BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

jueves, 8 de julio de 2010

FIESTA EN LA ALDEA




Hay sabores que nos traen, a modo de gancho, el regusto de los once años. El de las moras es uno. Las moras saben a tarde de jueves de primero de Bachillerato... Junto a la “corredoira” había zarzales prodigiosos y yo no sabía resistir la tentación.

–Pero... ¿tanto te gustan las moras?

Me quedaba atrás a cada instante. ¡Apura el paso!, gritaban. A mi me parecía que el contacto con el campo de Galicia había de ser así de directo, con la lenta participación de los cinco sentidos. El autobús nos había dejado en la carretera, y, ya, el caminar a pie y sin prisa alguna resultaba delicioso. Dejaba yo pasturar el alma y los ojos en aquella unanimidad verde. Más el alma que los ojos, porque la niebla desleía perspectivas. Sin embargo, el paisaje no me parecía precisamente triste. No era tristeza; era otra cosa. Una sensación rara. Como si el prado que tenía ante la vista lo hubiera uno inventado de pronto, con sus vacas y todo, lo mismo que se inventa un verso o una imagen poética. Como si me hubiese sacado aquel cielo y aquel suelo –cuajado de helechos, maizales, pinares, castaños– de mi cabeza. No me salía mal ¿verdad? Pensaba esto mientras seguía arrancando moras.

–¿Dices que no nos estropeará la lluvia la fiesta?

–No; es que todavía es temprano.

Algo me sorprendió la respuesta, pero era exacta. El sol en Galicia se despierta, naturalmente, a su hora; pero no se deja ver casi nunca hasta más tarde. Hay lugares en los que el primer cuadrante de la mañana pertenece por derecho propio al “orballo”... y el sol se deja sin discusiones.

En efecto, a eso de las doce, Febo –como esos señores que se levantan ya desayunados de la cama – dio principio a su jornada de trabajo. El nublado se deshizo blando, sin ningún aguijón de viento o cosa que se le pareciese. Las nubes están en su casa en Galicia y aparecen y desaparecen suavemente, sin dejarse desear, sin dejarse temer. Y cumple su horario de verano –estábamos en verano– con precisión burocrática; tramitan la llovizna de las nueve, la niebla de las diez, el resol de las once... y a las doce dejan la oficina.

No sé si este era el día más grande del año en la aldea. Me dijeron que en septiembre se celebra otra fiesta quizá mas importante. Pero, de todas formas, no era menguada la que yo iba a presenciar... Comenzó a voltear la campana de la espadaña de la iglesia. Espadaña recién renovada, de piedra intacta. ¿Costeada por un indiano de la aldea? (Consta el nombre del benefactor en la inscripción de una lápida). Nueva la espadaña, pero los bronces antiguos. De un timbre nostálgico, femenino, recental; como para conmover, como para sacudir en los atardeceres la vegetal poesía ensoñada de un contorno sumiso, aquietado en lirismos. En cambio, los cohetes disonaban. Palabra que no sé como expresarlo, pero es así. En aquel ambiente eran como un acento que no atina a colocarse en su sitio. ¿No hace gracia decir “pércebes”? Pues algo parecido. El paisaje gallego es apaciblemente grave y el cohete de la fiesta se empeña inútilmente en hacerlo esdrújulo.

Todos nos congregamos en el “crucero”, ante el pequeño templo románico, a la hora de comenzar la misa. Misa de tres curas, misa cantada. Llega en bicicleta un sacerdote joven, coadjutor de una parroquia cercana. Es simpático y de habla incansable: comienza lamentándose del estado de los frenos de su vehículo... Ha “binado” ya hoy; trae ganas de empezar. El señor arcipreste –un viejecito de amplio, descomunal sombrero– actuará de celebrante; el cura joven cantará la Epístola y un eclesiástico invitado de la ciudad, de rostro campechano y botonadura roja, de canónigo, oficiará de diácono. Se organiza en seguida la solemnidad. Cantan desde el coro sin tropiezos la “Misa de Ángelis”, pero uno de los motetes, mientras el ofertorio, se curva en dejos inesperados; se ve que en los ensayos de sacristía el cántico ha sufrido distensiones; lo que era escorzo musical, ha quedado en simple torcedura... Y el templo, ¡qué oscuro! ¡Cómo se entenebrecerá en los días de lluvia invernal! Es curioso; entonado el prefacio, me sorprendo pensando en los cultos druísticos. Capricho mío –puede que pedante– el imaginar allí mismo, en el sitio de aquella iglesia, un templo dedicado a alguna extraña divinidad. ¿Cómo es la devoción de estas gentes? Hay no poca literatura escrita sobre las supersticiones célticas, último resabio paganizante de una raza insuflada de temores milenarios míticos. Prejuicio, al fin y al cabo. La liturgia exorciza cualquier sugestión impertinente. ¿Qué importan las prácticas druíticas de hace tres mil años? “Et unam, sanctam, catholicam, et apostolicam Ecclésiam”, exultan unas voces varoniles en el coro...

Pero terminó el sacrificio; he aquí la procesión alrededor del templo. Sobre unas andas, una Virgen, vestida, con un Niño extraño, que parece pugnar por desasirse de los brazos de la Madre. También un San José de talla minúscula, encuadrado por cuatro mozallones. Cerrando la marcha, los gaiteros, en quienes ya el atuendo es música. ¿Y después?

Después, concluida la procesión, se cierran las puertas del templo y se improvisa un baile sobre el césped. A unos pasos, escuchan los muertos la “muiñeira”. Los muertos, sí; porque el pequeño cementerio está pegado a la iglesia. Es un corralito limpio, tras una pequeña verja, al que dan acceso tres escalerillas. Y, ¡por San Jacobo!, que no hay asomo de tremendismo alguno en tal coexistencia. Aquí, en el campo de las Mariñas, no. ¿Qué cosa más natural que la morada de los difuntos esté al lado de la casa de Dios? Pues en ninguna parte el baile de los vivos puede ser más inocente, al menos en teoría, que junto a los muros sagrados, en presencia del sueño de los muertos... En Andalucía –pongamos por ejemplo contrario– se ha establecido la máxima distancia posible entre el pasodoble y el responso. En la aldea gallega, el responso y la “muiñeira” pueden sonar codo con codo el día de la fiesta grande.

Y daba gusto encontrar tanta gente animada al concluir la función de iglesia. Gente animada, desde luego, porque, si fuera triste el paisaje vegetal de Galicia, no lo es, de ninguna manera, visto desde fuera, el paisaje de cada alma. ¿Que cómo es esta alegría de Galicia? Sería interesante un ensayo sobre la “alegría comparada” de las distintas regiones y pueblos. Así se aclararían no pocas ideas, se daría el descabello a bastantes tópicos y... surgirían confusiones nuevas. Verdaderamente, el gallego típico, cuando se entristece, es de una melancolía complicadísima, a la que es difícil seguir la pista, porque no es empresa liviana dar con sus demasiado antiguas raíces. Pero en los momentos de la alegría, su júbilo es intenso. Diríase que en el gallego subyace una ancestral dolencia de ánimo, barroca y refinadísima, sobre la que se yergue, con ímpetu, la “reacción” de las horas felices. Al contrario de lo que suele suceder en muchos pueblos mediterráneos del sur o levantinos, en los que su índole alegre aparece paradójicamente cansada, vieja de siglos en la periferia. Por eso, Galicia no es nunca trágica y Andalucía lo es a veces. En los meridionales, ¡qué rotundas, tan sin bisel, tan azorantes, las manifestaciones del dolor! Es que la tragedia --cruda intemperancia del dolor-- ataca más cuando falta la preparación. Brota mejor cuando no se ha procurado la inmunización. Y la vacuna de su tradicional melancolía preserva a Galicia en este sentido... La orografía del dolor, como la del suelo, es, desde Finisterre a los Montes de León, de contornos redondeados, erosionados... Es más arriscada en Galicia, por extraño que resulte decirlo, la alegría.

_______________

En fin, llegó la hora de comer, hora clave. En el día de la fiesta, cada familia de la aldea sienta en su mesa a los parientes de “la ciudad”, que no es raro traigan a su vez algún convidado, que procedente de otras tierras, siente curiosidad por conocer en “su salsa” –y tal era mi caso– el aspecto rural de Galicia. Se prepara el festín en la habitación principal de la casa de labor y llegan las viandas en amplias, monumentales fuentes. Es un banquete ritual, en el que se comentan los sucesos del año en el lugar, se habla de las cosechas, se evoca a los ausentes... Es una comida lenta y larga, en la que hay que tomar manjares de la tierra, del mar y del aire, de los que apenas está permitido rehusar nada. Plato de vaca, plato de cordero, plato de gallina, plato de cerdo. Comida antológica, entre libaciones de un rojo “Ribeiro” ostentoso; en la que el jefe de familia guarda un gesto de amable ironía para cuando, agotada vuestra capacidad digestiva, esperáis la “liberación” del postre, y, todavía, acaso, viene la empanada... Estaba próximo el crepúsculo y yo a aquello no le veía el fin. Nos sirvieron , al tiempo de declinar el sol, unos pasteles. Es –me dijo– el epílogo. Y hablé:

–Ha sido una comida memorable. ¿Salimos a dar una vuelta?

–Todavía quedan las cerezas –contestó el anfitrión.

Tenía nuestro anfitrión –un hombre tierno, muy sensible– una sonrisa cordialísima. Optó por tranquilizarme en seguida:

–Esto no es así todos los días, ¿sabe? En la aldea no siempre se come así. Es que hoy es la fiesta y esto entra dentro de la tradición.

Trajeron las cerezas.

_______________

El tercer acto de la fiesta –el primero fue la función religiosa y el segundo la comida– es el baile en el prado ya anochecido.
El prado es una especie de ribazo, cerca de la carretera, iluminado para esta ocasión con farolillos de verbena. Vienen gentes de todas las aldeas y parroquias próximas. Sorprende encontrar nada menos que una multitud en el campo. Pero choca más ver, en medio de estos bosquecillos, una orquesta de música moderna, compuesta por hombres vestidos de azul, rojo, verde.

–¿Y los gaiteros? –pregunté.

–Los gaiteros no saben tocar música moderna.

Ahora, en el baile del anochecer, ya no es la “muiñeira”; ya es “moderno”. Mambos y zambas que... no pueden formalizar sus ritmos como las danzas de la mañana, al lado de la iglesia, cerca de los muertos. Si; los músicos han venido de “la ciudad”, y cuando unas niñas quieren cantar a la rueda, las apartan, las mandan callar, porque estorban a las parejas.

Río verde, río verde, río de mil colores...

Se asfixia el bello canto ingenuo de la rueda infantil entre las estridencias de la orquesta venida de la ciudad. Y hasta han montado un potentísimo altavoz. Me da la impresión de que el dulce campo céltico se ha retirado a descansar sin colaborar en el final de la fiesta. O de que lo han apartado, como a las niñas de la rueda, para que no estorbe. ¿Se ha replegado, nostálgico, bajo las estrellas imprecisas? ¿Se ha dormido hasta que le despierte el “orballo” del amanecer? Galicia está “ahí fuera”, a un paso del prado convertido en pista, pero ¡tan lejos!

–¿Y los gaiteros?

–Los gaiteros no saben tocar música moderna.

(Publicado en ABC el 15 de mayo de 1959)

No hay comentarios: