BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

miércoles, 31 de julio de 2013

LAS VIRTUDES COLGANTES





El secreto del estilo es una gracia. Gracia del saber llevar. ¿No hay un saber llevar el adorno en el vestido o en el ánimo? Pues también hay un garbo para la alegría. Y para el talento mismo. Y los enfermos y los tristes saben que hay un dolor, finamente recibido, cuya visita inoportuna puede convertirse en fecunda amistad. En todo eso consiste la elegancia. Pero lo importante es que nada nos cuelgue; que, bien cinchado el espíritu, permanezcan en su sitio el atuendo y el gesto. Sin figura, la presencia se desmorona; y el espíritu pierde su fuerza si no acierta a encontrar su postura.

Ello, claro está, supone ante todo una disciplina. Por lo pronto, precisa cuidar la armonía. No hay manera de buscar asonancia a la esmeralda si están mal cuidadas las manos de la bella. Por la misma razón, cualquier excelencia ética, intelectual o artística disuena —y hasta repugna— si no logra esmerar sus relaciones. Existen, por ejemplo, virtudes sobresalientes que naufragan aisladas al rodearse de un contorno desproporcionado u hostil. Es el defecto en que incurren quienes nada más quieren ser humildes, o nada más quieren ser caritativos, o nada más quieren ser valientes. Se advierte entonces, en seguida, una hipertrofia que implica, naturalmente, una insolidaridad. Se avanza impetuosamente en una dirección, y la virtud dominante, desconectada de la familia (las virtudes hacen familia o no sirven), aparece más bien como algo monstruoso. Arrastra, cuelga, y no adorna; estorba a quien la vive y a quien la contempla.

Cualquier avance ha de ser frontal. Lo unilateral no basta. Se estima la cultura general como base y sin ella toda especialización ulterior resulta deforme. ¿No habría que procurar y ponderar igualmente la «belleza general» o la «moral general»? La bondad común preceda a la virtud especializada y que una sensibilidad artística de amplia base constituya la premisa indispensable en el artista de cualquier género. Así se evitarían aberraciones como éstas:

—Pintando cerezas es un fenómeno, pero no le pregunte si ha leído a Shakespeare o a Cervantes.

—Es genial tocando el saxofón, pero sólo se compadece de su perro.

O se impedirían estas otras:

—Es un cristiano social formidable. Ya está al día. Ya no sabe si hay Dios o no.

—Esa muchacha no se ha alzada jamás la manga por encima del codo. ¿Cree que aguantará si usted, además, le exige que sea tolerante y generosa con sus amistades?

Nuestro mundo, en efecto, está lleno de virtudes sueltas y exhibitorias que afean, por su desproporción, las almas de quienes sin recato las ostentan. Chesterton escribía que «nuestro tiempo está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas». «Locas —añadía— por sentirse solas y verse vagando aisladas.» Locas por sueltas, autónomas, rebeldes a la regla y canon. Locas por insolidarias. Pero si la hierba crece dentro de la anatomía corporal colaboran en plenitud los distintos órganos y humores, y en la luz concurren los colores, y para el prodigio del rostro que enamora coadyuvan en equipo los ojos con la dentadura y con los labios..., ¿cómo pretender que exista una moral a base de abnegaciones y perfecciones independientes exclusivistas?

Vigilar los especialismos, denunciarlos cuando el peligro amenaza. Sobre todo en moral los especialismos insolidarios suelen ser fatales. Habría que invitar a todos los hombres a un «saber llevar» sus virtudes con estilo y con templanza, hasta componer con ellas el talante armonioso, la actitud de serenidad y de belleza. Porque la Moral tiene, asimismo, su bachillerato de disciplinas comunes y obligatorias. Y la Moral, como la inteligencia y como el vestido, tiene su elegancia.

(ABC, 12 de julio de 1965)


lunes, 29 de julio de 2013

¡CALMA, MUCHACHO!





Que haya en el mundo personas inteligentes, es bastante normal. Tan normal como que existen personas más o menos estúpidas. Hay una especie de lotería en esto del talento, pero salvo la aparición del genio —suceso excepcional— es poco razonable el asombro ante quienes manifiestan una pequeña ventaja, una pequeña ventaja nada más, sobre el nivel medio, sobre el nivel intelectual común. Sobre todo, es poco elegante, y empieza a ser absurdo, asombrarse ante la propia inteligencia.

Cuando alguien se considera a sí mismo una excepción en esto de la inteligencia, comienza el peligro. El peligro de que, catalogándose, sin más, como un portento, incurra en la tontería de creerse despegado del resto de la humanidad y, como tal, con derecho no ya a la originalidad sino a la extravagancia. Y, como tal..., inmune no ya al convencionalismo y al prejuicio, sino a las normas elementales de uso común. Como si fuese de otro planeta. De tal forma que ni la moral es párale ni la educación tampoco. Hasta el punto de que espira a que sus groserías, por arte de birlibirloque, se transfiguren en «boutades» y sus blasfemias en frases de ingenio.

Ejemplos abundan, aunque hasta ahora nada más abunden relativamente. Hace unos días, Miguel Fernández, en un excelente reportaje, nos hablaba de su charla, sostenida en España, con uno de estos inteligentes muchachos borrachos de su propio talento que han rociado su propia embriaguez con el vino de París y que ya, después de esta licenciatura, se consideran con patente de corso para asumir opiniones y adoptar aptitudes contrarias, por lo menos, a la discreción y al buen gusto. Actitudes y palabras incursas, por lo menos, en el delito de pedantería.

Pero hay, a lo largo y a lo ancho del mundo, infinitas personas inteligentes que no se consideran una excepción, un asombro. Hombres que piensan y escriben maravillosamente sin que por eso se les ocurra pensar que la patria en que nacieron es demasiado estrecha para ellos. Estupendos jóvenes hay por todas partes, con deseos innovadores y reformadores inclusive, a quienes no se les antoja que el camino para ser «genios» es el insulto a los genios que le precedieron. Enorme, sí, es la legión de individuos con talento que no tiene miedo a perderlo si dicen que admiran a Cervantes, en el caso de que sean españoles, o a Shakespeare, si nacieron en Inglaterra. Estas incontables personas que alían a su inteligencia una dosis de elegancia espiritual, no aspiran a lo mejor a «monstruos», pero se ponen a trabajar pacientemente, o a investigar, o a escribir, o a hacer política de una manera razonable, con estilos de audacia que, sin embargo, no empecen a la verdad; con personalidad, en fin, pero sin cursilería. Porque a esto vienen a parar en la mayoría de los casos, estos adanes del «genio» en fase embrionaria: a cursiladas de la peor ley. Ya que hay cursis de color rosa —cursis al pastel— y, también, cursis al óleo (?)

Sí. Frente a los inteligentes en los que, precisamente, fracasa la inteligencia por egolatría, por soberbia, está, gracias a Dios, todavía la cordura de los hombre que saben que la inteligencia es cosa corriente, cosa de la que no hay que engreírse demasiado. Claro está que, muchas veces, esa cordura les exime de la celebridad. Pero, ¿qué es la celebridad? ¿De verdad, de verdad, hay personas talentosas que aspiran a la celebridad por la celebridad misma?

(JAÉN, 15 de julio de 1967)

jueves, 25 de julio de 2013

AMIGOS





«Amigo mío, no hay amigos», dijo aquél. Lo diría, seguro, en un rato de malhumor. ¿Habéis visto que diferentes son las cosas —las visibles y las invisibles— según ser miren con humor bueno o con humor malo?

En un rato de mal tiempo —el malhumor no es sino mal tiempo del espíritu— se dicen estas cosas y otras semejantes. También cuando se está de mala uva suele decirse: «Estoy hasta los pelos de sinvergüenzas». Y no. Nadie está hasta los pelos de sinvergüenzas, por la sencilla razón de que no hay sinvergüenzas para tanto.

Así es que —a lo que íbamos—, amigos hay, buenos compañeros hay, prójimos que se sienten próximos hay. Pero sucede una cosa: la amistad se calienta, sube y se enfría, baja. La amistad, como el termómetro, oscila. Y oscila por mil circunstancias, a lo mejor ajenas a nuestra voluntad y a la voluntad del amigo. De la amistad, pues, no hay que esperarlo siempre todo.

Los que dicen que no hay amigos es, quizá, porque buscan en el amigo al eco. Yo digo blanco y el amigo tiene que decir blanquísimo. Y eso no. Hay que acostumbrarse a tener amigos que nos discutan, que se nos opongan, que no sean de nuestro equipo, que jueguen en contra nuestra. Muchos, cuando discuten, se enemistan. No puede, no debe ser. La amistad no es una coincidencia plena sino colaboración generosa.

—Ese amigo me ha fallado —dicen algunos, cuando al querer cometer una arbitrariedad o un capricho o una falta, no se han sentido secundados por el compañero que ellos querían incondicional hasta para eso: hasta seguirles a lo largo de la mala o de la fea vereda.

Y los hay tan apasionados que estiman que si el amigo no ratifica sus opiniones sobre cualquier cosa —por fútil que sea— ya no sirve. Son los absorbentes, los dominantes. Quieren incondicionales a todo pasto. Pero nadie puede ser tan incondicional de nadie sino con una condición: la de que le dejen pensar por su cuenta.

Claro está que hay también amigos que demuestran no serlo, amigos desleales y fáciles de soborno. Frente a éstos cabe la diatriba, pero también con una condición: la de que estemos convencidos —convencidos de verdad— de que nosotros no hayamos dado pie, o pretexto, a la deslealtad que censuramos. Por lo general, cuando los amigos dejan de serlo, hay que sospechar que a uno y a otro habría que achacar, proporcionalmente, el disgusto.

Y hablando de la amistad... ¿verdad que es mejor tener varios y buenos amigos que un solo amigo buenísimo? Hay quien dice: «Mi único amigo», con un aire que parece decir «Mi único Dios». Y eso es peligroso, sobre todo cuando se observa que, en ocasiones, esas intimidades constituyen la premisa de enormes enemistades futuras. «Bueno es ver a la tía, más no cada día», dice el refrán.

Mutatis mutandis, apliquémonos el cuento.

Finalmente hay una enfermedad sutil que destruye, como la filoxera, no pocas amistades florecientes. Es la que se produce cuando un amigo agobia con favores a otro, quitándole a éste otro la ocasión de corresponderle. En el fondo, esta amistad adolece de una soberbia refinada. En el fondo, lo que ese amigo pretende es ir siempre por delante, indefectiblemente, en todo; es decir, quiere sentirse superior. Orgullo de acreedor que desdeña el pago porque prefiere el eterno agradecimiento. Y eso no. Porque la mejor fórmula de la amistad es la de «hoy por ti, mañana por mí».

(SAFA, Núm. 25, 1964)


lunes, 22 de julio de 2013

EL MAR





Esta noche está el mar un poco alborotado. Como no es noche de luna, como hay oscuridad, el mar da miedo. De día, el mar puede imponer una sensación de paz o una sensación de tristeza, pero de noche siempre causa respeto: el respeto hacia lo cósmico que se traduce en el temor, en el miedo. La civilización ha ido eliminando supersticiones porque desde un principio dedicó su interés en resguardar a los hombres de lo cósmico. En la lucha del progreso, la ciencia domeña día a día las energías prístinas de la naturaleza: gana posiciones a las ciegas fuerzas maravillosas de la creación. Ni el calor, ni la lluvia, ni el viento, ni el rayo —por ejemplo— representan apenas algo contra el hombre que dispone de los suficientes medios de defensa frente a las inclemencias de los elementos. Sin embargo, a pesar de todo, ante la inmensa noche oscura espolvoreada de mundos o ante el mar solemne y rumoroso ¿quién no siente el eclipse, total o parcial, de su mentalidad de hombre «moderno» por efecto de la interposición de lo cósmico? En toda criatura, replegado a la subconciencia, yace latente un primitivismo ingenuo, lleno de instintos infrarracionales, que aflora sin remisión, cuando la ocasión se muestra propicia.

¡Qué grande es el mar! El mar es absoluto y unánime, igual, frente a la tierra hecha de diferencias y de privilegios. No hay oligarquías en el mar. En cambio, la Tierra opone la aristocracia geológica de las montañas a la dócil sumisión de los valles. Es el mar simple e inmenso: como Dios. Por eso nos acerca a Él. Y por eso el rumor incansable de las olas tiene un dejo metafísico, una reminiscencia teogónica. Pero sucede que durante el día, el mar se humaniza, se dulcifica, se nos hace un poco «doméstico», seducido por la luz. De día, el mar es menos mar. A nuestra vista toda su superficie, líricamente azul, se puebla de gasolineras, de balandros, de embarcaciones frívolas. Estamos en la playa. Las playas —lo femenino del mar, según Ortega— adquieren con el día su rango de refinada elegancia, su coquetería de buen tono. Y la playa es, así, un complejo de colores y de matices, creación confortable que acota una porción del mar con destino al divertimiento de las gentes. Nada pues tan desemejante al mar como la playa; o, por mejor decir, nada tan distante del mar como los balnearios. En los balnearios se siente la presencia física del mar, pero no se advierte su hondura ideal, no se aprecia su superior dimensión épica.

Pero llega la noche. No hay bañistas en el mar. Ni balandros, ni gasolineras, ni señoritas en «maillot», ni colores. El mar está sólo consigo mismo, sólo con la noche, recobrada su cósmica grandeza. ¿Qué nos dice entonces el mar? No es ya, en estos momentos una bella vista panorámica, un bonito paisaje, revulsivo de todas las blanduras líricas del alma. Representa algo más nervial, más profundo: enuncia un postulado de eternidad, propone un punto de transcendental meditación. Porque si, a medio día, a la vista de la inmensidad azul, se nos apetecen, en la playa, después del baño, una acogedora sombra, unos aperitivos y unas cervezas, ahora, en presencia de la conjunción de la oscuridad con el mar, es el alma la que se desnuda, la que siente deseos de inmergir el dolor de sus ansias y la congoja de sus angustias en el mar. ¡Oh, la angustia del mar en la noche oscura! La zozobra de los veleros de pesca gime insegura, lejos, lejos...

Su luz titila impotente. Diríase que llora de aislamiento, de desamparo. ¡Qué envidia deben sentir esas lucecillas semovientes de los veleros de pesca de las luces inseguras, a salvo, enclavadas en la costa. Están las luces de la costa alineadas e impertérritas, impasibles al terror cósmico, sin inquietud y sin congoja, adocenadas, vulgares, sin amor. Sólo una luz de tierra firme, siente el amor al prójimo como Dios manda. Es la luz del faro. Luz misionera y apostólica que cada noche acude en auxilio de las lucecillas dispersas, de las humildes lucecillas del mar.

Esta noche está el mar alborotado. Da miedo acercarse al mar.

Pero también el miedo, en ocasiones, puede ser saludable. Yo detesto —por ejemplo— a los valientes que se glorian de bañarse en plena noche, sin temor alguno. Los detesto a pesar de su valentía, porque han perdido el respeto al mar. Yo, particularmente, doy gracias porque todavía conservo una pizquita de terror cósmico en presencia de la noche y del mar.

(De POLVO ENAMORADO, Grafícas Bellón, Úbeda, 1948)

sábado, 20 de julio de 2013

AZORÍN Y VELÁZQUEZ





De ningún artista español se ha hablado y escrito tanto como de Velázquez. Pero Velázquez no es un tema... Un tema es cualquier hombre, está en cualquier cosa. Velázquez es algo más: es una tesis de España.

Por aquel tiempo, las tesis nuestras habían alcanzado ya una universalidad. La de Ignacio de Loyola, un siglo antes, ¿no aquietó en sus órbitas mil renacientes astros errabundos al clavar él —Iñigo, ballenero divino— un arpón teológico a cada uno de los conceptos que vagaban sin ley en la nebulosa del humanismo equívoco? Pues si España había polemizado con la geografía en las conquistas de Ultramar y con la historia en las discusiones de Trento, ahora, en el XVII, quedaba, para el sereno reposo de su gloria, la grandeza —un tanto crepuscular, pero al par apoteósica de epifanías— de su espíritu vacado a la contemplación. Porque con el XVII las «proposiciones» de España empiezan a tener otro signo. Hay menos acción. Hay más fruición. Ya el ideal descompone su elementalidad aparente y su transparencia en un colorismo de ideas. Y madura en delicias estéticas, en frutal sapiencia golosa, la cosecha ubérrima de la raza. Cervantes, con nombre que suena a melancolía... Velázquez, con nombre que evoca al terciopelo... Será que España está cansada. Será. Y, no obstante, es un cansancio que transciende fervores, que postula elegancias, que teoremiza vida.

Junio es el mes de las liquidaciones. El 6 de Junio de 1599 nacía Velázquez. Velázquez, así, en primera impresión, da la sensación de un pintor que «se queda con el traspaso». Con el traspaso, concretamente, de la llamada «escuela sevillana», muy agrietada, en precario, por las luchas de italianizantes y realistas refractarios. Vargas, Pablo de Céspedes, Pacheco, Herrera el Viejo... Llega Velázquez; aprende primero de Herrera; trabaja luego con Pacheco, con cuya hija contrae nupcias. Y... da a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Porque en Arte —y esta es quizás unas de sus notas diferenciales— se puede servir a dos señores, se puede servir a Italia y... al realismo español. Esta es la política conceptual, este es el estilo, de Diego Rodríguez de Silva. Él sabe, ¿cómo no va a saberlo?, que antes, siempre, se ha pintado muy bien, pero que ya hay que pintar de otra manera. Y da su «Vieja friendo huevos» y su «Adoración de los pastores», cuadros, por así decirlo, de liquidación, de saldo, porque se quedó con el traspaso. Y, ahora, a buscar caminos nuevos...

* * *

Junio es un mes de liquidaciones. El 6 de Junio de 1873 nace en Monóvar, José Martínez Ruiz, «Azorín». De ningún escritor contemporáneo se ha escrito y hablado tanto como de «Azorín». Pero «Azorín» no es un tema. Un tema es cualquier hombre, está en cualquier cosa. «Azorín» es algo más: es una tesis de España...

¿Por qué, al empezar el siglo XX, España —un poco enferma de aprensión— cree que sus impulsos están agotados? Quizás se puede pensar, entonces, que su cansancio no va, nunca más, a trascender fervores. Al despuntar el novecientos hay en nuestra Patria una fatiga para la acción y una sensación de fracaso que inhibe la contemplación misma. En política, un feble afán mimético. Miedo de no ser ya España. Miedo de no ser todavía Europa. Como consecuencia, un quietismo camaleonesco; un liberalismo de confección —mala confección— disimulando el vigoroso torso ibérico. En Arte, en Pintura, ya lo saben ustedes: cuadros de historia. ¡Vivir de las rentas! Y en Literatura —¿para que dar nombres?— retórica, patetismo de escayola, frondosidad oratoria, grasa melodramática.

Claro que los males de España tenían remedio. Lo hemos ido viendo después. Para nuestro propósito, sólo queremos resaltar aquí el remedio azoriniano en el campo literario. Porque —como Velázquez—, José Martínez Ruiz se quedó con el traspaso. El supo también que antes siempre había habido en España escritores de gran sensibilidad y de gran talento; pero que ya era preciso escribir de otra manera.

Y «Azorín» escribió de otra manera. No «poniendo punto y coma donde los demás ponen coma y punto donde los demás ponen punto y coma». El estilo azoriniano no es una ortopedia que encauza o endereza la prosa. Ni, fundamentalmente, una escarda que arranca maleza de adjetivos inútiles. Ni siquiera una ascesis para la lujuria retorizante. No es con el prejuicio de detectar técnicas nuevas como se acierta en la interpretación auténtica de un estilo. El estilo, creo, en Arte y en Literatura, no es una cosa que se aplica, sino una fluencia que mana. No es una píldora que se toma para. Es un síntoma que se manifiesta porque.

Por lo demás, en los modos estéticos respectivos de estos dos hombres nacidos en Junio —mes de liquidaciones—, en tan próximo parentesco de fechas, hay como una comunidad espiritual bien patente. Si en los cuadros de Velázquez se ve el aire, en los capítulos de «Azorín» se palpa el tiempo. Son dos perspectivas inigualables. Ambos nos presentan la realidad. Pero no una realidad que impone sus categorías y sus perfiles inexorables. Más bien, una realidad que se enriquece —y se electriza— en ese condensador de emociones que es el hombre. De Velázquez se dijo que, después de mirar, pinta con el botín de la mirada, la mirada misma. ¿No parece lógico acordarse ante un cuadro de Velázquez —cualquiera— de cualquier página de «Azorín»? «Azorín» ha escrito: «Dos cualidades esenciales tienen los vocablos: una de ellas es el color; la otra cualidad de los vocablos es el movimiento». Cuando el Maestro escribe una de sus páginas, ya sale impregnada con los colores de la paleta de su alma e informada de una dinámica vivencial. Como Velázquez... El realismo del pintor de «Las Meninas» es un realismo de ida y vuelta: va a las cosas, mas no para quedarse en ellas.

Y, por eso, cabría hablar también del realismo de «Azorín». Un realismo que incide en los temas, no a la manera del naturalismo, en inapelable perpendicularidad cegadora y fulmínea. El estilo azoriniano, que se llama directo por su forma de construcción sintáctica, es de una oblicuidad estética portentosa. Gracias precisamente a ella, las cosas reverberan en los «primores de lo vulgar». Lo vulgar, tratado por el autor de Los Pueblos se hace, así, belleza. Y no es que lo real deje de ser real, pero empieza a ser materia lírica. Y el polvo sigue siendo polvo, más... «polvo iluminado».

Como Velázquez, «Azorín» pinta lo de afuera desde dentro. Y desde dentro, todo puede pintarse. Hasta el aire. Hasta el tiempo...

(VBEDA, Año 11, Núm. 108, 20 de julio de 1960)

jueves, 18 de julio de 2013

SESO Y SEXO





Una de las pedanterías insufribles —o risibles— de ahora es que parece como si el sexo fuese también un descubrimiento del siglo XX. Claro; el sexo estaba ahí desde siempre y, por eso, el mundo, a pesar de su detestable calidad no se acababa. Pero su presencia tácita armaba poco ruido e innumerables tabúes —dicen— lo cercaban. Naturalmente existía el amor y los poetas de todos los siglos se asombraban de los ojos de Aminta, de Filis y de Amaritis. Pero el amor, bien analizado, ¿no era una versión cursiloide y falseada que desvirtuaba y casi dejaba en ridículo la colosal fuerza del impetuoso Eros? También existieron, en todas las civilizaciones de Oriente, de una u otra manera, manifestaciones de culto fálico con rituales apoteósicos; pero esta exaltación del sexo era religiosa, con fondo sacral. No puede servir, pues, como precedente. En cuanto al dramatismo medieval, que culmina en La Celestina el proceso de una impregnación trágica de la vida a cargo de la relación hombre-mujer, no pasa de teatral y aparatoso alarde de fondo, mitad a mitad, judaizante y pre-erasmista. Y no pasa de literatura el «eterno femenino» de Goethe; literatura rosa, no obstante los suicidios románticos que inaugura Werther. Entonces —siguen pensando los eróticos sin tacha que están inventando la nueva era—, puesto que ni siquiera las granujadas de los caballeros decimonónicos que se jugaban al monte, en el casino, a sus esposas, significa otra cosa que folklore puro, somos nosotros, desde nuestro Padre Freud acá, los que debelando prejuicios, arrancando pudores, sembrando sinceridades y reventando misterios, hemos potenciado el sexo en toda su grandeza, reconociéndole el máximo protagonismo, al magnificar su alegre, destapado y libre alboroto.

No sé si la Internacional Erótica debe en mucha parte a la propaganda, favorable o adversa, su fortuna. De momento, dado el ambiente caótico del pensamiento que segrega constantemente ciencia sin reserva metafísica, el erotismo triunfa casi como un credo nuevo. Siempre el sexualismo fue una función. Ahora, además, ¿pretende llenar el vacío de una época que demanda nuevos dioses para ser pedestales sin ídolo? Por eso quiere acapararlo todo. Desde el teatro a la exposición de arte, desde el nuevo bikini a la lección en el Colegio sobre educación sexual, de la novela al chiste porno-político pasando por el cine y la manera de andar de Caperucita (pues ya he visto unas adaptaciones gráficas de Caperucita con «suéter» incitante), todo está espolvoreado, regalado e... indigestado de «sexy». El movimiento erótico a escala cósmica usa de todos los recursos y adopta todos los medios: finos algunos, tremendamente vulgares otros. Pero hasta cuando las formas culturales —y cultuales— del «sexy» se sirven de maneras más elegantes, puede cansar. («Todos los días langosta, también fastidia», me decía un televidente somnoliento ante el desfile de las señoritas-anuncio, anteriores al telediario del cierre de emisión). Quizás nuestros abuelos —«hay que ver mi abuelita la pobre»— se escandalizarían ante el despliegue audaz. Pero es el caso que ya ni eso, porque se trata de una audacia constante. Y la audiencia que no cesa, pronto deja, paradójicamente, de serlo. De la misma manera que hoy, en el plano de las creencias, la auténtica audacia consiste en declararse católico cristiano, ya está llegando el tiempo en que las muchachas que verdaderamente buscan un atuendo original se visten, para «epatar», con traje y mangas largas.

Sea como fuere, el absolutismo sexual, al que como digo puede que le salga el tiro por la culata, es, de todas formas, aparte de su patente inconveniencia moral, un espectáculo de mal gusto. De mal gusto, como todos los espectáculos multitudinarios. Es de notar, asimismo, que cuanto esta «mentalización» para el sexualismo indiscriminado y sin tasa llega a «provincias» y se apodera de los pueblos, adopta formas aún más peligrosas y gruesas. Parece que este «progresismo sexual» alcanza en España, precisamente, magnitudes insospechadas. No sé si exageraba, pero a una muchacha extranjera le he oído decir que, en su país, los novios no van abrazados con las novias «así», sino en ciertas calles acotadas de las ciudades. Es cuestión de sectores. En España no se llega a tales sutilezas. Al menos por ahora.

En fin, lo «sexy» alcanza en su marea cotas altísimas. Es sabido. No vamos a repetir lo de «a dónde vamos a llegar», porque ya hemos llegado. Si se trata de un aspecto más de la «progresiva liberalización contra los poderes opresores», pase. Es preciso denunciar opresiones a cada instante para que le sigan llamando a uno hombre o mujer modernos. No se puede vivir ya sin opresiones que llevar al juez. Así que si la misma Caperucita tiene ya una manera «sexy» de contonearse, será porque ya no le teme al lobo y más vale, entonces, que se ría de su abuelita, opresora al fin y al cabo.

Puede ser, insistimos, que la «ola erótica» sea únicamente una reacción más contra las «tiranías». De una u otra manera, esta magna operación «sexy», se hace con muy poco seso. No se trata de un juego de palabras. Sucede que, paralelamente, los valores mentales que aspiraron siempre —aspiraron al menos— a llevar en cada persona las riendas del poder, empiezan a relajarse de tal forma que ya hay hombres incluso muy cultos, que cuando se miran por dentro dicen que no ven nada. No les aprovecha lo mucho que saben. A lo mejor no distinguen entre sexo y seso. Uno para decir que no quería quebraderos de cabeza escribía: «No quiero que me calienten los sexos». Y es que, a lo mejor, creía en esa «sexualización del cerebro» que insinuaba Segismundo Freud.

No, no hemos inventado el «sexo» los hombres del siglo XX. Nada más lo hemos «liberado». Es decir le hemos quitado misterio, seso y peso. Al no ser «huerto sellado» sino campo abierto, ha perdido a la intemperie sus encantos mejores. Por eso, quizás es posible que se produzca un regreso. ¿Volver entonces a los sonetos a Filis y a Aminta? No, sino usar de seso para ordenar esta descolocación del mundo, de sus verdades y de sus sueños.

(JAÉN, 15 de julio de 1976)

lunes, 8 de julio de 2013

GLOSAS EN LA PLAZA. Nocturno en la Plaza de Santa María.—





¿Cuánto tardó en civilizarse la noche? Ella era una oscura, fatal, irremediable fuerza cósmica. Su presencia, su vigencia, suponía ineluctablemente la ausencia de cualquier viviente realidad; era la noche, absoluta y despótica, ciega e indomeñable. Las estrellas, brillando en su negrura, contribuían a resaltar su inhóspita grandeza, su avasallador dominio. ¿Quién organizó la primera batalla? ¿Quién se atrevió a colonizar la noche?

Desde el invento del fuego —testarudez del pedernal contra el eslabón— hasta ahora, la Civilización es, hasta cierto punto, la historia de la guerra del hombre frente a la noche. Ya, de la noche puede decirse que es “pagana”: ha quedado relegada, como la religión del Imperio, a los “pagus”, a los campos. La ciudad, la gran ciudad sobre todo, la ha transformado empero: la ha “manufacturado”, utilizándola para sus más animados y exhibitorios ensayos. Apenas el día sirve ahora, en la ciudad, para trabajar; la noche en cambio, desprovista de su hirsuta pelambre cósmica, maquillada de “neón”, es el escenario obligado, el fondo propicio, de cualquier refinamiento urbano.

Pero si en la gran ciudad ultraluminosa, la noche “se ha puesto a servir”, derrotada y maltrecha, ¡qué aristocraticismo el de la noche en los reductos férvidos de estas nuestras ciudades artísticas, monumentales! En ellos, la noche derrotada recobra su poder. no un poder despótico y absoluto como el de la inclemente noche cósmica, sino un prestigio velado, secreto, nimbado, insinuantemente poético...

Visitemos, en la noche también, la Plaza de Vázquez de Molina. Aquí, los faroles del alumbrado no eclipsan a la noche, sino que la realzan como a gran señora. Aquí, la luz no coloniza a la noche sino que, entre la noche y la luz, se establece una indefinible colaboración.

Nocturnos de la Poesía, nocturnos de la Música, nocturnos del Arte, para las sutiles matizaciones del espíritu en trance de tartamudeo extático. La noche, ni vencedora ni vencida. ¡La noche, genuinamente civilizada!

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

domingo, 7 de julio de 2013

GLOSAS EN LA PLAZA. El tiempo.—





Buen escenario para la meditación del Tiempo, la Plaza de Vázquez de Molina, propicia siempre para el aparcamiento de nuestros pensamientos asendereados.

Vehículo el pensamiento de tanta idea fugaz, de tantas urgencias desaladas, tiene como un cansancio: cansancio por exceso de velocidad. Aquí, en esta plaza ubetense, el tiempo —artífice de la Historia, demoledor de la Historia— apenas hace ruido al pasar. Y es como si nuestra vida, imantada de suavidades, no sintiese el íntimo tableteo desencajado...

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

sábado, 6 de julio de 2013

GLOSAS EN LA PLAZA. Humanismo. Teología.—





Jacques Maritain, ese fino espíritu francés, enfrente la concepción religioso-filosófica de la Edad Media (Teología sin Humanismo), a la del Renacimiento (Humanismo sin Teología). Si la síntesis ideal —Teología y Humanismo— no puede llegar por el camino que Maritain preconiza en La Nueva Cristiandad, corresponde de todas formas a nuestro tiempo el hallazgo de una precisa solución integradora.

Sea como fuere, resulta claro que el Renacimiento marca en la Historia la apoteosis del hombre. (Ahora ya no; ahora al hombre se ha quedado rezagado; ahora el hombre —“persona”— le “ha cogido la vez” la Técnica: los adelantos, han adelantado al hombre. Se ha repetido esto hasta la saciedad, y no es preciso insistir.)

Pero en el Renacimiento, el hombre, en la cumbre de su poderío, pudo reconocer fronteras; y no siempre lo hizo. No lo hizo porque, consciente de su fuerza, no en todos los casos tuvo conciencia de su limitación. Porque le bastaron sus arrestos para abarcar un grupo de verdades, se creyó con coraje suficiente para abarcar toda la Verdad. Y “suprimió”, gradualmente, a Dios. Ahora, advierte el hombre que “suprimido” Dios, resulta facilísimo suprimirle a él. No prever esto, fue otro fallo del humanismo a ultranza.

Hubiera sido mejor que el Renacimiento —abocado luego a racionalismos, empirismos, romanticismos, “libre-albedrismos” y demás “ismos”— hubiese rematado con la Cruz, en cualquier ocasión, la ingente montaña de su poderío. Hubiese sido mejor, como dijo alguien, una “Grecia en Gracia”, sin posibles derivaciones bastardas. Ahora, pues, como único remedio, habrá que desandar lo andado.

El Renacimiento —en fin— debió detenerse en el preciso momento del equilibrio. Como en... nuestra Plaza de Vázquez de Molina. Construir con la Naturaleza sillares para la Razón; integrar el “ethos”, el “pathos”, el “logos”, en indestructibles paradigmas históricos. Y luego el hombre, al saberse “persona”, no suponerse Dios; seguir adorando a Dios en Dios... Pero —sucedió a veces— al dar al César lo que es del César, se dio también al César lo que de Dios es.

Respirando el ambiente de nuestra Plaza —siempre violetas, palacios, iglesias, campanas— la Teología no se advierte como una Ausencia sino como una espléndida Presencia. Ni aun la tupida floración mitológica de la fachada de El Salvador, representa una excepción. ¿Templo “pagano” El Salvador? A un ilustre visitante se le ocurrió esta ingenuidad que, después, todos hemos repetido de boca en boca; acusémonos. Quizó pudo llegar a pensar el ilustre visitante que el fausto de esta iglesia es algo así como el exponente de la última calaverada —calaverada mística ahora— de aquel gran calavera que por lo visto era D. Francisco de los Cobos. No obstante, la accidental presencia de unos dioses olímpicos en el intradós de un arco, no son suficientes para delatar un paganismo. Ni el estilismo de una egregia tipología helénica en ciertas gráciles cariátides, basta para localizar una “sensualidad”. Parece que “paganismo” y “sensualidad”, son otra cosa.

La Plaza de Santa María —resumamos— plasma el momento en que el hombre, asumida la íntima posesión de sí mismo, no ha reclamado empero, todavía, ser emancipado de Dios.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

viernes, 5 de julio de 2013

GLOSAS EN LA PLAZA. Logos, Pathos, Ethos.—





El Renacimiento se enseñoreó, para siempre, de la Plaza. Declinó su “tema”, su radical prurito clásico, adoptando todas las desinencias estilísticas en la plural variedad arquitectónica. Así, el Palacio de las Cadenas representa un escueto nominativo de pureza, del más depurado corte greco-romano. Así, El Salvador exalta su fiebre pujante, morosa de reiteraciones, en los linderos casi de un narcisismo barroco. (Si el grecorromano fue el nominativo del Renacimiento, habrá que confirmar al barroco en función —¡oh embriaguez!— de vocativo). Así, el Palacio de Mancera —ablativo— complementa circunstancias de no muy directa, específica filiación; aunque siempre bellas dentro del Renacimiento.

Contemplar el Palacio de las Cadenas, trae aparejada una aquiescencia “lógica” del pensamiento ante la exigencia, teoremática, de la puntual armonía del edificio. Detenerse ante El Salvador propende a una “sugestión” del ánimo. Y... ¿ante el Palacio de Mancera? Una “inspiración”, un carisma, una elevación espiritual, late en este rincón silente de la Plaza que ha enmarcado tantas veces la emoción máxima de Úbeda en la mañana del Viernes Santo...

Inteligencia, Sugestión, Elevación moral; “logos”, “pathos”, “ethos”; Razón, Pasión, Espíritu. He aquí los tres módulos fundamentales en que se asienta la buena historia. El Renacimiento nos los ofrece en las fachadas del Palacio de las Cadenas, del templo de El Salvador, del Palacio del Marqués de Mancera.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

jueves, 4 de julio de 2013

GLOSAS EN LA PLAZA. Piedra y árbol.—





El mundo empezó a hacer Cultura con la piedra. Fue la sumisión, por así decirlo, de la piedra, el primer afán del “homo sapiens”. Vio el hombre que la piedra servía, la piedra se hizo instrumento. Y la piedra se hizo Arte.

Por eso la Civilización opuso pronto la euritmia del Palacio o del Templo —sintaxis de la piedra— al desorden de la geología. Porque la Geología es la selva mineral.

Y... ¿no quiso luego el hombre domesticar al mundo vegetal? Entonces fundó la agricultura. Y plantó. Plantó especies de todas clases y... árboles. Plantó árboles, desglosados por este hecho del inmenso anonimato de la botánica silvestre; árboles, un poco, a su imagen y semejanza.

Siguiendo un idéntico proceso surgieron al par en la Historia el Monumento y el Jardín. Los dos mundos, las dos naturalezas, se humanizaron, perdida su bronca índole primigenia, en trazados de perfección. Porque las naturalezas eran sólo ímpetu. El hombre, mensajero de Dios, hizo de ellas Belleza.

La Geografía, ¿es Naturaleza? La Historia ¿es Arte? En rigor, Geografía e Historia representan conceptos opuestos. La Geografía es el dato, y la Historia es la solución. La Geografía estuvo, está y estará siempre como una “materia”: materia prima, al fin, de la Historia. Desde las abruptas eminencias señeras de la Sierra Mágina —horizonte de Úbeda— hasta la Plaza de Vázquez de Molina, en lo cimero de la Loma, pasando por los jalonados sembradíos ubérrimos del valle del Guadalquivir, se despliega todo un curso de Historia, una trayectoria progresiva que va adelantando hitos: geología simple, yermo, campo, olivar, urbe, arte. He aquí la torre de El Salvador, auténtico mástil de piedra de la “nave cargada de botín” que escribió el viajero; se levanta como una réplica frente a la intemperancia volcánica y estéril del Aznaitín. La pura Historia, hecha arte, vis a vis, con la pura Geografía.

Hay en la Plaza de Santa María árboles junto a las piedras. Flores de jardín próximas a los vítores en rojo de las fachadas monumentales... Campanas, jardín, piedra, árbol: todo convertido, amansado en Historia. Con el balcón próximo —las murallas— tendido hacia la Geografía.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

miércoles, 3 de julio de 2013

GLOSAS EN LA PLAZA. Los leones.—





Sobre dos esbeltos pedestales, unos leones de piedra han encarado su arrogancia con los campanarios de Santa María. Siempre las campanas de la Iglesia Mayor —atentas a todas las auroras— administran la precisa dosis musical —la precisa, no más— al empaque orquestal de la Plaza. Descienden las campanadas lentas, con amorosa resonancia, sobre la Plaza, ancha de nobleza. Son, como contadas gotas de crisma lírico sobre el lago... (¿No veis cómo el metal, el calumniado “metal” de las entrañas hondas, es capaz de hacerse poesía en las campanas?)

Pero sin gesto de humillados, atentos ellos al viento bramador, los leones de la Plaza de Vázquez de Molina sostienen el escudo de la Ciudad frente al campanil de Santa María. ¿Por qué los ha inmovilizado la piedra eterna? ¿Los ha domesticado el granito? No. Ellos tienen una agilidad indómita...; ellos han violentado en escorzos la inercia de la piedra: adoptan, casi, una actitud de desafío. Insolidarios del crepúsculo, siguen venteando huracanes cuando la plaza, transida de violetas, se deslíe en los atardeceres místicos.

Un secreto del efecto artístico, es el contraste. Necesitaba también la Plaza Vázquez de Molina, para acentuar más su tono de serenidad —tan “civilizada”, tan “urbs”—, de esta presencia simbólica. Porque la Civilización es, quizá, lo que va del león a las campanas.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

martes, 2 de julio de 2013

PLAZA VÁZQUEZ DE MOLINA. Tesis doctoral.—





Merece la pena venir a Úbeda, aunque fuese sólo por visitar la Plaza de Santa María. Pero si tuviésemos que encasillarla en un “tipo”, si quisiéramos asimilar su carácter al de otras famosas plazas conocidas, apenas lograríamos el propósito. El viajero que se encara con la Plaza de Vázquez, conserva probablemente, en el recuerdo, el encanto de otras plazas maravillosas. El viajero ha estado en la Plaza de España de Santiago de Compostela, en la Mayor de Salamanca...; trae rociada la imaginación de impresiones inolvidables. Al invitarle nosotros para que visite la nuestra, puede figurarse que la de aquí es un remedo, más o menos feliz, de aquellas otras antológicas. O, quizá, piensa interiormente que la Plaza de Vázquez de Molina es un rincón más, un reducto entre recoleto y poético, que la exaltación localista de los nativas quiere aupar desmesuradamente, llevada de un natural y explicable entusiasmo. Más de una vez hemos conducido al forastero a visitar nuestra Plaza, ponderándole de antemano su valor. Y, entonces, el viajero ha accedido un poco resignado, un mucho cortés. Naturalmente, después, al contemplarla, ha agradecido sincerísimamente, en todos los casos, que le llevemos allí.

No se parece la Plaza de Santa María a las otras estupendas que el viajero trae en el recuerdo. Tiene “cliché” propio; un cliché que no se ha revelado nunca. Es por esto, el primer pasmo del visitante, un poco escéptico respecto a originalidades, porque, seguro, él, “no se esperaba esto”.

La Plaza de Santa María es “grande”. Grande dimensionalmente; grande y ancha para la vista. Pero, además, grande por la calidad. La mirada salta de sorpresa en sorpresa, poseída instantáneamente de una avidez inesperada. Porque la plaza está enmarcada, soberbiamente, por unos conjuntos arquitectónicos de imperial resonancia. Esto, en un pueblo que el visitante suponía, de seguro, un poco remoto, a varias leguas de la Civilización brillante —brillante y flamante—. (Siempre el hombre inteligente se ve obligado a revisar sus conceptos sobre la Cultura. En cada momento, tiene que estar dispuesto a aceptar que las manifestaciones de la Cultura huyen a veces de la afixia de la gran urbe, para hacerse testimonio —monumento, verbo o letra— en la pequeña ciudad.).

La Historia está presente en la Plaza de Santa María. Y su presencia, sin énfasis barroco, se percibe escueta y sucinta, densa de serenidades. La Historia tiene aquí un tono de voz erecto, limpio, desprovisto de adherencias cochambrosas. No se trata de la ruinosa plaza, siendo, como es, la vieja plaza. Ni siquiera es la antigua plaza. Porque vejez y antigüedad entrañan, ello es obvio, conceptos no similares. Es antiguo, lo que ha perdido una vigencia actual; en lo viejo, empero, puede subsistir una savia de influencia, de sugestión, que alcanza repercusiones para el presente. En lo antiguo, gime una derrota; en lo viejo, puede latir una docencia.

Plaza docente es, en el más noble sentido de la palabra, la nuestra de Vázquez de Molina. Plaza que educa a las generaciones ubetenses con una perfecta lección de ortodoxia estética y ética. Un equilibrio ponderado enseña su tesis de armonía en las mismas piedras de sus monumentos. El Renacimiento, sin desinencias viciosas, declina en el Palacio de las Cadenas su palabra exacta, su mensaje escueto. Enfrente, Santa María de los Reales Alcázares encaja —sin alterar su fisonomía—, todos los modos de la Historia del Arte. Diríase que ha asimilado los estilos con “estilo”, con personalidad; porque donde el templo de Santa María no es bello, es original. Y donde resulta extraño, acusa un destello curioso de novedad; nunca una vulgaridad.

La lección parcial de la iglesia de El Salvador —dentro del curso vario de la plaza toda— es una lección fulgurante, de una dorada y lujosa facundia. Cerca del Palacio de las Cadenas, asentado de cimientos lacónicos, El Salvador rompe a hablar con la más fértil de las oratorias; lenguaje el suyo pleno de expresivismos, propio de una época en que el gusto clásico, enriquecido, despliega su estela luminosa.

Los palacios del Deán Ortega y del Marqués de Mancera, de los que también nos hemos ocupado en el capítulo correspondiente, aportan al conjunto monumental armonías distintas —siempre supremas— a la sinfonía en clave de Renacimiento modulada. El resto de los edificios de la plaza no disuena del empaque y suntuosidad de los mencionados. Y unas humildes casitas, junto a El Salvador, marcan un contrapunto gracioso que, entre la orquestación joyante, lejos de significar una pifia, insinúan una leve nota involucrada que presta, impensadamente, más encanto al concierto.

Unidad en la variedad. He aquí la tesis doctoral de la Plaza de Vázquez de Molina.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)

lunes, 1 de julio de 2013

PLAZA VÁZQUEZ DE MOLINA





Es una plaza para la colaboración del cielo y de la historia. La historia tan versátil se solemnizó de piedra, se aquietó en arte. Y, cada hora, el cielo —celajes violeta del amanecer, nidios profundos de la mañana esplendente, arreboles ebrios del ocaso, cielos plúmbeos de noviembre, cielos manchados de luna de Nisán, rotundos fervores azules de mayo, fatigados crepúsculos del hartazgo estival—, cada "momento", el cielo matiza de fulgores inestrenados a esta monumental Plaza, cuajada de serenidades, sedimentada de teología y de humanismos.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA, 1958)