BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 31 de mayo de 2011

TORRE





¿Por qué a los doce años me encantaba ya subir a las torres, mirar desde ellas? Recuerdo mi primera escalada. Fue un jueves de tarde; entonces la vacación era los jueves. No sé qué alternativa recibí aquel día. Sería la de hombre. Es que, de pronto, me advertí por encima de mí mismo y como suspendido entre el suelo y el cielo. Al lado, las campanas, rozándolas con la cabeza, tocándolas con la mano. Y, mirando hacia abajo, la ciudad agrupada y hasta un poco medrosa. Fue como una revelación. ¿No había vivido yo bajo la sensación de que la ciudad estaba constituida por sus calles, sus fachadas más o menos ostentosas, sus jardines, sus coches, sus transeúntes vestidos de calle (entonces la calle merecía el homenaje del buen vestir), sus escaparates, sus iglesias, sus tiendas? Pero desde la torre el trazado urbano no era del todo ostensible y se perdía entre los tejados un poco leprosos, entre los derribos. Resulta que la ciudad eran también los corrales, los hondos patios, las sucias chimeneas, las mezquinas azoteas. Resulta que, desde la torre —a aquella altura—, los hombres además de tamaño perdían categoría. Hormigueaban. Imaginé una suela inmensa, un zapato colosal capaz de aplastarlos. ¿Es que sentí una piedad nueva? Casi no hubiera sabido explicarlo. El caso es que desde esa ocasión empezaba a fermentarme en el ánimo una idea ácida: la de que el afán de seguridad que nos mueve supone una falsa ilusión. No hay seguridades para el hombre, no hay garantías de ninguna clase. ¿Existe aquí lo definitivo, lo acabado, lo perpetuo, lo perenne? La ciudad entera rodeando a la torre daba la impresión de algo incompleto, interrumpido, a medio hacer. Desde arriba se advertían muy bien los intentos de edificaciones frustradas. Y los interiores sombríos. Los ladridos de los perros se percibían nítidos y, en cambio, el griterío y el clamor de los hombres ascendía del pueblo nada más como un vaho. Y, después de todo, a aquella altura parecía de verdad algo irrisorio lo de las clases sociales. Y lo de los listos y tontos. Y lo de pobres y ricos. Sesenta o setenta metros de altura lo igualaban todo.

Creo que sí. Creo que a la ciudad —a cualquier ciudad, a cualquier pueblo— hay que mirarla desde la torre. Es la mejor perspectiva porque así se ve de cerca y desde dentro. Pero desde arriba. No se pierde proximidad alguna y, en cambio, se gana profundidad de conocimiento. No siempre esto es fácil, sobre todo en la gran ciudad. Y no porque la gran ciudad carezca de alturas —hay en ellas «torres de pisos» en demasiada abundancia—, sino porque se trata de alturas no despegadas, no exentas, no diferenciadas, como las torres de las iglesias. De tal forma que en tales casos, aunque existe la altura, parece no haber auténtica «elevación».

Así es que quedamos en que hay que elevarse. Es casi un deber subir a la torre porque de esta manera el pueblo rebaja cualquier énfasis y se ve en seguida que la ciudad, por grande que sea, es algo que al fin se pierde en el inmenso campo. ¡Y cómo en la torre se agranda el viento! Por lo demás, siempre las campanas, desde su hueco, intentaron traducir una llamada de Dios. Porque es claro que las campanas hablan otro lenguaje. Me acuerdo de cuando el «Angelus» preparaba para la noche, desentumecía al alba y daba su justo vigor al mediodía. Y como la torre lo ve todo, descubre verdades que es lo mismo que enseñar humildades. Volviendo al hombre, esta criatura impaciente, ¿no seria bueno que se emplease —nos empleásemos— en levantarnos nuestra torre personal a ratos perdidos? No para aislarnos en «turris ebúrnea», sino para que cada uno se entienda consigo, ya que hemos visto que es buena mirada la que se organiza, como en la torre de la ciudad, hacia adentro, pero desde arriba. A la misma distancia de nuestra fachada, de nuestro prestigio y de nuestro abandonado patio interior. Excelente perspectiva brinda el «desprendimiento» de una elevación, de una imparcial ascesis de espíritu para tomar conciencia del desmantelamiento del tejado que nos cobija. Y del gato sobre el tejado. ¿No representaría esto una cura para la vanidad de nuestros violines? ¡Y para la seguridad del orgullo! Mirándonos por dentro y desde todo lo alto que podamos, la fiebre de esta impaciencia remite. Aprendemos entonces a esperar para dar soluciones. En Los hermanos Karamazov se alude a un médico que en presencia del enfermo dice siempre: «No comprendo nada; es preciso esperar”. Quizá lo alarmante de nuestro momento histórico es que todos nos damos a la tarea de comprender y de comprender a destajo. Y de momento. Pero este rehusar la espera, este abominar de la paciencia, no acarrea sino errores y falsos diagnósticos. Puede que un moderado pesimismo provisional constituya el camino mejor para la vía ancha de la óptima esperanza. Puede que el desdén para las falsas seguridades nos devuelva nuestra zaherida dignidad.

Pero para eso habrá que hacerse, la torre propia. La torre para asumirnos: donde el viento se agranda y donde luego el viento agranda a las campanas.

(ABC, 18 de mayo de 1974)

(Fotografía: PEDRO MARIANO HERRADOR)


lunes, 30 de mayo de 2011

IBROS: LO ANTIGUO Y LO VIEJO





Ibros, que prende su religiosidad en un fervor mariano —garantía de las mejores victorias del espíritu— tiene también enraizada su alma en la Historia. Estamos en un pueblo antiguo, antiquísimo, no sé si el más antiguo de España... Su muro ciclópeo, sus hallazgos arqueológicos así parecen atestiguarlo. Y esta remota raigambre de Ibros ha impreso en su fisonomía, no un rictus de cansancio, sino una peculiar alacridad jubilosa. Resulta paradójico que los pueblos viejos no sean precisamente los pueblos antiguos. Yo distingo entre antiguo y viejo, porque la antigüedad es un mérito y la vejez un lastre. Ser viejo es cerrar alrededor de sí mismo todos los horizontes; ser viejo es enquistarse, abroquelarse, solidificarse en prejuicios. Ser antiguo, en cambio, significa para un pueblo abrir el corazón a las sugestivas incitaciones que soplan del pasado: es respirar la lejanía en un afán de simplitud. La vejez esteriliza, pero la antigüedad fecunda. Los pueblos antiguos tienen una especie de seguro vital. Como no dependen de vinculaciones aleatorias, no terminan de envejecer nunca. Es más: su antigüedad de siempre, garantía es de su vigencia de cada día. Ahí está, por ejemplo, Cádiz. Y aquí está... Ibros. Aquí está Ibros, uno de los pueblos más antiguos de España que, lejos de manifestar un cansancio, nos está enseñando a cada momento una ilusión. Aquí Ibros, con su muro ciclópeo, milenario, pero incapaz de ensombrecerse, ajeno a cualquier hastío, con su dinamismo, siempre dispuesto a la nueva siembra y a la nueva cosecha. Aquí está Ibros, robusto tronco ibérico, pujando brotes inéditos en cada periodo de la historia. Aquí está Ibros, archivando los recuerdos de todos los siglos y estrenando las flores de todas las primaveras.

Ibros, además, está ceñido de una geografía hecha de vivas presencias maravillosas, porque si sus recuerdos pertenecer a la mejor estirpe, su emplazamiento, su localización, responde al más claro sentido de la belleza. Ibros está mimado por la Naturaleza. Diríase que alrededor del mismo ella a improvisado una eterna caricia verde, que libra a Ibros para siempre de cualquier tentación oscura, de cualquier sequedad de ánimo. El paisaje de Ibros tiene un carácter de apacible amenidad. Su belleza no anonada, no suspende, porque es una belleza en clave de sosiego, pautada de amables encantos, matizada de sonrisas. El paisaje de Ibros predispone a la ironía, al dulce trato, a la comprensión. Porque no está hecho de contrastes, sino de armonías.

Y por eso este pueblo milenario nunca atiesa sus méritos en empaques de necio orgullo. Por esta flexibilidad de espíritu, esta dúctil y generosa discreción, que se hace patente en el gesto y en la palabra de sus gentes. Pues bien, Ibros, milenario, va a levantar sobre el plinto de su grandeza el sonoro estridor de su canto. Canto de vida inflamado en trémulas lumbres de fe. Que cada garganta aporte su entusiasmo, que cada mujer traiga su belleza, que cada campana recite la balada de su tañer añorante, que colaboren fervores y nostalgias; que los niños tintineen candores de plata; que los viejos percutan bronces solemnes de evocación. Que las plegarias anuden su seda en el lino de la sonrisa. Que el amor de todos, para todos enhebre las almas de los ibreños en cristiana y amante comprensión.

(Mayo de 1962. Recogido en el libro TEMAS DE JAÉN)

domingo, 29 de mayo de 2011

NADIE ES GENTE





Schiller no podía trabajar sin el olor a manzanas podridas; tenía siempre una buena provisión de ellas en uno de los cajones de su mesa. Y en cuanto a Napoleón, además de tolerar —solo tolerar— la música, odiaba el perfume en las mujeres. Gustos difíciles. Pero sólo son conocidas y publicadas las anomalías de los grandes hombres, es decir, nada más que se divulgan las extravagancias de los genios. Las de los demás, las de todos nosotros, permanecen más o menos en el anónimo, no transcienden de la familia. Mejor es así. Sin embargo, interesaría resaltar que el catálogo de anormalidades —chicas o grandes— en la humanidad es interminable. Así nos libraríamos del mito del hombre medio, cauto, moderado en sus afectos, corriente en sus gustos, templado en su ideología, equidistante en sus juicios. Porque, ¿de verdad, de verdad, existe en alguna parte el hombre medio?

Siempre se produce una sorpresa cuando se trata al pretendido hombre medio. No es sólo que su coeficiente de rarezas sea, en cualquier caso, más elevado que el que nos suponíamos. Es que, también, su carga afectiva o su carga ideológica —cuando se las comprueba en la intimidad— se manifiestan ajenas al canon preestablecido. Es cierto que determinadas líneas maestras de vulgaridad, presiden el comportamiento en bloque de las gentes, y que parece como si sus pensamientos y sus actos obedeciesen a normas comunes, a sentimientos agrisados, a obtusos raciocinios.

—¡La gente, la gente!, ¡cómo es la gente!

He ahí una frase que todos comentamos con frecuencia, asignando a la mayoría un sumum de necedad o estupidez. Pero, si se analiza, hay que conceder que así como las rarezas no son propias en exclusividad de los grandes hombres, tampoco hay por qué pensar que únicamente los sabios saben y que nada más los artistas tienen sensibilidad. De hombre a hombre, hay siempre menos abismos que los que saltan a la vista. Y no por otra causa, sino por la sencilla razón de que —a menos que un propósito preconcebido de originalidad imprima en el atuendo, en la postura o en el gesto un tono distinto— todos solemos aparecer bañados de purpurina convencional; todos nos desvirtuamos adoptando el tono de la gente, los gustos de la gente, las ideas de la gente. Tonos, gustos e ideas que aparecen por fuera, que saltan a la vista, pero que sin embargo, no responden a nuestro personal talante. De ahí que todos somos gente y, al par, individualmente, uno a uno, nadie se siente mal.

El hombre medio, ya se entienda el concepto peyorativamente (hombre vulgar), ya se estime desde otra vertiente (hombre normal), apenas existe fuera de las estadísticas. Creo que si anotásemos cuidadosamente las reacciones sinceras del hombre medio, ante cualquier situación o suceso, surgiría lo inesperado. Comprobaríamos que los resultados casi nunca coinciden con los pronósticos. Nadie acertaría la quiniela de catorce. ¿Razón? Hay más facultades ocultas de las que nos figuramos en quien menos nos figuramos. Hay más gustos raros que los que se manifiestan. Más manzanas podridas de las que podemos imaginarnos, en los cajones de los despachos. Y también, como contrapartida, más pasan por adocenadas; más de lo que permite adivinar el enjabelgado común de gente con que todos blanqueamos nuestro peculiar talante.

(JAÉN, 17 de mayo de 1969)

viernes, 27 de mayo de 2011

¡DINERO, DINERO!





Cuando los resortes que movilizan los principios morales se debilitan es natural —no es nada asombrosa— la obsesión del dinero. Entonces llega a pensarse que, para la valoración personal de cada uno, el factor hombre cuenta como base y el dinero como exponente; es decir, el "yo y mi circunstancia" del filósofo, se sustancia en un "yo soy yo y mi dinero". Y la economía se convierte así en el más eficaz condicionamiento del hombre.

Otras circunstancias son fatales y no podemos nada contra ellas o a favor de ellas porque se nos dan hechas. Por ejemplo, la salud generalmente, se nos impone, nos viene de un afuera de herencia, o ambiental o climático. El mismo pensamiento, las ideologías, en bastantes ocasiones nos llegan prefabricados. Pero en las circunstancias del dinero influye no poco el albedrío. Salvo excepciones, quienes quieren hacer dinero lo consiguen. Hoy sucede que la "vocación de rico" aumenta entre las gentes de manera tremenda. Explicable porque, en este sentido, las posibilidades no se cierran prácticamente para nadie y son ilimitadas. Hay un momento en el que no se puede alcanzar más capacidad torácica de la que se tiene. ¿Y hay quien pueda incrementar su talento, o sus cualidades sensoriales o su fuerza física cada día? "Nadie puede añadir un codo a su estatura", enseña el Evangelio. Pero cualquiera —cualquiera— está capacitado para añadir unas pesetas a su caudal. La mucha riqueza no es óbice para más riqueza: al contrario. ¿Es necesario que todo hombre se conforme con sus dos ojos y su único corazón? Pero ninguna ley de la naturaleza obliga a nadie a conformarse con el millón único. ¿Estamos condenados a morir? Sí, pero no estamos condenados a las ocho, a las diez, a las veinte mil pesetas mensuales. Otros horizontes —salud, amor, felicidad— apenas dependen de nosotros. Así es que, casi imprevisibles los demás progresos, la dinámica económica personal se ofrece tentadora al alcance de todos. Por lo pronto, ni la inteligencia, ni la pasión, ni la generosidad rentan nada para mañana si se acumulan o se guardan. Son cosas que suceden y, por eso, se gastan. Pero el dinero no sucede; el dinero, es. Con él forma el hombre su caparazón estable, su concha que le sobrevive. EI millonario aspira a no sé qué especie de inmortalidad. ¿Por qué se han hecho sinónimas las palabras propiedad y dinero? Esta claro: si Dios nos deja de su mano no hay propiedad distinta de la "propiedad".

¿Entonces? Entonces a ganar dinero, mucho dinero, más dinero, infinito dinero. A no ser que...

A no ser que, a redropelo, surcando río arriba la corriente, alguien se decida a estudiar para pobre.

—¡Qué ocurrencia! El pobre lo es y lo será siempre contra su voluntad. No puede haber pobres voluntarios. Pero cualquier pobre se "apunta" voluntario para rico.

—De Oriente a Occidente no hay miedo mayor que el miedo a la pobreza. Es un miedo que aumenta con las riquezas, como la arterioesclerosis aumenta con la edad. ¿Por qué?

—El mundo está montado así.

—Sin embargo...

—Sin embargo, ¿qué?

—Hace veinte siglos la sugestión, la invitación, fue lanzada en el sermón de la Montaña...

—Fue un alto sermón. Pero ya se ve. Ni los ricos ni los pobres servimos para pobres.

—¿Quiere eso decir que ni los ricos ni los pobres servimos para cristianos?

—No sé. Pero, ¿acaso es difícil advertir que el cristianismo está pinchado? ¿No se da cuenta de que le están cambiando los neumáticos y... la carrocería? Resulta cómico: estudiar para pobre. ¿Es que no hay ya pobres de sobra en el mundo?

—Hay muchos infelices, más o menos hambrientos. Pero esos tales, propiamente, tampoco son pobres. No cuentan. ¿Se les deja apenas ser hombres? Es el gran escándalo. Pues bien; precisamente los indigentes desaparecerán cuando aumenten los pobres.

—No lo entiendo.

—Si se educara para la pobreza, si disminuyera entre los pobres la "vocación de rico" y el pánico a la pobreza se disipara entre los llamados "hombres de dinero", muchas incógnitas del problema podrían despejarse. Invitando y convenciendo para una situación de moderada renuncia, para un estado de "aurea mediocritas" —si es que la palabra pobreza asusta—, el equilibrio sería alcanzable. Y desaparecerían de la Tierra los hambrientos, quiero decir, los "recortes de hombre" establecidos acá y allá.

—Bonito, pero utópico. La aspiración a la pobreza, ¿no constituiría un afán contra natura?

—No precisamente contra natura, sino sobre natura. Pero el cristianismo es así. O lo toma o lo deja.

(Diario ABC, 8 de mayo de 1968)

miércoles, 25 de mayo de 2011

EDUCACIÓN, ESCUELA, POLÍTICA...





El Padre Arrupe, al llegar a España recientemente, ha sido muy preguntado. Es natural. Se trata de uno de los hombres clave del momento religioso actual. Como además es español, su opinión aquí es importante en una ocasión crítica –muy crítica– en que todos andamos bastante “descolocados”, sirviendo a veces (por así decirlo) un juego en el que no jugamos. O –por usar un “argot” deportivo– corriendo codiciosos de acá para allá, pero llegando tarde a todos los balones.

Respecto a la educación, el padre Arrupe ha dicho: “No hay educación neutra. Hoy está amenazada la educación que responde a un modelo cristiano del hombre. Dentro de cada sistema educativo hay una imagen del hombre; del hombre que se quiere hacer. En el fondo de cualquier proyecto educacional hay una filosofía, una teología del hombre y del mundo”.

Es evidente que la educación cristiana, inducida y deducida de una concepción no únicamente antropológica, sino –además– trascendente de la “persona”, está amenazada en todas partes. Se trata de una cuestión cardinal nada baladí, con muchos problemas anejos, que, por lo menos, exige una clarificación y una toma de posiciones. Una cuestión que no admite evasivas ni el empleo de la técnica del calamar. Declara el padre Arrupe, y en esto repite una frase de Donoso Cortés, o la parafrasea, que hay siempre una teología (más o menos explícita) tras cualquier hondo problema humano. Entonces, pretender una educación neutra, es tanto como decir que la cultura es algo incoloro, inodoro, insípido, aséptico, que se detiene en los umbrales del misterio del hombre, sin comprometerse a más. Y que, por eso, la educación, sin señalar una pista o unas normas acerca de la definitiva orientación sobre qué es el hombre, y para qué y por qué es y está, debiera ceñirse a una instrumentación de ideas, de datos, de conocimientos, pero sin atreverse a propugnar una síntesis tras el análisis o un ideal a la vista de las ideas.

Ahora bien. No es así. Nunca fue así y nunca será así. La cultura en todo tiempo fue beligerante, y se tiñó de un color, y adoptó un determinado perfil, y acuñó principios y normas más allá de lo verificable y de lo pragmático. La cultura –o las culturas, porque hay muchas– además de una acumulación entrañó indefectiblemente proyectos. ¿Cómo, pues, la educación neutra? Sería como rehusar el agua como solución de la sed.

Las gentes en todas partes tienen mucha sed. A veces se trata de una sed indiscriminada, torpe o amorfa. Pero siempre se manifiesta en un ansia. La educación no puede responder a esa sed con una simple información o enseñanza. No basta la información; se precisa la formación... Entonces, es lógico que las diversas culturas hoy existentes hagan la procura de una educación congrua, acomodada a sus objetivos. Ahí está el marxismo, ávido de conseguir una super-estructura (una cultura es una super-estructura) que sirva a sus fines. Es curioso que, en su nuevo procedimiento, el marxismo, hoy, intenta que la modificación de las super-estructuras preceda a la de las estructuras. Montanelli, notifica el “modelo italiano”. Escribe Montanelli: ”Hoy en Italia todas aquellas cosas que en lenguaje marxista conforman la super-estructura, están completamente en manos de los comunistas: la escuela, los medios de comunicación, los sindicatos, la cultura... El poder es un fruto maduro que vendrá después. Antes que el poder, el Partido Comunista ha conquistado la vida civil en Italia”.

Yo infiero de todo esto que si el marxismo pretende estas conquistas porque lucha por establecer una concepción suya del mundo, una cosmovisión concorde con sus postulados, lo que debe propugnar abiertamente no es una escuela neutra, sino una escuela marxista, con expreso propósito lealmente declarado. Ahora bien: de igual manera los cristianos –y concretamente los católicos– que tenemos una concepción del mundo opuesta a la marxista, consecuentemente, hemos de proponer, con igual ahínco, una cultura católica y una escuela católica, sin equívocos, sin ambigüedades, sin cortinas de humo y sin concesionismos degradantes.

¿Esto es proponer la guerra educacional? No. Es todo lo contrario. Nunca creí en el “pluralismo” religioso de España, porque los no católicos, o son de un indiferentismo ateo o ateoide, o constituyen minorías reducidísimas. Pero, sin embargo, como ahora se hace del “pluralismo” una cuestión batallona, como, de todas formas, puede algún día haber familias que rechacen de plano la educación cristiana y la concepción cristiana del hombre..., entonces, el remedio para evitar conflictividades no nos lo daría la “escuela única”, sino la diversidad de escuelas. Escuelas, obedientes, en su filosofía, a módulos e idearios distintos. El mejor camino para no “entrar en la guerra” es manifestarse de antemano tal como se es. El Estado, dado que el pluralismo adquiera efectividad indiscutible, deberá en tal caso actuar no propiciando una escuela “neutra”, sino propiciando claridad. Usted quiere esto, pues quiéralo, sígalo queriendo y se le amparará. Usted quiere otra cosa... pues igualmente, continúe, luche y merezca lo que quiere. Porque si el pluralismo es cierto, debe haber escuelas declaradamente diferentes. Será la manera de que la infección no se produzca, con subrepticias componendas, con vendajes que precedan al grano, con falsos planteamientos, con estúpidas ocultaciones. Así la lucha –porque la lucha, el “drama” en el mejor sentido de la palabra, es inevitable– se mantendrá en planos de convivencia y lo cruento se hará imposible. No andemos con paños calientes. Ahora quedan en el mundo dos maneras de explicar al hombre. El marxismo estudia e intenta “resolver” al hombre y a la historia de una manera y el cristianismo de otra. Y las amiganzas inoportunas y forzadas serán tan contraproducentes como la guerra a mano armada. Puesto que somos civilizados, hagamos combatir a los dos estilos y fondos de cultura de una manera implacable pero humanizada. Humana; es decir, en el último fondo, amistosa. Cuidado; porque distingo: la amistad humana, nada tiene que ver con la promiscua amiganza ideológica.

Urge en esta coyuntura electoral que cada partido en España se defina tajantemente en este sentido. Hay un enorme número de electores, de padres de familia, que preocupados por la educación –y no únicamente por la enseñanza de sus hijos– desean una escuela y una cultura conforme con sus principios. Los cristianos, concretamente, no nos oponemos a que otros señores propugnen una educación marxista. A lo que nos oponemos es a que la escuela cristiana sufra un deterioro. Y no solo está claro que deben existir escuelas privadas católicas. También es evidente que deben seguir subsistiendo escuelas del Estado católicas. Lo que traería aparejado, si se da el pluralismo, que igualmente se fomenten escuelas públicas no católicas. En lo que nunca creeremos sinceramente los cristianos –y creo que tampoco los marxistas– es en la escuela neutra. El pan lleva una levadura. No hay pan sin levadura. La que sea.

Los partidos políticos deben exponer en el período electoral, de manera tajante y explícita, su opinión acerca del problema educativo. Para la información de los futuros votantes, esto es fundamental.

(IDEAL, 7 de mayo de 1977)

lunes, 23 de mayo de 2011

«ÁNIMA Y ÁNIMO»





Es curioso que uno de los mayores estorbos para ver bien al mundo, la vida, las cosas, nos lo «organizamos» nosotros mismos. Sería más diáfana, más veraz, una mirada amplia sobre el contorno; tendría más belleza, más profundidad y más objetividad un pensamiento o juicios surgidos como efecto de esa mirada, si esta máquina de egoísmo que más o menos somos todos no triturara o al menos deteriorara con su prisa el despliegue sereno de las realidades.

Pero la realidad es entidad que funciona por sí misma, según sus postulados, y nosotros empleamos una gran parte de tiempo, de actividad y de ansia, en que la realidad se alinee en favor nuestro No es posible. Y sin embargo cada mañana nacemos con la ilusión. Sin que importen chicos o grandes desengaños. ¡Ah! Es que la vida puede ser un juego y precisamente de equivocaciones, como presentía Shakespeare. ¿Nos equivocamos con la alegría que brota como un manantial inesperado en los recovecos del suceso jocundo que aparece juguetón, como aquel arroyuelo que «estropezaba entre las pedrezuelas» en los diálogos vernales de la huerta de Fray Luis de León? ¿Nos equivocamos, también, con el dolor que súbito, en la encrucijada, nos acongoja amenazándonos, cerco sin remedio? ¿Resulta luego, en cambio, que los gustos cuyo zumo nos embriagaba en promesas, se hace hiel? Y la tristeza, cuyo cáliz presentíamos no poder pasar, ¿cómo transmuta inesperadamente sus sabores y se tornan júbilos los desalientos? Querríamos la clave de nuestra felicidad nada menos —y para ello la máquina egoísta trabaja sin tregua— ¿y qué conseguimos? Hay un lema cesáreo, ambicioso: "O todo o nada". Pero no es así, no podemos proceder por exclusiones. Lo humano, lo ajustado a la realidad, sería aspirar al “De todo un poco”. En todo hay verdad. Ni el placer ni el dolor —al fin «accidentes»— nos definen. Por eso decía, al empezar este trabajo, que es cada hombre quien a sí se estorba cuando se organiza su programación vital en el vacío. En el vacío; quiero decir cuando utópicamente piensa que al interés propio puede someterse la constelación compleja del mundo.

Las equivocaciones entreveradas con los aciertos constituyen precisamente al mundo como confusión. Porque no es confusión, es claridad, el cosmos creado por Dios. Pero el mundo-mundo (lo que señala el catecismo como enemigo del hombre) es como una agregaduría de factores dispares, de ideas, de sentimientos, de sensaciones y sobre todo de cosas que, dispares, desconciertan.

¡Qué misterio! El hombre concierto (alma, cuerpo, espíritu) está llamado, diríamos, a ejecutar su tocata, a pulsar su arpa. Finísima misión. Difícil. Dificilísima. Porque casi sin fallar aparece luego el ruido.

Música, ruido; verdad, error; júbilo, tristeza. Todo viene. Pero no elegimos nosotros el momento de cada estado de ánimo. Nos eligen a nosotros los estados de ánimo.

Distinguían clásicos entre ánimo y ánima. ¿Qué es, que está más dentro de nosotros, el ánimo o el ánima? Alude el ánimo, más bien al espíritu —«vir» de las cosas—, al espíritu intuitivo y discursivo, perceptivo y lógico. El ánima, menos dinámica y dialéctica, subyace permanencias y asume fervores.

(JAÉN, mayo de 1978)

lunes, 16 de mayo de 2011

VERSOS DE RILKE





Rilke: un poeta que mete dentro, muy dentro, su arado. Porque hay poetas, simplemente sembradores, que esparcen su buena semilla de palabras transfiguradas. Pero, ¿puede bastarnos ya un lirismo? La poesía degustada sorbo a sorbo es «recreo» para el espíritu. Ahora bien, cuando un poeta, además de palabras, manipula verdades y ahonda el rejo de su inspiración en los subsuelos metafísicos y místicos...

Me interrumpo. No está bien que yo acabe de escribir de los poetas que «manipulan» verdades. Mal escrito. Merleau Ponty ha protestado hace poco del «homo manipulandum» que está a punto de aflorar cuando el régimen de cultura que, a lo peor, nos traen las computadoras, empiecen a borrar fronteras entre el bien y el mal o entre fealdad y belleza. No; el poeta no puede ser manipulador de nada. Quise decir que poetas como Rilke, más atentos a las raíces que al follaje, son necesarios para esta hora histórica que reclama trascendencias, aunque la reclamación se bocine y orqueste de manera bien confusa y bien difusa. Rilke murió en 1926, pero yo creo que tiene soluciones actualísimas a bastantes preguntas. Al menos Rilke orienta, pone en la pista. E ilumina.

El problema de Dios. Hay gentes que piensan, poco más o menos, que Dios ha de acudir al timbrazo de nuestras necesidades como un ujier. Y como no acude como un ujier, esas gentes terminan por ignorarlo. Escribe Rilke: «No puedes esperar ahora hasta que Dios llegue a ti —y te diga: «Yo soy»—. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo». Toda esta barahúnda de una religión humanística, todos esos disparates engarzados y acollarados de la «teología de la muerte de Dios», vienen de la desesperación de no ver y palpar y «verificar» una divinidad contante y sonante. Somos unos estúpidos impacientes. A Dios hay que esperarlo y la misma oración es —como Buffon decía de la sabiduría— una larga paciencia. Rilke previene contra un neo-racionalismo que aspira a localizar a Dios, encuadrándole en coordenadas o situándole, como a una isla o a un barco, una vez conocidas longitud y latitud. Rilke es genial cuando al revisar los conceptos al uso de Dios se detiene en el atributo de «grande». «¿Qué es grande?», se pregunta el poeta. «¿Qué es grande? A través de todas las medidas que EL recorre va la magnitud de su destino». La grandeza es un concepto humano, doméstico. Dios sobrepasa el concepto. Considerando el misterio de la adoración de los magos, Rilke, en un bello apóstrofe a la Virgen exclama: «¿Ves? Estos reyes son grandes, y arrastran sus tesoros para ponerlos en tu regazo / y tú quizá te deslumbras también en este tóxico / pero contempla en los pliegues de tu vestido, cómo él sobrepasa ya todo eso».

Y es que Dios es, precisamente, el que sobrepasa. Y cualquier palabra ante El se nos queda menuda y estrecha. Entonces la presunción de entenderle y analizarle desde nuestra perspectiva es ridícula. Dios tiene tanta verdad que ciega. Otro verso de Rilke cuenta bellamente la experiencia mística. ¿Qué es la experiencia mística? El místico es un asustado —gloriosamente asustado— de la inmensa luz y de la inmensa fuerza divina. La mística es una respuesta al cristianismo desacralizador que quisiera hacer de Jesús un camarada más. ¿Por qué confundir el amor de Dios al hombre con una solidaridad campechana? ¿Miedo al Señor? No, nada de miedo. El miedo es otro concepto exclusivamente humano, inservible, por tanto, para nuestras relaciones con quien, esencialmente, es el Otro. Y nuestro encuentro con El, agotada la fase de nuestra esperanza, presiente Rilke en unos versos que aúnan, en su más alta graduación, el patetismo y la belleza. ¿La hora de la muerte? El poeta la describe así: «Hasta que de un ayer / suba la hora más solitaria de todas / la que sonriendo, distinta de sus hermanas / guarde silencio en presencia de lo eterno». Una hora solitaria sonriendo distinta a sus hermanas. ¿Cabe expresar el trance de muerte de manera más profunda y más bella? Pero es que antes, Rilke, concibe a la vida como radical nostalgia. «Esta es la nostalgia: habitar en la onda / y no tener patria en el tiempo. / Y estos son los deseos: quedos diálogos / de las horas cotidianas con la eternidad».

De cierto, al menor descuido, nuestras horas cotidianas pierden el hilo de ese diálogo y olvida la vida —la nuestra, la de cada uno— su condicionamiento nostálgico, su limitación de «habitar en la onda». Entonces llega la frivolidad y el despiste. Y ya —vueltas y vueltas— el mundo marea. Y angustian las razones emancipadas de la verdad que asusta, de la verdad que salva. Va a hacer pronto medio siglo que murió Rilke. ¡Qué desdibujada estaba ya, entonces, la verdad entre las cosas! El poeta sabe que toda la creación debe al Señor la devolución de su imagen. Y se entristece: «¡Cuando de todas las cosas exijas que te devuelvan tu incompleta imagen!»

Lo trágico es que van siendo ya mayoría los hombres que no saben que tienen que restituir, que tienen que devolver a Dios su imagen. ¿Qué hemos hecho, qué estamos haciendo, de la imagen incompleta de Dios que somos? Cada día más manchada, más desvirtuada, más incompleta, ni nos reconocemos en El ni lo reconocemos en nosotros. Devolver. ¡Quién habla de devolver! Nadie quiere devolverle nada.

Nadie. Y la explicación es simplista. El no acude a nuestros timbrazos, a nuestras llamadas, a nuestras urgencias baratas. Entonces se le despide como a un ujier que no cumple. A lo más, decimos que se esconde. «Deus absconditus.»

¡Dios escondido! ¿No será que lo tapamos? «Tienes que saber —insiste Rilke— que El sopla a través de ti desde el comienzo.»

(IDEAL, 10 de mayo de 1972)

domingo, 8 de mayo de 2011

SANTA MARÍA DE LOS REALES ALCÁZARES





Es uno de los templos ubetenses que más transformaciones y reconstrucciones ha sufrido. No hay por consiguiente en él unidad arquitectónica. Templo sedimentario —lo definiríamos— en el que diferentes estratos artísticos se superponen, se mixtifican y se agregan en heterogéneas asociaciones. Templo “romántico” —diríamos también— cuya morfología ha sido repetidas veces dislocada por la acción del tiempo, rota cualquier moderación. Cada época histórica confiere a Santa María su clamor inconexo y declina su modalidad desconectada. A la entrada del claustro, unos capiteles románicos pugnan por esgrimir su grito antiguo, aplastado: su grito apasionado por la balumba masiva de sucesivos, reiterados, ímpetus innovadores. Triunfa en el claustro la vigencia de un gótico ambientado de sutiles melancolías, de añoranzas que cuajan en serenidades. Y en el interior, en vano trata de imponer su autoridad la hegemonía renacentista; todo aparece como una ingobernable democracia artística (?), perdido cualquier equilibrio compensatorio. Los arcos de las naves se curvan en indecisas preferencias entre la ojiva y el medio punto, para quedarse, al fin, en indisciplinadas, “independientes” estructuraciones. El gótico florido, el plateresco, el puro clasicismo, y hasta el impuro barroco alguna vez, parlamentan —no sin vociferaciones— en el sacro recinto. A estas voces artísticamente autorizadas se unen —hay que confesarlo— intrusas resonancias de un “stajanovismo” apresurado, que nada tienen que ver con ningún estilo; son fruto de las restauraciones parciales hechas en este templo, después de la guerra civil.

Pero, en conjunto, una nota meritísima tiene nuestra Iglesia Mayor: la originalidad. Si resulta extraña, en sus detalles acusa sin embargo, a cada paso, un destello curioso de novedad; nunca, o rara vez, una vulgaridad. Tal virtud, excusa muchos posibles defectos.

Es, en fin, Santa María, un templo “a posteriori”, un templo que ha resultado. Porque sus construcciones y reedificaciones, parecen haber renunciado, de antemano, a todo supuesto previo, a todo parentesco y a toda continuidad. ¿Cuántos obispos reformadores han dejado su huella en este templo? Nombres y fechas en los muros, en las puertas, en las bóvedas de la antigua Colegiata; nombres y fechas correspondientes a otras tantas restauraciones, supresiones, derribos, erecciones, enmiendas. Aquí, la huella del canónigo Becerra, allá la del Obispo Dávila, enfrente la del beneficiado Sagredo... Acá, las armas del prelado Mendoza; arriba el escudo de Suárez de la Fuente del Sauce...

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

CLAUSTRO DE SANTA MARÍA





Atravesado el atrio del templo nos encontramos con el claustro gótico que mandó edificar en 1512 el canónigo D. Pedro Becerra; él sufragó parte de los gastos. Como se han observado en los pilares que sostienen a los arcos ojivales de este claustro reminiscencias de arquitectura más antiguas —románicas principalmente—, se supone que ya existía el mismo con anterioridad a la obra de Becerra, que le dio su conformación actual. Rodea el claustro a un patio que perteneció a la desaparecida Aljama. Este conjunto, es de gran belleza.

Verdaderos remansos de paz estos claustros de las iglesias catedrales o colegiales, cuya densidad histórica y artística, impermeable a cualquier sugestión frívola, envuelve el pensamiento en un nimbo amoroso. Más que el mérito arquitectónico en sí mismo, son el ambiente sedante, el silencio, la presencia mística de los cipreses —a cuya sugestión viene a unirse muchas veces la difusa, tremente, armonía del órgano cercano—, quienes prestan a este recinto su natural, no estudiado encanto, haciendo de él un “sitio real del espíritu”, sede de la meditación. Pocos “climas” así, pueden invitar, con una serenidad, a la descentrada o atormentada psicología “depaysé” de los hombres heridos de nostalgia, tocados de infinito. “Azorín” —tan obseso del tiempo— hubiera escrito un maravillo artículo acogido a la umbrosidad del claustro de Santa María, en los atardeceres estivales concordados de “Ángelus” y de golondrinas...

(De BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

lunes, 2 de mayo de 2011

TODO IGUAL





Como a esos niños que piden siempre oír el mismo cuento, suele ocurrirnos que nos agrada ver reiterados, en el tiempo, los temas invariables de nuestra tradición. Se escapan muchas veces las cosas queridas, en una aturdida impaciencia; y nos entristece la frágil virginidad de la ilusión, raptada en su imprudencia, por fingidos galanteos del engaño. Y, por eso, en la atropellada incongruencia de los sucesos, al sentirnos arrollados por la barahúnda premiosa de la vida, nos gusta encontrar algo eterno, fijo, que sea, en su misma inmovilidad , como un símbolo de esa eternidad a la que asir nuestros difusos anhelos infinitos.

Ahora hemos vivido los ubetenses uno de nuestros días clásicos. La Virgen de Guadalupe ha sido trasladada desde su Santuario al pueblo de su patrocinio. Se ha repetido una vez mas el tema invariable de la tradición... La ciudad ha vibrado de religiosidad en esta fecha tan nuestra, que es, como si dijéramos, un lugar común para la piedad, pero lugar común lleno de belleza y de líricas asonancias inmortales.

Y ¿qué impresión hemos sacado de la fiesta? «Todo igual». Es esto, a mi entender, lo mejor que se puede decir de lo tradicional. Y es ésta, la más expresiva ponderación de nuestra romería de la Virgen, decir que resultó «como siempre». Mientras la comitiva subía la agreste cuesta de Guadalupe, en esa hora casta del amanecer, cuando todavía la naturaleza no ha sufrido la ardiente violación del sol; al ver la urna oscilante de la Virgen pequeña, mecida a hombros de los devotos, atravesando los trigales entre verde y oro, inundados de trecho en trecho por la picardía roja de las amapolas... yo pensaba en las generaciones desaparecidas y en las generaciones venideras; en nuestros abuelos y también en nuestros nietos. Aquellos, que habrían ya visto, año tras año, estos mismos olivos rugosos al borde del camino, retorcidos sus troncos en un ansia ascética atormentada; como los verán quizás también los que han de venir, cuando ya nosotros no estemos. Siempre este camino, siempre estos olivos rugosos, perennes, silenciosos, espectadores de nuestra Fe.

Todo igual. También en Santa Eulalia, donde como los demás años permaneció la Virgen hasta la hora de su traslado. Es este el día grande del lugar, el día en que se rompe, en un estrépito de ruidos, de músicas, de gritos, el silencio ecuánime de la aldea. Santa Eulalia es en esta fecha, una aldea habilitada de ciudad, irrumpida en su quietud por el tumulto urbano. Los lugareños, con sus trajes majos, observaban con un mirar sonriente esta invasión exaltada. Estos jóvenes alborotadores, estas gentes que hablan, comen, bailan, ríen, gentes que por unas horas al menos se olvidan de todo lo que no sea la romería, la fiesta de la Virgen.

Todo igual. También la llegada de la Virgen a Úbeda. Idéntico entusiasmo que años anteriores. Gran cantidad de público en la carretera de Vilches. Los mismos «vivas», las mismas aclamaciones. Nada hay que pueda aventar el rescoldo de nuestra Fe, que vuelve a arder en llamaradas de luz para el entendimiento y de calor para la voluntad.

(JAEN, 27 de Mayo de 1942)