BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 30 de noviembre de 2010

PENSAMIENTO Y POLÍTICA




El pensamiento, en cualquier persona, debe ser ágil, intenso y valiente. Ágil, moviéndose sin perder la pista, declinando y conjugando cualquier tema con prontitud, flexibilidad y firmeza. ¿Cómo aliar la flexibilidad con la firmeza? Es difícil, pero para eso el pensamiento es pensamiento: para encontrar recursos y dar en cada ocasión con la finta necesaria en la precisa esgrima dialéctica. Además de la agilidad, el discurrir racional demanda un caudal apreciable de ideas; ha de ser intenso. No se puede discurrir con una sola idea, aunque probablemente todavía queden ideólogos monocordes, que tocan los temas como Bartolo la flauta. Pero con un agujero solo no hay música por buena que sea la flauta; no existe fuerza mental por cualificado que sea el discurso. También el pensamiento tiene que ser valiente, aceptando inclusive el riesgo de equivocarse. Muchos hombres no piensan por miedo a caer en el error. William James escribe: «Hay personas que cuidan más de evitar el error que de conocer la verdad». Con este miedo se avanza poco. Es mejor la actitud contraria porque si no nos arriesgamos al yerro, a pocas certezas podremos llegar. Ningún investigador, ningún filósofo, ningún científico ha sentido el pánico a equivocarse en algo porque todos los inteligentes parece que saben que puede que el expediente para dar el golpe decisivo en el clavo sea el de haber dado varios golpes en la herradura. Incluso podría afirmarse que no hay errores totales, salvo excepciones, sino parciales. Entonces con los recortes de verdad aprovechables en los errores, puede construirse el perfil de una ideología o de una creencia. La cultura va avanzando así, si bien existe el peligro de los relativizadores a ultranza, de los eclécticos, y de los escépticos que lo que hacen más bien es lo contrario. Porque los eclécticos —de donde derivan en gran parte los escépticos— confunden y lo que hacen más bien es construir una desesperanza o un nihilismo con los recortes de errores procedentes de la depuración de las verdades. Los escépticos esculpen con la ganga y no con el metal. Los optimistas y los creyentes erigen la estatua de sus convicciones en bronce, desechando la escoria. Es otro problema porque no siempre es a simple vista discernible la escoria.

Precisamente lo que ahora se pide al político con imaginación es todo eso y nada menos que eso: agilidad, intensidad y valentía. Ya el político no es el hombre llamado simplemente a administrar. La época exige imaginación al hombre de gobierno. Y con ella mucha inteligencia en función densa de pensamiento. Y, sin embargo, el político no puede reducirse a intelectual. Quizá su misión es no quedarse en el plano elevado de las ideas. Se ve forzado a traerlas, a traccionarlas. «Política —se ha repetido mil veces— es el arte de lo posible». Posibilitar, hacer viables las ideas de justicia, lealtad, orden, libertad, en un mundo y entre unas gentes que prácticamente se resisten a estos fecundos postulados, es tarea erizada de obstáculos, ingrata. Hay que dar efectividad a ras del suelo a lo que se cierne en las altas regiones. ¿Cómo? Esperando siempre, pero no esperando a una sola carta, o confiando en cada momento o creyendo que la próxima ocasión es siempre decisiva. Si el genio fue definido como una «larga paciencia», ¿no habrá que pensar lo mismo de la política y del político? Engañan los políticos que prometen bienandanzas inmediatas y que nada más programan a plazo corto. No, no: por ley natural, todo lo estupendo llega mucho después de para cuando se desea. Los súbitos cambios de tiempo son engañosos. Las mejorías repentinas del enfermo mienten también. En política son demagogos los que dicen que todo se solucionará mañana, cuando ellos intervengan: los que tienen un pensamiento que no es ágil, ni intenso, ni valiente. Los que tienen un pensamiento que nada más es revolucionario.

(IDEAL, 28 de diciembre de 1975)

domingo, 28 de noviembre de 2010

LAS BARBERÍAS.-



Cada barbería tiene su clientela; sus parroquianos que se conocen los unos a los otros y están, en cierta manera, hermanados bajo el leve patronazgo del “maestro barbero”. Siempre, siempre, interesante la personalidad del maestro barbero. Uno conoce a varios, y puede asegurar que ninguno defrauda. Todos tienen una perspicaz astucia; astucia muchas veces sabia, en la que entran como ingredientes la ironía, el humor, la queja –“¡Cómo están los tiempos!”, dicen invariablemente–, y la laboriosidad. Todos entienden de toros. Algunos, además, son “viejos aficionados” del teatro, sobre todo del teatro de zarzuela. Están enterados al dedillo los maestros barberos, del día en que expira el plazo para el pago de la contribución... Y cuando no llueve, os dicen: “¡Qué ruina!”. Y saben los nombres de los presidentes de los Consejos de Ministros de toda Europa. Y os describen –porque ellos entonces eran “zangalitrones”– el asesinato de Canalejas en la Puerta del Sol... Y en los ratos libres leen el periódico, y cuando vais a cortaros el pelo os hablan del crimen de Lurs, después de comentaros el partido de fútbol del domingo.

En la barbería no falta, en el invierno, una mesa camilla acogedora, con la “prensa” del día desdoblada encima. Y en el verano, no está ausente el ventilador. En la barbería hay siempre un hombre que ya se ha afeitado y descansa “haciendo tiempo”. Y un chiquillo que aguarda algo asustado a que “lo pele” el “oficial” encima del banquillo; un chiquillo que piensa con ilusión en el día que él sea hombre y lo afeiten, sentado en el sillón, como a su “papa”.

Cuando llega la Navidad, el maestro barbero distribuye participaciones de lotería entre sus clientes. Cuando llega la Semana Santa, el maestro barbero habla con orgullo de su cofradía –es raro que no pertenezca el maestro barbero a alguna cofradía–, e informa de las novedades y de los estrenos procesionales de “este año”...

Nunca el maestro barbero se descompone; su trato, en todo momento amable, jamás se desencuaderna. El, está conforme con muy pocas cosas de esta vida; pero siempre es hombre de paz.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Fotografía: Archivo de Pedro Mariano Herrador Marín)

sábado, 27 de noviembre de 2010

LA OFERTA CRISTIANA




En nuestro tiempo –hora confusa– la «novedad» del Cristianismo es ésta: ofrece una concepción del mundo y, frente a cualquier desilusión, enarbola su Esperanza. No se arguya que su programa no es sugestivo o que está pasado de moda. Donde haya un hombre que dude, una criatura movida por los vientos adversos; donde exista un ser angustiado ante la real o aparente falta de lógica de las cosas; donde la insidia siembre tempestades, donde la pasión establezca su lucha y la razón titile como una estrella perdida..., allí está el Cristianismo con su inmenso programa de Misterio, con su ardor de fuego en la noche, ofreciendo su clave y su bálsamo. Diríase que el hombre actual está perdido en el bosque gigantesco de la Civilización. Porque, realmente, no vale aquí la imagen del desierto... No, no estamos en el desierto sino, al contrario, rodeados de una exuberancia de verdades, de ideas, de emociones y de anhelos. Vivimos en una plenitud tropical, viciosa de abundancias, con la liana de mil sensaciones inmediatas, de mil solicitaciones diversas, enrollada al tronco secular del espíritu. Y sucede eso; los árboles nos tapan la visión, nos impiden ver el bosque. Conocemos cada vez más cosas y poseemos secretos de la ciencia que antes no poseíamos; nuestro contacto con el mundo es directo e irrenunciable: nos bañamos, literalmente, en la linfa acuosa de esa Civilización nutricia que, en ocasiones, nos embriaga y otras nos hastía, pero que forma parte ya de nosotros mismos. Es decir, el «medio» en que alentamos lo tenemos tan incorporado que hace en nosotros las veces de una segunda naturaleza. Y es aquí donde surge la angustia. ¿Se trata de un «medio» que coadyuva a nuestra floración íntima? O, ¿es un «medio» que nos aisla? Cualquier hombre sabe que su existencia tiene una hondura metafísica y que hay pozos de misterio en sus oquedades profundas. ¿Está la Civilización cegando estos pozos, por inútiles? ¿Está establecido alrededor de ellos una especie de cordón sanitario? Su maravilloso «stand» de conocimientos y placeres, ¿tiende a apartarnos de los afanes de trascendencia que, como bocas hambrientas, claman en las simas de nuestro ser? La Civilización nos está dando la vida, nos está aumentando vida, pero, al aislar nuestros núcleos de genuinidad religiosa, ¿no nos está, quizá, escamoteando las fuentes mientras nos distribuye el agua? ¿No nos quita el venero original al par que establece su espléndido enlace de cañerías, su portentosa «política hidráulica»?

Esta es la cuestión que afecta directamente al hombre moderno. Y este es el problema que, de una manera o de otra, deforma manifiesta o de forma velada, atormenta hoy a quien, siquiera sea un momento, se ponga a meditar sobre el alféizar –ventana abierta a las estrellas– del pensamiento. Por mucha que sea la frivolidad en que la vida de cada uno se desenvuelva, no deja de llegar este instante de enfrentamiento consigo mismo: esta demanda que a nuestra vida hacemos de nuestra vida, esta explicación que solicitamos, que tenemos derecho a solicitar, del mundo que tenemos delante. Y es entonces cuando, sino se dispone del hilo de Ariadna de la fe, se experimenta la sensación de despiste, de extravío; es entonces cuando nos advertimos como niños perdidos... Entonces, en fin, cuando suspiramos por el hallazgo de una vereda –una mínima y triste vereda– que nos aliente en la búsqueda del norte incógnito. ¡Ay! Esta Civilización es formidable, ¿por qué negarlo? Ha establecido una red densa, espesísima, de carreteras para ir a cualquier parte de la geografía y para llegar, sin cansancio, a cualquier latitud del conocimiento. La técnica es, ante todo, un prodigio de circulación viaria. Ella nos alcanza la intimidad del átomo y nos acerca la remota inmensidad de los soles, en etapas de viaje calculado, casi en una especie de turismo científico. Pero, ¿tenemos, igualmente, accesos acondicionados, pistas en forma, sistema de comunicaciones adecuado hacia Dios? He aquí una pregunta intrigante. Alguien la desechará por pregunta «beata», impropia del triunfalismo vitalista del momento. Pero cualquier persona que se ponga a mirarse por dentro y sienta borbollar en su soledad el agua silenciosa, tiene que apropiársela. Apropiársela para contemplarla, rodearla y examinarla en sus ratos vacíos; a hurtadillas, si es preciso, del ruido ambiente; del «medio» aturdidor.

El Cristianismo –¿cómo va a resultar extraño al hombre moderno?–ofrece un tratamiento y una diagnosis a estas preguntas, brinda un plan de ataque ante el inquietante problema. Estudiar tal oferta –estudiarla al menos– se hace necesario no para el hombre de fe, sino, simplemente, para el hombre de «buena fe».

(Diario JAÉN, 17 de noviembre de 1967)

jueves, 25 de noviembre de 2010

NOVIEMBRE






En el parque, las hojas de los árboles habían adquirido un color rojizo, como enfebrecido. Noviembre trae limpias tardes de un sol naranja pálido y oscuras tardes de lluvia lenta. Está la tierra húmeda y parda. Otra vez la tierra es madre nutricia y poderosa más atenta a la siembra que a la flor. ¿Será verdad que el otoño es triste? Estaban rojas —rojas de muerte próxima— las copas de los árboles y las hojas al desprenderse tenían una caída vacilante. Se me ocurrió recordar los «Violines del Otoño» de Paul Verlaine y luego, sin proponérmelo, salió el tema de la muerte. El me dijo que no había por qué hablar de la muerte; que ella estaba allí ineluctable, y que era inútil ocuparse de ella puesto que evitarla no es posible. Añadió que no le preocupaban sino los problemas y que la muerte no es problema: que, acaso, nada más es misterio. Yo le contesté que el hecho de que no podamos nada contra la muerte, no es razón para marginar su consideración o recuerdo ya que, en definitiva, sean cuales fueren nuestras opciones y vengan como vinieren nuestros sucesos, a la muerte van a concurrir nuestros futuros y futuribles, de manera que constituye nuestra única seguridad. Además —dije— ¿no es su misterio, precisa­mente, su aliciente? Las distintas civilizaciones, ¿no han modulado de manera distinta su música y su ruido, porque distinta ha sido su respuesta y su actitud ante el tema inquietante? Y, ¿no es como es cada persona, según es su postura ante la muerte?

Yo creo —me contestó— que como estamos en la vida, sólo nos concierne hacer la vida y que la muerte nos es esencialmente ajena mientras somos, puesto que ella es el no ser. Y entonces yo le dije: ¿De verdad crees que la muerte nos desmonta, que nos quita el «yo» además de arrebatarnos «esta vida»? He aquí la cuestión —me replica—; hay efectivamente que elegir entre creencia y no creencia. Pero decidirse a creer en la inmortalidad del alma y en la resurrección del cuerpo, ¿asegura algo?

Creer no es saber. Pero yo le respondí: La fe —y hemos llegado a la única palabra útil para que el pensamiento salga de sus posibles atascos—, la fe no es una llave para abrir el problema, sino una gracia para entendérnoslas con el misterio. Porque —añado— ninguna solución verdaderamente importante puede ser una solución de cerradura.

Noviembre tiene cambios súbitos. La tarde de naranja pálido se estaba transformando, se estaba preparando para el ocaso cárdeno. Yo me acordé de Arthur Rimbaud: «Llueve dulcemente sobre la ciudad». Y él me dice: Qué complejo es todo. Pero sí: hemos elegido un tema muy triste, demasiado triste. Es que lo hacemos triste, lo repintamos trágico —le respondo—; pero, ¿por qué? Sobre todo nuestro tiempo, a fuerza de rechazar, de evadir la cuestión, la hace verdaderamente dañosa. ¿No ves —me dijo entonces— que el pensamiento de morir nos ensombrece y nos rebela? Pero eso sucede —le replico— porque practicamos habitualmente con la muerte una política de represión. Todo el mundo, desde Freud acá, habla de la represión erótica. Estimo que no estaría mal ahora decir que reprimiendo, oprimiendo, quitando de la conciencia el recuerdo de la muerte, estamos obligándola a encerrarse en la caverna del subconsciente. Y que es, desde allí, desde donde levanta nuestros pánicos. Mi amigo iba a protestar de este juicio, de esta opinión mía, pero yo redoblé mi criterio; mi amigo casi se iba a reír y yo ratifiqué: No, no es un disparate. Estoy seguro de que tenemos miedo a la muerte porque no abordamos con lucidez, con limpia serenidad su recuerdo. Su recuerdo y su presencia. Su presencia y su promesa.

—¿Y qué hacemos entonces de la alegría de vivir? ¿Qué hacemos con las primaveras? ¿Todo ha de ser «contemptus mundi», contestación al mundo, y no dejaremos espacio para el «carpe diem»? Hay que tener sentido de la realidad.

Ya estaba anochecido. Se abrían los paraguas. El ábrego estaba al acecho. Noviembre trae limpias noches con estrellas y... congojosas noches acechadas por el viento.
—No hay que exagerar —contesto—. La alegría de vivir viene sola en su momento. Pero en su día, por sus pasos, llega sola igualmente la tristeza. Tener sentido de la realidad es eso. Es saber asumirlo todo, afrontarlo todo. El miedo cesa cuando encendemos la luz.

Pienso que San Pablo, en la epístola a los Corintios, enciende la luz cuando escribe: «Se siembra en vileza y se resucita en gloria. Se siembra en flaqueza y se resucita en fuerza. Se siembra cuerpo animal y se resucita cuerpo espiritual». Es la interpretación cristiana —con matices de expresión platonizantes— de la muerte. A la luz de esta doctrina, el miedo desaparece. «¿Dónde está muerte tu victoria?», dice el mismo San Pablo.

El se empecinaba en que estamos en la vida, en que ella es nuestra única realidad. Y que el resto es fantasma... o literatura. Yo insistía en que, precisamente, el auténtico «realismo» consiste en no hacer fantasmas de todo cuanto nos rebasa. Por fin él me vino con un texto de Federico Nietzsche y yo le contesté con un texto de don Miguel de Unamuno: «Creen vivir en la realidad porque viven en la sobrehaz de las cosas, y ese llamado sentido de la realidad no es más que el miedo a la verdad verdadera».

Y abrimos nuestros respectivos paraguas y nos separamos tan amigos.

(Diario IDEAL, 9 de noviembre de 1973)

martes, 23 de noviembre de 2010

LAS SOLEDADES



Hay una filosofía que hace bandera –bandera desgarrada y agresiva a veces– de la soledad. Exhibitoria y pintada de patetismos, la soledad se muestra entonces como una herida ineluctable en el mismo costado de la existencia. ¿Qué lanzada la ha abierto? Pero casi se trata más de una herida promulgada que de una herida abierta. Heidegger, al programar la angustia o así, es padre reconocido de la inestable meteorología actual del pensamiento. Y el tema de la soledad sopla como un cierzo en la ensayística, en la novela, en el teatro, en las antologías poéticas. No sé; a veces uno piensa que tanta «soledad» recalentada, más o menos, huele a refrito. Hay casos en que la lógica funciona de la siguiente manera: «¿Se siente solo Samuel Beckett, hasta el punto de que ya ni las palabras le hacen compañía y opta por desarticularlas y quebrarles los huesos a fin de hundir el último puente, la última comunicación? Pues entonces, yo también debo sentirme radicalmente solo...» Ejemplos así, «racionicios» así ¿no son frecuentes?

Pero no es esa la soledad a que quiero aludir ahora. Porque uno se refiere más bien a las «soledades»: algo plural y por tanto bastante inocuo. Algo que, de otra parte, resulta mejor una fuente o un estanque, y no una herida. Algo, además, de alcance de todos. Me ciño a la conveniencia del disfrute de ciertas soledades ocasionales, tan necesarias al hombre ajetreado de hoy y de siempre; soledades inocentes que no exigen esa especie de «strip-teasse» mental –ahora me quito este prejuicio, después esta creencia, luego esta idea– a que nos tienen tan habituados ciertos divos de nuestro momento cultural. Precisamente los ejercicios de soledad que uno preconiza, tienden más bien a abrigar, que no a desnudar; conducen a una comunión y no a un desarraigo. Las soledades entendidas así constituyen un método para la esperanza. Más aún para el amor. «La soledad y el silencio –escribe Tomás Merton– me enseñan a amar a mis hermanos por lo que son, no por lo que dicen.» ¿Era aislamiento aquella soledad de los santos del yermo? ¿Lo era la de los conventos? Creo que empezamos a entender mal la ascética de antaño. Pero sin entrar en esta cuestión, aquí parece indudable que hacer cada día una hora de hueco para la sosegada reflexión íntima proporciona un medio excelente para mejor entender y comprender las cosas, para extraer de la compleja maraña de los hechos el hilo que nos muestra las salidas del laberinto. En sus «soledades» hallaban inexhausto venero los poetas –desde Lope de Vega y Góngora hasta Antonio Machado, entre otros–, pero nunca arena. Lo de la arena seca de la soledad es más moderno, lo de la desesperanza en la soledad es casi de nuestros días. Y es que ésta hora es una soledad fríamente profesada, a lo magistral, y aquellas eran sentidas en entusiasmo de «amateur». Se buscaban inquietudes y pausas para la afirmación de verdades o de sentimientos confortantes. San Agustín entraba en su soledad, que era su brasero, para la suprema compañía, es decir, para saludar a Dios. Y aún en las ocasiones en que la soledad ahondaba en la tristeza –tal el caso de los poetas– no era con un propósito de abandonismo, sino de comunicación ardiente con la propia pena. Y ello ya no entraña ningún desdén hacia lo visible o lo invisible, sino al contrario.

La tarde de otoño declina plena de suavidades. El pulso de la ciudad se descompasa bronco y, sin embargo, a unos metros de la calzada hirviente de urgencias, se extienden los espacios vacíos del parque, pacíficos y umbrosos. Buen retiro para aspirar entre el silencio el pomo de las soledades. Porque toda la ciudad ruidosa es un coto para la caza menor de sucesos, de hechos, de «fenómenos». Pero hay otra caza, caza mayor –de «esencias» diría el filósofo–, para la que no es el tráfago clima adecuado.

¿Y si en la tarde soleada alcanzamos el privilegio de reposar unos instantes en un patio conventual? (En un rincón del claustro dos monjas cambian unas palabras en sordina.) ¡Cómo el silencio se carga de trascendencias, y la soledad, lejos de quedarse en ella misma, advierte la compañía y el estímulo de unas convicciones que se perfilan, que se afianzan límpidas, netas, irrenunciables! (¿Es posible que ya en no pocos simposios eclesiásticos se discutan los valores monásticos de la contemplación y el silencio?)

Lejos de la naturaleza libre, del campo abierto, apenas quedan en la ciudad, como ambiente propicio al laboreo introspectivo, otros reductos que el parque y el convento. Es lástima. Quizá la avitaminosis religiosa y metafísica que padece nuestra época tan musculosa y robusta desde el punto de vista científico, se debe en parte al escaso número de gimnasias para la soledad –para las soledades– de que disponemos. ¿Pero ello puede eximirnos de su práctica? Ellas, las soledades, fertilizan el espíritu, depositan el limo para la buena siembra. Desde sus silencios, los místicos, los inventores, los filósofos y los héroes han hecho al mundo habitable. Al menos, para que no nos anegue la «angustia» –la que ostentan como una herida infecta los corifeos del absurdo como sistema–, es urgente recurrir a las quietudes que limpian nuestro polvo y nuestro cansancio en su agua. Porque, paradójicamente, sólo las soledades redimen de la soledad...

(ABC, 20 de noviembre de 1969)


domingo, 21 de noviembre de 2010

CALLE ANCHA. "LAS ABUELITAS"



También llamada de Joaquín María Cuadra, médico filántropo de buena memoria. Se trata de otra calle habitada, generalmente, por familias de alto nivel social o económico. Edificios grandes, pero de escasa densidad de población. Aceras amplias. Inmemorable calle para las procesiones... Habitualmente, su poca concurrencia transeúnte le da un aire melancólico de seriedad y de sereno encanto. Calle contemporánea, pero no actual, la reedificación ochocentista se muestra en ella bastante ostensiblemente.

Parece como si todas las “abuelitas” tuvieran que vivir en la Calle Ancha. Abuelitas ochocentistas, naturalmente, sentadas junto a una mesa camilla, cerca de la ventana de la “sala” y que todavía deben tener guardados unos vestidos antiguos en las arcas olvidadas; abuelitas que rezan al toque de ánimas y en cuya estampa se percibe el último eco de los grabados de “La Ilustración”; abuelitas, en fin, propicias siempre a echar alhucema de sahumerio en los braseros; que guardan en la memoria el verso que les dedicó el abuelito –todos los abuelitos fueron poetas– allá por el año...; que tienen un calentador de cobre para la cama y un escapulario grande, colgado junto a la cabecera del lecho. Abuelitas por las que doblan a muerto, en las tardes de noviembre, las campanas de San Isidoro.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Fotografía de la Calle Ancha: archivo de Pedro Mariano Herrador Marín)

viernes, 19 de noviembre de 2010

CAMINO Y META



Los caminos se hacen muy bien, se planean y se ejecutan impecables. Pero no hay ya, apenas, metas. Salvando, claro está, las metas deportivas. Ferrater Mora denuncia en la Cultura de ahora una «perfección sin propósito». Dice que «se tecnifica no a los medios del hombre sino al hombre mismo». La cosa –es cierto– se repite mucho. Nos mecanizamos, nos «cosificamos». Está más que dicho ya todo eso y, no obstante, al filo de este día de noviembre, cuando nos acordamos de los difuntos, yo repienso como si fueran nuevas estas sugerencias. Si nos vamos a morir –y esta es una de las pocas cosas que no podemos dudar–, ¿por qué no nos decidimos de una vez a ahondar, a ahondarnos, hasta encontrar dentro, dentro de nosotros, eso que nos libera de caer en la inercia de sentirnos objetos (acabadísimos objetos) y no sujetos? Si somos sujetos –si somos un yo intransferible con densidad propia– la muerte no nos va a acabar, sino que va a significar para nosotros una genuina renovación. Y, entonces, es cuando la vida encuentra estímulo para forjarse metas. Unamuno lo sabía y decía: «Si soy inmortal, todo me importa. Si me voy a morir del todo, nada me importa nada.»

Faltan metas y sobran caminos. La abundancia de medios técnicos sin fines últimos, no tiene más remedio que producir un supremo hastío, un descontento infinito. «¿Qué es el hombre que ha de estar siempre descontento de sí mismo?», se preguntaba Goethe. Pero el descontento es mayor cuando, como en esta época impregnada de agnosticismo quedan los hechos y pierden los valores. No se pueden interpretar los sucesos –sean cuales fueren– si no hay una clave de valores. Ahora bien; si suprimimos la trascendencia y dejamos en la penumbra –como marginada– la creencia en la inmortalidad, no hay razón de peso ninguna para sostener que la Justicia, el Amor, la Libertad, etc., son bienes necesarios e incontrovertibles. Cualquier conquista moral es válida en tanto en cuanto tiene, a modo de resguardo, un carácter de perennidad. Pero lo de la perennidad no se entiende, o no quiere entenderse, en este tiempo de relativismos. Y es que no hay valores perennes si borramos los valores religiosos.

«Ea, pues, cesad y no os lamentéis más. Porque esto conserva validez para siempre.» Con estas bellas y consoladoras palabras concluye la tragedia de Sófocles Edipo en Colono. Las desgracias del rey destronado y ciego, pensaba Sófocles, eran útiles para la eternidad. Por supuesto, este es el supremo argumento cristiano de todos los tiempos. Todo lo que hacemos en la Tierra tiene su repercusión en un más allá, es decir, «conserva validez para siempre». Los «hechos», a los que damos toda la categoría en esta civilización pragmática, son nada más epifanías, manifestaciones. En la raíz de los hechos están los valores. Y son los valores los que perfilan al hombre y los que crean la moralidad y la ética. Y los que nos garantizan un genuino futuro. El Cristianismo se ocupó siempre del más allá, es decir, estudió y diagnosticó la futurología de la muerte. ¿Por qué ahora todos nuestros progresismos de vista corta, miopes, sin alcance, no ven más allá de sus narices? ¡Qué poca ambición! ¡No hay ilusión alguna para después de la muerte! Pero esta ilusión es la que hacía a los santos y a los héroes. La ilusión de ver a Dios; la ilusión de las Bienaventuranzas.

¿Cómo va a ser pesimismo recordar la muerte? Todo lo contrario. «Quien enseña a los hombres a morir, les enseña a vivir», escribía Miguel de Montaigne. Cierto el maravilloso verso de Quevedo. Cada uno de nosotros puede repetir con él: «Soy un fui, un será, y un es cansado.» Pero el cansancio aumenta y puede hacerse desesperante cuando, enterados de que nos espera la muerte, no sabemos compensar esta certeza con la esperanza de la inmortalidad.

(JAÉN, 4 de noviembre de 1973)

miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL MAESTRO OTOÑO




El otoño no es popular. Quizás es que va faltando paladar para el otoño. Consideramos cuanto enseña. Bien; pero entraron en crisis todos los magisterios.

Lección de las hojas caídas. Pierden su clorofila, que es perder la juventud, y cambian el color. Se tornan amarillentas o rojizas. Inundan los parques de nostalgia. (La gente habla de tragedia, de injusticia y de dolor. De dolor sobre todo. Pero la gente se va olvidando lo que son la tristeza y la melancolía, la melancolía sobre todo.) Claro está; las hojas caídas predican lo efímero de las cosas y anuncian nuestra propia precariedad. ¿Quién quiere oír la sonata, esta sonata? Hace cuarenta o cincuenta años, Maragall, al sentirse ya otoño, escribía: «Hora es de ir adelgazando las paredes». Las paredes son las «seguridades» que defienden nuestro egoísmo. Pero tales seguridades son pretendidas y no reales. Antes o luego fracasa la protección que nos engaña haciéndonos creer que esto –nuestra vida con sus costumbres, con sus usos y con sus abusos– va a durar siempre. Entonces Maragall pensaba que hay que irse acostumbrando y que urge «adelgazar las paredes», es decir abrir vanos en nuestros muros: huecos que nos traigan la conciencia de nuestra inseguridad. Precisamente de nuestra inseguridad. Así el «golpe», pensaba él, será menos duro. Formamos cuerpo con las cosas que nos rodean; de tal forma que nuestra adhesión al mundo es total. Pero no puede ser eso. Y, así, siempre hubo ascetas que predicaron el despegue. Ya no hay ascetas sino «acomodadores». Hay no hay quien nos diga: «Entrénate en perder». Ya nada más se nos invita a ganar y, para lograrlo, se nos dice: adáptate, acomódate.

Pero el otoño sigue diciendo la verdad cuando se quitan los púlpitos. Y qué le vamos a hacer. Lo que, sin vocerío (pero pertinaz) predica el otoño no tiene vuelta de hoja; la vida quita lo que antes da. ¿No es, pues, sabiduría despegarnos paulatinamente de las cosas que, de otra forma, se nos van a arrebatar totalmente un día? Pero el otoño que nos insinúa la melancolía, nos enseña, al par, el consuelo. Sigue el árbol aunque caigan las hojas. También el hombre es algo anterior y posterior alas cosas que la vida le da. Llega la madurez, luego la vejez, por último la muerte. ¿Nos acabamos? La gente no quiere pensarlo. No queremos saberlo. Sería saludable entender que somos, cada uno, un ser. Un ser y no una batería de facultades que nos pierden cuando las perdemos. ¡Tenemos ingenio o genio! Cuando en la cincuentena o en la sesentena genio o ingenio amarillean, ¿qué va a suceder? Puede que el otoño nos invite a convencernos de que el espíritu es previo al ingenio y que la viveza no es la esencia de la vida. Y que la vida, en fin, apoyada en condicionamientos cuyo parámetros son imprevisibles, es ella de por sí una fuerza aunque le falten las fuerzas.

Maestro Otoño profundiza, sugiera hondas meditaciones, promulga nostalgias, matiza sentimientos, depura sensaciones. Y al par que nos quita músculo a la acción ya la pasión, ahila ideas, atina con el auténtico perfil del pensamiento. Maestro Otoño desengaña. Maestro Otoño no puede ser popular porque nos gusta el engaño. Aguan sus lluvias nuestras fiestas o, más bien, nuestras mascaradas. Pero ¿acaso Maestro Otoño nos quita la esperanza? Esperanza más allá del tiempo, para después de nuestra melancolía, para cuando nuestras hojas caigan, para cuando lo que tenemos ya no nos posea ni lo poseamos. Esperanza para nuestro árbol desnudo, para el hombre que sueña otra orilla. ¡Otra vida! Es preciso seguir creyendo en ella, aunque ahora vaya disminuyendo el número de creyentes que la exigen. «Y si no somos inmortales, ¿qué somos?», se preguntaba Unamuno en sus agonías. Mil «cristianos» hay por ahí que escamotean lo de la otra orilla. Y que si pudieran dejarían de creer en la muerte.

No. No va a ser popular ni periodístico este artículo que tímidamente recuerda ascetismos, despeques, entrenamiento en la pérdida de cada día para la ganancia. No va a gustar este artículo a los predicadores que se hicieron acomodadores. Lo siento, Maestro Otoño.

(JAÉN, 9 de diciembre de 1972)


lunes, 15 de noviembre de 2010

¿NO SOMOS NADIE?



El sol de otoño no es nada triunfalista. Cuando luce en estos días de noviembre tiene no sé que estilo de sabiduría. La sabiduría no es exitosa; en sus luces sobrenadan gotas de melancolía. ¿Qué es melancolía? Sufrimos, gozamos; así es la vida. Pero no tenemos tiempo de estar melancólicos. Lo pienso cuando se desangra la tarde. La melancolía –tristeza más allá del concreto dolor, limítrofe de la mejor belleza– es un lujo del espíritu. No hay en ella nada «fuerte» ni «sensacional». En fin, es una fina nobleza de ánimo en momentos fugitivos de tránsito...

Levemente mecidos por la melancolía nos acechan las frases comunes –esas frases-albergue en que se detiene, perezoso, el propio discurrir– acerca de lo inestable de las cosas: «¡Qué vida ésta!», «¡Cómo pasa el tiempo!», «¡No somos nadie!». Es lástima que se empantanen en expresiones así ideas que si hubieran continuado su vereda habrían conducido a algún paraje con paisaje, es decir, a una reflexión con perspectivas y con lejanías. Dice Hegel no sé donde que el lenguaje estorba a veces la espontaneidad del pensamiento. Es verdad. (Aunque también es cierto que pensamos con... palabras.) Nos sentimos desazonados, inquietos, zozobrantes. ¿No es la ocasión de echar a andar el propio juicio? Sí; pero está ahí, a mano, la frase, «¡Qué vida ésta!», y ya la desazón descarga. Quedamos tranquilitos, agarrados a la falda del tópico, pero, ¿no hay aquí una frustración? Si no tuviésemos la frase fácil, la inquietud nos clavaría su espuela. Y acaso, ¿no destaparíamos entonces para nuestro uso, la propia hondura, el personal hueco para sentir?

Huecos para sentir. No les echemos tierra encima. Dejemos que en ellos clame el agua profunda, «agua oculta que llora». No los tapiemos con dichos de confección previa. «¡Qué vida ésta!». Íbamos a decir mucho y no decimos nada. «Ay, cuántas cosas quieren salir cuando digo ¡ay!», sollozaba en prosa un poeta. Porque el «¡ay!» es otro albergue en el camino y el suspiro es una pereza de no contarlo todo. Giner de los Ríos pensaba que la vida no es alegre ni triste; que es simplemente seria. Seria, que es decir intensa. Intensa y por encima del placer y del dolor. Gran verdad que no consideramos porque nos acucia la bipolar urgencia: gozo, pena. Ambos nos acosan sin dejarnos serenidad, tierra neutra –de nadie– para el arraigo serio, ponderado, de las «razones del corazón» que don Eugenio d’Ors deseaba ver equilibradas por las «corazonadas de la razón».

Pero no hay tiempo que perder. «¡Cómo pasa el tiempo!». Ya encontramos otra frase para descansar sin seguir camino. ¿Pasa el tiempo? Pero todo dentro de nosotros, en la memoria, en la voluntad, en la sensibilidad, en el entendimiento, es tiempo acumulado. Hay historia antigua en nuestros nervios y arterias; en nuestros pensamientos, en los propósitos nacidos de la experiencia, ante las «pasadas» del tiempo. Nos deja su huella, nos ha legado su sustancia el tiempo. ¿Cómo vamos a considerarlo simplemente como la «procesión de los días» para contemplar desde el propio balcón? «Tierra, tierra, tierra, tierra...», casi se exasperaba patético Unamuno en su poema dedicado a una imagen palentina de Cristo. Pero quizá somos ante todo «tiempo, tiempo, tiempo, tiempo...» del que sorbe el espíritu su alimento.

Porque, ¿quién inventó lo de «No somos nadie»? Cómodo refugio de palabras sin raíz ante el dolor del amigo o familiar muerto. Y... ¡vaya si somos! Lo que sucede es que no queremos informarnos de nosotros mismos. Y, ¡cuántos mueren sin haberse enterado, sin haberse puesto a la suprema tarea de identificarse! Los filósofos intentaron reiteradamente la definición del hombre; no se pusieron de acuerdo. Ahora el existencialismo (cuando el existencialismo es ateo) termina por afirmar también lo de «no somos nadie». Pero con un especial y probablemente estudiado énfasis; con una angustia para mirarse al espejo. No obstante, a poco que nos paremos a observarnos, comprobamos el gran «espacio» que una vida es. ¿Cómo es posible que lo dejemos vacío, que no lo inundemos de ideas, fervores, ansias, deseos? Gabriel Marcel habla de la Esperanza como elemento constitucional o estructural del hombre. Es su respuesta al «hombre, pasión inútil» de Jean Paul Sartre. Aunque solamente fuésemos Esperanza, ¡cuánto somos!

El sol novembrino tramontó. El ocaso es de transparencia purísima.

No hay «espectáculo», no hay escenografía barroca, no hay retablo de nubes atormentadas en el horizonte. No se mueve la hoja de un árbol. Se encalma el espíritu. No trae la melancolía una tristeza: trae un fervor nuevo. Trae estas seguridades: la vida es un prodigio. Y el tiempo –aliado del Señor– nos trabaja dentro; nos martillea con sutiles, delicados instrumentos, como un orfebre. ¡Somos un asombroso, luminoso haz de misterios espigados! Haz de ansias levantadas con sed para la Sed de Dios. Porque Dios tiene sed, que eso es Amor. ¿De verdad moriremos sin enterarnos de quién somos? La vida: ciencia y arte de buscar –y encontrar– el «alguien» que cada uno es.

(IDEAL, 22 de noviembre de 1972)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)


domingo, 14 de noviembre de 2010

CAMPANAS



A estas calles llega el clamor de las campanas. Clamor eufórico de las mañanas doradas, en las mañanas azules; clamor de Jubileo, de Misa Mayor, de Cuarenta Horas; fúlgido clamor bronco, biselado de esquilones. Luego, hacia media mañana, a estas calles llega la melancolía de las campanas que “doblan a muerto”, sugiriendo una sutil tristeza infinita... Luego el Ángelus de mediodía –nueve badajazos lentos– se evapora súbito: nueve goterones caídos en el pavés hirviente del tumulto. Fiesta, funeral, Ángelus, novena... Las campanas cambian de estado de ánimo a cada hora; las campanas son como el alma, son como la vida.

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Fotografía: Pedro Mariano Herrador Marín)

jueves, 11 de noviembre de 2010

LAS DIFERENCIAS




Lo que somos, lo que tenemos, lo que representamos. Shopenhauer encontraba, de dentro a afuera, estas tres categorías de la personalidad. El proceso de desigualdad entre los hombres va a acentuándose a medida que nos acercamos a lo cortical o externo. En lo que respecta al ser –núcleo último– ¿quién se diferencia demasiado de quién? En la playa, a la hora del baño, la barriguita del subsecretario general no ofrece señal alguna que la distinga de la barriguita del oficial de tercera. Si esto sucede en lo físico, ¿qué será en lo moral? Desnudo el espíritu, hecho un montoncito de lo que tenemos y otro de lo que representamos, apartados estos montoncitos en un rincón o colgados de una percha, lo que nos queda es la intimidad más o menos limpia o miserable; nuestra virtud, nuestro dolor, nuestro pecado, nuestra alegría, nuestra particular inteligencia... Es decir, lo intransferible, lo inalienable. Pero, entonces, las diferencias son más bien pequeñas. Y cuando son grandes, se advierte poco. Porque van tapadas. Normalmente lo que tenemos y lo que representamos oculta lo que somos. Y aquí radica lo curioso: las ostensibles diferencias, las accidentales diferencias, mucha más visibles, eclipsan las auténticas diferencias.

¿Tenemos mucho o poco dinero? Cuanta endeblez íntima, cuántas precariedades del ser sin recambio que cada uno es, disfraza el dinero que es una especie de musculatura ortopédica mediante la cual infinitos hombres suben escaleras que, de otra forma, les serían insuperable obstáculo para alcanzar la altura o puesto que desean. De manera que, entre mi prójimo y yo, las diferencias en cuanto al ser son pequeñas, pero auténticas. Y las diferencias en cuanto al tener, son grandes pero convencionales. Ahora bien, en lo social lo convencional prima sobre lo real. Este es uno de los fallos de este tiempo comunitario: nos juzgamos los unos a los otros, tomando como punto de referencia los botones del chaleco, sin pensar que las diferencias genuinas cuando existen estarían más bien en el botón del ombligo. Quiérase decir que nos clasificamos –por ejemplo– a partir del partido político a que pertenecemos, accidente en realidad el más externo y menos autónomo que imaginarse puede.

Sin embargo, lo cómico –o lo trágico– es que la lucha, como efecto de la ambición, se produce en lo humano, más que para nivelar diferencias del ser o del tener, para borrar las distancias del «representar». Las distancias, los honores –los «honores» son cosa bien distinta del honor–, los cargos, los signos de poderío, ocupan y preocupan demasiado. Con frecuencia descuidamos la salud y hasta con altruismo despreciamos al dinero, arrastrados por el señuelo de una «representación». La representación nos peralta sobre el común de los hombres. Un cargo ya es un pedestal. Se explica la afición política de muchas personas, más que por vocación de la cosa pública, por vocación al pedestal. Indudablemente las diferencias convencionales adquieren aquí mayor formato. Si los desnudos –hemos dicho– del rico y del pobre son iguales, ya el vestido, el zapato o el sombrero pueden marcar signos de diferenciación conduciéndonos a valorar lo que tienen sobre lo que son. Pero cuando la distancia se hace verdaderamente ostensible es cuando de dos señores, uno ocupa el puesto de jefe y otro el de barrendero de la tienda. ¿Distancia convencional? Exacto. Pero –repitámoslo– lo social, es el reino de lo convencional.

Lo que somos, lo que tenemos, lo que representamos. Haría falta, parece urgente, que el hombre, en proceso de introversión, vaya apartando de su personalidad el boscaje de lo convencional –de lo que representa y mas adentro el boscaje de lo que tiene– hasta toparse en soledad consigo mismo, con el jardín escondido, con el propio huerto. Sólo allí hallará sus rosas y sus serpientes. Nada más allí alcanzará su reducto, la parcela donde la voluntad tiene jurisdicción. «Ni en el mundo, ni tampoco fuera del mundo es posible pensar, aparte la naturaleza divina, nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad.» Así escribía Kant. Pero en estos tiempos de intemperie, ¿quién asegura que su voluntad es suya? Beber agua de la propia cisterna; he ahí el mayor lujo ahora.

(IDEAL, 3 de noviembre de 1977)


lunes, 8 de noviembre de 2010

MÚSICA Y LETRA DE LA MUERTE



Ninguna tertulia literaria concluye ahora con la visita a un cementerio. Sin embargo, he aquí lo que escribía «Azorín» hace cincuenta años, poco más o menos: «Fuimos varias noches, después de la tertulia del café, a uno de esos cementerios abandonados, allá por la puerta de Fuencarral...»

La muerte, unas veces ha sido «tema» y otras no. Precisamente porque su vigencia no falla, porque nadie jamás podría declarar cesante a la muerte, podemos permitirnos el lujo de tomarla o no «en consideración» con detenimiento. No hay prisa ni miedo de que pase de actualidad. Con todos los «temas eternos» sucede igual. Ejemplo: el amor. Hay épocas en que está de moda; tiempos que lo prohíben, por decirlo así, «oficialmente». Mientras que en otras sólo particularmente se cotiza. Quizá ésta que vivimos pertenece a las últimas. Me parece que sí, que ahora priva la «no injerencia»; que el amor, en nuestros días, defiende una política de no intervención en sus asuntos internos.

Pero como tema, el de la muerte es aún más tentador que el del amor. Porque en éste la experiencia, al fin y al cabo generadora de ciencia, aclara posibles misterios. La filosofía del amor puede por eso quedar, en última instancia, reducida a arte. Sin embargo, la filosofía de la muerte será siempre metafísica pura. Como nadie tiene la experiencia de la muerte, como nadie la ha visto sino en los demás –que es tanto como no verla–, el tema no pierde jamás sus incógnitas; es decir, no carece nunca de aliciente.

Los románticos adolecían de una sensación en cierto modo morbosa del misterio. O quizá impresionaban por su sentimiento de la muerte. Simpatizaban con ella, y no al modo ascético, sino de una manera estética. Lo mismo que los románticos, los posrománticos. Recordemos a Bécquer. Recordemos, sobre todo, a Campoamor, cuyos campanarios –«Humoradas», «Doloras» y «Pequeños poemas»– doblan indefectible a muerto, convocando a funerales pasados, presentes y futuros. Pero –cosa extraña– los muertos de los románticos y de sus epígonos no hieden. Más bien exhalan una especie de fragancia como de flores secas, que de vez en cuando encontramos entre las páginas de los libros viejos. ¿Cuál era el concepto romántico de la muerte? Realmente, ninguno. El romanticismo había allanado los conceptos. Libres de un ideario común acerca de la muerte, los románticos allegaban –amontonaban– ante ella poesía, sin trabas de ninguna clase. Ponían música a la muerte.

Ah, pero lo difícil es ponerle letra. Lo costoso no es sentirla, sino explicarla.

Más recientemente, en el plano filosófico, el existencialismo –tan barroco, al fin y al cabo– ha forzado sus espirales ante el tema. Heidegger enuncia su «Sein zum Tode», «ser para la muerte». La define como la posibilidad más peculiar de la existencia, y sabido es que erige una angustia como consecuencia de la aceptación. Pero planteada a nivel filosófico la cuestión de la muerte, ¿qué otra cosa hace sino acumular preguntas sobre preguntas? Detrás del «Cerraron sus ojos...», ¿qué hay? Aquí el existencialismo, como todas las filosofías, enmudece y palidece. Vivaquea la perplejidad; merodea, espesa que no articulada, en los umbrales, incapaz de traspasar ningún muro.

Planteado a nivel filosófico, el tema de la muerte es esfinge gigante que no abdica. ¿Y considerada al bajo nivel del mar... multitudinario? Para el hombre corriente de ahora la muerte no es interesante por demasiado cierta. Está «consagrada», le sobra verdad, no admite discusión. Es como el escritor famosísimo al que ya no se lee. Como el maestro cargado de conocimientos, tan sabio, tan sabio que nadie le escucha. Y además –en la común opinión–, si es tan segura la muerte, ¿para qué temerla? El miedo es una defensa; pero cuando la defensa es inútil, está de más el arma defensiva.

«La vaga melancolía de que estaba impregnada nuestra generación –prosigue «Azorín»– confluía con la tristeza que emanaba de los sepulcros... Divagábamos en el silencio de la noche entre viejas tumbas». Escritas estas palabras en las inmediaciones de nuestra época, cuando el romanticismo todavía en el horizonte había empezado ya, sin embargo, a ser historia, gime aún en ellas la «música doliente»; tremente música confusa, que no discierne el espíritu de los signos, sumida en la niebla de la emoción. Música para la muerte. La muerte, materia estética todavía.

Pero unas líneas más abajo el autor de «La voluntad» afirma: «De la consideración de la muerte sacábamos fuerzas para la nueva vida...»

Sacábamos fuerzas para la nueva vida. Esto, ¿no es, al fin, una consideración estimulante? Esto ya es «letra», emancipada dela música. Pero ¿qué «nueva vida» puede ser esa? ¿Hay «nueva vida» sin «otra vida»? (Nuestro «Azorín» está en Toledo. Ha visitado un convento de monjas: «Y esto es lo que nos atraía a nosotros en un convento: con la menor cantidad de fuerza física, fuerza material, alcanzar, como la religiosa lo alcanza, el máximum de espiritualidad.») Sin una fe en «otra vida», ¿adónde pueden llegar las posibilidades del espíritu en este mundo?

Necesario es plantear el tema de la muerte a nivel teológico.

La doctrina de las Postrimerías –Muerte, Juicio, Infierno, Gloria– es la única arquitectura conceptual que acerca de la cuestión existe. No hay otra «letra» para la «música» de la muerte.

(ABC, 1 de noviembre de 1969)


sábado, 6 de noviembre de 2010

PERIODISMO




No es la primera vez que se escribe: Teresa de Jesús hizo ya periodismo en el Libro de las Fundaciones. ¿Qué razones pueden abonarse para decir esto? La reformadora, de ciudad en ciudad o de pueblo en pueblo, viajera en su carro alquilado –equivalente, en el siglo XVI, al autobús, al taxi o al Seat de hoy– captaba paisajes de la naturaleza y de las almas. Trataba y contrataba. Veía, regustaba, archivaba recuerdos para uso de sus ideas... Registraba imágenes para estímulo de su fantasía. Luego, ideas, imágenes, paisajes, eran vertidos en una prosa espontánea, más bien ungida, desde luego graciosa, pintoresca a veces; con toques líricos, con puntualizaciones objetivas, con precisiones de un suceso, con imprecisiones de un sentimiento. Había interjecciones y sustantivos en la prosa de Teresa. Había ayes, suspiros. Luego, nominaciones. Luego, razones. Asunciones después. En la Santa de Ávila, el paso de la anécdota a la categoría se efectuaba sin violencia alguna; surgía, como la flor de su pedúnculo, sencilla y naturalmente.

Y un buen periodismo, ¿no fue –no es– siempre así? El buen periodista recoge en su andadura y otea desde sus colinas; y desde sus ojos –mas bien desde cada uno de sus sentidos–, al informarse, sufre y goza. Después, y sobre la marcha, las sensaciones se van haciendo ideas; o los sentimientos, sin perder por ello su prístina frescura, se tornan pensativos. El periodista, en su utilitario –así Teresa en su carro–, lleva prisa. Lleva prisa y la prisa le lleva. Una especie de simbiosis. Su prosa se benéfica de la prisa: por improvisada, se hace fragante y quizás al disponer de menos tiempo para elegir la palabra, elige la primera que le depara la intuición. También su prisa se beneficia de la prosa; los escritos renglones son la gráfica de unas vivencias de desigual pulsación, de agitada fuerza, de emociones distintas –hasta puede ser que opuestas– pugnando en la impaciencia del periodista. Y eso es lo verdaderamente difícil: escribir de un tema que no se ciñe lineal, uniforme e invariable a esta cosa o a este suceso, sino que interfiere su caudal con otros caudales. Siempre que el periodista quiere seguir el curso de una cuestión, se encuentra con los afluentes; le llegan a derecha e izquierda ajenas sugerencias. Peligro de perderse en fárragos u ocasión estupenda de formar el auténtico “ramo”. Porque puede, sí, que un buen trabajo periodístico deba parecerse a un ramo floral de esos que, en un instante, en rápida procura de colores y olores, forman una belleza. Pero se necesita para ello buen gusto, tijera rápida, selección, decisión. De otra parte, el periodista no va a elaborar un manojo de belleza “ex profeso”. Su misión no es puramente literaria. Más bien es informativa o, mejor, ante todo, es informativa. No obstante, una información sin fervor soterrado, sin penacho trascendente, sin savia de gracia, sin brotes de ingenio, no es propiamente periodismo. Leve y breve, el periodista –ágil– sube y baja en su relato o en su impresión (y más de una vez a lo largo de su escrito) la escala de Jacob. Porque el cielo y la tierra, es decir, el cosmos de las ideas y el suelo de los hechos, se acercan en las palabras del periodista. Palabras casi con oficio de ángeles...

Alguien preferirá decir duendes. Bien; ángeles o duendes, los vocablos del periodista tienen además que tender puentes entre la luz y el suelo; se obligan a la misión de dar el perfil aproximado –y eso sería la objetividad– de la realidad que cuenta. Y aquí surge otra dificultad, otro lío. Aquí surge el tremendo obstáculo que sólo el excelente periodista puede obviar. Porque, después de haber puesto todas sus sensaciones, todos sus sentimientos y todas sus ideas alrededor del hecho que refiere, el periodista tiene un deber de no ser sensacionalista, ni sentimental ni filósofo. Él, va de vuelo. Se impresiona por vocación, pero la ética profesional le pide que, tras sumergirse en el tema, no pierda ya dentro del tema la esencial perspectiva. Y es más; tiene que ahondar el periodista, llegar inclusive a la vena íntima del hecho, pero sin aparato de erudición alguno. Sin ostentación y sin pedantería. El periodista no puede ser superficial. De ninguna manera. Ahora bien; su táctica es disimular lo profundo con lo ameno.

¿Es así el periodismo funcional que muchos preconizan ahora? Actualmente hay excelentes periodistas como los hubo siempre; periodistas que acaso superan el estilo periodístico del Libro de las Fundaciones de Santa Teresa. Pero sucede que no pocos desvían su buena ruta influenciados, ganados, por esa gente convencida de que el periodismo auténtico, hoy, ha de ceñirse nada más a la entrevista, a la encuesta y ... a la estadística.

Y esos son otros Pérez.

(Diario IDEAL, 1975)


jueves, 4 de noviembre de 2010

¿QUIÉN DESCANSA?




...Todo el mundo suspira por "unos días de descanso” y la verdad es que, actualmente, unos días de vacaciones los tiene cualquiera. Lo que ya resulta dudoso es que las vacaciones coincidan con el verdadero descanso. Porque, para no pocos, las vacaciones precisamente se identifican por un inusitado ajetreo. ¿Descansa de verdad un viaje? ¿Descansa la playa? ¿Descansa una sala de fiestas? ¿Descansa acostarse a las tres de la madrugada y levantarse a las once?

Pero, como según muchas personas, lo que descansa verdaderamente es el llamado "cambio de ambiente", poco importa dormir menos y beber más –que a esto se reducen no escasas vacaciones– con tal que desaparezca unos días de la vista la oficina, la fábrica o el lugar de trabajo...

La verdad es que sabemos poco del cansancio y de sus remedios. Porque tampoco es raro leer que el auténtico cansancio no se produce sino en plena ociosidad, y que interrumpir un ritmo creciente de laboriosidad –interrumpirlo súbitamente en las vacaciones– conduce al "periodo de depresión". ¡En qué quedamos! Lo cierto, parece, es que el descanso de cada uno requeriría un tratamiento distinto. Deberían existir "especialistas" del descanso, como hay especialistas de digestivo, o de pulmón y corazón. Porque el descanso que sienta bien a unos viene mal a otros. Si a cada veraneante se le recetase una clase específica de descanso, se evitarían bastantes complicaciones. ¿Por qué metemos en el mismo saco al cansancio psíquico y al cansancio físico siendo cosas tan distintas? A muchos vendría bien una "cura de aburrimiento" y, por el contrario, a otros, sentaría de perlas un cursivo intensivo de diversiones a todo pasto.

Se dice, por ejemplo, se dice mucho, aunque generalmente se oiga poco, lo de que el mejor complemento de las vacaciones es el libro, es decir, se apela al descanso de la lectura. Pero ¿es esto siempre cierto? Quien se pasa el año leyendo, ¿descansará con los libros? Tampoco descansará, naturalmente, bailando o practicando deporte, el bailarín o el deportista. Pero este es el error de todas las vacaciones. No siempre lee en el verano el que durante el invierno vende telas en un comercio o hace números en una oficina; quienes leen en el verano son, precisamente, los que ya han leído en el invierno. Y quienes bailan o practican deporte en verano son también los mismos que no han dejado el deporte o el baile desde octubre a junio. Entonces resulta que nadie descansa verdaderamente en vacaciones, que nadie cambia radicalmente sus actividades aunque se desplace miles de kilómetros, que el viaje en fin no aleja al "yo" de sus aledaños.

¿Se impondrá alguna vez una disciplina contra esta anarquía psicológica de las vacaciones? ¿Veremos en alguna ocasión cómo al llegar agosto, los comerciantes cambian el "Libro mayor" por el libro de filosofía y los intelectuales abandonan por unos días a Shopenhauer para bailar el "rock-and-roll"?


* * *


Piensa uno estas cosas en pleno campo castellano. He ahí los pinos, el viento, las mariposas, los pájaros, las hormigas. Hay una quietud, una calma radical, infinita. Dentro, mis pulmones se esponjan en clara, limpia comunidad con la naturaleza. Y hasta se inicia un leve retozo en los músculos, ya algo cansados, de mis piernas. Yo debiera comenzar una carrerita a campo traviesa, ahora que no me ve nadie. Una carrerita tonificante que sorprendiera a los pequeños lagartos que se asoman al sol entre la hierba. Yo debiera, sin más, acometer la empresa de trepar árbol arriba. Intentarlo por lo menos, hasta hacerme un rasgón en el pantalón o arañarme gozosamente en la muñeca. Yo debiera recordar que una vez tuve once años y que esos once años no han desaparecido, que los llevo dentro en el alma y en la sangre, y que es necesario darles una pequeña libertad, descerrojarlos de vez en cuando... Yo debiera evadirme unos instantes, descansar de mi mismo unos minutos. ¿Por qué, entonces, me he traído al campo este libro, llevo este libro debajo del brazo? El libro se titula: Historia Política de la España Contemporánea. El libro dedica páginas y páginas a Prim, a Castelar , a Sagasta. Luego dedica páginas y páginas a Cánovas, a Silvela, a Romero Robledo... El libro no dedica ni una sola página a los árboles, a los pájaros, a los juncos que crecen junto al río, a los pequeños lagartos que se esconden a mi paso.


(Diario JAÉN, septiembre de 1968)