BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

lunes, 29 de abril de 2013

EDUCAR, ¿PARA QUÉ?





No sé si es abundante o insuficiente la información que en los medios difusivos nos llega estos días de las sesiones del «Seminario internacional sobre prospectiva de la educación» que se celebra en Madrid. Pero es seguro que en ella se abordan problemas apasionantes. He aquí algunas frases que transcriben los periódicos al dar cuenta de la intervención de don Ricardo Díaz, subsecretario del Ministerio de Educación y Ciencia: «Voluntad política de renovación continua». «Impaciencia». «Las dificultades que van surgiendo, suponen una espoleta para la acción»...

El problema de la Educación es universal, ecuménico. Ahora la humanidad lo aborda —esto parece indiscutible— con impaciencia y con nerviosismo. Quizás porque en épocas anteriores se descuidó más de la cuenta. O quizás porque los tratamientos pedagógicos antiguos eran escasamente eficaces. O quizás porque se espera demasiado de los tratamientos pedagógicos modernos. ¡Quién sabe! Pero nunca se ha hablado tanto de educación como ahora. Cuando un valor está en crisis, solemos rodearlo de palabras, de hipótesis, de teorías. La educación es cosa tan compleja, de otra parte, que para dar en el blanco hay que marchar contra reloj. Tan veloz es el tiempo que el educador, cuya misió apunta precisamente al porvenir del educando, se ve precisado a dinamizar sus reglas. Las reglas con que nos educaron ¿pueden ser las reglas con que educamos?

El Seminario Internacional que se celebra en Madrid habla de «prospectiva». La educación es proyecto. El educador, como el delantero centro del equipo, se ve precisado a imaginar lo que ha de hacer con el balón antes de que el balón sea cedido. El educador no puede aguardar, ni tampoco entretener la jugada. «Voluntad política de renovación continua», ha dicho el subsecretario del Ministerio. Todas las ciencias se han renovado, y el mundo quiere otro mundo: otro mundo en este mundo. Entonces, el educador se marea un poco. De un lado tiene que proceder con mucha imaginación: tiene que figurarse ese mundo futuro que va a ser el escenario de sus alumnos; mundo que —quiéralo o no— difiere demasiado del suyo. De otro, su calidad de educador no puede permitirle ninguna traición. Si la Ciencia es continuidad, si Einstein —oponente de Newton— no hubiera sido posible sin Newton..., de la misma manera «cualquier nueva orientación pedagógica» es arena suelta si se reniega en absoluto de unos principios que habrá, ciertamente, que dinamizar todo cuanto sea preciso, pero que no pueden dejar de ser «principios».

Yo creo que este hervidero de la «problemática» educacional, este «proceso mundial de tanteo de nuevas fórmulas», este «afán de confrontar experiencias», obedece a una «crisis de seguridad». Los hombres de hoy, maravillosamente asistidos por las técnicas, empezamos sin embargo a estar seguros de muy pocas cosas. La Fenomenología, hace algún tiempo, está intentando cargarse a la Metafísica. Esto es obvio. Jacques Maritain denuncia el hecho uno y otro día. El campesino del Garona, obra de una trascendencia colosal, pero a la que la frivolidad del tiempo que vivimos no ha concedido la importancia que merece, es un alegato formidable contra la desaprensión y falta de rigor de cierta filosofía que aspira a llamarse moderna, cuando nada más es filosofía a la moda.

Pero si nos cargamos la Metafísica, es como si terminamos con la trastienda: antes o después tendremos que cerrar la tienda por falta de existencias. En el campo educacional está sucediendo eso. Nuevas, maravillosas técnicas, preconizan y estimulan un avance colosal de las funciones didácticas. Estupendas orientaciones, galvanizan el menester pedagógico y pronostican «medios», «vehículos» insuperables a la enseñanza. Tantos adelantos experimentan las ciencias pedagógicas que —repito— una impaciencia, aliada a un nerviosismo, dan ocasión a un cierto mareo... «Renovación continua». Es ineludible. Pero, al final, ocurre —a mí por lo menos se me ocurre— una pregunta: ¿A qué señor vamos a servir?

Porque ahora que la educación dispone de más vehículos que nunca; ahora que la educación se motoriza por así decirlo, la pregunta sutil acecha. Y la pregunta es ésta: Educar, pero, ¿para qué? El tiempo pasado nos aventajaba en lo de que creía saber —y uno cree que sí, que lo sabía— cual era el objetivo último de la educación respecto del cuál la enseñanza y la didáctica no eran sino simples medios. Si las sillas servían para sentarse, aunque no fuesen demasiado cómodas, la gente no vacilaba respecto a la finalidad de la silla cuando una de ellas se presentaba a la vista. Bien. Ahora las sillas son mucho más cómodas y más bonitas y mejor hechas, pero hay «crisis de seguridad», existe la duda de si las sillas son o no son útiles para el descanso... Quiero decir , empleando este símil, que antes la pedagogía (que apenas tenía este nombre) era el palo y sin asiento de muelle, rígida, incómoda y rudimentaria. Sin embargo no había dudas: la Educación partía de unos principios y se dirigía a unos fines. La Educación tenía no sólo su física sino, ante todo, su metafísica. Trascendía. Y servía para algo determinado, concreto... ¿No estamos invirtiendo los términos ahora?

Ahora sabemos muy bien cómo se educa. Pero ¿sabemos para qué se educa? Conocemos los motores que ponen en movimiento la Educación. Pero, ¿cuál es la meta, cuál es el lugar, cuál el país a que ese movimiento ha de llevarnos? Hasta puestos a definir la educación, ¿no existen ya quienes niegan un ser, una esencia a la Educación sumiéndola en la vorágine de los relativismos? Este es el problema mayor. Las «prospectivas» didácticas, las «nuevas orientaciones pedagógicas», las «confrontaciones», los «novísimos intentos escolares», suponen muy nobles propósitos. Pero propósitos que funcionarán en el vacío, si, demasiado atentos a la pura fenomenología, olvidamos que hubo, hay y habrá una Metafísica sin la cual el mundo pierde sus raíces. La problemática de la educación, antes que nada, ha de rehacer finalismos y señalar metas. Viajar deprisa y viajar con seguridad. Estupendo. Pero viajar hacia alguna parte. Fabricar sillas «último modelo». Pero, ante todo, no olvidar para qué es para lo que las sillas sirven.

Por lo visto, la causa de la agresión que un catedrático sufrió recientemente en Barcelona no fue otra que la de exponer en su aula su convicción de que el hombre ha de orientar sus actividades regladas por una finalidad: Dios. Algunos de sus alumnos no toleraron este «despropósito» en pleno siglo XX, que si es siglo XX es porque lo han precedido diecinueve siglos cristianos... Bien. Si a esto hemos llegado, toda la «prospectiva pedagógica» va a ser inútil. Inútil si, ante todo y sobre todo, la «impaciencia» y la voluntad de «renovación continua», no nos aclararan el para qué de la Educación y el último por qué de la Educación. (Inútil si se duda de la silla después de habernos facilitado la silla perfecta...)

(JAÉN, 18 de abril de 1971)

viernes, 26 de abril de 2013

CIUDAD PARA LA PRIMAVERA





La primavera está ahí, para todos. Pero unos hombres saben verla mejor: están dotados de yo no sé qué sentido especial para aprehenderla. Luego —este es el caso— aciertan a llevarla con un garbo, con un aire de sutil galanía... Como si les viniera a la medida, como si una presencia oculta germinase en ellos al mismo ritmo, y con idéntico talante, que el de las «cosas» primaverales. Y la primavera no «es» del todo hasta que un hombre —o una mujer— salen a su encuentro. Sí; de todas formas es cierto que hay personas que «funcionan» mejor cuando abril y mayo llegan...

Personas y... pueblos. Esto es sabido. Porque si ciudades existen que sintonizan su melodía con la doliente del otoño; si otras, de tuétano reseco, adolecen de la fisonomía desolada e implorante de los árboles que ha azotado el cierzo, están, en cambio, los pueblos de los que «no se sabe nada» hasta que la primavera aparece. Se inhiben, diríase que desaparecen, no nos alcanza ninguna noticia de ellos, desde que el calendario dobla la esquina de Todos los Santos, hasta que las campanas de Resurrección proclaman la entronización de abril.

Eso, probablemente, sucede con Andújar, primera ciudad, pasada Sierra Morena, que siente la inclinación andalucista. Ella, sin ir más lejos, «decide» la vocación del Guadalquivir. Por tierras de Jaén, el río mozo discurre un poco despistado. Pero Andújar lo educa: lo enhebra en los ojos de su puente romano y, luego, ¡hala!, lo lanza derechito hacia Córdoba y Sevilla; proclama su mayoría de edad, abre su grandeza. Antes, Guadalquivir vacilaba y Andújar le indica: Por aquí.

Andalucía empieza en Andújar. Guadalquivir en Andújar conoce su destino. Iliturgi, en la primavera germina. Atravesáis Despeñaperros y vienen los bravíos campos de gesta: Las Navas de Tolosa y, en seguida, Bailén. Dos pespuntes decisivos para la arrogante clámide histórica que cubre las carnes maceradas de la geografía ibera. Bien; pero esto es Castilla todavía. Castilla trascendente, épica y quieta. Cuando llegáis a Andújar es cuando comenzáis a sentir que Castilla limita al Sur con la gracia. ¿Con qué gracia? Con esta que asoma —leve, fragante, modesta y un poco irónica— en la ciudad de San Eufrasio.

En esta primavera de 1960, Andújar corona a su Virgen de la Cabeza. La Virgen de la Cabeza, recientemente proclamada Patrona de la diócesis de Jaén,, Celadora del Santo Reino entre los riscos de Sierra Nevada, tiene su santuario en el «Cerro». El «Cerro» se eleva oferente, como una patena de tierra heroica, bajo el cielo absoluto. En el «Cerro», un día, un capitán murió diciendo «no»; un no, dentro del cual latía la semilla del «sí» total de la Patria...

Se sube al Cerro —romería perfumada de plegarias talladas en sonrisas— el último domingo de abril. Andújar entera es la «organizadora». De todos los lugares de Andalucía llegan las Cofradías de Nuestra Señora de la Cabeza, porque la devoción a la Virgen serrana tiene sus «células» entusiastas en todos los puntos de la región bética. Andújar, vértice, «limpia, fija y da esplendor» a un fervor mariano que confluye de distintas y opuestas direcciones. En la plaza de España, la romería se pone en marcha. ¿Es que vamos a decir ahora cómo es una romería andaluza? Pero aquí, además, es abril confabulado con Andújar, conspirando un estallido de colores, súplicas y elegancias. ¡En qué consistirá la elegancia! Dicen que en la difícil naturalidad... Andújar tiene una antigüedad histórica sobre cuyo sustrato —Iliturgi— levanta cada día afanes de modernidad. De modernidad, no de modernismos. Andújar tiene su luz que quema, dentro; y su blancura que ilumina y acaricia, fuera. Es un gozo viejo que sale cada mañana a saludar al sol. Así, sus ventanas se abren a los amaneceres en una epifánica exultación de macetas florecidas. Requerís a la alegría y responde Andújar.

La elegancia, como es sabia, puede adaptar la verdad a todos los colores. Y a todas la músicas. Andújar —por ejemplo— «adapta» la plegaria. Canta a su Virgen, con ritmo de pasodoble inclusive. ¿Alguien se sorprende? Andújar ha compuesto una original letanía: cuando los romeros suben al Cerro van diciendo, a ratos, a la Señora, una canción en la que se llama a la Virgen «aceituna» y «chocolatín del cielo...»

Morenita y pequeñita
lo mismo que una aceituna...

Sí; uno lo ha visto. Van en procesión los devotos marcando, en ocasiones, con un balanceo de los cirios, el ritmo del pasodoble.

Pero si todo esto fuese folklore, no merecería la pena. Ni folklore ni tipismo de pastiche. La romería de la Cabeza es otra cosa. Cuando se la ve, se entiende un poco a Andalucía. Esa Andalucía demasiado obsequiada —empalagada— por el tópico. Y no pocas veces, atacada —zaherida— por el contratópico.

(ABC, 21 de abril de 1960)

jueves, 25 de abril de 2013

REPRESENTATIVIDAD





El número de diputados que se asigna a cada provincia, como cupo fijo, es cuestión ante las elecciones. Es natural que las demarcaciones con capitales millonarias o que pasan de los cien mil habitantes tengan más representación en las Cámaras. En los comicios de hace cuarenta o más años el caso no podía ser el mismo porque las diferencias por distrito eran mucho menores. Con ritmo muy acelerado la España rural mengua mientras que las ciudades de «grande y mediano calado» alzan su velamen potente. En 1900, solamente uno de cada diez españoles vivía en ciudades de más de cien mil; en 1930, uno de cada seis; en 1950, uno de cada cuatro. ¿Y ahora?

Si el hecho parece factor importante para la reglamentación electoral, más lo es desde el punto de vista puramente humano. Porque esta basculación de la preponderancia rural a la urbana apareja un cambio de talante en la psicología media del español, si puede decirse así. Canovas y Sagasta operaban en una democracia, como ahora lo intentan Suárez, Fraga o Pío Cabanillas. Pero el sujeto de aquella democracia —el pueblo— pensaba desde otros supuestos sociales, culturales, económicos, ideológicos. No es este el pueblo de 1977 que vive y viste, se divierte, se alimenta y sabe de otra forma. Uno no se atreve a opinar que en vista de ello la democracia tendrá ya que operar de forma no sólo distinta, sino nueva. Allá las sapiencias de los políticos. Sin embargo es indudable que organizar y peinar a este país, en que aproximadamente la mitad de sus moradores viven en ciudades que crecen y crecen, requiere un pulso y un tacto. Siempre se temió lo de las «dos Españas». Constituyen realidad trágica en más de una ocasión; aunque otras veces —y creo que muy recientemente ha sucedido así— se fomentan expresan antagonismos por gentes que tienen ese oficio, refrescando heridas que quizá nada más aparecían como cicatrices. Es posible que ambas Españas inaugurasen una versión actual, menos drama, pero en la que jugarían, como factores más influyentes que antaño, los caracteres dominantes —agrario o industrial— de las varias provincias o regiones.

No sin sentir gran perplejidad podría clasificarse como menos significativa o representativa a una zona de cultura más bien agrícola. Sobre todo cuando se tienen vacilaciones acerca de lo que es auténtico avance histórico e inclusive de lo que es «desarrollo». Opto por creer en la calidad del progreso. ¿Llegará pensando así, alguien a la conclusión de que es destacadamente puntuable el criterio de un hombre de campo con ancestral sabiduría —de estirpe cristiana y de estirpe estoica—, capaz de arraigarse en comportamientos espirituales con sintomática frecuencia? El individuo de la masa de la gran ciudad por su enmarque ambiental apenas puede eludir con holgura el empuje uniformista y se deja inducir por mimetismos que dificultan el encuentro personal de cada uno consigo. ¿Es disparatada, entonces, aquella conclusión? Nada más a medias. Bastantes años de docencia me hacen dudar acerca de en qué consisten, en última instancia, la verdadera educación y la genuina mejora del hombre.

Pero un roussonianismo de nuevo cuño ni llega a ser nostalgia. No se justificaría. El mundo va por donde va y su paso irreversible sigue. Lo que parece indudable es que nuestro momento se debate en afanes que vistos por detrás son desengañados; y en fatigas con rostro ilusionado, y en tristezas que juegan a la felicidad. «Yo soy a la vez desierto, viajero y camello», decía de sí mismo en su vejez Gustave Flaubert. Los perfeccionamientos técnicos y los cientifismos a ultranza pretendidamente infalibles avanzan a gran velocidad con su carga de arena por la arena. Y entonces, como en otra ocasión y con distinto motivo pedía Ortega y Gasset, se hará conveniente —o preciso— corregir a las grandes capitales con las pequeñas de provincia, a las de provincia con los pueblos y a los pueblos con el campo.

No vamos a regresar. No es remedio volvernos del todo a los pueblos. Pero si se les escucha y se aprende de sus fondos y usos alguna que otra lección, la gravosa asignatura que va siendo la Civilización puede revertir de peso en ayuda. No se puede ser al par, ciertamente, viajero, desierto y camello. En la pequeña ciudad, en el pueblo o en el campo, la gente suele saber elegir. Y advierte con claridad que elegir de una parte es, de otra, renunciar. Esto aligera la acción y el pensamiento. Los Horacios avisados añoran la descansada vida. Sería muy triste si se demostrase que del campo, del pueblo o de la «pequeña, vieja ciudad» ha huido también el descanso.

(ABC, 28 de abril de 1977)

martes, 23 de abril de 2013

EL LIBRO Y EL NIÑO





No es ningún descubrimiento decir que a los niños —a los niños pequeños también— les gustan los libros. No digo que a los niños les encante siempre estudiar, pero les agrada tomar un libro en sus manos, hojearlo, ver los grabados, y hasta leerlo. En este sentido la pedagogía moderna, aliada con los primores tipográficos, ha conseguido maravillas.

El primer paso está dado. Hoy no se enfada un chiquillo si los Reyes le dejan libros. Eso sucedía hace treinta o cuarenta años. Ahora no. Hace treinta o cuarenta años los libros podían gustarle a este o al otro niño «repipi». En nuestros días se ha conseguido que los niños normales, en su sistema de valoraciones, estimen por igual al libro que al balón.

La primera deducción que sacamos es que los libros dedicados a la infancia se ajustan mejor que hace unos lustros a la sicología infantil, si bien queda mucho camino por andar en este aspecto. Se consiguió, desde luego, que el primer contacto con la letra impresa fuese agradable. Así, el aprendizaje de la lectura, lejos de constituir un tormento, se hizo tarea hasta cierto punto amena. Y cuando, una vez seguros en la posesión y afianzamiento del «instrumental», se aventuran los escolares a bogar —imaginación en ristre— a lo largo y a lo ancho de las páginas de un libro, la fatiga, o lo que es peor, el aburrimiento, no producen apenas naufragios. Es más: el libro de texto —el tantas veces odiado libro de texto— se escribe y se confecciona ahora teniendo en cuenta el fin para que es creado. Se toma en consideración al alumno a la hora de hacer un libro didáctico, cosa no frecuente antaño.

Y como el libro ha empezado a comprender al niño, se advierte cómo, en justa correspondencia, el niño ahora comienza a ser más amable con el libro. Lo trata mejor. Lo cuida con cierto esmero, lo considera como un objeto personal valioso. La eterna enemistad entre el estudiante y el libro, hecha patente en aquellas manchas, aquellos rayajos, aquel talante desencuadernado, aquellas apostillas irónicas en las páginas en blanco, los añadidos de bigote, sombrero o gafas en los fotograbados puede decirse que ya no se usan. El niño, el muchacho, podrá no estudiar, pero en cualquier caso respeta el libro. Decíamos que el primer paso está dado, ganada la primera batalla.

Ahora bien, el libro que fue hasta hace unos años el instrumento exclusivo de la Cultura; que «monopolizó», por así decirlo, como único vehículo aprovechable la circulación de los conocimientos, se encuentra ahora con que no está solo. Medios de cultura audiovisual existen —tele, cine, radio, al alcance de cualquiera— que, a primera vista, compiten con el libro en la transmisión de los conocimientos, con la ventaja de la comodidad y de la amenidad. Por eso muchos se alarman. «Mis hijos no miran un libro desde que tenemos la televisión en casa...»

¿Van pues a pasar los libros en un futuro más o menos próximo a la situación de «reserva»?¿Van a hacerse inservibles ahora que empiezan a ser respetados por los niños? Suponer que la cultura audiovisual va a anular a los libros, es pensar sin perspectiva. El libro es insustituible. El cine o la tele son eficaces pedagógicamente hablando, pero sus servicios no pasan de «servicios auxiliares». Tienen sin embargo una calidad y un atractivo y una sugestión tales, que obligan al libro a superarse. De ahí que el buen cine o los buenos programas televisados van a hacer que se escriban en adelante mejores libros. La misión rectora de la letra impresa, ante el empuje de la cultura subalterna, va a hacerse más consciente y decisiva. Los temperamentos verdaderamente ávidos de información, de ciencia, de sabiduría, estimulados por la tele o el cine, no se contentarán con la imagen; instarán a la idea. No se conformarán con el reportaje, apelarán al trabajo.

Mi impresión es que los medios audiovisuales van a quitar público al cine o a los toros; pero nunca al teatro o al libro. A pesar de que, de primera impresión, parezca lo contrario. Van a ser las películas históricas quienes encariñen a los chiquillos con los libros de Historia. Y por fin, muchos van a leer el «Quijote» después de un programa de televisión dedicado a Cervantes...

A la corta o a la larga —si no se tropieza con un encauzamiento indebido o con una inversión de valores que, ¡ay!, también sería posible— las entidades subalternas de la Cultura nos van a conducir siempre, indefectiblemente, a la presencia del libro.

La amistad del hombre y del libro puede ser fomentada desde la infancia. Ahora hay más ocasiones que nunca para que así sea.

(JAÉN, 1 de mayo de 1964)

miércoles, 10 de abril de 2013

LA HERENCIA





En alguno de sus libros alude Unamuno a los «tópicos de segundo grado». Tópico de segundo grado no es otra cosa que el contratópico cuando también se generaliza o se extiende. El primer poeta que para enamorar a una bella la llamó sencillamente «rosa», tuvo un acierto estupendo; casi como el de quien inventó la rueda. Pero... rodó la bonita imagen mucho y degeneró en tópico. Ahora nadie se atreve a comparar a Inés —por muy Inés que sea— con una rosa. Sin embargo, lo feo de verdad surge con el contratrópico. Recordemos, en el caso de Inés, cómo la réplica —la «protesta»— consistió en parangonarla con el jamón —«está jamón»—; el nuevo encomio metafórico de sus encantos, que pudo parecer original en un principio, resultó sintomático, luego de divulgado hasta el exceso. Sintomático de pobreza imaginativa al menos. (El piropo ya no es el «madrigal de urgencia» que postulaba uno de nuestros clásicos contemporáneos: a lo mejor se queda, ya para siempre, en aleluya de figón.)


Pero dejemos a Inés. Seguramente, hoy, los vehículos mentales empleados por la mayoría para la expresión de juicios e ideas se reducen a contratópicos. Bien que si el tópico era como un tranvía de los antiguos —tracción animal—, el contratópico es un trolebús: más velocidad y más caballos, pero sin caballos. En cualquier caso el contratópico brinda una prodigiosa disponibilidad de «lugares comunes», ofrece los asientos compartidos para el uso y para el abuso. Como siempre... Y ejemplos sobran. A la predicación de que había que ser formalito sustituyó en el éxito la de que hay que ser sincero, no más (y en el saco de la sinceridad cabe todo, hasta la grosería). Así es que el fervor al Rey, porque el Rey es rey, es reemplazado por la devoción a Roque, porque Roque es Roque. ¿Cómo puede ser de otra manera si mis «respetados y queridos padres» no son ya sino «mis pobres progenitores»? Nadie se extrañe, pues, de que don Jacinto no pase de Jacintillo: es el contratópico, es la guerra. No puede estar al día quien ignore que la palabrería de la subversión tiene hoy tantos adeptos como la palabrería de la obediencia en tiempos del «pundonoroso niño Juanito».

La explicación en el fondo está en la falta de libertad. Nos montamos en la idea prefabricada y en la frase hecha con más frecuencia de lo que debiéramos porque nos falta libertad. Pero a la de dentro, a la que tiene sus raíces en el fondo de cada hombre nos referimos: y no precisamente a la suministrada, como un servicio más, por el Estado. Yo creo que las libertades públicas que pueden y deben distribuir los Gobiernos, representan algo así como la «subvención» a la íntima libertad de usted o mía. Pero no se puede ser «becario», no se puede aspirar a la «ayuda» en este aspecto, si antes no se prueba que existe una auténtica disposición individual, es decir, si no se aporta como garantía un numerario de buen sentido personal. La base capitalizable de la libertad se establece en la constitución de cada uno. Y luego la Constitución del Estado aleatoriamente la refleja. No sé si me explico. De todas formas, parece indudable que cuando, como con frecuencia sucede, el tópico o el contratópico enrolan a la gente sin ninguna dificultad, algo funciona mal en el dispositivo del discernimiento privado. Si albedrío, no puede haber libre albedrío. Y sin libre albedrío sobran, cuando no estorban, las libertades de suministro. El agua puede inundarnos la casa si no sabemos usar del grifo o lo descomponemos. Pero además, tópicos y contratópicos obstruyen la cañería. ¿Limpiamos la cañería, fontaneros?

* * *

Y todo porque al pasar hoy por una calle poco despierta de la vieja ciudad, me he topado con una hornacina de la Virgen. Por un momento he pensado que esa hornacina, cubierta por un tejado húmedo de lluvia, representa nada menos que toda la cultura de Occidente. ¡Tópico! ¿No la representa, asimismo, la torre de la iglesia, y el blasón del palacio de la esquina, y la Casa-Ayuntamiento? ¿Tópicos? Pero de lo que sí estoy seguro es de que son innumerables las gentes más o menos «desacralizadas» que, con énfasis no exento de malhumor, se esfuerzan por gritar —por mantener sin demostrar— que ni la hornacina, ni la torre, ni el blasón, ni el palacio, ni la Casa-Ayuntamiento sirven ya para maldita la cosa. Es el contratópico de moda, del que es necesario irse apeando aún con el tranvía en marcha. Porque, ¿de verdad hay que matricularse en otra cultura? ¿Vamos a cambiar de cultura como quien cambia de corbata? No es un derechista, no es un integrista quien responde. Es Albert Camus quien escribe: «No es cierto que sea posible, siquiera sea transitoriamente, suspender la cultura para preparar otra nueva. No puede suprimirse el incesante testimonio del hombre sobre su miseria y su grandeza: no puede suspenderse una respiración. No hay cultura sin herencia y nosotros no podemos, no debemos rechazar nada de la nuestra, la herencia de Occidente».

(ABC, 18 de abril de 1969)

domingo, 7 de abril de 2013

LA NOVENA DEL SANTÍSIMO






La anécdota es bien sencilla: una vez, en la Iglesia del Salvador, durante los cultos de la novena del Santísimo que se celebra en abril, cayó, seguramente, un rayo que destruyó parte de la techumbre del templo. Todas las abuelitas que con su pequeño asiento debajo del brazo, siguiendo una pertinaz, inveterada costumbre, veis descender por la calle de la Cárcel estos días pascuales con dirección a la Sacra Capilla, lo recuerdan todavía con un sí es no es, amedrentadas y congojosas. Pertenecen a la buena generación, tan distante ya, que todo lo temía del cielo y casi nada temía de la tierra.

—Vamos a ver, Juanica, ¿por qué no nos cuenta usted?...

Juanica tiene ya los «cuatro veintes» (ochenta años). Cubre su cuerpo, menudito y encorvado, con un inmenso mantón de borlas, negro. No sé yo de qué echar mano para medir la resistencia física de esta «mujercica», que, valga este detalle, no ha dejado Juanica en los últimos cuatro últimos años un solo día de «rezar el Jubileo». Cuando nevó «por la aceituna» —dice ella— hace dos años, me escurrí al bajar la cuesta de Cobatillas yendo a San Nicolás, pero nada más se me «ejarró» el «echarpe».

—Vamos a ver, Juanica, ¿por qué no nos dice Vd.?

Casi sería feliz Juanica. Porque tiene Juanica cuatro hijas «bien casadas» y de ellas, once nietos. El mayor de todos, el de «su Francisca», ha salido de listo como su abuelo que en gloria esté, que una vez fue jefe de los municipales, cuando «los Montillas»... Va a la escuela de Don Cristóbal y ya se ha «desaminado» dos veces en Baeza... Digo que casi sería feliz Juanica, sino fuera porque su «nuera» María, la viuda de su segundo hijo, «el hijo suyo de su alma», ha salido como ha salido...

—Díganos Vd. Juanica, ¿cómo fue aquello?

—Pues mire Vd. —dice Juanica— aquello no se lo esperaba nadie, porque al entrar en la iglesia estaba raso como un pandero. Pero así que Fermín y Perico Huevos (q.e.p.d.) «emprencipiaron» a cantar la Letanía vino una «oscurana», una «oscurana», una «oscurana», cada vez más, cada vez más... Cuando el «cura centimillo» se bajo del púlpito, yo le dije a Dolorcicas, la madre de «los polacos», que estaba a mi lado con su nuera, le dije: —¡Ay, Dolorcicas de mi alma!, ¿no ves que «oscurana»? Y no había terminado decirlo, cuando... ¡Ave María Purísima!, no quiero ni acordarme...

—¿Y este año, Juanica, qué va a pasar este año?

Mira Juanica al cielo, que también, ¡ay!, está raso como pandero y responde:

—Pues es lo que le digo a mi nieto el que se «desamina» en Baeza, y el muy tunante se ríe. Cuando yo era mocica llovía en un día más que ahora en todo el invierno. Vivía yo entonces en la calle de las Parras, un poco más arriba de la casa de «las Boscadas» y una vez las canales...

ANSELMO DE ESPONERA

(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 4, abril de 1950)

viernes, 5 de abril de 2013

¿CRISTIANISMO CONSERVADOR?





Desde fuera, y a veces también desde dentro, se acusa al Cristianismo y especialmente al Catolicismo, de conservador. Por supuesto, ser «conservador» en nuestro tiempo es cosa nefanda... La gente acusa de conservador al cristianismo basándose nada más en puras anécdotas: en el «Cadillac» del señor Fulano que comulga cada semana y en el altar barroco de San Antonio que hay en la iglesia del pueblo a mano izquierda conforme se entra. Otros hombres más ilustres, existen, también, que llaman conservador al Cristianismo porque además de un alma tiene un cuerpo visible con cabeza, tronco y extremidades. Desearían descabezarlo o encojarlo o dejarle manco, para que fuese más «evangélico», dicen ellos; para que no pudiese moverse, pensamos nosotros.

Con razón decía Chesterton que los hombres pierden la fe por motivos más bien fútiles. Hoy mucha gente la pierde embriagada por los argumentos manoseados del último filósofo presentados, eso sí, de forma «aggiornada» y brillante. Sin embargo, yo creo que la mayoría de los desertores —desertores de la fe cristiana— lo son precisamente por conservadores. Son conservadores sin conciencia de que lo son, como aquel buen burgués de la comedia de Moliere que escribía en prosa «sin saberlo». Veamos.

Sin saberlo, son conservadores todos esos amantes del «progreso» más o menos que quieren mantener intacta su condición de hombres «libres», es decir, hombres que no renuncian a su privilegio de pensar por su cuenta, de disfrutar por su cuenta, de teorizar y teologizar por su cuenta y por su cuenta dogmatizar. ¿Hay algo más antiguo, más conservador que esto? La verdadera máxima revolucionaria, es decir, anticonservadora, es aquella de «Niégate a ti mismo». Está en el Evangelio. El auténtico golpe de mano contra el inmovilismo del hombre —acostumbrado a la inercia, a la costumbre del pecado, a la estabilización de sus vicios, de sus defectos, de su amor propio— se encontró siempre en la lucha titánica del asceta que vence al vaho oscuro que le mana de la carne; en el dinamismo colosal del místico que trastorna violentamente la sedimentada tradición de su geogenia espiritual hasta lograr el volcanismo de sus ímpetus fervorosos. Pero hoy nos acordamos poco de esos revolucionarios que fueron los ascetas y los místicos. Hoy creemos que la revolución cristiana consiste en desacralizar la religión —pronto habrá cristianos sin Dios como hubo en los tiempos de la república española monárquicos sin rey—; en buscar entronques inéditos al Evangelio y en acelerar el expediente para la autorización de «la píldora». ¿Qué revolución puede ser esa? ¿Cómo vamos a creer en unos revolucionarios que quieren conservar a toda costa los «fueros» antiquísimos del egoísmo personal comprometido en la defensa exclusiva de los valores humanos frente a los derechos de Dios sobre el hombre ?

Claro que, en muchas ocasiones, estos conservadores con capa revolucionaria se escudan en tremendas verdades parciales. Por ejemplo, cuando hablan de justicia social cristiana, esa justicia que aún no ha llegado. Pero eso es harina de otro costal. Lo que interesa de momento es no confundir. La manera más segura de aplazar el implantamiento de la justicia social es contribuir consciente o inconscientemente, a que se pierda entre los hombres el amor y el temor al Dios personal que juzga, premia y castiga. Porque Dios vive y habla desde su silencio. Lo de la «muerte de Dios» es también demasiado antiguo, demasiado «conservador».

(ASÍ, Núm. 3, 1968)