BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

domingo, 6 de marzo de 2011

DISFRACES





En estos tiempos, para los jóvenes el Carnaval es nada más historia aséptica. Los motivos que podían explicarlo no existen ahora. Si ya en tiempos de Larra —“Todo el año es Carnaval”— se le consideraba redundante, hagámonos cargo...

Sin embargo, si se fosilizó, una de sus razones podría resultar todavía válida. Antruejo facilitaba una efímera vacación individual. Y no es que nadie aparezca como el «cansado de su nombre», ni que sea muy probable el encontrar quienes quieran licenciar su «yo» para sustituirlo por otro de recambio. Pero hay ocasiones en que cualquiera se pregunta: «¿Qué haría yo metido en el pellejo de mi vecino de enfrente?». Y para esto venía el Carnaval. Las máscaras salían a la calle «a ver qué pasa». A ver qué pasa con uno mismo cuando, escamoteados el propio rostro y figura, la experiencia de esa libertad potencia autenticidades ocultas. No pocos llegaban a conocerse del todo gracias al antifaz que les hurtaba al conocimiento de los demás. Porque cualquiera está comprometido con su historia particular, con su fama y apariencia social. Pero, ¿y si uno, con la misma carne y con la misma alma dentro, se desglosa, no de su persona sino del convencionalismo de su personalidad? ¡Ah, la personalidad! Es el caparazón que nos defiende y... nos limita; supone la cristalización lenta de mil detalles accesorios, anecdóticos al fin y al cabo, exógenos y superpuestos; superpuestos a la nuda espontaneidad. Cuando queremos acordar, la espontaneidad nos ha anulado; es, por cierto, la máscara —o la mascarilla— de uno mismo. Retrato, pero convenido; reproducción, pero amañada. Pues bien; quienes entonces se vestían de máscaras es que ponían nueva máscara —a elegir— encima de la propia, inveterada. Quienes se disfrazaban se desvestían de prejuicios. Y corrían la aventura de parecerse a «otro»; a otro del que se es habitualmente y por costumbre. Lo sorprendente del Carnaval era comprobar que cualquiera, una vez liberado de su rostro, daba muestras de una sorprendente capacidad de adaptación. La máscara empezaba por hacer aflorar, del subconsciente, el fondo inédito; era, un poco, como el sueño. Así transformado, al hombre vestido de máscara le era facilísimo permanecer en el incógnito, y gozaba de impunidad. Era su triunfo: «No me conoces, no me conoces, no me conoces...». Era su venganza.

Porque de eso de que nos conozcan o de que presuman conocernos, todos estamos quizás un poco hartos. No nos fatiga nada propio, pero nos hastía la imagen nuestra que imparte la gente. Imagen acuñada y manoseada como una moneda. Es casi imposible que variemos en la apreciación ajena cuando ya está expedido el cliché. Podemos de seguro cambiar íntimamente, introducir enmiendas en nuestro «texto», suprimir inclusive párrafos enteros en el modo vital que nos es más o menos exclusivo. Podemos interpolar ideas nuevas en el caudal de la antigua experiencia... Pero de todo esto, ¿quién se da cuenta? Nadie se toma el trabajo —y naturalmente nadie tiene por qué— de estudiar la evolución de nuestro pensar o sentir. ¿Acaso, para el prójimo tenemos historia? Tenemos efigie, nada más. Pero la efigie es la negación de la esfinge. Querer ser, hasta cierto punto, impenetrables, enigmáticos, desconcertantes; ¡a esto puede llevarnos la vocación de vanidad! Mas el mundo, humillador implacable, nos apea del afán; la calderilla de la valoración tópica enseña cada día nuestra imagen repetida. ¿Esfinge? ¡Qué va! Efigie, efigie, efigie...

El Carnaval servía entonces para que se nos olvidara un tanto nuestra efigie. Y ahí estaba su locura. Una locura de tres días...

(Inédito. 1967. De cuando no se celebraban los carnavales)

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