BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 29 de marzo de 2011

LA LLUVIA, SUS MEMORIAS







Esta luz de la tarde lluviosa no tiene deseos: hay en ella como una resignación de no ser sol. Entonces, ¿la lluvia es tristeza? Pero hay antes que saber qué es la tristeza...

Los poetas, mejor que nadie, han analizado sus espectro. Están la negra tristeza, la tristeza gris —color de hastío— y ya casi desligados de dolor y pena que amordazan, esos sentimientos que se acercan a los polos de la estricta belleza. Por ejemplo, la melancolía, la nostalgia, pueden constituir un placer para el espíritu.

Música romántica esta vez. ¿Liszt? ¿Schumann? El pasado gotea sobre la hierba porque —ello parece seguro— la lluvia nos trae siempre una ráfaga de tiempo ido. Nos lo vuelve a acercar todo: las interminables sesiones de la escuela, el primer juguete, la primera pereza, la ilusión inaugural y... el primer paraguas. Y como la lluvia siempre llora lo mismo, como no es progresista, no hay miedo de que nos traiga evolucionados los perfumes aquellos. ¡Ay, la estética del pasado! ¿Qué hacemos con el pasado? No; no podemos nutrirnos de él porque la historia es irreversible. Pero cabe restregar en su paisaje la mirada apresurada. El pasado como sedante: ya basta. (Yo tenía la preocupación de mis exámenes. Sonaban unas campanadas náufragas en el ocaso cárdeno. Era una tarde de inicios de primavera con rosas, sol y tormenta. Yo, junto a una ventana, descifraba, sin alientos, el «Quosque tandem...». ¡Quién se acordaría de aquellas deliciosas naderías si no fuese por esta caricia de la lluvia gris!)

Pero de ordinario no vemos en la lluvia sino sus aspectos molestos. Miopes para su belleza, la sensación primaria que de ella nos llega —es un obstáculo para nuestro caminar o impide la diversión— nos tapa su ser entrañable. Que la lluvia es triste, parece cierto. Pero por ser la suya una tristeza impersonal, objetivizada, nos alcanza su lirismo al constituirnos precisamente en sus espectadores. Cuando la tristeza está dentro, cuando se interioriza, apenas podemos ser juez y parte, y solamente advertimos su accidente: el dolor. Pero la tristeza es algo más que su vestimenta. Así, contemplada «desinteresadamente» se hace imagen, desnuda imagen, en la tarde lluviosa. Y nos empapa su música sin letra, su música que busca —y encuentra— en cada espíritu ecos conmovidos. (Claro que sí, lluvia. Te acuerdas de cuando yo era alumno en la clase de preparatoria de ingreso en el Instituto. Te acuerdas del sombrero flexible de mi padre; del vestido amarillo, con el talle bajo de los años veinte, de mi hermana. Te acuerdas de los auriculares de los primeros aparatos de radio; de don Andrés, aquel concejal derechista que asesinaron los «rojos»; de Pepón, aquel «rojo» que fusilaron terminada la guerra. Hasta de Dolorcicas, aquella vieja rezadora, te acuerdas. Hasta de don Fernando, aquel cura...)

Dios dice mejor su silencio en la tarde doliente. Apaga lo que estride, todo cuanto clama, cuanto exhala urgencias. ¿Dios es alegre? ¿Cómo es la alegría de Dios? Acá tenemos unos goces de cerámica basta. Acá nos sale obtusa la alegría. Nuestros placeres, nuestras dichas, ¿no parecerán a Dios simples groserías? La alegría esencial debe ser de otra manera. Nos acostumbramos a pensar por analogías: a creer que la bondad y la alegría y el poder de Dios se asemejan a todo lo nuestro. Pero los atributos divinos tienen, de seguro, matices que desconocemos, calidades que no sabemos interpretar o que equivocamos. ¿Quién sabe? ¿Quién ha dicho que «Dios está azul»? El azul es la lejanía de la nada. Quizá, más bien, en la perfección del Señor hay reflejos de lluvia. También acá, en nuestros momentos mejores, nos está dado el sentimiento de una tristeza sin forma, hecha de todos los efluvios antiguos: decantada tristeza para descansar en el regazo de mil memorias desleídas; tristeza, en fin, que ha disuelto los dolores. Cambiamos, entonces, la calderilla vil de esperanzas menudas por el as único y limpio de la Esperanza. Pues bien, ¿no tendrá, asimismo, la Belleza de Dios vetas de manumitida tristeza fervorosa? ¿No habrá en su respectiva radiante un temblor de lágrimas asuntas? (Por cierto, lluvia, ¿lo recuerdas? Dios se me perdía —yo creía que se me perdía— en la laberinto de mis cadetes razonamientos pedantes, adolescentes. Pero Dios se reía de mi ingenuidad de librepensador sin barbas. ¿Ironizaba sobre los nimbos unánimes de aquel otro mediodía borrascoso? Dios se me oculta y yo —tonto— especulaba sobre la posibilidad de no volver a encontrarlo nunca. Divertido. ¿Te acuerdas, lluvia, de mis dudas primeras?)

La primavera se insinúa en los verdes intensos del campo. Pero la primavera es hechura de la lluvia. Existe un pacto de primavera y lluvia. Naturalmente el sol es la «vedette», el triunfalista. Pero, ¿qué importa? La lluvia acudió a la cita. Pronto, ya mismo, los poetas van a repetir aquello de «la primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido». ¿Cómo no va a saberse? He aquí la trémula, «triste», lluvia que lo sabe. Fina lluvia en los surcos, en el pavimento reluciente de la ciudad, en las lunas de los escaparates, en los faros de los coches, en las marquesinas de los bares, en el barro aldeano, en las torres novias del viento, en las llantas de los carros chirriantes de los pueblos...

(ABC, 20 de marzo de 1968)

(Fotografía: José Ruiz Quesada)

viernes, 25 de marzo de 2011

EL INVENTO DEL HOMBRE





El arte da fe de la nobleza del hombre. Es nobleza contagiosa que promulga en el cuadro la fiebre de los colores y que —en los capiteles, en los frisos, en las arcadas— sintoniza fervores que no se ahogaron, que nos traen su grito amenazado, su anhelo con el agua al cuello. ¿Es de verdad el hombre un desgarrón ilustre, un afán que zozobra? Y el arte, ¿es el arca que recoge todas las especies de la belleza en peligro? ¿Constituye el definitivo parador de los recuerdos en un mundo que, al menor descuido, pierde la memoria?

Es curioso que, a poco que nos detengamos, a poco que frenemos al borde de nosotros mismos —porque cada uno es, a la par, algo que pasa y algo que mira pasar—, brote la cuestión. ¡Ah, la «incógnita del hombre»! ¿Qué es el hombre? La pregunta subyuga, pero a veces enoja ahondar en ella. Si un privilegio es la vida, mayor privilegio es ser hombre. «¿Y todavía queremos más, aún no estamos contentos y nos impacienta el deseo de conocer el por qué y el para qué de nuestra condición?», me argüía un amigo menos indócil al placer de sentirse que al tormento de saberse. Pero yo le contestaba que el drama de definirse o de seguir la propia pista, contra la tentación de un dejarse llevar y de un derramarse en dulces abandonos que cristalizan en perezas, conduce a la fuerza de la sabiduría que rebasa al simple entendimiento. Gozo y tristeza de ser hombre. Perpetuo empeño entre el oleaje. Si algún día llega a verse que la inteligencia nada más ha logrado victorias pírricas, aun entonces el hombre podrá exclamar: «Sí, pero yo sigo; sigo con mi voluntad. Con mi voluntad a pulso o... a cuestas.»

Contemplamos el monumento, el óleo, la melodía, el poema o la máquina (que también refleja nobleza) y pensamos: «¡Admirable!» Admirable, ¿quién? Pues el hombre. El hombre, ser admirable. Ya tenemos otra definición. Desde Narciso, todos nos miramos en nuestro lago. Da vergüenza confesarlo, pero cualquiera, antes o después, se enamora, si no de su imagen, al menos de su talento. Luego, por pudor. transferimos el embeleso hacia el hombre genérico. Y quizá eso es el humanismo. La letanía de la propia alabanza: «Homo erectus. homo sapiens, homo faber, homo economicus, homo ludens... ¡Homo admirabilis!»

Sin embargo, surge la desazón. Punto sutil. Viene la duda de si el hombre —a pesar de inventor, a pesar de artista— está concluido o no. Congoja de sospechar si no acertamos la definitiva pincelada —toque delicado— a la viva obra de arte que es la personal existencia.

Ante todo, entonces, habría que esclarecer si el hombre es ser que viene al mundo ya ideado o ser que a si mismo y originariamente se desvela y luego está facultado para las oportunas rectificaciones e incluso para la «enmienda a la totalidad de! proyecto». ¡Menuda tarea si fuese así! Mejor será —piensa uno— saber que Dios, que inventó del todo al árbol, al pájaro, al tigre y al gusano de seda, tuvo para el hombre la atención de la excepción. «Casi» lo hizo completamente, es decir, lo diseñó dándole una inteligencia, pero no lo pespunteó, acabándole y perfeccionándole los instintos. ¿No está aquí la genuina «dignidad humana»? El Creador le deja un margen para que continúe haciéndose, para que termine de fraguarse. Que eso y no otra cosa parece que es la libertad: el lugar, el sitio donde el hombre pueda colaborar con Dios.

Probablemente la Historia se teje con el tira y afloja de esta libertad concebida como nudo y vértice. Y pueden ocurrir —ocurren a lo largo del tiempo y del camino— varias soluciones. O más bien disoluciones. Puede acaecer que el hombre pierda su canción: «Soy un fui y un será y un es cansado», se desanima Quevedo. O, exaltado y lleno el hombre de su pulpa, puede seguir como reacción el derrumbamiento: «El hombre es una pasión inútil», dice Jean Paul Sartre, cegado de arena. Más frecuentemente, el desdén hacia cualquier inquietud que estorba la amable inmediatez, el «carpe diem» incluso en su versión más poética, a lo Ronsard: «Coge desde hoy las rosas de la vida.» En todos estos casos hay una renuncia a la colaboración, un no acudir a la cita con Dios en la libertad. Con tales actitudes el hombre no se considera capaz de terminar de inventarse o se lanza a la absurda aventura de erigirse en exclusiva, abominando del esquema y de la norma. A éstos llaman algunos el «estado adulto». Integra autonomía, desvinculación absoluta. Y así la libertad no es el vértice ni el lugar de! encuentro, sino solar donde se levanta con totalitario orgullo la propia torre —que no tardará en convertirse en Babel— porque «Dios ha muerto». Pero esta filosofía, ¿es nada menos que el derecho a la rebelión —así lo soñó Nietzsche— o nada más que el derecho al pataleo? ¿Es derecho o contraderecho?

Da dolor el hombre que hace de su fuego humo. No «humo dormido», que pacificaba a Gabriel Miró. Humo dañino. «Humo ciego», insiste Quevedo. Desalienta eso y entonces urge creer en reductos dóciles a la mano del Alfarero. Aunque a veces las apariencias engañen. Baroja —cuenta Pérez Ferrero— era un hombre «erizado en su propia ternura». Siempre hay un fondo más fondo para desde él recuperar la altura. O la «salida hacia adentro», que diría Pedro de Lorenzo. Desde esa hondura inundada de claridades es más fácil para el hombre terminar el invento del hombre. Todavía tan poco feliz, tan poco realizado; él, tal inventor; él, tan admirable.

(ABC, 21 de marzo de 1975)

lunes, 21 de marzo de 2011

EL CONFUNDECUENTOS





En García Serrano leí por vez primera la palabra: confundecuentos. Respecto a los «cuentos», hay quien los cree historia, engañándose para engañarnos; hay quien los mantiene en el límite de lo que son, para divertimento privado o público. Y hay quien, de propósito, los deforma, modifica, ensambla y añade de tal forma que los constituye en eso que en las tertulias y mentideros serían algo así como el cocinero que diese a la pata de cordero sabor a muslo de pollo y olor a costilla de cerdo. Decía don Eugenio d`Ors que, antaño, en ciertos mesones castellanos se ponía en un cartel, para conocimiento del viajero: «Se sirve aceite, pan y lo que cada cual traiga». Bien; pues un «confundecuentos» se caracteriza porque aporta su pretendida razón —que es casi siempre una real mentira— al menaje de uso común. Y se pone a demostrar lo que quiere, importándole poco, en última instancia, que lo crean, porque él a lo que va es a que lo oigan. Y no por otra cosa sino porque, mientras lo oigan, quien habla es él. He ahí la vanidad; yerra en las cuentas y trabuca los cuentos, pone patas arriba la lógica, manipulándola por dentro, «operándola», cortándole la tripa aquí o allí. ¿Para qué? Piensa el vanidoso «confundecuentos», lo que aquel personaje: «Poco me importa que se hable mal de mi, con tal de que se hable de mi».

Parece que Jaspers enseñaba que la filosofía «enseña a confeccionarse a sí mismo». ¡Ah, pues eso es difícil! Se necesita mucho rigor, mucha libertad interior y mucha brújula... Entonces es más sencillo «confeccionar el mundo», opinando de todo, en continua irresponsabilidad. Resulta fácil, cuando se es frívolo y cuando superficialmente se ha hecho uno cargo de cuanto por ahí circula visible y ruidoso, dar un dictamen de «cómo va la vida», a tono con la circunstancia. Cuatro o cinco tópicos con brillo nuevo bastan. ¿Nadie va a poner luego demasiados peros a esa «opinión» hecha con vistas a la galería y al asenso de los más, es decir, «haciendo cosquillas» donde halaga a los más, aunque sea haciendo reír a los sensatos que —claro está— son los menos?

Sí; ciertamente, la sufrida minoría de quienes piensan pensando, en lugar de opinar despensando, siente guasa ante los amasijos del «confundecuentos», pero se abstiene de reír en voz alta porque, quizás, no merece la pena...

Si nos atuviéramos a nosotros mismos, si nos empeñásemos en la tarea de hacernos con paciencia, ¿cómo íbamos a perder el tiempo «arreglando el mundo» con todos esos «materiales de derribo», llevados al barnizador y con trapos traídos del tinte? Bulos, noticias, novedades, cuentos con arreglos de peluquería, hechos invertidos, pasando por el rodillo de las malas lenguas, de las torpes intenciones, de la mordaz crítica. Así circula la calumnia. ¿Qué importa a los calumniadores que Jaspers siga predicando: «Filosofar empalma con el fondo de nuestro ser y transforma nuestra obra interior»?

(JAÉN, 5 de marzo de 1976)

sábado, 19 de marzo de 2011

MI PADRE

 
 
 
 
Tendría yo entonces doce años. Allá por 1931, mi padre meses antes de morir —él todavía sano y yo todavía niño— me hablaba en la terraza de la casa, de las estrellas. ¿Qué eran los as­tros? ¿Cuánta era su distancia? ¿Había otros mundos habitados? En el silencio de la noche profunda, la palabra de mi padre adquiría acentos vehementes, casi entusiastas, al abordar estos temas. Abría en mi espíritu los primeros surcos para el pensamiento y las primeras inquietudes hacia el misterio. Mi padre era un hombre fuera de serie. De actividades bastantes dispersas, en todas ellas sobresalía, pe­ro apenas era un «profesional» de nada. Dirigió en Úbeda un colegio de Bachillerato durante bastante tiempo, pero no había elegido ninguna carrera encaminada a la docencia. Fue en dos ocasiones alcalde de Úbeda, pero más bien abominaba de la «política» que se llevaba entonces. Tenía iniciadas tres clases de estudios: los de Derecho, los de Militar y los de Minas... Pero, según todos los síntomas, no sufría una disciplina continuada. Era —según lo recuerdo— un tanto barojiano. Pero en cristiano profundo. Estaba algo enfermo un día del Corpus. En su calidad de alcalde tenía que presidir la procesión. Se echaba la hora encima y «tirándose de la cama», a pesar de su fiebre, dijo a mi madre: “¡A la procesión del Corpus hay que ir, aunque sea a rastras!” Y... presidió la procesión del Corpus sin afeitarse. Nunca olvidaré las pa­labras suyas que acabo de transcribir. Aseguro que han sido parte muy influyente en mi formación reli­giosa. Pero la afición predilecta de mi padre, sobre todo en sus últimos años, era la técnica. Todas las tardes de domingo —en verano e invierno con el sombrero encasquetado, tanto dentro como fuera de casa— se encerraba en una habitación apartada. Allí sólo había enchufes, dinamos, carretes de Ruhmkoorff, espejos, barras de estaño, probetas, destornilladores, cables y juegos de poleas... Todo esto, ¿por qué? ¡Ah, pues no lo sé exactamente! Se divertía en «el cuarto de los cacharros», que decía mi madre. Eso es todo. Y se divertía en grande. De vez en cuando salía un humito por la puerta, en ocasiones se oía una pequeña explosión o se advertía un fogonazo súbito. No era mi padre un aprendiz de brujo, pero al anochecer salía feliz de su retiro, con la cara tiznada. Es cierto que mi padre hizo —me lo recordaba hace poco San­cho Adán— dos o tres inventos electrónicos. Pero no los patentó jamás...
 
Su deporte era subirse a los tejados cuando en Úbeda se instalaban las antenas para los primeros receptores de radio. Lo veo con su gabán, con su sombrero, con su cadena de reloj colgante de bol­sillo a bolsillo, señalando a los instaladores el sitio preciso en que, según él, debía ponerse la antena. Por descontado, el primer receptor de Úbeda fue el de casa. Después de la cena, allí se reunía la tertulia: Don José Moreno Cortés, el párroco; don José García de Castro, el notario; don Guillermo Rojas, el médico y... el Maestro Arjonilla, un insigne hojalatero que vivía enfrente de nuestro domicilio. Todos se armaban de sus auriculares y adoptaban una expresión en la que se dibujaba una sonrisa Inefable: Se oía —aunque mal y anubarrada de ruidos—  la música de un concier­to en Toulouse...
 
Lo que más admiraba yo en él —en mi padre—, era su prodigiosa afición científica y técni­ca; yo que no sé clavar una punta en la pa­red. (Aunque también era muy amigo de las letras: a finales de los años veinte fue redactor-jefe de un pe­riódico diario de Úbeda: «La Provincia») ¡Cuánto hubiese gozado en este tiempo, en nuestra «era ató­mica»! Claro que la presentía. Muchos logros que constituyen ya agua pasada, eran entonces nada más un vaticinio. Una de las noches en que, después dé cenar, me hablaba en la terraza de las estrellas y de los mundos lejanos, me dijo:
 
—Esto de la radiotelefonía sin hilos, algún día, ya no llamará la atención. Habrá otras cosas. Mira; tú, a lo mejor, vivirás aún cuando esté inventado un «sis­tema» que permita no solamente oír la música de Toulouse, sino además ver a los músicos que la inter­pretan en la sala de conciertos... También quizás tú existirás aún cuando vayan y vuelvan los primeros hombres a la Luna.
 
Yo me quedaba un poco turulato y volvía a mis «estampas de las banderas». (En las tabletas del chocolate «Amatller», bajo el «orillo» o papel reluciente que las. envolvía, venía una estampa, siempre, de regalo. Reproducía en vivos colores la enseña nacional de Austria, de Inglaterra, de Siam, de Italia, de Luxemburgo...) 
 
Pienso, cuando me vienen a la memoria estas cosas, cuando recuerdo las palabras de mi padre, en la frase de Daniken. «Lo antes aparen­temente imposible, se ha convertido en materia in­dustrial».
 
Porque yo no sé de mi abuela, pero mi madre por lo menos, se reía un poco cuando mi padre anun­ciaba la televisión, en 1931, a veinte o veinticinco años vista. Entonces, ni siquiera estaba en uso la palabra: te-le-vi-sión. Ahora, hay en uso miles y millones de televisores. Y no pasarán muchos años en que les otorguen pensión por jubilación o retiro, a astro­nautas que pisaron la Luna. No ya los televisores, si­no los cerebros electrónicos y las vísceras artificiales —de repuesto— se están convirtiendo en «materia in­dustrial». Los sueños y ensueños, casi, de los bisabuelos, tienen para los biznietos una impor­tancia no mucho mayor que la de un balón o una raqueta. También ostentaba mi padre —casi como un milagro de bolsillo— un encendedor automático. En broma se lo arrebató don Cayetano, un amable cura ubetense y la cosa trascendió nada menos que al pe­riódico local «La Provincia». (Díganle ustedes ahora a un chico de catorce años que, hace cuarenta, un encendedor automático podía provocar un disgusto con un cura. ¿Podrá creerlo?)
 
Sin embargo, atención, una cosa envejecía ya más que inventada en tiempos de mi padre. Mi padre estaba de vuelta de este invento; el in­vento de la democracia. Mi padre —palabra de honor que lo recuerdo en sus últimos días— iro­nizaba un poco con Alfonso Moreno (el que, buen amigo suyo, iba a ser luego primer alcalde republica­no de mi pueblo). Ironizaba mi padre cuando Alfonso le hablaba del partido liberal-demócrata, del partido reformista nacional, de la izquierda liberal e incluso del P.S.O.E., que también vivía entonces con yo no sé cuantos años de edad. Ironizaba mi padre con tanto trabalenguas y volvía a sus auriculares y a sus carretes de Ruhmkoorff.
  
(JAÉN, 10 de marzo de 1976)

jueves, 17 de marzo de 2011

LOS NUESTROS





Escribía Montesquieu, con un poco de sarcasmo, de la Francia de su tiempo, que en ella existían tres estados, el eclesiástico, el militar y el de los golillas. Y el clasismo de entonces consistía en que cada uno de esos estados profesaba un alto desprecio hacia los otros dos. «Y así —dice el autor de El espíritu de las leyes— quien debiera ser despreciado por majadero, lo es simplemente por pertenecer a los golillas».

Los clasismos de antaño se borran, desaparecen. Pero los sustituyen otros. Ahora —por ejemplo— están los partidos políticos. Cada uno de los partidos usa para valorar a la gente su peculiar sistema de pesas y medidas y, poco mas o menos, da a conocer cada semana su «hit parade» en que alinea por orden de puntuación los éxitos, los prestigios, los libros que se publican, las ideas que se cotizan en el mercado intelectual. Es curioso, pero en este tiempo de libertad, hay muchos nombres que aguardan para opinar.

Aguardan y no dan su dictamen hasta que conocen el de su partido. Hasta los mismos señores diputados en el Parlamento, ¿por qué antes de votar en el hemiciclo se cercioran del resultado de la votación previa que, con respeto al tema a debatir, ha celebrado el «ejecutivo»?

Así es que una idea puede ser colosal o pésima al ser apreciada por usted a solas, en la intimidad. Pero hay que esperar... Hay que esperar a que lo diga quien lo sabe. ¿Quien lo sabe? Bueno, puede darse el caso de no pertenecer, incluso no simpatizar con ningún partido y, entonces, está la televisión que no hay nada más que una y los periódicos diarios que hay varios. La masa media, oscilante, fluctuante, está un poco a merced de la televisión y los periódicos. Pero, sin embargo, a veces se cansa y termina por opinar haciendo uso del propio dictamen, de la propia inteligencia. Esto ocurre con mucha más dificultad cuando alguien se adhiere a un partido político con tal fuerza que, si es de los «anaranjados», está dispuesto a mantener firme que don Verónico es un majadero, no por ser majadero, y ni siquiera por llamarse don Verónico, sino por estar aliado al partido de los «verdes». Igual puede suceder, o parecido, con don Renato. Será apreciado o despreciado no por lo que tiene de apreciable o despreciable, sino por simpatizar con los nuestros o los vuestros. ¿Y quiénes son los nuestros y quiénes son los vuestros? No hay, realmente nuestros ni vuestros, como realmente, no hay acera de enfrente porque depende de la acera por la que se camina Pero nos aferramos al absolutismo de lo nuestro sin saber que hay tantos «nuestros» como grupos. Y, entonces, lo nuestro que tan candorosamente amamos y que con tan apasionado —y en ocasiones feroz— entusiasmo defendemos, no pasa de ente de ficción.

Es compresible que yo —usted— tengamos miedo de nosotros mismos, que no nos fiemos del propio sentir y propio pensar, que temamos equivocarnos, tropezar, caernos. Tendemos por eso a unirnos en sociedad grande o pequeña. Esto es laudable y necesario porque sin sociedad el hombre no terminaría de ser hombre. Sin embargo, creo que no debe exagerarse. Es preciso agruparse, formar grupo, gremio, círculo, sindicato, partido. Pero sin perder, de una parte, la indispensable comunicación con uno mismo y de otra, con el resto de la Humanidad. Mi grupo, mi medio social, mi gremio o mi círculo, me ayudan a pensar, a elegir, a valorar o... a soñar; pero, luego yo voy y pienso, elijo, valoro y sueño sirviéndome de mi mismo y mirando, después de la mirada de radio corto de mi círculo, con otra mirada ancha que abarque más generosos horizontes. Cada uno —pienso— debiera poner mas condiciones a lo de ser partidario. Porque cada uno, ni es exclusivamente suyo —que eso es pretensión egoísta— ni puede disolver su personalidad (en cualquier caso sagrada) en el unánime mar total. Es bueno, entonces, el arbitrio de encuadrarse en agrupaciones de miembros afines, para que ni se me pierda la vista en el infinito, ni se me ahogue en el propio pozo. Es bueno, pero no hasta el punto de renunciar al sentido de la perspectiva, atento nada más al miope compromiso. Nuestra Cultura —la del siglo XX con ruta hacia el XXI— es vasta, colosal, inmensa. Pero toda la tripulación, o casi toda, está compuesta de miopes. Así, ni nos podemos ver a nosotros mismos, ni podemos ver a Dios. Tampoco al prójimo. Así, nada más podemos ver a «los nuestros».

(IDEAL, 2 de marzo de 1978)

miércoles, 16 de marzo de 2011

JOAN MIRÓ





Freud —todo el mundo lo sabe— acometió una especie de metalurgia de los sueños. Y, así nos dejó sin sueños. ¿Manipuló Freud demasiado a los sueños? Realmente trabajó en ellos con exceso. De una parte quiso ser su entomólogo —sueños como cucarachas, como avispas o como hormigas, pululando libremente, sin vigilancia, a lo largo ya lo ancho de las horas de descanso—; de otra, fue su etimologista. ¡Al, el origen, la raíz un poco pantanosa y mucilaginosa de los sueños!; tampoco prescindió de ser su etiólogo. Quiso rastrear enfermedades en los sueños y sueños en las enfermedades. No obstante, sobre todo, sus psicoanálisis parecen alardes de metalurgia: aspiran a forjar casi una filosofía de una casi adivinanza.

Pero ¿y la ontología del sueño? Eso es distinto. Ese es cometido más bien del artista. Aquí el sueño se llama ensueño. ¿Por qué dejar el ensueño desamparado? Todos los hombres tenemos ilusiones e ideales, es decir, fervores de ánimo que se abandonan si uno no es pertinaz en mantenerlos; o cuando se ve que las ilusiones e ideales a la vista son más bien prendas de bazar que «no nos caen», cuyas mangas nos vienen anchas o estrechas. Pero el artista es modisto —o sastre— de sus propias ilusiones. El artista, sí cree en el ensueño como tal. Y sabe que hay escaleras para alcanzar lo que, al principio, parece inasible. ¿Escaleras? Recuerdo Perro que ladra a la luna, óleo de Joan Miró. No he visto el cuadro, que está en el Museo de Filadelfia, pero he admirado una de sus reproducciones. Esta obra del catalán egregio tiene argumento visible. Miró derivaría después hacia esa manera de líneas fitomorfas «como caminos sutiles que unen los centros focales» (Umbro Apolonio), y cuyas líricas descarnaciones del objeto natural darían esa «pintura escrita», de apariencia caligráfica inclusive, tan genuinamente suya. Pero Perro que ladra a la Luna, representa en Miró, más que una técnica nueva, una proclamación, o, si se quiere, una declamación de principios. Esta: no hay impotencia en el hombre (que tan fácilmente concilia el sueño a la hora de la digestión), para conciliar, asimismo, el ensueño. En el cuadro, muy sintético de composición, se advierte una neta separación de cielo y tierra; un perro que blanquea grotesco colocado en el borde de separación y, arriba, una Luna deforme que recuerda los objetos volantes de los cuadros del Bosco. ¿No es éste el drama de siempre y de todos? La belleza, la verdad están altas, altísimas. Están lejos y, entonces, nosotros caemos en escepticismos. Caemos con aberración, hasta el punto de que, no pocas veces, nuestra manera de admirar a la Luna es... ladrarle. Y... ¡no, no, no!, grita Joan Miró en su cuadro. ¿Cómo, de qué forma, vocifera su protesta Miró? Sencillamente, situando frente a la Luna y el perro unas escaleras. «La escalera —escribe Dupin— simboliza el poder que Miró reconoce al artista para reunir dos mundos sin poder abolir uno de ellos.» (Porque el escepticismo es siempre prematuro. Profesión de escéptico, ¿por qué y para qué?)

Joan Miró ha estado en Madrid. Joan Miró no es un «monstruo sagrado», de esos que se pasan la vida cebando su propia fama. Joan Miró entiende que se puede ser un genio y, al par, un hombre sencillo, dialogante y amable. ¿Acaso para la ascensión artística es preciso suprimir la cotidiana convivencia cordial con el prójimo? ¿El ensueño o el ideal del hombre superior, vistos de través, confunden? El desdén, la soberbia, la grosería ¿pueden —deben— ser alguna vez atributos del talento? Un periodista ha tenido con Miró una entrevista. Es excelente el relato de la interviú. «Joan Miró es pequeñito, suave, con un aspecto de labriego endomingado», cuenta el periodista. Y añade: «Es una riada de talento entre las cuatro finas paredes de su cuerpo». Y luego, cuando el periodista ha preguntado al pintor si Picasso debe figurar en el Museo del Prado, la respuesta ha sido: «Hay que esperar, hay que esperar». Después, como quiera que en el reportaje se aborda la longevidad fecunda del pintor, éste exclama: «No hay que dejar de trabajar, no se puede dejar de trabajar».

¡Qué dos puntos para un programa! ¡Qué consejos para reunir los dos mundos —el del ensueño y el de la realidad— sin abolir uno de ellos! Hay que esperar y hay que trabajar. Esto lo enseña un hombre extraordinario, un maravilloso pintor que va a cumplir pronto los ochenta.

Freud ha «aportado», en psicología, mil etimologías, mil etiologías, mil metalurgias. Pero ¡qué poco freudiano es Perro que ladra a la Luna! Y que alivio proporciona encontrarse con un programa de paciencia y de trabajo, ofrecido por una voluntad que no se cansa. ¡Qué escaleras, Señor!

Cuando la entrevista termina, el periodista dice a Joan Miró: «Dios se lo pague». Y entonces Joan Miró ha sonreído al periodista con un rostro de iluminada sorpresa. «Por lo visto —concluye el periodista— ya no se usan estas cosas.»

No se usan, no. La frase «Dios se lo pague» resulta ya, para muchos, una frase zurcida. Gusta saber que, para hombres como Joan Miró, suena como una frase gloriosa y flamante.

(IDEAL, 1 de marzo de 1972)

domingo, 13 de marzo de 2011

DIOS EN EL VÉRTICE







La palabra —¡cómo vivimos de palabras!— no decae nunca y sin embargo Dios, el Señor, no está en el vértice. Qué fácil hilvanar ideas y más ideas jugando a afirmarlo, a negarlo. Qué divertidamente intelectual atinar con la imagen bonita que borda a Dios, para uso propio, en el cañamazo de nuestros personalismos, en la orografía de nuestros deseos, en el esquema de nuestros particulares idearios. Pero el Dios auténtico, el de la Biblia, el del Evangelio, el de la Iglesia —el que es Norma inmutable y Amor perfecto, el que no está a merced de temporalismos oportunistas, el que tiene escrita una palabra para cada una de nuestras pobres razones promulgada una Esperanza para cada una de nuestras emociones pequeñas—, el Dios, decimos, que no se pierde en las nieblas inmanentes sino que brilla en la transcendente altura, permanece aún como lejano y ausente; ajeno, al parecer, a nuestras endiosadas técnicas y a los chamizos ideológicos que pomposamente —con terminología prestada del marxismo— comenzamos a llamar «nuestras estructuras».

Es, de seguro, su Humildad que no cesa, su sometimiento encarnado, su penumbra. Es el auténtico «Misterio de Cristo», dócil —como dice Charles Moeller— a las «causas segundas», al proceso histórico. Así Él resulta opaco todavía entre el mecanismo, rutilante a veces, chirriante siempre, de los exhibicionistas mundanos, de los hallazgos políticos, de los logros a medias, de las originalidades de ficción, de las deshonestas componendas que intentan sustituir a las amorosas comprensiones... Es, sí, su Misterio —el de su condena, el de su cruz, el de su preterición a Barrabás, el de su crucifixión, el de su muerte— incomprendido por un mundo que no termina de aceptar el Hecho Cardinal de la Redención; que desdeña —en mayor o en menor grado— la dimensión sobrenatural de lo religioso.

Dios no está en el vértice. Ni el pensamiento ni el corazón de nuestro tiempo ofrecen a Dios el puesto de Dios. Buena meditación social —comunitaria— para la Semana Santa. Buen tema de pensamiento éste para el cristiano... Para el cristiano que se diferencia de los demás hombres en un punto esencial: la creencia de que «Dios no ha muerto» como exclamaba el triste de Federico Nietzche, es decir, la fe en que Cristo ha resucitado.

Ese Dios que resucitó en su Sepulcro, calla cuando se quisiera hacer de la historia su perpetua tumba. Es la Humildad —soberana humildad— del Misterio. (Aunque los cristianos sabemos que ese Sepulcro no es posible. Proclamarlo así no es triunfalismo. Es lógica.)

(Revista VBEDA, núm. 143, Año XVIII, 14 de marzo de 1967)

(Fotografía: M. Tallante)

viernes, 11 de marzo de 2011

¿LA DECADENCIA DE LA CUARESMA?





…Y la Cuaresma, precisamente, es eso. Un tiempo de preparación en que se demanda el cultivo de las virtudes cristianas, llamando al pan, pan, y al vino, vino. Un dejar al descubierta nuestra desnudez cristiana. Pero no, no somos capaces. Tememos todos que al decir o al hacer estas cosas se nos tome por demasiado cristianos. Todo el mundo quiere parecer cristiano, pero tiene miedo de parecer demasiado cristiano. Yo mismo estoy temiendo ahora que digáis que esto parece un sermón… El otro día, una excelente persona, sinceramente piadosa, decía que hay que hacer llegar los conceptos cristianos un poco disfrazadamente a la gente porque si no, no van a ser aceptados y se van a tomar por beaterías. Esto, verdaderamente es tremendo. ¿Qué cosa es el cristianismo que hay que disfrazarlo, disimularlo un poco, para hacerlo llegar a la gente? Hablando de fútbol, de modas, de toros o de cine, nadie disimula nada. Nadie dice que sea impropio hablar de estas cosas en cualquier parte y sin tapujos. De lo que no se puede hablar en cualquier sitio es de Religión. Lo que exige ciertos ambientes es la conversación sobre temas altos de espiritualidad. Mucho cuidado, sí; hay que proceder con mucho cuidado. Con prudencia, con tacto, con cautela… ¿Creía esto San Pablo cuando decía aquello de «insta a tiempo y fuera de tiempo»… Es que inconscientemente seguimos relegando la Religión al recinto eclesiástico, al templo. Es que meter a Cristo es nuestras conversaciones, es delicado, hace falta tacto, mucho tacto. ¿Tacto?

No hay quien nos entienda. Se dice que hay que sacar la religión del templo, que los sermones nos los sabemos de memoria, que hay que hacer una labor seglar de capacitación…, y luego, cuando sacamos a Cristo a la calle, escandalizamos un poco, cuando lo llevamos a nuestra conversación sentimos un sutil temor y nos apresuramos a encerrarlo de nuevo en el templo...

La Cuaresma es un esfuerzo por patentizar el espíritu cristiano en el calendario y en la vida particular. Pero ya casi pasa desapercibida; está en decadencia. No cuenta nada para nuestras costumbres. Porque precisamente la Cuaresma puja por hacernos vivir la radical y gloriosa incomodidad de un cristianismo que no sabría disimularse a sí mismo de ninguna manera. Un cristianismo incómodo, ¿quién habla de eso? Un cristianismo patente, manifiesto, insobornable... Eso, por lo visto ¿ha pasado a la historia?

Ahora no existe el Carnaval; apenas existe la Cuaresma ¿No era más cristiano, al fin y al cabo, mantener, vivir la Cuaresma, aún a trueque de que siguiese el Carnaval?

(Diario JAEN, 12 de marzo de 1960)

miércoles, 9 de marzo de 2011

LECCIÓN DEL CENICERO





La ceniza es una intuición de la vanidad de las cosas. Bien que ya, en nuestra era técnica, hay como un prurito de eliminar a la ceniza misma. Hasta hace muy poco, en todos los hogares —hogar viene de fuego— el combustible era casi protagonista. Al fin de la jornada, quedaba en los hogares la ceniza como un símbolo, en cualquier caso, de que, un día más, acababa de quemarse. Pero ya, entre el petróleo, la electricidad, y el butano, dieron término al fuego del hogar. Y por supuesto, a la ceniza. Quizás sólo nos va quedando la ceniza del cigarrillo.

Vale la ceniza del cigarrillo. Un cenicero constituye un estupendo punto de meditación. En cierto modo ¿no es una fosa común? ¿No es un destino? ¿No es una… meta?

Porque resulta que los hombres, fabricantes sempiternos de ilusiones, lanzamos cada día a la circulación marcas nuevas de presunta felicidad, labores inéditas para el placer, la diversión o el confort. Unas veces se nos ofrece el placer inocuo con filtro, con censura, para tranquilidad de conciencias escrupulosas. Otras, el placer se anuncia cínico y crudo, despreciando cualquier riesgo. Hay, de otra parte, felicidades caras y felicidades baratas. Pero el hecho es que todo el mundo se fuma cada día, procurándosela como puede, su ración de bienestar. Porque al mundo sigue interesándole eso que aquí no existe: la continua alegría, contante y sonante, de los sentidos.

Y ya se sabe: la felicidad es, justamente, como un cigarrillo. Ni más, ni menos.

Ni siquiera la felicidad que ambicionamos es felicidad, de la misma manera que no es placer —placer auténtico— el de fumar. Es sólo un sucedáneo. Humo. Sería interesante ahondar en la significación del acto de fumar. Yo pienso que, bajo su patente inutilidad, late un germen hasta cierto punto poético. Y no me refiero a la poesía, tan decantada, de las volutas de humo. No. Es que fumamos como quien emplea una metáfora. ¿Hay como una sabiduría subconsciente en todo esto?¿La sabiduría de que la vida es fuego, lento y opaco fuego, que empieza a consumirse cuando acaba de encenderse? Puede hastiarnos la vida a veces, como a veces nos hastía el cigarrillo. Pero no dejamos de vivir. Ni dejamos de fumar. Reposa mucha vanidad en el cenicero. Casi podríamos decir que como en el cementerio. Igual.

Y de ahí resulta que el Miércoles de Ceniza represente, paradójicamente, para el cristiano, una Esperanza. Todo es polvo, ceniza, nada… Pero sobre el cenicero se posa, un momento, una mariposa de luz.

«Vanidad de vanidades y todo vanidad». Ciertamente. Pero existe Dios y por eso, todavía, la asunción del polvo es posible. No se nos pone la ceniza en la frente para sumirnos en ningún nihilismo. Al contrario. Nos la ponen precisamente, para exorcizarnos contra el polvo. Dicho de otra manera, nos «vacuna» el pensamiento para despertar, para estimular nuestra reacción impetuosa contra la nada que acecha. El verso de Quevedo:

«...polvo serán, mas polvo iluminado».
Porque la penitencia es un censo que paga la carne, asegurando su salvación... La Resurrección de la Carne es el total triunfo del hombre. La ceniza, para nuestra Religión, es reversible.

(JAÉN, 7 de marzo de 1962)

domingo, 6 de marzo de 2011

DISFRACES





En estos tiempos, para los jóvenes el Carnaval es nada más historia aséptica. Los motivos que podían explicarlo no existen ahora. Si ya en tiempos de Larra —“Todo el año es Carnaval”— se le consideraba redundante, hagámonos cargo...

Sin embargo, si se fosilizó, una de sus razones podría resultar todavía válida. Antruejo facilitaba una efímera vacación individual. Y no es que nadie aparezca como el «cansado de su nombre», ni que sea muy probable el encontrar quienes quieran licenciar su «yo» para sustituirlo por otro de recambio. Pero hay ocasiones en que cualquiera se pregunta: «¿Qué haría yo metido en el pellejo de mi vecino de enfrente?». Y para esto venía el Carnaval. Las máscaras salían a la calle «a ver qué pasa». A ver qué pasa con uno mismo cuando, escamoteados el propio rostro y figura, la experiencia de esa libertad potencia autenticidades ocultas. No pocos llegaban a conocerse del todo gracias al antifaz que les hurtaba al conocimiento de los demás. Porque cualquiera está comprometido con su historia particular, con su fama y apariencia social. Pero, ¿y si uno, con la misma carne y con la misma alma dentro, se desglosa, no de su persona sino del convencionalismo de su personalidad? ¡Ah, la personalidad! Es el caparazón que nos defiende y... nos limita; supone la cristalización lenta de mil detalles accesorios, anecdóticos al fin y al cabo, exógenos y superpuestos; superpuestos a la nuda espontaneidad. Cuando queremos acordar, la espontaneidad nos ha anulado; es, por cierto, la máscara —o la mascarilla— de uno mismo. Retrato, pero convenido; reproducción, pero amañada. Pues bien; quienes entonces se vestían de máscaras es que ponían nueva máscara —a elegir— encima de la propia, inveterada. Quienes se disfrazaban se desvestían de prejuicios. Y corrían la aventura de parecerse a «otro»; a otro del que se es habitualmente y por costumbre. Lo sorprendente del Carnaval era comprobar que cualquiera, una vez liberado de su rostro, daba muestras de una sorprendente capacidad de adaptación. La máscara empezaba por hacer aflorar, del subconsciente, el fondo inédito; era, un poco, como el sueño. Así transformado, al hombre vestido de máscara le era facilísimo permanecer en el incógnito, y gozaba de impunidad. Era su triunfo: «No me conoces, no me conoces, no me conoces...». Era su venganza.

Porque de eso de que nos conozcan o de que presuman conocernos, todos estamos quizás un poco hartos. No nos fatiga nada propio, pero nos hastía la imagen nuestra que imparte la gente. Imagen acuñada y manoseada como una moneda. Es casi imposible que variemos en la apreciación ajena cuando ya está expedido el cliché. Podemos de seguro cambiar íntimamente, introducir enmiendas en nuestro «texto», suprimir inclusive párrafos enteros en el modo vital que nos es más o menos exclusivo. Podemos interpolar ideas nuevas en el caudal de la antigua experiencia... Pero de todo esto, ¿quién se da cuenta? Nadie se toma el trabajo —y naturalmente nadie tiene por qué— de estudiar la evolución de nuestro pensar o sentir. ¿Acaso, para el prójimo tenemos historia? Tenemos efigie, nada más. Pero la efigie es la negación de la esfinge. Querer ser, hasta cierto punto, impenetrables, enigmáticos, desconcertantes; ¡a esto puede llevarnos la vocación de vanidad! Mas el mundo, humillador implacable, nos apea del afán; la calderilla de la valoración tópica enseña cada día nuestra imagen repetida. ¿Esfinge? ¡Qué va! Efigie, efigie, efigie...

El Carnaval servía entonces para que se nos olvidara un tanto nuestra efigie. Y ahí estaba su locura. Una locura de tres días...

(Inédito. 1967. De cuando no se celebraban los carnavales)

viernes, 4 de marzo de 2011

¿FOLKLORE UBETENSE?





¿Es Úbeda folklórica? Creemos, sinceramente, que no. El folklore suele ser un conjunto residual —casi un cementerio— de buenas y malas antigüedades difuntas, pero espléndidamente embalsamadas, entre las que florece, en ocasiones, la flor de un tipismo gracioso. Costumbres castizas hubo —y queda probablemente alguna— en Úbeda. Pero tales costumbres que a nosotros, los naturales del pueblo, nos pueden parecer encantadoras por ser nuestras, no tienen un valor real, cotizable, fuera de la “frontera”... del término municipal. No es Úbeda folklórica porque sus casticismos no han cristalizado, no se han osificado en permanentes motivos de atracción turística: se han perdido del todo o yacen en la penumbra del recuerdo, semiolvidados. No quiero esto decir que los motivos ubetensistas valgan necesariamente menos que los de otros pueblos. Quizás es, sólo, que han tenido menos suerte.

Claro está, por otra parte, que la intimidad familiar, sin trascendencia al exterior, de nuestros tipismos, les prestaría un fervor más genuino en caso de conservarse. Pero —repetimos— se han disgregado como arenisca. Por carecer de esa artificiosa urdimbre que mantiene a los casticismos en pie cuando alguien se encarga de momificarlos, hoy son, nada más, ceniza de pequeños sucesos. No es posible resucitarlos. Naturalmente, Úbeda conserva sus “tradiciones”; pero esto es distinto. Si hablamos, por ejemplo, de nuestras “tradicionales” procesiones de Semana Santa, es porque ellas representan la pura tradición sin adherencia folklórica alguna. Estas muestras de tradición tienen un valor sustancial, objetivo y, por ello trascienden al exterior sin necesidad de acartonarlas en el tipismo o, precisamente, por no radicarlas en él. “Lo que no es tradición, es plagio”, escribía Eugenio d’Ors. El folklore es plagio; luego es anti-tradición.

No hay paradoja en el hecho de que la Úbeda monumental e histórica, carezca de folklore. No hay paradoja, sino todo lo contrario. El Arte y la Historia reflejan —y, por una vez, usaremos términos shopenhauerianos— al “Mundo como Voluntad”. En todos los casticismos yace, en cambio, pasiva, la inercia del “Mundo como Representación”. Que Sevilla sea más folklórica que Córdoba, o que Toledo o Santiago de Compostela sean menos castizos que unas zambras del Sacromonte granadino, no están diciendo que la Historia es un valor cuya presencia o influencia está más allá de la costumbre, en el sentido peyorativo que a la “costumbre” suele dársele. Y que el casticismo o el tipismo, tienen una actualidad que se mueve por resorte, una actualidad sin palpitación y sin vida. La Historia y el Arte son valores; el folklore es una amenidad: muestra sin valor, bagatela. La Historia y el Arte, son categorías vivas; el folklore es una anécdota en conserva que ha llegado hasta nosotros. Historia es el Cid, o Julio César; folklore es la tumba de Tutankamen...

(De Biografía de Úbeda)

jueves, 3 de marzo de 2011

MEDIO ENTERADOS





La noticia del triunfo de Lepanto no llegó, por supuesto, a propagarse con la velocidad del sonido. ¿Y en nuestro tiempo la noticia del resultado de un encuentro de Tercera División? Es seguro, que se difunde a la velocidad de la luz.

No le demos vueltas. La ventaja fundamental de la época que vivimos, a favor de la cual medran todos los avances, no es sino la velocidad o, si se quiere, la agilidad para el remate fulminante. Hasta los filósofos tienen que ser delanteros centros en lo suyo. El hombre que triunfa no es sino el «hombre que chuta». La rapidez es nuestro signo. En la guerra y en la paz. En el cohete atómico y en la noticia...

Pero respecto a la noticia, ocurre la objeción, es decir, la desazón. La noticia ultrarrápida no puede proporcionar el conocimiento envolvente. ¿Quién fue quien dijo que nadie había podido ver nunca una naranja entera? Tampoco, claro, un tranvía entero, ni una mujer... Pues, entonces, si existe la imposibilidad física de constatar la totalidad de una cosa, si hay que apreciarla sucesivamente y por partes, ¿cómo una noticia-exprés, que va de vuelo, va a enterarnos exactamente de algo?

Una solución sería que las noticias fuesen giróvagas; que rotasen alrededor de las cosas que, como la Luna, se obstinan en mostrarnos una sola de sus caras. El periodismo moderno debiera inventar el artefacto que, describiendo previamente la circunferencia en torno a cada suceso, permitiese conocer su lado oculto. Las plataformas de lanzamiento, que son las agencias informativas, han olvidado quizás este detalle. Porque, al fin y al cabo, si ver pronto o ver antes interesa, mejor es ver bien y ver del todo. Decir hoy lo que todo el mundo dirá mañana es el secreto de triunfo del buen periodismo. No obstante, siempre, la otra cara de la Luna queda inédita. Y como de cualquier cosa gusta más lo que no se ve que lo que está a la vista, y más lo que se calla que lo que se dice, resulta que los recursos informativos al uso no pasan de aperitivos: abren el apetito de saber y después se declaran impotentes para saciarlo. Quedamos, así, medio enterados.

Es casi trágico porque para remediar la deficiencia, para olvidar el mal, vienen precisamente los «enterados». ¡Los «enterados»! Una fauna. Montan su oficina con los ficheros de la suspicacia y de la murmuración a la vista y sirven, al consumidor, el bulo: esa noticia gorda que pretende ser exhaustiva. Fotógrafos fraudulentos del hemisferio oculto, agentes del infundio, comisionistas de la mentira...

—¿Usted ha visto? ¿Se ha enterado usted?

Son las preguntas que, a diario, esgrime el viajante de la calumnia. Cuando le declaramos nuestro conocimiento parcial, suministrado por la información de que disponemos, nos dice entre perspicaz y compasivo:

—Pero, hombre, no sea ingenuo: ésa es la versión que se da, pero la verdad...

Y al llegar aquí nos cuenta la verdad, la suya. Es fantástica, escandalosa, inverosímil, aparatosa y retumbante. Además, emperifollada, pintarrajeada y agobiada de sortijas. Con todas las notas, en fin, de la majadería.

—Pero, muchacho; yo que creía que...— se aventura uno a protestar tímidamente.

Y si insiste uno en su prudente incredulidad respecto a la «verdad» con que acaba de obsequiarnos, el enterado se marcha dando un portazo y refunfuñando como aquel don Venerando de «La Codorniz».

¡Bah! Digo yo que, mientras el periodismo no lance el satélite de circunvalación que escrute el otro hemisferio de las cosas, hay, por lo pronto, que defenderse de esos comisionistas de la murmuración y del bulo que todo lo saben de «muy buena tinta». Dios sabe qué buena tinta es ésa. A lo mejor se trata de la del calamar que, como todo el mundo sabe, es una tinta para el despiste. Para el despiste de los peces, chicos o grandes, que en persecución del calamar se afanan.

(ABC, 16 de febrero de 1964)