BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

lunes, 31 de diciembre de 2012

DE LA CONSOLACIÓN DEL ALMANAQUE





Desconsuela el tiempo. Desconsuela porque es una recta inexorable cuyo trazado avanza sin pausa hacia un fin que desconocemos. Pero consuela el almanaque. Gracias a él medimos, racionalizamos, la enorme potencia inacabable de Cronos... Cuando nadie había pensado todavía en la ecuación espacio-tiempo, Descartes, en su discurrir «more geométrico», opinaba: «El tiempo es la extensión del espíritu». Pero el hecho es que, para medir esta «extensión», el hombre no ha recurrido a ningún artificio. El almanaque no es un producto sintético. Es, más bien, algo natural, naturalísimo. La Tierra da vueltas alrededor del Sol y rota en torno a su eje. Luego, el almanaque anota vueltas y rotaciones, años y días. Es el contable de la «música de las esferas». Pero de un realismo tal que excluye, en su exactitud, cualquier interferencia puramente subjetiva. Una cosa es la «música de las esferas» y otra la «música celestial».

Así es que tenemos el almanaque porque «está ahí» el año. Medimos el tiempo con la unidad año. Y eso es lo que consuela. Porque, así, en cierto modo, hacemos al tiempo reversible. Así se le obliga a pasar por caminos trillados, por estaciones conocidas. El año «caza» la trayectoria inapelable del tiempo forzándola a curvarse en espiral, le tiende una trampa, hace de ella un ciclo, un círculo; la encadena. No hay, por tanto, una sucesión de las horas, sino un molino de las horas.

Nuestra planeta da vueltas alrededor del Sol. Es una providencia. ¿Qué pasaría si no? Este girar preserva a la Tierra del caos. Y a nosotros nos libra del tiempo implacablemente nuevo. O repetirse, o morir.

El Tiempo nos espolea: ¡Aprisa! ¡Vamos! El Tiempo tira de nosotros hacia delante. Quisiera conducir a nuestras ansias hasta hacerlas sucumbir —auriga feroz— exhaustas y sedientas entre la arena. Pero llevamos nuestra alforja cargada de minutos muertos en la espalda. De vez en cuando nos ponemos a descansar al borde del tiempo y demandamos de la alforja el pan de los recuerdos.

Para eso hay cincuenta y dos domingos en el año. Cincuenta y dos apeaderos de nuestro quehacer. Cincuenta y dos mirillas a nuestro paisaje espiritual, es decir, cincuenta y dos aperturas al pasado, a la pura intimidad. Es lo razonable. ¿No habéis observado que el domingo vuelve siempre la cabeza?

A todas las fiestas les pasa eso: son respiraderos que ventilan el aire demasiado cargado de actualidad. El almanaque es una fachada de días grises, funcionales. Pero, de trecho en trecho, en la fachada brilla una ventana iluminada, una fecha festiva.

Y, en todo caso, el almanaque coloniza al tiempo. No hay día sin numerar, sin santo y seña. ¿Qué hubiera sido de la Historia sin el almanaque?

Gracias al almanaque —gráfica del año— nuestro internamiento a través del tiempo que nos guarda deja de ser enteramente doloroso y confuso. Pero él es, un poco, «el plano del año que viene». Nos ordena el callejero. Cualquier acontecimiento que nos asalta será en paraje conocido. Aun lo más incierto de nuestro porvenir —la muerte— será un día cuyo nombre hemos repetido muchas veces.

Ignoto porvenir. No obstante, el almanaque nos trae el anuncio de mil seguridades. Habrá champán en Año Nuevo, juguetes y regalos el día de Reyes, nieve en enero, rosas en abril, piedad en Semana Santa, sudor de logros en agosto, atardeceres de dulcedumbre vendimial en septiembre... Todo es incierto, pero las estaciones y las tradiciones se repetirán. Bogaremos en precario, pero no faltarán islotes en tierra firme en rededor. No seremos extranjeros. La naturaleza nos hablará con la caricia de sus paisajes vernáculos; la Naturaleza, al menos, no inventará nada nuevo. (Hará una copia más del modelo; es su limitación gloriosa.) Y las fiestas nos brindarán su cabaña. Y no todo va a ser un vivaquear a la intemperie.

Si el almanaque, la soledad del hombre en el Tiempo se haría insoportable. El hombre, criatura puesta en el trance de hacerse a cada instante bajo el látigo del Tiempo, criatura cuya esencia ha de trabajarse a sí misma cada día, cuya sensación radical es la de advertirse incompleto, necesita en su orfandad verse rodeado de elementos seguridades, urge de algo que permanezca mientras él agoniza, mientras él lucha... Sin Fe en Dios, el naufragio del hombre es inevitable. Y también la Fe se sirve para lanzar sus señales luminosas, de los faros del ciclo litúrgico. La Gracia, también tiene su almanaque.

Y de la Gracia pasamos a la Tentación. Porque, eso es: el Tiempo tiene el carácter de una Tentación...

Él crea un «ahora» distinto en cada momento para, al momento siguiente arrojarlo a la fosa común del «antes». Cada actualidad está condenada a ser historia; cada «ya» nace destinado al «fue»; cada presente vivo morirá. Lo nuevo es pura ironía.

Contra la tentación del Tiempo, la esperanza de la Eternidad. La Eternidad es la vida asumida en totalidad, sin fronteras. Es la anulación del antes y del después. Es la revocación del Tiempo. Eternidad: vindicación.

El almanaque, recuerdo de que cada día definitivamente pasa, porque todo retorna en la festival conmemoración, es un símbolo de la Eternidad. Es un exorcismo, un anatema contra el Tiempo.

Del tiempo radicalmente nuevo, del tiempo sin freno y marcha atrás, del tiempo sin tradición, del tiempo sin almanaque, ¡líbranos, Señor!

(ABC, 31 de diciembre de 1960)

domingo, 30 de diciembre de 2012

EN EL AÑO DE LA FE. LA CLAVE DEL AÑO





«Me arrepiento, ¿qué más puede hacer un hombre?», arguye un personaje de Shakespeare. Shakespeare escribía en un siglo todavía de fe. Si hay fe tiene sentido el bien y consecuentemente, lo tienen también el arrepentimiento y el pecado. Entre otras cosas, la fe —la fe en Dios— supone una concepción del mundo, un planteamiento previo y universal ante cualquier problema. Hay, según la fe, un absoluto que se eleva sobre todos los relativismos; hay una Verdad que está siempre ahí, invariable, como una estrella. Entonces, el mundo y la historia se reducen a un esfuerzo de acomodación. En lo humano, si el esfuerzo es suficiente, resulta la virtud, viene el bien; si, por el contrario, el esfuerzo no se intenta, o perece en la demanda, surge el pecado y el mal triunfa. Pero el hombre pecador sabe que el bien está bien y que el mal está mal. Cuando se siente el mal como mal, viene el arrepentimiento. «Me arrepiento, ¿qué más puede hacer un hombre?», es decir, ¿qué más puede hacer un hombre que ha delinquido?

Naturalmente, el esquema varía de manera radical si se prescinde de la fe o la fe no actúa. Si no hay Dios, se ha destruido la clave del arco de la moral. Si no hay Dios, la lógica es un andamio mental y la injusticia una invención más o menos arbitraria. La historia contemporánea, ¿es la de una sociedad que ha perdido la estrella y no sabe por donde caminar? No hay motivo, si no se hace válida la referencia a un absoluto para dictaminar que una acción es más justa que otra, o mas encomiable que su opuesta. Es inútil sacarse de la manga una moral después que se ha dicho que «Dios ha muerto». Hasta parece irónico hablar de verdades si ignoramos qué es la Verdad. Si no «restauramos» a Dios, estamos condenados a una ética nómada, errante, pragmática, relativa, oportunista. Pero eso, ¿es ya ética? Ni la misma apelación kantiana al «imperativo categórico» pasa de simple sucedáneo... Si no existe una entidad esencial de la verdad, un patrón-oro, por decirlo así, del pensamiento, nuestras ideas no son sino aventuras y nuestros juicios no significan mas allá de fugitivas fosforescencias en la noche. Es el precio de la «muerte de Dios». «No existe Dios, todo está permitido», era el tema de la secta de los «assasinos» que gustaba recordar Federico Nietzsche.

Se dijo muchas veces: La primera consecuencia de la ausencia de la fe es la pérdida de los fundamentos morales. No obstante, veo preparada la objeción. En otros tiempos —se declara— la fe era inmensa, pero la moral era tan precaria, y aún más, que ahora. Es cierto que en nuestro tiempo disponemos de una moral, aunque empecemos a no tener fe. Pero esta moral actual, poca o mucha de que disponemos —cabría contestar a los objetantes—, ¿acaso no es resto de la moral antigua, de la engendrada por la fe religiosa? ¿No es que la moral sigue como costumbre, como inercia, de la misma manera que durante algún tiempo sigue girando la rueda después que se ha parado el motor? ¿Qué sucederá cuando el sol de la creencia haya tramontado del todo?

Pero imaginemos que una nueva moral —diferente— quiebra albores; concedamos, inclusive, que una inédita moral, desvinculada de la fe, se avecina. ¿Qué garantías puede ofrecernos? Hay que convenir en que, sea cual fuere, un florecimiento de ética sin Dios, tendría esta contrapartida: al pecado le faltaría conciencia de pecado. Ahora bien, entonces el pecado sería algo enteramente convencional como lo sería su opuesto, la virtud: uno y otra carecerían de auténtica gravedad. Nuestra conciencia, dígase lo que se quiera, nos absolvería entonces de todo, al no sentir que, precisamente, es conciencia, es decir, algo que acompaña al conocimiento, a la ciencia de las cosas: algo que les falta al tigre y al insecto, que, cierto, saben lo que les es preciso y matan a su víctima unas veces y la halagan otras, sin poder sospechar por ello que están haciendo una cosa buena o una cosa mala.

Un hombre sin fe o creencia alguna, será un animal con ciencia, pero sin conciencia. (Hablamos de conciencia en el sentido moral, no en el psicológico, para el cual todos los juicios de valor sobrarían.) En cambio la fe en algo superior e inmutable —en Dios— es la glándula (permítaseme la expresión) de la genuina moral. Estirpad esa glándula y quedará un alvéolo hueco, propenso a las más nocivas y sutiles infecciones.

De otra parte, no es lícito decir que la moral va bien porque —por ejemplo— el nivel de vida es mejor, razón ésta que se arguye mucho ahora al hacer política de moral comparada. Si se aspira a una concepción del mundo, si lo que se quiere es entender el Universo, el dato de que existan más coches —más velocidad— o mejor indumentaria en las gentes, significa bien poco. Hasta el hecho de que disminuya el analfabetismo es logro pequeño si no va acompañado de intensos resurgimientos del espíritu. Y en cualquier caso, aún admitiendo que con Dios en los siglos de fe la gente era igual o peor que sin El en los tiempos que carecen de ella, las épocas de fe tienen siempre la ventaja apuntada.

Tener el sentido del pecado, es una fuerza que nos lleva nada menos que a la esperanza y, con ella, al arrepentimiento. ¿Acaso esto es poco? «Me arrepiento, ¿qué más puede hacer un hombre?». Bella frase, teológica frase, que abre perspectivas a una concepción superior del Universo. A mi no me llamaría nada a admiración un mundo de moral laica —moral de hormiguero— de virtudes puramente sociales o cívicas, de tejas abajo, en el caso de que la moral fuese posible. Prefiero un mundo en claroscuro —el mal con su espada y el bien con su espada y con su palma— en el que sin embargo el hombre, portador de eternidades, se sabe llamado a altos destinos. Lo de que haya personas que a pesar de que creen en Dios no son santos, no arguye nada verdaderamente importante. Lo decisivo es saber que existe un Lugar del Bien, un Sitio de la Verdad, un objetivo de la Esperanza. Y que lo sobrenatural se eleva sobre el mundo dando explicación, comprensión, a cada cosa. En verdad, la fe no ha eliminado las miserias de la Tierra, pero cuando nos convenzamos de que «nadie es bueno sino Dios», nos escandalizaremos menos de los pecados de los hombres y, sin embargo, el pecado aparecerá entonces con su neto, grave y exacto perfil. Lejos de cualquier utopía, los hombres humildemente volverán a saber aquello que suena a expresión beata pero que es —y ningún creyente puede discutirlo— el fundamento de la vida religiosa: que sin auxilio de la Gracia todas nuestras obras son muy poca cosa. Predíquese esto de la forma más moderna que se quiera, con el léxico más adaptado, más al uso, que se desee; cámbiense las estructuras hasta donde sea posible; renuévese el barniz apologético y encálense todas las fachadas eclesiales y doctrinales de la fe, pero predíquese eso, siga predicándose eso. De otra manera, lo que se predique ya no será Cristianismo y lo que se enseñe ya no será puntualmente la verdad. Hay algo que no puede ser nuevo por muy nueva que sea la encuadernación: la fe y los fundamentos morales de la misma.

Muchos impacientes que quieren el progreso a todo evento, tienen que conformarse, si son cristianos, a enseñar que el progreso del hombre ha de pasar necesariamente, por el regreso a Dios. Porque el cristianismo es más, mucho más que un humanismo.

(Diario de JAÉN, octubre de 1967)

viernes, 28 de diciembre de 2012

EL RASTRO POR LA MAÑANA





¿Cuándo amanece Madrid? A las nueve, ya Madrid es Madrid. Aunque ahora, en la cuesta debajo de diciembre, cada mañana tarde un poco más en erigirse, en izar su esplendor. Y no es que la ciudad se levante de una vez y por todas partes a un tiempo. Se inaugura antes la actividad —seguro— en la plaza de la Cebada que en el barrio de Salamanca... Terminaba hoy de cuajar el día en la mismísima plaza Mayor cuando mis arrestos de madrugador ocasional se disponían a estrenar no sé qué impresiones. Porque eso tiene la villa, eso tiene la capital de España: cabe desvelar en ella, a cada momento, un «punto de vista». Basta con orientar los pasos en un sentido o en otro. Pero para ir a Goya —yo tenía que ir a Goya— parecía temprano. Era temprano hasta para ir a Argüelles —yo tenía que ir a Argüelles—. La niebla de estas mañanas preinvernales de Madrid dura en unos barrios más que en otros. A lo mejor persiste más en los barrios elegantes, que tienen más tiempo, menos prisa, para desentumecerse. El caso es que calle de Toledo adelante, la mañana optaba claramente por el sol... Ahora los días amanecen perplejos, andan premiosos para definirse. ¿No hay siempre alguien, en la amanecida, que pronostica que va a llover?... ¡Pobre! Hasta que Febo —se dice todavía Febo?— penetra por las rendijas de las habitaciones y se pone, de nuevo, a glorificar al polvo. Ya es una lata. ¿Cuándo se tomará él las vacaciones? ¿Cuándo dejará un día Febo de...?

Bueno; yo iba calle de Toledo adelante sin saber a dónde —¿a dónde, Dios mío?—, con ese andar desconchado, blando, con que uno camina cuando por dentro le andan sueltos, sin semáforo ni brújula, los pensamientos. Es natural que la calle Toledo se parezca algo a Toledo, me razonaba yo. Los mismos rótulos gastados, anticuados en las tiendas; casi el mismo aire en el tránsito rodado: carros, carretas, carretillas en el asfalto. Un Madrid diluido en capital de provincia. ¿Habría más allá aún un Madrid diluido en pueblo? ¡Este Madrid! (¿Por qué decimos «¡este Madrid!» siempre para todo? Es una buena muletilla que nos excusa de pensar por nuestra cuenta sobre el significado de cualquier vario aspecto, novedad, sorpresa o gracia de la ciudad.)

Y como uno tenía deseos de buscar ocupación a esos pensamientos que se andaban hurgando las narices mientras la villa acicalaba su porte, reeditada ya bajo el «azul de diciembre», he aquí, burla burlando, la estatua de Eloy Gonzalo. ¡La Ribera de Curtidores, a un paso!

El Rastro. Llegar a él y disponerse a desempolvar —a sacar de la personal buhardilla, de la medio derrengada memoria— los tópicos pintoresquistas todo es uno. Buscaba yo resortes que hiciesen funcionar el mecanismo, bastante herrumbroso, de la evocación castiza, claro está. Con las manos en los bolsillos —Guadarrama de mis temores—, empiezo a mirar los puestos. ¿Iba queriendo adivinar, entre los vendedores de barato, a Polonia la mondonguera, a Ignacio el albañil, a la tocinera, a la panadera, al petimetre, al majo?... ¡Si estuvieran!... No he podido adivinar en qué tienda del Rastro yace el sainete, ese género que yo sabía herido de pronóstico reservado, porque, naturalmente, el tiempo ha dado más de un vuelco desde don Ramón de la Cruz acá; no he conseguido enterarme en qué yacija del Rastro descansa el sainete, que yo suponía malparado, pero no muerto. Porque como uno viene de provincias...

Así es que, en vista de la búsqueda infructuosa, hay que ensayar en el Rastro otra postura, hay que seguir por distinto camino. Tensar, por ejemplo y por si acaso, las cuerdas más o menos sentimentales. («Más o menos», porque de lo sentimental a lo sentimentaloide, ya se sabe...) Pero, consciente y todo del peligro lacrimógeno, me dije: ¿Afinamos, Fabio, los violines nostálgicos?

El Rastro, como punto de vista. Una experiencia para uso de moralistas y filosofantes. Porque, efectivamente, «este Madrid» es inagotable. ¿Dónde empieza y dónde termina Madrid?

Aquí, en el Rastro, termina. Aquí acaban de fondear en arribada forzosa, desarbolados, los bajeles de la dicha modesta. (Un dormitorio de madera de pino, a medio descargar, arrebatado de Dios sabe qué habitación barriobajera, está solicitando los trémolos, puede que delicuescentes, de la elegía.) Aquí han recalado, rotas las jarcias, zozobrantes, a la deriva, los bajeles esplendentes. (Una «sala de época» cobijada, esa sí, bajo techado, musita detrás de un escaparate el responso por una felicidad que debió morir hace setenta años.) ¡Ay de los lujos mobiliarios que ya no pilota ningún dueño! ¡Buques fantasmas de una gloria embestida por la mala fortuna! Y ¿no se retrataban tu abuelo y el mío, lector, a la hora del café, junto a mesitas de laca, como ésta..., con fondo de cornucopias doradas como ésa?

Aquí —acabamos de afinar, Fabio, los violines pungentes— termina Madrid, en la desolación de aquel abrigo (¿fue de algún muerto, Dios mío?), que cuelga grotesco —casi goyesco—, que grita macabro —casi solanesco— en la tienda del ropavejero.

Aquí termina Madrid, entre puestos de buhonería y de juguetes usados. (Algo hay más patético que una alcoba de segunda mano; es un juguete de segunda mano.) Aquí concluye, en un osario de piezas, de tornillos, de ferretería oxidada. Aquí, hecha sarcasmo, descuadernada la ironía; cabe un tenducho de material eléctrico averiado exponen su mérito, renegrido y vetusto, unas tallas románicas.

—¿Cuánto quiere usted por ese santo?

Un vergonzante rubor —reconocedlo conmigo—; una penosa violencia para los códices miniados, espesos de pergamino y de latín.

Aquí Madrid abre su escotadura tristísima y advertimos cómo una vanidad que se desangra busca, perdido el ritmo, ausente el pulso, los caminos de la desbandada. (Don Ramón de la Cruz, éste no es tu Rastro, que te lo han cambiado.)

Pero enfundemos ya, Fabio, los violines dolientes. Todos los días Madrid termina en el Rastro. Pero empieza Madrid, cada jornada, en la epifanía matinal de sus centros triunfales. Madrid, un poco como la esfera de que hablaba Pascal, ¿no principia a tener su centro en todas partes? «Este Madrid». Ya, a nuestro regreso del Rastro, la ciudad afila la punta del mediodía, la hora jocunda, para con ella dibujar el rasgo —y el garbo— gracioso de su gozo. Madrid es una inmensa noria de cangilones —de «puntos de vista»— exultantes. (Pero su agua amarga está oculta; apenas aflora, si no es para que nos demos una vuelta hacia «el Rastro por la mañana».

Es, de otra parte, la cosecha única que, en plena sequía pintoresquista, la contemplación del Rastro puede depararnos.

(ABC, 26 de diciembre de 1958)

martes, 25 de diciembre de 2012

LA NAVIDAD TAMBIÉN NECESITA SU REFORMA





La Navidad es Fiesta. Pero, ¿nada más? Estamos acostumbrados —mal acostumbrados— a tomar la fiesta por la fiesta. Perogrullada. Pero si nada más hacemos fiesta de la fiesta —si consideramos su sobrehaz, esquivando su hondura— se nos escapa su sentido, su trascendencia.

Así encontramos, hoy, esto: la Navidad, para infinitas gentes, es un pretexto formidable. Pretexto, desde luego, para pasarlo bien. Y, ocasionalmente —cumpliendo y mientiendo—, pretexto para el despliegue de una caridad supletoria y tranquilizante. Y ya está.

Si vivimos tiempos de reforma, ¿por qué no reformar también la Navidad? De la Navidad persiste la estampa burguesa, llena de cordialidades baratas, de sentimientos artificiosos, quizás, como el corcho, el papel de plata y la iluminación de los belenes. Algo antiguo se está quedando todo eso. Más valdría sentir la Navidad más en cristiano, con un afán de genuina pureza, haciendo uso de una alegría espiritual.

Por cierto, que es algo que casi nadie buscamos, probablemente porque casi todos ignoramos. ¿Qué es la alegría espiritual?

No hay reforma posible para el cristiano si no es, precisamente, la de ser más cristiano. Hay quien cree que debe dotarse al cristianismo de un programa mínimo de obligaciones y creencias que cumplir y aceptar. Pero es sofisma. El ser más tolerantes con el error ajeno no puede considerarse en el sentido de que renunciemos a ninguna verdad propia. ir al mundo, penetrar en sus peligros —o en sus estructuras, que resulta más moderno— no es hacerse del mundo. Vamos a él para ganarlo y no para que nos gane. Y la alegría espiritual —la de sabernos hijos de Dios y herederos de su gloria— es el mejor viático para la conquista.

La alegría espiritual de la Navidad proviene del convencimiento de que Dios —hecho hombre— está con el hombre. Especialmente, con todo hombre que sufre, llora, pacede sed o hambre. Es decir, con todo hombre que —según la acepción vulgar de la palabra— no es feliz. De ahí que, por molesta que nos resulte la consideración, Dios está más cerca, en la noche de Navidad, de los desgraciados que se cruzan entre sí suspiros que de los que, más o menos orondos, nos cruzamos regalos y tarjetas de «Felices Pascuas».

Sería conveniente que nuestra alegría navideña arraigase en una Esperanza más que en un bienestar transitorio de estómago satisfecho. Lo puro sería volver a las vigilias de Navidad, olvidándose un tanto de las cenas de Navidad. Pero, ya que esto no parece posible, hay que retornar al espíritu de la Navidad. Retornar al Amor. No un amor forzado, hecho de recortes —dar las pesetas que nos sobran, obsequiar con palabras y con sonrisas que nada cuestan—, sino un Amor que lleve el marchamo de Cristo. ¿Difícil? Pues por eso.

(SAFA, Núm. 30, diciembre de 1964)

lunes, 24 de diciembre de 2012

EL ALJIBE





Se juntaron en la cena de Navidad las tres generaciones; mejor dicho, se congregaron en torno a la mesa la generación de los hijos y la de los padres, con una representación de la casi extinta generación de los abuelos: un viejo arrugadito, como todos los viejos, sordo y hablador.

Ocupaba el anciano el lugar preferente de la mesa; pero era como un rey constitucional nada más, de esos que reinan y no gobiernan. El rey absoluto en esta ocasión era el nieto mayor, muchachuelo del bachillerato. Tenía una voz tonante para los criados y, cuando acaso tardaban en servirle, comenzaba a preludiar su impaciencia imitando, con el tenedor y la vajilla, las «Campanas de Santa María».

Navidad. Estupenda cosa... Principiaba el ágape. Era la hora grata —de verdad inefable— de la sopa de almendras: vértice de concordia de la familia, punto de intersección de voluntades. Todos empezaron a vivir intensamente el momento, la hora actual.

—María —dijo el abuelo a la madre—; esta sopa está riquísima. (El abuelito había llegado a la cena fatigado del viaje. Procedía de luengos tiempos, de esos tiempos que se pierden en el horizonte. Le había visto las espaldas al otro siglo. Caminó ya muchas leguas y, hasta llegar aquí, el misterio de muchas Nochebuenas había lanzado la semilla trémula a sus surcos. Por eso en su pecho se rompieron, de tan antiguos, todos los aljibes; y casi era igual para él, en su desorden emotivo, llorar que reír.)

—Lleva razón el abuelo, María —arguyó el marido—, esta sopa es maravillosa. (El marido pertenecía, naturalmente, a la «vida militante». Vivía esa época de la existencia en que ya apenas cuentan los sueños; en que ya las ideas cristalizadas —y burocratizadas— se conforman con las cosas tal como las cosas son, porque ¡qué se le va a hacer! Pertenecía el marido, quiero decir, a esa edad en que se dejan abandonados los aljibes hondos —musicales y difíciles— del corazón.)

—Mamá, mamá, está buenísima la sopa... ¿Qué viene ahora, mamá? —dijeron uno tras otro, los chiquillos. (Los chiquillos, como son chiquillos, no saben aún nada de aljibes. No sospechan que algún día puede la pena —cáncer de agua oculta, veneno profundo— mordisquearles la alegría.)

Hubo unos instantes de compenetración cordial. Después, cada vida reemprendió su ruta. Todos siguieron sentados en la mesa, casi codo con codo; pero las almas comenzaron otra vez a distanciarse.

__________

¿Fue una secreta, tácita, colaboración del vino? El alcohol es una buena cabalgadura para el espíritu. Jinete el pensamiento sobre el enardecido estímulo de la leve embriaguez, se advierte que no es tan largo el camino que nos separa de nosotros mismos. Porque, probablemente, lo más triste que nos ocurre es pensar que la ilusión —en vanguardia— avanzó demasiado, y que ahora, bloqueada, cercada, hostilizada, perecerá, destruida toda comunicación, todo enlace. (Y entonces... el efímero alcohol le tiende a la ilusión su puente de tablas... Y parece como si hubiéramos de volver a encontrarnos.)

Pero otras veces como en el caso del abuelito, el vino sirve de cabalgadura grotesca a la angustia:

—¡Qué curioso, Señor, qué curioso! —decía el pobre viejo con los ojillos refulgentes—. ¿No habéis leído el periódico? En un lugar de Francia se ha encontrado un cráneo de hace treinta mil años. ¡Vacío de pensamiento durante treinta mil años! ¡Ja, ja, ja, ja1...

—Cosas del abuelo. Dejadle. ¡Dejadle!

Y como al abuelo el tiempo le había roto los ocultos aljibes, lloraba y reía a la par:

—¡Qué pena, Dios! ¿Por qué sobrevivirá el estuche y se perderá la joya? Cráneos, cráneos... Cajas vacías, cajas vacías. ¡Ja, ja, ja, ja! Treinta mil años la caja vacía; y llena... sesenta años nada más.

—Acuéstate abuelo. Por favor, acuéstate. Estás cansado. ¿Quieres ser bueno, abuelo?

El abuelo se acostó. Y los niños pidieron más turrón. Y luego se fueron también a la cama, quejumbrosos de sueño.

Cuando quedaron solos él y ella, dijo la mujer:

—Si vieras que día de ajetreo. Estoy cansada.

Se sumió en un sueño vegetal, doblados los codos sobre la mesa.

Acariciaba él un instante el cabello de la bella, dulce, triste mujer fatigada. Y, de pronto, advierte en los senos remansados de su propio corazón en silencio el secreto rumor del aljibe hondo.

Tañen las campanas en la alta noche, anunciando la Verdad renovada.

(ABC, 20 de diciembre de 1959)

sábado, 22 de diciembre de 2012

BERRUGUETE EN «LA IGLESIA MÁS PAGANA DEL RENACIMIENTO ANDALUZ»





Hacia 1550 plasmó Alonso Berruguete la «Transfiguración» de la iglesia de El Salvador, de Úbeda. Algo posterior a la obra del mismo autor y tema en la catedral de Toledo, ésta, menos conocida, la de la ciudad andaluza, acusa manifiestamente los rasgos impetuosos y arrebatados del escultor de Paredes de Nava; rasgos que, como es sabido, le sitúan en la línea de los precursores del barroco y que aquí, en la «Transfiguración» de Úbeda, poseen esa «tensión vital restallante que quiebra la composición y los “contrapostos” clásicos a favor de las poses instantáneas y los equilibrios inestables», en frase del profesor Milicua. Angulo Iñiguez dice del grupo escultórico en cuestión, que es «una de las dos creaciones capitales de bulto redondo de la última época del artista». Hans Stegmann, en Escultura de Occidente y Ricardo Oruete en Berruguete y su obra, corroboraron la calidad sorprendente de la composición, cuyo dinamismo miguelangesco, patente en la violencia expresivista de los escorzos, se sutiliza y como se glorifica en asunciones de delicadeza.

Pero, ¿quién policromó esta «Transfiguración»? No fue seguramente el propio Berruguete, cuyo sentido de sobriedad no cuadra con esta manera. En reciente visita a Úbeda, el director general de Bellas Artes, don Gratiniano Nieto, señalaba la dudosa procedencia del repintado. No hizo el artista palentino la correción de su obra. Hay que atribuirla... al barroco; precisamente, ya en las postrimerías de este estilo, a principios del siglo XVIII, una eclosión orgiástica entorpeció de joyantes atuendos la primitiva índole de la iglesia de El Salvador. No es un caso aislado. Corresponde al tiempo en que la piedra austera cae en una tentación de molicie. Hay gritos de color y de oro —estallidos pánicos— en las claves de los arcos, en los paramentos asombrados, en el anhelo de las bóvedas, en el plisado de los frisos y de las impostas, en el júbilo sinfónico de las cúpulas, en la exultante apología de los retablos agobiantes... Pues entonces, entonces, se consideró oportuno «adaptar» el grupo escultórico que nos ocupa: adaptarlo al ambiente exhibitorio de la capilla que, tras la soberbia reja, parece ahora dispuesta, en calidad prodigalidad, para una fiesta eternal y suntuosa. De ahí aquel policromado, más a lo Salcillo que a lo Berruguete, «demostración» sintomática de tal o cual epígono barroquizante.

Pero algo mucho más dramático hay que decir con respecto a la «Transfiguración» que se venera en Úbeda. en 1936, durante la revolución roja, las imágenes del Tabor, a excepción de la central, que salvada del acto de barbarie fue enviada a Francia, quedaron completamente destruidas. Mediante gestiones diplomáticas con el país vecino, pudo recuperarse, después de la Liberación, la Figura del Cristo que, más patética e impresionante ahora en su soledad, se ostenta de nuevo en la iglesia de El Salvador, templo cuyo patronato pertenece a los duques de Alcalá de los Gazules. El escultor Juan Luis Vasallo trabaja en la reconstrucción del grupo y su superior competencia artística hace esperar que el logro será enteramente satisfactorio.

_________

Y, ¿por qué una «Transfiguración» de Berruguete en Úbeda; en Úbeda, ciudad alejada del «hinterland», de la zona de influencia del escultor palentino? La misma pregunta —con mayor dosis de sorpresa, claro está— podía haberse formulado ante la presencia en el mismo templo, precisamente, de una obra de Miguel Ángel, la única quizá del coloso florentino existente en España. Porque, en efecto, en la iglesia de El Salvador estuvo hasta 1936 una imagen de San Juan niño —«el San Juanito» se le llamaba— que el profesor Gómez Moreno atribuyó con acopio de pruebas a Buonarroti («Archivo Español de Arte y Arqueología», número 17, correspondiente a mayo-agosto de 1930). (Esta escultura también fue destruida por los rojos; parece increíble, pero en una arqueta de la sacristía de la iglesia, pueden verse aún algunos trozos. Al parecer, había sido esculpida en mármol de Carrara.)

Pues bien, la presencia de obras de primerísima calidad artística en la iglesia de El Salvador, de Úbeda, se debe a la munificencia de su fundador, don Francisco de los Cobos y Molina, comendador mayor de León, de la Orden de Santiago. Don Francisco de los Cobos, natural de Úbeda, fue secretario de Estado del Emperador Carlos V, desde 1516. Personalidad interesantísima, cuya fama no ha trascendido de un grupo selecto de estudiosos —con motivo del centenario del Emperador fueron escasas y parvas las alusiones a sus méritos—, hay en ella materia y tema sobrados para una abundosa biografía. El hecho es que cargos, prebendas y distinciones de toda índole ennoblecieron y enriquecieron fabulosamente al secretario que acompañó al primero de los Austrias en sus viajes y expediciones a Alemania, Italia y Berbería. (El historiador Ruiz Prieto cuenta que el Senado veneciano, en uno de estos viajes, regaló al Emperador la obra de Miguel Ángel a que hemos aludido, y que Carlos I, a su vez, donó a su secretario.) Y como don Francisco de los Cobos era de espíritu refinado y de gran sensibilidad, trajo a España, contratados a sueldo, un grupo de reputados artífices italianos que decoraron sus palacios (el edificio que ocupa la Capitanía General de Valladolid fue también del prócer), y que fueron empleados también en el exorno de iglesias de su fundación. Cada vez más adentrado en la función de mecenas y en sus gustos artísticos, el secretario optó al fin por la erección de una obra de valor definitivo. Tal fue la iglesia de El Salvador, de Úbeda, proyectada por Siloé y ejecutada por Andrés de Vandelvira, «monumento capital del plateresco español en su pleno mediodía» (Chueca Goitia), «uno de los templos más conseguidos y bellos de la escuela de Siloé» (Camón Aznar).

En esta iglesia está impresa la huella de su fundador. El monumento es un trasunto del alma del secretario Cobos. Digámoslo: don Francisco de los Cobos fue eso que se llama un «hombre del Renacimiento». Los hombres del Renacimiento experimentaban en sí mismos la colisión tremenda de la fe con la vida desbordada. Muy dado en su juventud a los devaneos eróticos, como se deduce de las cartas reservadas del Emperador al Príncipe Felipe, el pródigo, después de haber vivido hasta la embriaguez la jocunda intemperancia renacentista, retorna en la madurez al temor de lo eterno. Y entonces, sin sedimentar aún sus vanidades antiguas, vierte su generosidad en la fundación magna, en la iglesia de El Salvador. El Salvador, inundado de alusiones mitológicas, ostenta en el frontis de su fachada la inscripción: «Fides est credere quod no vides». Cita en este caso doblemente expresiva, alusiva en cierto modo a la encrucijada vital del secretario. Porque la vida del comendador mayor de León, asediada por la pleamar paganizante, se acoge, al fin, a la roca enhiesta, descomunal, de una religiosidad indeclinable; busca, envuelta entre lo visible, el inmortal seguro de lo invisible...

Pi y Margall, ante El Salvador, quedó atónito en presencia de «un arte que sólo habla a los sentidos»; y otro visitante ilustre lo calificó como «la iglesia más pagana y sensual del Renacimiento andaluz». Realmente, parece como si la estética cristiana, agotando su tolerancia, hubiese dado en esta edificación el último paso contemporizador. Y no cabe más mitología como adorno de un templo cristiano.

Pero precisamente, como contrapunto, el Cristo de la Transfiguración, de Berruguete, que preside el templo, revierte una idea de espiritualidad mística al alma del contemplador. Y a su conjuro el hervor renacentista se serena... Irrumpieron, sí, en el interior sagrado auras extrañas, cargadas de perfumes enervantes; cabe las jambas y sobre los dinteles, las cariátides helénicas, enfrentadas con las vírgenes púdicas, alinearon sus clásicos, ondulantes perfiles; una interferencia de pensamientos y sensaciones nos conturba, una súbita desorientación —plena de incitaciones míticas— nos acosa. Pero en el altar está el Cristo transfigurado, clarificando con su faz de sol y de nieve, con su lumínico gesto bendiciente, el enfebrecido, espléndido clamor. Y la vista, antes sobornada por la sugestión fáustica, torna a convertirse al Señor: «Soli Deo honor et gloria», reza una leyenda en el friso de la soberbia reja divisoria.

(ABC, 10 de diciembre de 1961)

viernes, 21 de diciembre de 2012

ACEITUNEROS





Los aceituneros se reclutan de entre todos los oficios. No hace falta ser del campo para ser aceitunero. Van a la recolección, estimuladas por el jornal relativamente alto, gentes que el resto del año trabajan en otros menesteres: albañiles que provisionalmente dejan el andamio por el olivar, artesanos de todas las clases, peones de esos que siempre aguardaron en las plazas de los pueblos andaluces al amo o al «encargado» que les contrate, obreros que están «a lo que salga». Y como las mujeres intervienen en la recolección, las criadas también se van estos días al olivar, si no es que en la casa en que sirven se las recompensan con un sobresueldo especial. Dura poco la faena —a veces un mes escaso—, pero muchas familias de economía modestísima encuentran en ella la ocasión de un «remiendo». Gracias a la aceituna, la Navidad es fiesta en muchos hogares y la provisión de juguetes de los Reyes Magos es mayor...

Pero, además, están los pequeños propietarios, que no son en Andalucía tan escasos como se cree. Hay un contingente bastante elevado de pequeños propietarios en cada pueblo de la provincia de Jaén. En algunas comarcas se les llama «papihonrados». Explotan directamente sus cuerdas de tierra y ahora, en diciembre, hacen hueco en sus ocupaciones para dedicarse a cosecheros. Por eso entre los aceituneros hay carpinteros, zapateros, capacheros, alfareros, guardias municipales y hasta oficinistas modestos.

Es la «batalla de la aceituna». O, si se quiere, la «operación aceite». Batidas en regla al olivar. Muy de mañana los aceituneros, formando «cuadrillas» abandonan el pueblo o la ciudad, jubilosamente, casi con aire de romería. En los cortijos y en las grandes explotaciones los camiones se encargan del transporte del fruto a los molinos. Pero los propietarios modestos emplean sus caballerías —su par de mulos, sus burros a veces— para el traslado. Al amanecer y al anochecer las recuas, en la proximidad de los pueblos, forman una teoría casi interminable. Se recibe en los hogares a los aceituneros con una especie de alegría patriarcal. En bastantes pueblos funcionan albergues para niños durante la recolección, facilitándose así el trabajo de las madres necesitadas...

Pero, ¿no habéis visto nunca, desde la carretera, la faena de los aceituneros? ¿No os detuvisteis nunca a presenciarla? Triscan por las quebradas vertientes hombres, mujeres, mozas. Hay parajes en que el olivo «se agarra» a difíciles, peligrosas laderas. En el llano la tarea es más llevadera. Pero es confortante siempre la alegría, plasmada en canciones y risas, de los aceituneros. Es una alegría que, desde luego, no se da sino en el duro trabajo campesino. Ya próximo el mediodía, el olivar refulge en plácida quietud. ¿Qué ideas, qué sentimientos, qué sugerencias induce el olivar a aquellas mozas —el óvalo del rostro nítidamente expreso bajo las vívidas, anudadas pañoletas—, a aquellos hombres, a aquellas viejas de vestido enlutado o pardo? Rebeldes al frío, iniciaron su marcha alborotada por atajos y veredas, al tiempo que el sol, alzándose sobre las lomas, infundía un anhelo de fortaleza nueva, de fe, de confianza, en sus almas. ¿Qué norma de vida, qué fidelidad a la costumbre —porque la tradición aquí se hace «folklore» de la economía— afianza el paisaje del olivar en estas honradas gentes?

El olivar tiene una modestia. Tan vetusto y apenas presume de nobleza. Tan rico el olivo y tan... polvoriento. ¿Quién de su apariencia induciría su verdad? Y él tiene una prosapia y un lirismo, además de una utilidad. Alto en las colinas, en los escarpes a veces de la misma sierra se aferra a un señorío. Tradicionalista de la lluvia, espera más de Dios que de los hombres. Tiene un sentido de la armonía, de la ponderación, del equilibrio. Se siente una «sophorosyne» en el olivar. Se siente en las mañanas epifánicas, entre la paz y el sol, sobre los «terrones» —tan campo— removidos y blandos.

Y así estos hombres jaeneros —de Úbeda, de Villanueva del Arzobispo, de Torreperogil o Martos—, estos aceituneros, al regresar al pueblo en el anochecer, vuelven —cree uno— con el acervo espiritual enriquecido. Son hombres contagiados del «estilo» del olivar: aprenden a dar su fruto sin hacer ostentación de sus flores. Con pudor ofrendan su trabajo, sin vocear apenas «su importancia para la economía nacional». ¿Por qué ha de ser esto «literatura»? El hombre de campo andaluz (no es demasiado difícil comprobarlo) trabaja en fecundidad apasionada. Don Eugenio d’Ors no creía en el tópico de la desgana andaluza para el trabajo. Sostenía que puesto que el trabajo es una pena impuesta al hombre, éste, en Andalucía, sabe recatar elegantemente su esfuerzo, que no por recatado es menos intenso...

¡Aceituneros! Postulantes del aceite, ¡salve! Mañana será la quietud del aceite serenado en mansedumbres. Girarán en el molino las inmensas piedras cónicas. Fulgirá la «masa» triturada; descenderán sobre ella, lentas y solemnes, las prensas; chorreará, ya hecho, el aceite de los bordes. Luego, en los «pozuelos», la glorificación se consumará; el aceite sin mancha exultará limpio, purísimo, triunfante. Mañana será la quietud del óleo, serenado en mansedumbres, intendente del altar y... fuente de la economía. Pero tu sudor —sudor de diciembre—, aceitunero, habrá sido parte fundamental de este logro.

(ABC, 21 de diciembre de 1962)

jueves, 20 de diciembre de 2012

ANDRÉS SEGOVIA





Andrés Segovia encarna su sensibilidad y su intelecto en una esencial «bonhomía». Como decía fray Luis de la música del ciego Salinas, «el alma se serena» en todos los conciertos de Andrés Segovia. Pero también la mirada, la voz, la comunicación personal con el artista transmite una sedancia al ánimo. Andrés Segovia, afortunadamente, no es un genio «neurotizado». Cuentan las estadísticas —que por lo visto lo saben todo— que el sesenta por ciento de los adultos habitantes de nuestro planeta (al que, de otra parte, hemos dado en denominar «azul») padecen enfermedades psíquicas, y que el porcentaje aumenta si lo referimos a los artistas y a los genios. Pero yo creo que en todo esto hay una especie de «bluff». O de «boom»... (Quizás alguna vez se llame neurosis al simple cretinismo, porque la neurosis «viste» y la tontería no viste nada.) Me confirmo en mi opinión, hoy, después de una breve conversación que he tenido la honra de sostener con Andrés Segovia. Me da la impresión de que Goethe —glorioso ejemplar humano— debía tener un talante espiritual —y quizás también corporal— parecido al de nuestro egregio comprovinciano.

Claro está que el artista, cuando inserta su selecta calidad intelectual, su sensibilidad o su carisma, en una constitución psíquica normal, es, desde luego, mejor artista. El artista, si hombre normal, dos veces bueno. Mucho cuidado con creer que la extravagancia, la pelambre lírica o la pelambre física, dan carácter al genio. Nada de eso. Hay, sí, muchos artistas y sabios «a pesar» de sus extravagancias; pero nunca, precisamente, a causa de la extravagancia.

Andrés Segovia —don Andrés Segovia— ha recorrido bastantes veces los cinco continentes. ¿Habrá muchos españoles que conozcan el mundo, nuestro mundo, mejor que el linarense universal? Andrés Segovia es un «mundano», en el mejor sentido de la palabra. Se advierte en la exquisitez, en la finura de su trato. Andrés Segovia habla y... escucha. El concertista tiende siempre puentes de cordialidad con el interlocutor. Se nota que no es una cordialidad de oficio, sino íntima, constitutiva de la urdimbre de su talante humano. Repito lo de la «bonhomía» de Andrés Segovia. Y pienso que una persona egregiamente inteligente es, casi de necesidad, auténticamente buena. Estimo que aquello de que el genio está más allá del bien o del mal es una «salida» de Nietzsche que ha tenido mucho éxito por la comodidad que predica. Pero un hombre de verdad talentudo no busca la comodidad. Ni tapa sus agujeros con parches tomados de retóricas remendadas.

Andrés Segovia está en el borde de los ochenta años; pero se cambian con él unas palabras y uno se queda convencido de la juventud de Andrés Segovia. ¿Dónde está la juventud? ¿En la edad, en las arterias, en las ideas, en el corazón? La juventud es, seguramente, una concentración de energía. Mientras se acomete la tarea vital con entusiasmo, la esencial juventud no cesa. Así, vista la cosa así, la juventud es la «salud que se procura cada uno». Una salud de espíritu que mil veces es capaz de doblarle el pulso —de vencer— el deterioro de las arterias, el derrumbamiento de las ilusiones. Porque a todo el mundo se le derrumban unas ilusiones. Si sabe sustituirlas por otras, sigue siendo joven. Si no acierta a sustituirlas se sume en la vejez. Y esta vejez viene a veces a los veinte años...

Me he preguntado qué pensará la juventud de Andrés Segovia, este octogenario lleno de proyectos, insuflado de ardientes vivencias. He preferido inquirir la respuesta de él. Don Andrés Segovia me ha dicho:

—Respondo con un hecho. Hace poco en Florencia, con motivo de un concierto mío, miles y miles de jóvenes gritaban enardecidos en la puerta del local donde se iba a celebrar el concierto. Gritaban enardecidos y protestaban, ¿sabe por qué? Protestaban porque se había agotado el taquillaje y no habían podido adquirir entrada. Es el homenaje mejor que yo he recibido de la juventud. Homenaje hecho explícito una hora más tarde, en los aplausos unánimes que siguieron a mi actuación. Creo que la juventud está salvada cuando sabe distinguir la calidad.

En Florencia ha sucedido recientemente eso. En Florencia, y en mil lugares más. A veces calumniamos a la juventud, identificándola con un sector juvenil de indeseables. Cuando la auténtica juventud se encara con un hombre del talento, del talante y de la frescura espiritual de Andrés Segovia, entonces la juventud sabe hacer honor a su nobleza. Y se olvida de todas las veleidades. Y vuelve a saber que el pan se llama pan, y el vino se llama vino.

(Enhorabuena a Villacarrillo por el homenaje que acaba de tributar a Andrés Segovia. Enhorabuena a Linares que ha sido la ciudad madre, la «ciudad que lo parió». Enhorabuena al Santo Reino, siempre ufano de este hijo preclaro.)

(Diario JAÉN, 15 de diciembre de 1971)

lunes, 17 de diciembre de 2012

TODAVÍA





Cuenta don Senén que está en plena forma, que no se cansa nada al subir las escaleras. Realmente, lo que le sucede a don Senén es que vive su sazonado otoño con sol. Está en la madurez, es decir, ya no es joven. Si lo fuese, no anotaría casi como un triunfo el hecho de la escalera. Está en la madurez, es decir, todavía no es viejo. Si fuese viejo, más o menos, se cansaría.

Uno quisiera escribir hoy a quienes no se cansan de subir las escaleras. Realmente, si vamos a analizar, este mundo se estructura bajo las especies del sube y baja. La vida es un cruzarse con los demás en éste o en el otro peldaño. Y un ser empujado por los otros, que vienen detrás. O un querer impedir el paso ágil —que de todo hay— estorbando al prójimo, simulado a lo mejor una cojera venerable que no existe. Es estrecha la escalera, pero es de todos. (Y, ¿cuándo hay derecho a exigir la derecha?) La escalera es propicia a mil casuismos. Luego, es frecuente chocar en ella con la mirada del caballero que desciende; generalmente es una mirada derrotada, quizá compasiva. El acaba de apretar en vano el timbre que nosotros nos disponemos a pulsar. Lo peor es cuando alguien se equivoca de puerta. ¡Hay tantas! Se espera anheloso la llamada y abre una persona que responde: «No es aquí, no es aquí». Hay que descender, entonces, o hay que seguir subiendo, porque son otros López los López que se buscan.

El señor que se pone a advertir que no se cansa al subir las escaleras tiene, naturalmente, plena conciencia de lo que dice. Y dice:

—Todavía es hora.

Porque existe un momento, una ocasión, para cada hombre. ¿Encontramos esa oportunidad al comenzar la subida? No hallar una ancha puerta abierta en el principal derecha debiera servir de estímulo, porque una dicha tan a poco costo lograda es más bien como para desconfiar de ella. Más ganada estaría una felicidad con más escaleras: la del quinto izquierdo, pongo por caso. Es por eso que el joven, lleno de ambición, exclama: «¡A mi las escaleras!».

Ahora bien; el hombre maduro no grita: «¡A mi las escaleras!». Nada más afirma que no le cansan. De otra parte, su optimismo moderado —«todavía es hora»— se mantiene equidistante del alborotado «¡ya es hora!» de los jubilosos y del triste «ya no es tiempo» de los pesimistas.

A otro nivel, la historia, ¿qué es y qué representa sino un afán continuo de ascenso, una promoción que adopta aires triunfalistas en ocasiones, posturas pacientes a veces, a veces gestos desilusionados? La interpretación varia. Pienso, por ejemplo, en los innumerables hombres que presumen que, al fin, el auténtico mundo y la vida genuina están inaugurándose con la «nueva Era». Se entusiasman con los cosmonautas, con la cibernética o con el frigorífico y la televisión simplemente. Y piafan de deseos, ávidos de renovados triunfos, devoradores de obstáculos. ¡Ha llegado el instante de la escalada!

Millares de regresos, sin embargo, se cruzan con los ímpetus exultantes en el descanso de la escalera. «Ya nos fastidia tanto peldaño inútil de la historia», parecen querer decir los desengañados. «Esta era no es el atrio de la felicidad, ningún tiempo histórico fue vestíbulo de la dicha. Ha historia ha pulsado sin respuesta todos los timbres». Porque cada desencanto mira su reloj y teme que «ya es tarde», que siempre fue tarde...

Pero cuando la fatiga no ha llegado, aunque se sabe que el cansancio es posible, surge la serena opinión, sin desaliento y sin euforia: «Todavía. Es tiempo todavía. Aún la historia tiene sus pulmones en buen estado. Quizá en el último piso, quizá en el ático, alguien va a franquear su puerta, alguien va a decirle a la historia: Sí, aquí es».

(ABC, 9 de diciembre de 1967)

sábado, 15 de diciembre de 2012

COMENTARIOS A SAN JUAN DE LA CRUZ





Un místico en el estante


Ahora nos ponemos a mirar en torno y decimos: «Se ha elevado el nivel de vida». O, quizás, exclamamos: «El nivel de vida es bajo». O pensamos: «Mejorará el nivel de vida»... Siempre igual. Lo mismo en todas partes. Aquí y allí. El nivel de vida: obsesión. Objetivo. Blanco de los propósitos. Meta de los programas.

Bien. ¿Eso es todo? Y... ¿qué es el nivel de vida?

La vida, a la altura de si misma. Eso debe ser. Porque la existencia de cualquiera tiene que tener una elevación. La vida es algo que debe alzarse, que no puede permanecer en una oscuridad... Porque la luz es para ella y el color también. La vida a la altura de la verdad, ya que la vida es verdad. Eso debe ser.

Eso debe ser. Pero... ¿es eso?


Ahora la altura de la verdad importa menos. Cuando nos decidimos a buscar los datos para el recuento, cuando nos preparamos para diagnosticar el nivel de vida de un pueblo, preguntamos enseguida por sus espectáculos, por sus diversiones, por sus campos de deporte... Luego, en segundo término, por sus fábricas, por su industria o por sus establecimientos comerciales. Más tarde, probablemente, por la riqueza de sus campos. Al final, en ocasiones, por sus instituciones de cultura. No queda tiempo a veces para preguntar por su espíritu. Hay una jerarquización a la inversa: una subversión de valores.

Puedo que por eso a nadie se le ocurre decir que «vive bien» el hombre que desarrolla un trabajo ilustre. Al contrario, ese hombre no puede vivir bien... Con mucha más razón, y por el mismo motivo, nadie se pone a contar lo bien que lo pasa el poeta —ponemos por caso—. Y... ¿cómo va a decir nadie que el santo tiene un excelente nivel de vida?


El fenómeno no es tan sencillo como parece. No se nos tache de ingenuos, ni se nos diga que hacemos juegos de palabras. Es que, real y verdaderamente, la excelsitud de la vida se mide desde hace mucho tiempo —no sé si desde el origen de los tiempos— por el rédito de placer que proporciona. El materialismo tiene un lenguaje que, antes o después, todos hemos adoptado para el uso corriente. El materialismo llamó bien al placer, y ya unos y otros, tópicamente, nos hemos contagiado de su jerga. La palabra «Bien» ha sido bombardeada por los hedonismos de tal forma que, o ha cambiado de acepción pasándose al bando ambiguo —«bien», sinónimo de «riqueza» contante y sonante, sea cual fuere—, o ha quedado (según el común criterio) inservible: hombre bueno, sinónimo bastantes veces de hombre tonto.

(—¿Se ha elevado el nivel de vida?

—Hombre, sí.

—¿De verdad, de verdad, se ha elevado el nivel de vida?

—Bueno, bueno; según lo que entendamos por vida.)


Y es el caso que, desde el punto de vista cristiano, punto de vista que, en principio, todos los hombres de alto nivel aceptan, la vida es... renunciamiento.

Desde el punto de vista cristiano no es buena vida sino la de los santos, porque solo ellos han sabido ponerla a la altura de la verdad; únicamente ellos han acertado a peraltarla, como una fuente viva, a la altura del depósito distribuidor de la Gracia.


¡La Gracia!, otra palabra fundamental del cristianismo con la que estamos poquísimo familiarizados la mayoría de los cristianos; cuyo significado trabucamos a cada instante. Otra palabra de la que se ha olvidado el origen. Hoy llamamos «hombre de mucha gracia» a cualquier persona —a cualquier persona con visos, a veces, de animal o cosa— que empieza a sacar chistes de la faltriquera. Poquísimas son las veces que nos acordamos de la otra Gracia en presencia de un hombre superior. De un místico, por ejemplo.


Porque es el caso que también la palabra «místico»... No terminaríamos nunca de señalar con el dedo palabras y más palabras heridas del impacto materialista.

En efecto, el materialismo —llamémosle positivismo, o de otra manera, si nos gusta más— apenas sabía ver en el místico otra cosa que el porte de recogimiento externo, accesorio, falible y suplantable. Y como no quería ver más allá de sus narices, como la espléndida luminosidad interior del místico le estaba vedada, concluyó por denominar místicos a los hipócritas. Así, sin más ni más.

Y así, sin más ni más, todos, en el lenguaje de a diario, hemos llegado a decir alguna vez. «Dios no quiere misticismos. Lo que quiere Dios es...»

¿Qué sabemos nosotros lo que quiere Dios?


Y si supiéramos lo que nosotros queremos... Por supuesto, en el mejor de los casos, ser buenos cristianos, sin comprometernos en «beatos» —otro vocablo desintegrado—, amar a Dios sin olvidar nuestro negocio, ser humildes con tal de que nadie nos moleste... Etcétera.

Menos mal que, de vez en cuando, la vida o la obra de algún santo, olvidado o no, se nos pone delante por una u otra circunstancia. Entonces confrontamos nuestra pereza con su amor. Y durante algún tiempo —durante algunos instantes por lo menos— trazamos nuestros pensamientos con perspectiva. ¿No es eso, perspectiva, lo que nos falta a muchos para enjuiciar y apreciar las cosas? El egoísmo, la codicia, la ambición, los pecados, nos improvisan una vida de primeros planos, urgentes e inapelables, por los que el recto criterio no puede caminar. Pero he aquí que la palabra de un santo —de cualquier santo— diseña en el cuadro de nuestras vivencias un sentido, una dirección, una hondura. Distinguimos entonces entre lo pequeño y lo grande, entre lo próximo y lo lejano. Surge la meditación: buceamos en los abismos íntimos que no nos habíamos detenido a explorar. Viene la inquietud; habla el espíritu que permanecía callado —o acallado— por la violencia pasional. Empezamos, entonces, a darnos cuenta de que el nivel de nuestra vida no está a la altura deseada, a la altura del Bien y de la Verdad.


Un día lloviznoso de Otoño, un día melodioso y tierno de cara a lontananzas imprevisibles —el otoño siempre es una posibilidad, puede encerrar en todo caso una sorpresa— nos hemos puesto a curiosear en una biblioteca. Es un acceso de nostalgia el motivo determinante que nos lleva, con demasiada frecuencia, a descansar nuestra mirada sobrecargada de actualismos sobre los estantes de una biblioteca. En los libros está lo que fue, lo que sería, lo que será, lo que habría de ser... ¡Quién sabe! En la biblioteca están los gérmenes del porvenir, los esqueletos del pasado; la biblioteca es muerte y resurrección, recuerdo y esperanza.

Esta vez, de los estantes hemos sacado un libro poco moderno. Un libro nada antiguo. Un volumen más bien eterno: San Juan de la Cruz. Obras escogidas.


Con el libro debajo del brazo, hemos atravesado luego la ciudad en el pluvioso, musical, trémulo atardecer... Hombres de su prisa; muchachitas de su belleza; jefes de su empresa; obreros de su padecer. Burgueses de su buena vida... Transeúntes, todos, en la hora crucial, bajo la lluvia. Escaparates iluminados. Sordina de hogar tras las ventanas encendidas... Parejas de novios... Una tenue campanita lejana; ¿la campana de un convento?

Hemos atravesado la ciudad. Ya hemos llegado a casa. Ya estamos ante nuestra mesa. Ya hemos abierto el libro: San Juan de la Cruz. Obras escogidas.


Lo que vale un pensamiento


Hay un razonamiento clave en San Juan de la Cruz. A nuestro entender, toda su vida y su obra gira alrededor de este razonamiento. El santo lo propone con rigor lógico, muy semejante en la forma al famoso entimema de Descartes. La doctrina espiritual entera del Doctor Extático se yergue sobre los cimientos firmes de tal juicio que corresponde a uno de los «Avisos o sentencias espirituales». Dice: «Un solo pensamiento vale más que todo el mundo; por tanto solo Dios es digno de él».


Es difícil, punto menos que imposible, comprender plenamente a San Juan de la Cruz cuando no se parte de un supuesto de intimismo, cuando no se quiere reconocer que, dentro de cada alma, hay inmensas provincias inexploradas. Es lo que cuesta trabajo saber a la generalidad de los hombres de nuestra época que todo quieren comprenderlo desde afuera. La Civilización, desde el Renacimiento acá, ha abandonado, por así decirlo, la colonización de aquellas provincias interiores: ha dejado de cultivar la intimidad y, con ella, el espíritu. Ya tiene categoría de dogma o poco menos, aun entre gentes no precisamente impías, el pensar que vale más una máquina que un razonamiento, y más un puente que una obra de arte, y más cien pesetas que una plegaria: más, en suma, una acción —física, técnica o... financiera— que un simple pensamiento. Hemos abandonado la vida a la acción y hemos ido estrechando círculos concéntricos alrededor del espíritu...


Decir esto no es derivar a una gazmoñería. Lo contrario, precisamente. Están ahora, pisando firme en el mundo, los gazmoños de la Técnica: los otros celebrantes o sacristanes de un culto nuevo e implacable. ¿Un culto demoníaco? No; nada de demoníaco: hasta angélico, en sí, si se quiere. Pero un culto que si no se supedita, si no se jerarquiza —y no se supedita ni se jerarquiza de hecho— está llamado a dar al traste con la misma Civilización que lo creó.


Si fuera factible estudiar la personalidad de cada hombre, como se estudia, en los textos, la disposición de los terrenos geológicos, observaríamos el grosor desmesurado de la capa externa —la capa social— del individuo en flagrante desproporción con los sedimentos subyacentes. Todos vivimos de cara al público más que de cara a nosotros mismos. Luego, bajo la formación estructurada de convencionalismos, la vida particular conforma su curva a tenor de los accidentes exteriores.

Ahora bien; la vida particular no es, todavía, la vida interior. Hasta ahora por lo menos, vida particular la tiene cualquiera. Pero vida íntima...

Esta es la cuestión.


(Trabajo premiado con el Premio al Tema Segundo de la VI Fiesta de la Poesía de Úbeda)

(Revista VBEDA, Año 10, Núm. 105, noviembre y diciembre de 1959)

(Fotografía: Juan Carlos Guijarro)

viernes, 14 de diciembre de 2012

LOS MAITINES EN EL CIELO





San Juan de la Cruz murió en Úbeda el 14 de diciembre de 1591. Desde Úbeda escribo yo ahora en una desolada noche decembrina. «Llueve dulcemente sobre la ciudad»; el recuerdo de Rimbaud es inevitable. Después de Rimbaud, Verlaine: «Para un tedioso afán, ¡oh, el son de lloviznar!...» Y, sin embargo, no es a Rimbaud, no es a Verlaine, no es a ningún parnasiano directo o colateral a quien quiere evocar esta lluvia, este mutismo de la ciudad sin luna, este silencio de la ciudad callada, de la ciudad doliente. No sé cómo me atrevo a seguir... Porque es que el misterio de la desolada noche ubetense tiene un duende. Y ese duende se llama San Juan de la Cruz. 
En una noche oscura
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada
a escuras y segura
por la secreta escala disfrazada.
Lejana, entre la niebla, la campanita del convento de Carmelitas de Úbeda llama a maitines. No sé cómo me atrevo a seguir, porque ya mis palabras se atascan en su torpeza de barro mientras la noche toda se eriza de sutiles, trementes agujas de luz.
Oh, noche, que guiaste,
oh, noche amable más que la alborada,
oh, noche, que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada.
Cuando, hace trescientos sesenta y siete años, el 14 de diciembre de 1591, en una noche como ésta, tañía la campanita del convento de descalzos, en Úbeda, un milagroso globo de fuego descendía sobre la cabeza de Juan de Yepes, ante el pasmo de la Comunidad que rodeaba, devota, con candelas encendidas, la celda mortuoria. Y Juan de Yepes, preguntó:

—¿A qué tocan?

—A maitines —le respondieron.

Y Juan de Yepes:

—Me voy a cantar los maitines en el Cielo. 
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado
cesó todo y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
______________________
 

¿Cuántos años ha estado San Juan de la Cruz adelgazando sus pensamientos para Dios? Porque «más vale un pensamiento que todo el mundo». Y, «sólo Dios es digno de él, porque cualquier pensamiento del hombre que no se tenga en Dios, se lo hurtamos». ¿Cuántos años ha vivido San Juan de la Cruz afilando la punta de todas las lágrimas y tornasolando el color de todos los conceptos y rizando el significado de todos los vocablos hasta hacerlos aptos para el menester místico? La «Noche Oscura» es un fulgor de metáforas, como luciérnagas, en la tenebrosidad expectante de auroras. El «Cántico Espiritual» es un tejido de anhelos desbocados, de lirismos sin rienda, brillante de ansias, balbuciente en congojas, candente de esperanzas. La poesía del frailecico —«medio fraile» le había llamado en un principio Teresa de Jesús— se vacía en expresiones humanísimas, sensibles, casi plásticas. Desciende de las cumbres místicas y al encarnarse en los nombres de las cosas, las cosas enamoradas se transfiguran, abandonan su perfil como un despojo y vuelan ellas mismas ya, ungidas por la gracia del carmelita, en asunción gloriosa a los cielos. No es que la poesía de Juan de Yepes sea «más de ángel que de hombre». Es más bien que Juan de Yepes enriquece el coro celestial con una voz humana...

Pero en el convento de «La Peñuela», no lejos de Sierra Morena, cuando se van a cumplir los cuarenta y nueve años de su vida, el cuerpo menguado del santo —¿ha comprendido alguna vez, de verdad, Juan de Yepes a su cuerpo?— está casi vencido. Ha llegado el momento en que, agotado, no puede ya servir de cabalgadura a su espiritu. O, quizá, es que la «llama de amor viva» de Juan de la Cruz ha chamuscado ya las últimas resistencias. O que, ebria del vino de la «interior bodega», la existencia del poeta se quiebra en delirios y saltan las cuerdas tensas de la caja de música de su alma. El hecho es que un atardecer de septiembre, cuando el sol, en trance de abdicación, vendimia la melancolía del ocaso, en un crepúsculo del declinante estío, Juan de Yepes advierte cómo el nudo extraño de su llama y de su cuerpo está próximo a deshacerse. Se siente el santo enfermo, en un barroco atardecer de colores dulcemente cansados, al tiempo que los sazonados, gloriosos, rezumantes racimos enseñan su voluptuosidad entre los pámpanos.

«Unas calenturillas», escribe el santo a doña Ana de Peñalosa. Y como La Peñuela constituye, a la sazón, un lugar despoblado e inhóspito, sus superiores le dan a elegir, para poder curarlas, entre Baeza y Úbeda. en las dos ciudades existen conventos de descalzos. Y Juan de la Cruz elige Úbeda... Un día, en una visión extática, había pedido: «Señor, padecer y ser despreciado por tu causa». Y, ¿no le ha mostrado siempre el superior de Úbeda, padre Crisóstomo, una animadversión marcadísima? Ocasión magnífica para que a la ascesis de su vida le sea otorgado este epifonema de incomprensión y de desprecio. El 28 de septiembre de 1591, Juan de Yepes, después de atravesar sobre un asnillo, asistido de un donado, los campos que separan La Peñuela de Úbeda, transpondrá, enfermo —incurable de la magna calentura de Dios que quema ahora también la vecindad abrasada de su cuerpo—, la puerta de su último convento.

¿Cuánto tiempo ha vivido Juan de la Cruz decantando poesías de sus pensamientos para hacerlos dignos de Dios? Una noche decembrina, el poeta halla, al fin, el definitivo consonante. En el «sprint» final hacia la meta suprema, la carne —flaca— ha quedado ineluctablemente rezagada. Y la «llama», liberada.

______________________

Úbeda, desde entonces, alienta ungida por el espíritu del reformador del Carmelo. Porque se nos llevaron su cuerpo sin que las mismas disposiciones pontificias —el Breve de 15 de septiembre de 1596 desautoriza clarísimamente el «atentado piadoso»— bastaran a enmendar el yerro. Se nos llevaron su cuerpo. En Segovia, en la Fuencisla, está. Sólo un brazo y una pierna fueron devueltos como reliquias a Úbeda. Se conservan en una artística arqueta de plata, costeada por suscripción popular. Pero es su espíritu, repetimos, quien discrimina y ordena el paisaje interior de un pueblo, cuya fisonomía, modulada en clave sanjuanista, nadie —ni aún sus mismos habitantes si se lo propusieran— podrá cambiar.

Porque de Úbeda salió a cantar maitines en el Cielo el alma del Doctor Extático, en una «noche oscura». Salió «sin ser notada, estando ya su casa sosegada...»

(ABC, 19 de diciembre de 1958)

miércoles, 12 de diciembre de 2012

PENSAMIENTO Y POESÍA EN SAN JUAN DE LA CRUZ





¿Primero vivir y, luego, filosofar? No sé; no sé si el vivir puede remar sus anhelos cuando no hay brújula. ¿Hacia dónde? La acción, explica, desarrolla la vida; es un escolio. Pero cuando el pensamiento no postula los teoremas, no se ve que es lo que puede explicar la vida. Ni aún hay vislumbres de qué es lo que puede justificarla...

El Pensamiento, es primero. «Más vale un pensamiento del hombre que todo el mundo», dice San Juan de la Cruz. Después, Blas Pascal, habría de escribir: «El espacio me comprende y me absorbe; pero, por el pensamiento, yo comprendo al universo»... Con la premisa del Pensamiento, indispensable, el hombre puede caminar. Y hacer en el camino...

Después de filosofar, pues, vivir. Después del pensamiento, la acción. Pero ¿qué acción?

El teorema cristiano de la existencia estimula la acción hacia Dios, está exigiendo la demostración de una vida creadora, fértil, vibrante... El Pensamiento que Dios puso en nosotros ha de volver a Él transfigurado, florecido de obras, fructificado de virtud...

He aquí el proceso de la posible génesis poética en el hombre. Primero —dijimos— el hombre, piensa; después hace y crea: poetiza, ama. Con su naturaleza caída, estiliza un modo, forja esa obra de arte que puede ser su existencia, obtiene la demostración azul de un teorema...

Por eso, la mejor poesía de Juan de Yepes es, probablemente, su vida. La vida de los santos y de muchos grandes hombres es eso: hacer un jardín del camino. Buscar musicalidad, acento y ritmo al hecho, primariamente caótico, del «estar en el mundo»... Jerarquizar en pentagramas de Sabiduría las notas discordes que pujan en la entraña oscura. Cada aspiración del santo se nos aparece así, como la búsqueda de un consonante... de Dios.

Pero el Pensamiento que ha servido de arado hondo, que ha dispuesto el alma para la germinación maravillosa, puede, luego, aflorar al a palabra, encarnarse en el verbo. En San Juan de la Cruz se cumple, perfectamente, este revertimiento. Después de hacer Poesía su vida, hizo poesías de sus palabras... Se trata, claro, en la poesía de San Juan, de la poesía más poesía, puesto que llega, por así decirlo, de vuelta... con la «experiencia» de su vida florecida.

Poesía —en este último sentido— es el arte de ruborizar al pensamiento haciéndole afluir a la faz el ardimento oculto. El poeta lanza una metáfora y... la lengua ríe, musical, como una doncella encandilada de piropos. Poesía es el arte de trabajar «al fuego» las ideas y las palabras, adelgazándolas, sutilizándolas, haciéndolas dúctiles y maleables. Están las cosas concretas, rotundas, definidas... Llega el poeta —huso y rueca— y ataca, audazmente, la madeja uniforme, laminando los conceptos hasta sorprender los hilos extraños.

Vemos en San Juan de la Cruz al poeta que ha devuelto a Dios, irisado de fulgores amorosos, el Pensamiento después de aclarar con el Pensamiento su vida. «Más vale un pensamiento del hombre que todo el mundo», decía. Y añadía: «Por eso sólo Dios es digno de él». Para dirigir a Él, pues, el pensamiento vertido en palabras, lo trabaja, lo pule de los mejores adornos poéticos. Transmuta en oro todo, como un alquimista, como un Midas del lenguaje. Sutiliza los conceptos hasta hacerlos aptos para el menester místico. Huso y rueca maravillosos los del Doctor Extático para hilar, hasta lo transparente, la maraña inextricable. ¿Cómo la fina aspiración, tremente de divinidad, pudo enhebrar en sus agujas invisibles la borra gris, terrera? La «Noche Oscura» es un fulgor de metáforas, como luciérnagas, en la tenebrosidad expectante de Auroras. El «Cántico Espiritual» —«¡Oh qué bellas margaritas!»— es un tejido de lirismos, brillante de ansías, balbuciente de congojas, candente de esperanzas, en que el enamorado a lo divino ha afilado la punta de todas las imágenes y ha cambiado el color de todos los pensamientos y ha torcido el significado de los vocablos y ha sublimado el valor de todas las metáforas... para hacerlas dignas de Dios. Porque «cualquier pensamiento del hombre que no se tenga en Dios, se lo hurtamos».

Leyendo las poesías del santo nos acomete la impresión de asistir a un Tabor de las palabras.

(Revista VBEDA, Año 2, Núm. 24, diciembre de 1951)

martes, 11 de diciembre de 2012

EL ESPEJO





A propósito de detallismos, cuenta Erasmo el caso del predicador que tardó toda una Cuaresma en relatar a sus feligreses la parábola del hijo pródigo: el buen clérigo ilustraba la descripción del regreso a la casa paterna con toda clase de minucias, por supuesto, fantásticas: «Un día el hijo pródigo tomó pastel de lenguado en un albergue, a la mañana siguiente jugó a los dados con unos mercaderes, un atardecer —de cielo nublado, por cierto—, se hizo un rasguño en la pierna derecha...»

Esta devoción medieval al pormenor puede resultar agradable en pintura. Cuando, por ejemplo, los Wan Eick se detienen en el diseño amoroso de las cofias, de la estofa de los vestidos o de los capiteles de las finas columnas, sus cuadros traen un hálito de estupendo realismo. Lo que sucede es que el detallismo transferido a la literatura o a la oratoria se hace más cuantitativo que cualitativo —como observa Huizinga— y por eso enoja y fatiga. Con la prolijidad retórica se pierde la «unidad de tono», se olvida el diapasón.

Pero cabe otro concepto de detallismo a la moderna. Aquí no se trata de yuxtaponer los sucesos con sus mil arrequives auténticos o soñados, sino de erigir a cualquiera de ellos en centro emisor de energía pictórica o de dinamismo poético. Se amplía, como con teleobjetivo, un minúsculo accidente y el resto del cuadro o de la descripción funciona sometido a su influjo. Hasta cierto punto, los impresionistas proceden así con el «detalle» de la luz.

¿Y qué es el buen periodismo sino un empeño de detallismo radiactivo frente al detallismo estático de las narraciones sin fin? Sospecho que a los enviados especiales les dan los directores de los periódicos encargos como éste:

—Partiendo del color del traje de su ocasional interlocutor, informe usted sobre la religión, costumbres, economía y posibles cambios políticos del país de referencia, cuidando de no salirse mucho del tema del color del traje.

Hay una niña en la ventana de una esquina de una calle de la ciudad. Si se describe el arco de la ciudad, tomando como centro a la niña, la crónica acerca del resultado de las elecciones municipales irá incrementada de un cálido coeficiente de expresividad.

En Parlamentarismo Español, uno de los libros de Azorín menos leídos, se recogen algunas crónicas políticas escritas por el autor entre 1904 y 1916. Los motivos que sirven de arranque a los artículos parecen en principio insignificantes. Cuenta Azorín el gesto, la sonrisa, la postura de un señor diputado. O describe el atuendo y alude al alfiler de corbata de un señor ministro. O informa de cómo el señor conde de Romanones da una palmada en el hombro a un correligionario «en la corta peregrinación que se ve obligado a hacer desde el despacho de los ministros al banco azul». «Después de Julio Burell —escribe— ha hablado el señor Salmerón. ¿Qué voy a decir yo del señor Salmerón? Se hace un breve silencio en toda la Cámara...»

Un inventario lo dice todo y a penas expresa nada. Y un relato prolijo puede dejarnos en la ignorancia. Es difícil que uno puede hacerse cargo de cómo era una sesión del Parlamento en 1914 a través de los discursos «yacentes» en el «Diario de Sesiones». En cambio, las crónicas de Azorín pueden comunicar por un instante la impresión de que conoce uno el intríngulis del asunto debatido casi con igual clarividencia que el mismo don Antonio Maura... El secreto no está en contarlo todo, sino en proyectar un haz luminoso sobre algo. Los reflejos hacen lo demás, informan de lo demás. Pero, ¿quién acierta en la posición exacta del espejo? Esa es la cuestión.

(ABC, 9 de diciembre de 1965)

miércoles, 5 de diciembre de 2012

MONÓLOGO PARA EL DIÁLOGO





«Yo no respondo a lo que me preguntan sino a lo que debían haberme preguntado», escribía don Miguel de Unamuno en una explosión de sinceridad. Ojalá, en ciertas ocasiones al menos, tuviésemos todos esta franqueza, ahora que la necesidad del diálogo nos trae tantos monólogos. Porque, ¿no tenemos cada uno y para cada cosa nuestro «rollo» que soltar? ¿No nos hemos hecho de una «opinión» y de una retórica (antigua o moderna) para servirla o... exhibirla? Pues...¡hala, que es tarde! A hablar. A hablar aunque no se diga nada. A vocear, aunque la semilla que nuestra palabra encierra sea pequeñita. A gritar, porque la inanidad de un criterio puede muy bien suplirse con el «todo volumen» si se gira el botón. Y, por supuesto, a buscar dialogantes que nos reconozcan la razón y, si no la razón, por lo menos el talento. A encontrar preguntantes que nos interroguen lo que sabemos. Y si no lo sabemos, a contestar, ¡vaya!, con la sonrisa; con una sonrisa a elegir; irónica, sarcástica, sardónica, tolerante, reticente, escéptica o despreciativa.

Pues... ¿nos preguntan lo que no queremos? Entonces se coge la pregunta, se le hace así y se le retuerce el cuello...

—Por favor, ¿quiere decirme qué hora es?

—Oiga, oiga, ¿para qué quiere saberlo?

«Diálogos» así abundan a todos los niveles. (Y le preguntó don Fernando de los Ríos a Lenín, durante su visita a Rusia, dónde estaba en Rusia la libertad. Y Lenín respondió algo enfadado: «Libertad, ¿para qué?»).

También pueden preguntarnos por la mercancía que no tenemos. Ocasión para empaquetar la que tenemos, servirla en celofán y adelante.(«Preguntas por ajos? Pues toma mis cebollas». Refrán que usted, lector, a lo mejor sabe).

Pienso que los hombres andan organizando diálogos desde los tiempos fundacionales, es decir, desde Caín y Abel. Aunque los optimistas arguyen que Caín mató a Abel porque no dialogaron nunca, los pesimistas responden: ¡Lo que sucede es que dialogaron demasiado!

Como es tan vieja la sana intención del diálogo; como, de otra parte, parece ser que de tantas conversaciones no se han sacado en limpio sino dos «ponencias», a saber, la de los que mantienen lo de «Si vic pacem para bellum» y la de quienes predican la guerra como expediente de la paz...; como es más fácil en fin, que confrontaciones, conferencias y simposios acaben a tiros —más o menos metafóricos— y no rezando el rosario (a no ser que se trate del «rosario de la aurora») habrá que ir viendo la manera de plantear todo esto del diálogo de una manera nueva, revolucionaria. Porque si seguimos así, todo va a quedar en contestar a lo que debían haberme preguntado y no a lo que me preguntan. O va a quedar en chiste. En el chiste de los sordos que iban a pescar.

Quizá no es camino pensar que las cosas no se solucionan con la transacción. Es un error de óptica. Las transacciones, en un juego de concesiones mutuas, ¿evitan el conflicto, o nada más aplazan el combate? Me parece que en una concurrencia de fuerzas —o de criterios— no se puede ser «a priori» partidario de la resultante. La resultante aparece sola, o se indica sola. Y si se busca de antemano, la resultante que sale no es auténtica. Además, hay cosas que no admiten la media aritmética. ¿Puede sacarse la media de la calidad lírica de los poetas del novecientos? (Bueno, como nos descuidemos, pronto aparece por ahí una estadística con la media aritmética de la fe religiosa de los españoles.)

¿Por donde íbamos?... ¡Ah! No se puede dialogar monologando, atento solamente al propio latido y a la propia letra. No es honesto. Tampoco se puede renunciar a aspectos esenciales del personal pensar y sentir con vistas a una componenda. Lo primero, es intransigencia. Lo segundo, pasteleo. Tanto peor sientan los «pasteles» cuanto más empingorotados y barrocos, y dulzainos, se presentan. Seguramente, para dialogar, hay que poner el mismo interés en conceder la parte de razón que asiste o puede asistir al adversario, que en mantener con firmeza cuanto estimamos verdadero de nuestro criterio. Esta ecuanimidad parece fácil, pero es ardua y más que ardua. Buena regla, para empezar de alguna manera, la que daba Chesterton. Decía el escritor inglés que todo confrontamiento de opiniones ha de ir precedida de esta aclaración: eliminar de la discusión todo lo que es ajeno a ella. Después (para evitar malentendidos), que cada uno declare lo que no desea probar ni defender, antes de ponerse a la tarea de exponer lo que quiere defender y probar.

Ya he estado diez minutos monologando. O media hora. Ya he opinado sobre el diálogo. ¿Somos incurables?

(IDEAL, 1 de diciembre de 1972)