ley no es sino un mal invento. Sin embargo Cajal decía que “descubrir” es “hacer entrar un hecho en una ley”. Gran dificultad ahora. Tenemos “hechos” tan arbitrarios, tan anárquicamente cebados por el capricho, que no caben bajo el arco normal, es decir, bajo el arco de la Norma. ¿Saben ustedes lo del arco de Varennes? El Barón de Fersen preparó con todo detalle la fuga de Luis XVI y de María Antonieta que, al efecto, salieron disfrazados de las Tullerías. El error de Fersen fue pensar que los reyes no podían viajar sino en carroza. Y cuando ya lo más peligroso de la fuga estaba conseguido, hizo subir a los monarcas en un carruaje tan monumental que no pudo pasar, que no cupo bajo el arco de Varennes. Y así la proyectada fuga quedó en estrepitoso fracaso. Nos sucede a todos cuando al programar actuaciones y proponernos “hechos” no tenemos en cuenta las dimensiones de la realidad del arco –de la Le –, bajo el cual, inexorablemente, hay que entrar.

El caso es que si somos realistas, el abanico de las posibilidades no se cercena sino que se abre prodigioso. Siendo realistas, la estupenda realidad de cada día convive con el uso arcaico. Y eso es estimulante. Que los vuelos del “Concorde” no eximan del paseo en bicicleta, indica que conquistas y renuncias (en sana alternancia) forman la Civilización. Hubiera sido un error suprimir el caballo cuando se inventó el tren. La Naturaleza nos enseña a no suprimir nada, nos invita a quedarnos con las costumbres viejas cuando aparecen otras. Así los usos nos divierten distintos y nada cansa. Lo importante es medir: estudiar los módulos de la realidad para que no fracasen nuestros hechos. Para que no se frustren incluso nuestras “fugas”.

(Diario JAÉN, 24 de junio de 1972)

viernes, 16 de julio de 2010

EL MUNDO DEL VERANO




No creo que haya personas, desconectadas, que puedan vivir del todo por su cuenta. De todas formas, cuando nos encontramos a alguien más preocupado de sí mismo que de cuanto le rodea, decimos que “vive en su mundo”. ¿Es que hay un mundo personal, ajeno hasta cierto punto al mundo unificador y unificante? Pero es cierto que lo hay porque, realmente, nuestra condición de “personas” nos constituye precisamente en seres intransferibles. Usted no es “uno”, uno de tantos (a eso es a lo que tiende la masificación), sino que usted es “único”. Ah..., y “único” es cualquiera. Hasta el más tonto del pueblo. Y esto es la dignidad del hombre: tener conciencia de que cada cual es cada cual; es decir, que cada uno es distinto y tiene, por tanto, derecho a no ser “confundido”. La Era atómica entra con una sintomatología de “Era de confusión”, y por lo visto aún no se sabe si se trata nada más de un síndrome de entrada, o es que la confusión va a vivir ya siempre en régimen parasitario con la cultura nuclear y con la tecnocultura.

Todo hombre tiene “su mundo”. Y, sin embargo, cada vez se nos dejan menos horas al día y menos ocasiones, de vivir en él. Se nos desaloja de nuestro reducto. Es que, a medida que avanza el tiempo, resulta más caro ser uno mismo. Y es porque cada día sufrimos con más intensidad el tirón de múltiples mundos y la atracción de innumerables centros. Cuando el mundo era menos complicado, los ascetas recomendaban permanentes o intermitentes “retiros”. La técnica del “retiro”, ¿no es ahora más difícil que nunca? Es casi imposible porque no hay un mundo, sino muchos. Y al evadirse de uno, se tropieza con otro. Temáticas, programáticas e informáticas, nos dan conciencia a cada instante de que somos súbditos de tantos orbes que –usando el argot al uso– nuestra funcionalidad está en peligro de desfase; y si no nos mentalizamos peligra nuestra promoción humana y el proceso de integración en el contexto histórico fracasa. ¡Qué lío! Queríamos actualizarnos y atender a todos esos mundos –no concéntricos, sino tangentes y secantes– que complican su trazado dentro de nuestro espíritu. Desearíamos actualizarnos, pero cuando nos hacemos la ilusión de que ya lo estamos y que, a todos los niveles, hemos efectuado el replanteamiento oportuno, viene un amigo y nos dice:

―Hombre, hombre. Tu actualización está nada más que en fase de rodaje. Lo que te recomiendo es que pongas especial énfasis en la praxis y que contemples todos los problemas a la luz de una concienciación, ya que tu protagonismo individual tiene que coordinarse avizorando un desarrollismo imposible de llevarse a la cumbre si se desoyen los aspectos coyunturales y si las estructuras persisten inmovilistas y más o menos triunfalistas.

Casi nunca replicamos a estas comunicaciones, apelando a nuestro mundo personal, porque el signo comunitario de la época no lo admite. No, no: tenemos que estar sin perder ojo y sin descanso a los mil mundos de centro distinto que nos envuelven, como se ve en necesidad el artista de circo de seguir la dirección, la altura, la bajada y el engarce de los ocho o diez aros que ante el público maneja ¿Puede un circense de esos distraerse un instante? Pues igualito nos pasa a nosotros. Ya el pluriempleo es un plurimundo... Luego, ajenos al mundo de la profesión, están el de las aficiones, el de las devociones, el de la vida de relación... Y, por si fuera poco, los “mundillos”. Porque además de los mundos están los mundillos. Y cuidado si fallamos un solo aro. Por lo menos, entonces, se nos llamará con el dicterio de “frustrados”; y quizás equipos de estadistas, de evaluadores, de coordinadores, de sociólogos, de psicólogos, se pondrán a estudiar antes o después nuestra flagrante inadaptación cuya “diferencial” se nos remitirá –¡quién sabe!– algún día escrita y cifrada en dos líneas de un impreso que nosotros tendremos que firmar por triplicado.

Por eso –digo yo– es tan bueno que cada año el mundo del verano, con las vacaciones que lleva consigo, se superponga a los múltiples mundos que nos cercan. Y nos dejen ser, frente al mar, en la montaña, o simplemente sentados a la sombra de un árbol, quién somos. Las vacaciones son la ocasión para el reencuentro con el yo personal que teníamos descuidado, atentos al juego de los aros. El mundo del verano nos trae un poco de libertad, horizontes para la mirada y huecos para que el espíritu oiga su propia canción y el alma descanse Y también, claro está, el cuerpo.

Lo malo es cuando desaprovechamos la ocasión. Y hacemos de la vacación un trabajo más. Uniformamos nuestros ocios, diversiones, juegos, lecturas, bebidas y espectáculos, siguiendo la pauta que los demás marcan. En el mundo del verano renunciamos también, entonces, a nuestra intimidad. No llegan así las vacaciones del yo, que son las únicas que nos dejarían descansar. Y podría ser que, ya harto, el “yo” se fuera de nosotros paso a paso: que nos abandonara del todo dejándonos como piltrafa: carnaza de los mil mundos del contexto, para el rodaje de nuestra coordinación hacia una nueva y coyuntural estructura comunitaria en trance de... triplicado.

(Publicado en IDEAL, 20 de julio de 1973)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga)

miércoles, 14 de julio de 2010

NADA DE CALLAR




Nota dominante: la violencia. Quizás no es que el hombre se haya vuelto más violento, ni peor. Es que la violencia tiene también su caja amplificadora. Cualquier crimen suena más. Cualquier barbaridad levanta ecos y más ecos. Una simple gamberrada se ve y se oye mejor que un normal comportamiento. Miles de hombres anónimos, hoy como siempre, viven, trabajan, gozan y sufren sin aspavientos. Sus virtudes se pierden, no aspiran a la publicidad ni al mercado. ¿Es que en nuestro tiempo no hay personas tranquilas, pacíficas, serenas, apacibles? ¿Es que todos somos neuróticos, contestatarios, llamativos, voceadores? No. Innumerables hombres continúan un módulo de vida equilibrado, compensado. Pero no gritan su moderación, no tratan de imponerla a voces, no amenazan a nadie compeliendo a seguir sus criterios u opiniones.

Nota dominante, la violencia. Pero hay que «contestar» a la violencia. Ha llegado la hora. Contestar a la violencia y a todo ese enjambre de desvergüenzas, descortesías, ordinarieces, groserías y faltas de civismo que la violencia acarrea. Nuestros muchachos –a los que se trabaja por responsabilizar en la escuela– no suelen encontrar al salir de la misma un ambiente propicio. Hay educadores complacientes que predican a derecha e izquierda una libertad para sus educandos. La palabra libertad es sagrada; en rigor, no puede rebatirse la idea de que los jóvenes han de formarse para la libertad. Ya es más discutible lo de formarse en libertad. El hombre no se hace libre de la noche a la mañana. La libertad es una asignatura difícil; conseguir una responsabilidad entraña una disciplina, un aprendizaje, una lenta y escéptica andadura. Así es que formar «para la libertad» es todo lo contrario que formar «en libertad». Es significativa la frase de «dejar en libertad». ¿Dejar en libertad? Toda dejación es una renuncia. La libertad se erige, se iza. Pero no se deja en ella. Entonces la libertad arrastra su bandera por el suelo. Viene así la hora de la violencia, de la barbaridad, de la gamberrada. El momento gritador que arroya a los prudentes, a los cautos, a los sencillos. El momento de los arrogantes y de los vanidosos; de los soberbios que quieren adueñarse del mundo., que aspirarían a hacer parcela propia del entero universo; amordazando, gesticulando, detentando como «vulgar» cualquier «normalidad»; motejando de burguesas a las virtudes de todo tipo; desacreditando valores que acaban de inventarse –que dicen ellos que han inventado–; ridiculizando cualquier sapiencia basada en discreciones; llamando ñoñería a lo que es pudor simplemente; calificando de «antigualla» a la buena educación y a las buenas formas; detestando en lo literario el «estilo», en el arte la «belleza» y en la vida lo accesible; abriendo «ad hoc» pozos donde saben que va a aflorar el cieno y no el agua; buscando en los tenebrosos fondos las oquedades sombrías donde anida el murciélago y la culebra ciega; fabricando nieblas que eclipsen las luces naturales; sobando sadismos...

Creo que sí; creo que ha llegado la hora en que el hombre sencillo, el que no vocea su prudencia, el que no hace alarde de su vida corriente, el que vive normalmente su existencia, levante la voz un poco más para que los demás entiendan que lo suyo vale mucho más. Que sirve más la moderación que la radical postura. Que todavía la palabra «pureza» es válida. Y válida la palabra «humildad». Que la fidelidad a una idea, o a una mujer o a una fe no es, precisamente, una virtud apolillada. Gritar si necesario fuera, sí, para que no sólo se oiga la voz inarticulada de los insensatos, el dadá ignorante de esos neo-sabios que predican nuevas culturas. Vocear para convencer de que la serenidad puede todavía apacentar el mundo. Y que Dios está y no ha muerto. Claro que sí; decir todas estas cosas va a constituir en seguida la mayor audacia. La audacia de tener una ética firme será el camino de retorno a las verdades que se nos quieren escamotear. Pues, ¡duro! Contra la violencia, la moderación debe levantar su protesta. Callar y callar cuando la mentira habla, es el más grande pecado.

(Diario JAÉN, 13 de abril de 1972)

jueves, 8 de julio de 2010

FIESTA EN LA ALDEA




Hay sabores que nos traen, a modo de gancho, el regusto de los once años. El de las moras es uno. Las moras saben a tarde de jueves de primero de Bachillerato... Junto a la “corredoira” había zarzales prodigiosos y yo no sabía resistir la tentación.

–Pero... ¿tanto te gustan las moras?

Me quedaba atrás a cada instante. ¡Apura el paso!, gritaban. A mi me parecía que el contacto con el campo de Galicia había de ser así de directo, con la lenta participación de los cinco sentidos. El autobús nos había dejado en la carretera, y, ya, el caminar a pie y sin prisa alguna resultaba delicioso. Dejaba yo pasturar el alma y los ojos en aquella unanimidad verde. Más el alma que los ojos, porque la niebla desleía perspectivas. Sin embargo, el paisaje no me parecía precisamente triste. No era tristeza; era otra cosa. Una sensación rara. Como si el prado que tenía ante la vista lo hubiera uno inventado de pronto, con sus vacas y todo, lo mismo que se inventa un verso o una imagen poética. Como si me hubiese sacado aquel cielo y aquel suelo –cuajado de helechos, maizales, pinares, castaños– de mi cabeza. No me salía mal ¿verdad? Pensaba esto mientras seguía arrancando moras.

–¿Dices que no nos estropeará la lluvia la fiesta?

–No; es que todavía es temprano.

Algo me sorprendió la respuesta, pero era exacta. El sol en Galicia se despierta, naturalmente, a su hora; pero no se deja ver casi nunca hasta más tarde. Hay lugares en los que el primer cuadrante de la mañana pertenece por derecho propio al “orballo”... y el sol se deja sin discusiones.

En efecto, a eso de las doce, Febo –como esos señores que se levantan ya desayunados de la cama – dio principio a su jornada de trabajo. El nublado se deshizo blando, sin ningún aguijón de viento o cosa que se le pareciese. Las nubes están en su casa en Galicia y aparecen y desaparecen suavemente, sin dejarse desear, sin dejarse temer. Y cumple su horario de verano –estábamos en verano– con precisión burocrática; tramitan la llovizna de las nueve, la niebla de las diez, el resol de las once... y a las doce dejan la oficina.

No sé si este era el día más grande del año en la aldea. Me dijeron que en septiembre se celebra otra fiesta quizá mas importante. Pero, de todas formas, no era menguada la que yo iba a presenciar... Comenzó a voltear la campana de la espadaña de la iglesia. Espadaña recién renovada, de piedra intacta. ¿Costeada por un indiano de la aldea? (Consta el nombre del benefactor en la inscripción de una lápida). Nueva la espadaña, pero los bronces antiguos. De un timbre nostálgico, femenino, recental; como para conmover, como para sacudir en los atardeceres la vegetal poesía ensoñada de un contorno sumiso, aquietado en lirismos. En cambio, los cohetes disonaban. Palabra que no sé como expresarlo, pero es así. En aquel ambiente eran como un acento que no atina a colocarse en su sitio. ¿No hace gracia decir “pércebes”? Pues algo parecido. El paisaje gallego es apaciblemente grave y el cohete de la fiesta se empeña inútilmente en hacerlo esdrújulo.

Todos nos congregamos en el “crucero”, ante el pequeño templo románico, a la hora de comenzar la misa. Misa de tres curas, misa cantada. Llega en bicicleta un sacerdote joven, coadjutor de una parroquia cercana. Es simpático y de habla incansable: comienza lamentándose del estado de los frenos de su vehículo... Ha “binado” ya hoy; trae ganas de empezar. El señor arcipreste –un viejecito de amplio, descomunal sombrero– actuará de celebrante; el cura joven cantará la Epístola y un eclesiástico invitado de la ciudad, de rostro campechano y botonadura roja, de canónigo, oficiará de diácono. Se organiza en seguida la solemnidad. Cantan desde el coro sin tropiezos la “Misa de Ángelis”, pero uno de los motetes, mientras el ofertorio, se curva en dejos inesperados; se ve que en los ensayos de sacristía el cántico ha sufrido distensiones; lo que era escorzo musical, ha quedado en simple torcedura... Y el templo, ¡qué oscuro! ¡Cómo se entenebrecerá en los días de lluvia invernal! Es curioso; entonado el prefacio, me sorprendo pensando en los cultos druísticos. Capricho mío –puede que pedante– el imaginar allí mismo, en el sitio de aquella iglesia, un templo dedicado a alguna extraña divinidad. ¿Cómo es la devoción de estas gentes? Hay no poca literatura escrita sobre las supersticiones célticas, último resabio paganizante de una raza insuflada de temores milenarios míticos. Prejuicio, al fin y al cabo. La liturgia exorciza cualquier sugestión impertinente. ¿Qué importan las prácticas druíticas de hace tres mil años? “Et unam, sanctam, catholicam, et apostolicam Ecclésiam”, exultan unas voces varoniles en el coro...

Pero terminó el sacrificio; he aquí la procesión alrededor del templo. Sobre unas andas, una Virgen, vestida, con un Niño extraño, que parece pugnar por desasirse de los brazos de la Madre. También un San José de talla minúscula, encuadrado por cuatro mozallones. Cerrando la marcha, los gaiteros, en quienes ya el atuendo es música. ¿Y después?

Después, concluida la procesión, se cierran las puertas del templo y se improvisa un baile sobre el césped. A unos pasos, escuchan los muertos la “muiñeira”. Los muertos, sí; porque el pequeño cementerio está pegado a la iglesia. Es un corralito limpio, tras una pequeña verja, al que dan acceso tres escalerillas. Y, ¡por San Jacobo!, que no hay asomo de tremendismo alguno en tal coexistencia. Aquí, en el campo de las Mariñas, no. ¿Qué cosa más natural que la morada de los difuntos esté al lado de la casa de Dios? Pues en ninguna parte el baile de los vivos puede ser más inocente, al menos en teoría, que junto a los muros sagrados, en presencia del sueño de los muertos... En Andalucía –pongamos por ejemplo contrario– se ha establecido la máxima distancia posible entre el pasodoble y el responso. En la aldea gallega, el responso y la “muiñeira” pueden sonar codo con codo el día de la fiesta grande.

Y daba gusto encontrar tanta gente animada al concluir la función de iglesia. Gente animada, desde luego, porque, si fuera triste el paisaje vegetal de Galicia, no lo es, de ninguna manera, visto desde fuera, el paisaje de cada alma. ¿Que cómo es esta alegría de Galicia? Sería interesante un ensayo sobre la “alegría comparada” de las distintas regiones y pueblos. Así se aclararían no pocas ideas, se daría el descabello a bastantes tópicos y... surgirían confusiones nuevas. Verdaderamente, el gallego típico, cuando se entristece, es de una melancolía complicadísima, a la que es difícil seguir la pista, porque no es empresa liviana dar con sus demasiado antiguas raíces. Pero en los momentos de la alegría, su júbilo es intenso. Diríase que en el gallego subyace una ancestral dolencia de ánimo, barroca y refinadísima, sobre la que se yergue, con ímpetu, la “reacción” de las horas felices. Al contrario de lo que suele suceder en muchos pueblos mediterráneos del sur o levantinos, en los que su índole alegre aparece paradójicamente cansada, vieja de siglos en la periferia. Por eso, Galicia no es nunca trágica y Andalucía lo es a veces. En los meridionales, ¡qué rotundas, tan sin bisel, tan azorantes, las manifestaciones del dolor! Es que la tragedia --cruda intemperancia del dolor-- ataca más cuando falta la preparación. Brota mejor cuando no se ha procurado la inmunización. Y la vacuna de su tradicional melancolía preserva a Galicia en este sentido... La orografía del dolor, como la del suelo, es, desde Finisterre a los Montes de León, de contornos redondeados, erosionados... Es más arriscada en Galicia, por extraño que resulte decirlo, la alegría.

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En fin, llegó la hora de comer, hora clave. En el día de la fiesta, cada familia de la aldea sienta en su mesa a los parientes de “la ciudad”, que no es raro traigan a su vez algún convidado, que procedente de otras tierras, siente curiosidad por conocer en “su salsa” –y tal era mi caso– el aspecto rural de Galicia. Se prepara el festín en la habitación principal de la casa de labor y llegan las viandas en amplias, monumentales fuentes. Es un banquete ritual, en el que se comentan los sucesos del año en el lugar, se habla de las cosechas, se evoca a los ausentes... Es una comida lenta y larga, en la que hay que tomar manjares de la tierra, del mar y del aire, de los que apenas está permitido rehusar nada. Plato de vaca, plato de cordero, plato de gallina, plato de cerdo. Comida antológica, entre libaciones de un rojo “Ribeiro” ostentoso; en la que el jefe de familia guarda un gesto de amable ironía para cuando, agotada vuestra capacidad digestiva, esperáis la “liberación” del postre, y, todavía, acaso, viene la empanada... Estaba próximo el crepúsculo y yo a aquello no le veía el fin. Nos sirvieron , al tiempo de declinar el sol, unos pasteles. Es –me dijo– el epílogo. Y hablé:

–Ha sido una comida memorable. ¿Salimos a dar una vuelta?

–Todavía quedan las cerezas –contestó el anfitrión.

Tenía nuestro anfitrión –un hombre tierno, muy sensible– una sonrisa cordialísima. Optó por tranquilizarme en seguida:

–Esto no es así todos los días, ¿sabe? En la aldea no siempre se come así. Es que hoy es la fiesta y esto entra dentro de la tradición.

Trajeron las cerezas.

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El tercer acto de la fiesta –el primero fue la función religiosa y el segundo la comida– es el baile en el prado ya anochecido.
El prado es una especie de ribazo, cerca de la carretera, iluminado para esta ocasión con farolillos de verbena. Vienen gentes de todas las aldeas y parroquias próximas. Sorprende encontrar nada menos que una multitud en el campo. Pero choca más ver, en medio de estos bosquecillos, una orquesta de música moderna, compuesta por hombres vestidos de azul, rojo, verde.

–¿Y los gaiteros? –pregunté.

–Los gaiteros no saben tocar música moderna.

Ahora, en el baile del anochecer, ya no es la “muiñeira”; ya es “moderno”. Mambos y zambas que... no pueden formalizar sus ritmos como las danzas de la mañana, al lado de la iglesia, cerca de los muertos. Si; los músicos han venido de “la ciudad”, y cuando unas niñas quieren cantar a la rueda, las apartan, las mandan callar, porque estorban a las parejas.

Río verde, río verde, río de mil colores...

Se asfixia el bello canto ingenuo de la rueda infantil entre las estridencias de la orquesta venida de la ciudad. Y hasta han montado un potentísimo altavoz. Me da la impresión de que el dulce campo céltico se ha retirado a descansar sin colaborar en el final de la fiesta. O de que lo han apartado, como a las niñas de la rueda, para que no estorbe. ¿Se ha replegado, nostálgico, bajo las estrellas imprecisas? ¿Se ha dormido hasta que le despierte el “orballo” del amanecer? Galicia está “ahí fuera”, a un paso del prado convertido en pista, pero ¡tan lejos!

–¿Y los gaiteros?

–Los gaiteros no saben tocar música moderna.

(Publicado en ABC el 15 de mayo de 1959)

lunes, 5 de julio de 2010

MEZQUITAS CONVERTIDAS EN IGLESIAS. EL MUEZZÍN Y LAS CAMPANAS




Todas las mezquitas ubetenses, después de la conquista, quedaron convertidas en templos cristianos. Las campanas sustituyeron al muezzín. A la voz lastimera y árida que desde los alminares invitaba a una oración desolada –oración entre la arena–, sucedió la clara invitación jugosa, armónica, de los bronces. Las campanas ungieron pronto de un misticismo poético el ambiente de Úbeda. Hay dos misticismos: el puramente metafísico y el cordialmente poético. El primero suele perderse en descarnadas elucubraciones sutiles, si no le asiste, si no contribuye a alimentarle, una vía lírica. La liturgia católica –con su repertorio de músicas, ritos, ornamentaciones, brocados y oros– abre cauces accesibles a estos anhelos nuestros de divinidad; anhelos que, de otra forma, en lo que al hombre vulgar se refiere, podían estancar en marismas nostálgicas, en nirvanas desalentados. Y las campanas, precisamente, aportan una contribución generosa a la Liturgia. Ellas lubrican con piedad las mañanas. Y en los atardeceres, salmodian el desmayo del día mientras se desangra el ocaso o cuando una angustia de niebla invernal cierra todos los horizontes. Siempre las campanas elevan su clamor alto, incontaminado, como una esperanza.

La insensibilidad –por usar de un eufemismo piadoso– de unos hombres, acabó, en 1936, con las campanas de Úbeda. Era un inefable concierto polifónico el de las campanas de Santa María de los Reales Alcázares, a las que hacía contrapunto la bronca solemnidad de las del Salvador, en los días de fiesta grande. Y en el centro de la ciudad, en la Plaza de Toledo, las de la Trinidad, jubilosas, alboratadoras, cantarinas, conmovían el sosiego apático de estos nuestros “hombres de la Plaza” que, de sol a sol, meros espectadores del tiempo que pasa, consumían sus horas de paro resignado.

Las campanas de ahora, instaladas después de la guerra para sustituir a las antiguas, carecen aún de personalidad evocadora. De “las de antes”, sólo queda, probablemente, una que perteneció a la iglesia de Santo Domingo de Silos y que actualmente “oficia” en una de las espadañas de Santa María.

Con las campanas, ¡ay!, desaparecieron, o fueron destruidos en ominosa profanación, incalculables tesoros de toda índole, de los templos.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Fotografía: Pedro Mariano Herrador Marín)

viernes, 2 de julio de 2010

ESTADOS DE ÁNIMO




Lo que somos, Dios lo sabe. Nosotros, nada más, nos damos cuenta de cómo estamos. Pero el estar es fungible. Se nos rompe. Y se nos rompe igual, por supuesto, el bienestar que el malestar. El estado de ánimo es como el estado del mar; en su color, son protagonistas los reflejos.

Las personas sensibles son enormemente susceptibles al reflejo; semejan pulidos espejos. Hay, en cambio, individualidades mates; refractarias al contorno vital, malas conductoras, obliteradas en su dintorno. Sin embargo, por vía directa o indirecta, todos acusamos en el misterio interno el misterio de afuera. Y en nuestro actual estado de ánimo —euforia, paz, tristeza, serenidad, ímpetu o nostalgia— hay una influencia decisiva que nos llega e incide, hiriéndonos o acariciándonos (acariciándonos e hiriéndonos al par, a veces), del exterior.

Pero percibir en un instante nuestro propio estado de ánimo no siempre es posible. Con frecuencia nos “distrae” el mismo medio que nos influye. Generalmente, advertimos el agua que resbala más o menos torrencial, y no el agua que nos empapa, que se nos filtra. Quiero decir que nos entretenemos con lo accesorio de los acontecimientos sin mirar, dentro, la huella íntima que dejan. Es necesario una cierta tranquilidad para el saboreo de esta impregnación interna. Por eso, las grandes dichas y las grandes penas nos atolondran de momento; es decir nos distrae la efímera espectacularidad de que vienen acompañados. Es después luego, pasado el fulgor ocasional, cuando nos damos cuenta de nuestro sentimiento y adquirimos contacto verdadero con nuestro estado espiritual.

Un muchacho, súbitamente puesto en aviso, ha llegado desde una ciudad lejana al entierro de su padre fallecido repentinamente. Terminado el sepelio dice al último amigo que se despide:

—Chico; voy a ver si encuentro un rato de lugar, para mi tremenda tristeza. Hasta ahora no he tenido tiempo, créelo: el telegrama, el equipaje, el viaje, la llegada, los pésames, el traje de luto, el entierro... Es mucho en tan poco tiempo. He tenido que dejar las lágrimas para el final…

Estas palabras —que parecen frívolas— de un personaje de Pitigrill, entrañan una significación muy profunda. Expresan la indigencia del espíritu arrollado por los acontecimientos. El destino nos trae muchas cosas prósperas o amargas, pero suele ser tan implacable que nos niega el descanso; descanso para comulgar con el íntimo placer o con la pena íntima que nos trae. Así, lo peor no es, quizá, el motivo del llanto, sino que la trágica inminencia nos acoge con un “No hay tiempo para llorar”. Y lo mejor de la alegría se nos evapora cuando el corcel de la prisa piafa a la puerta de nuestro gozo: “Luego disfrutarás de tu suceso; ahora tienes que atender... a estos señores”.

Hay estados de ánimo más modestos —distantes de los extremismos de la felicidad o de la desgracia— que parecen más idóneos para ser saboreados despaciosamente. Estados que no hierven jubilosos ni se encrespan violentos. Entonces, la influencia de afuera llega matizada, incide oblicuamente en el espíritu. Generalmente son estados indefinidos, difusos, equidistantes de la sonrisa y de la lágrima. Porque siempre hay motivos para reír y motivos para llorar, pero si una perentoria proximidad no nos los pone delante, el dolor se hace nostalgia y la alegría no pasa de esperanza. Intermedio sutil en el que lo amable y lo melancólico se funden.

(Diario JAEN, 6 de marzo de 1965)